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SOBRE LA NATURALEZA Y LUGAR DEL INFIERNO

Roberto se contó que, vagando de ínsula en ínsula, y buscando más su placer que el justo rumbo, Ferrante, incapaz de sacar aviso de las señales que el eunuco mandaba a la herida de Biscarat, había perdido al fin cualquier noción de dónde se encontraba.

La nave por tanto iba, las pocas vituallas habíanse podrido, el agua apestaba. Para que la chusma no diera en la cuenta, Ferrante obligaba a cada uno a bajar sólo una vez al día a la bodega y coger en la obscuridad lo poco que era necesario para sobrevivir, y que nadie habría sufrido mirar.

Única que no advertía nada, Lilia, que soportaba con serenidad todas las vejaciones, y parecía vivir de una gota de agua y de una nada de bizcocho, ansiosa de que el amado sobresaliera en su empresa. En cuanto a Ferrante, insensible a aquel amor sino por el placer que del obtenía, seguía incitando a sus marineros haciéndoles centellear ante los ojos de su cudicia imágenes de riqueza. Y así un ciego cegado por el rencor guiaba a otros ciegos cegados por la cudicia, manteniendo prisionera de sus lazos a una ciega belleza.

A muchos del marinaje, sin embargo, por la gran sed se les hinchaban las encías, que empezaban a cubrir todo el diente; las piernas se sembraban de abscesos, y su pestilencial secreción subía hasta las partes vitales.

Así fue como, habiendo descendido más allá del grado veinte y cinco de latitud sur, Ferrante había tenido que arrostrar un motín. Lo había hecho sirviéndose de un grupo de cinco piratas más fieles (Andrápodo, Bórides, Ordoño, Safar y Asprando), y los rebeldes habían sido abandonados con pocos bastimentos en el esquife. Mas con ello, el Tweede Daphne habíase privado de un medio de salvataje. Qué importaba, decía Ferrante, de aquí a poco estaremos en el lugar adonde nos arrastra nuestra execrable hambre de oro. Pero los hombres ya no bastaban para gobernar el navío.

Ni tenían ganas ya de hacerlo: habiendo tendido una sólida mano a su jefe, ahora queríanse sus iguales. Uno de los cinco había espiado a aquel misterioso hidalgo, que subía tan raramente a la puente, y había descubierto que se trataba de una mujer. Entonces aquellos últimos nefarios habíanse encarado con Ferrante pidiéndole la pasajera. A Ferrante, Adonis en el aspecto, pero Vulcano en el alma, le interesaba más Plutón que Venus, y fue una suerte que Lilia no lo oyera mientras les susurraba a los amotinados que habría asentado pactos con ellos.

Roberto no tenía que permitirle a Ferrante que llevara a cabo esta última ignominia. Quiso, pues, que en aquel punto Neptuno se airase de que alguien pudiera franquear sus campos sin temor de su ira. O, para no imaginar el asunto de manera tan pagana, aun cuando conceptuoso: imaginó que era imposible (si una novela debe transmitir también una enseñanza moral) que el Cielo no castigara aquel bajel de perfidias. Y gozaba figurándose que los Notos, los Aquilones, y los Austros, enemigos incansables del sosiego del mar, aunque hasta entonces habían dejado a los plácidos Zéfiros el cuidado de batir la senda por la cual el Tweede Daphne seguía su viaje, encerrados en sus aposentos subterráneos mostrábanse ya impacientes.

Los hizo estallar a todos de repente. Al gemido de las tablazones hacían bordón los lamentos de los marineros, el mar vomitaba sobre ellos y ellos vomitaban en el mar, y a veces una ola los envolvía de suerte tal que desde las riberas alguien habría podido tomar aquella puente por un ataúd de hielo, a cuyo alrededor las centellas se encendían como cirios.

Primeramente, la tempestad oponía nubes a nubes, aguas a aguas, vientos a vientos. Bien pronto el mar había salido de sus prescritos confines y crecía turgente hacia el cielo, bajaba ruinosa la lluvia, el agua mezclábase con el aire, el pájaro aprendía la natación y el vuelo el pez. Ya no era una lucha de la naturaleza contra los navegantes, sino una batalla de los elementos entre ellos. No había un átomo de aire que no se hubiere transformado en una esfera de granizo, y Neptuno subía para extinguir los relámpagos en las manos de Júpiter, para privarle del placer de quemar a aquellos humanos, que él quería, en cambio, anegados. El mar cavaba una tumba en su mismo seno para substraerlos a la tierra y, como veía el bajel apuntar sin gobierno hacia un escollo, con súbito revés hacíalo proceder en otra dirección.

La nave se hundía, en popa y en proa, y cada vez que bajaba parecía que volara desde lo alto de una torre: la popa se abismaba hasta la galería, y en la proa el agua parecía querer engullir el bauprés.

Andrápodo, que estaba intentando atar una vela, había sido arrancado de la entena y precipitando en el mar había golpeado a Bórides que tendía una cuerda, desarticulándole la cabeza.

El buque rehusaba ahora obedecer al timonel Ordoño, mientras otra ráfaga rasgaba de golpe el perico de la mesana. Safar se las ingeniaba para arriar las velas, incitado por Ferrante que profería blasfemias, pero no había acabado de asegurar la gavia cuando el navío habíase puesto de través y había recibido por la banda tres embates de tal magnitud que Safar había sido despedido más allá del bordo. El palo mayor, de golpe, habíase partido, desplomándose en el mar, no sin haber antes asolado la puente y quebrantado el cráneo a Asprando. Y por fin, el gobernalle habíase roto en pedazos, mientras un golpe enloquecido de la caña le quitaba la vida a Ordoño. Ya aquel muñón de madera carecía de marinaje, mientras los últimos ratones volcábanse allende el bordo, cayendo en el agua de la que querían huir.

Parece imposible que Ferrante, en tanta gresca, pensara en Lilia, pues que del nos esperaríamos que fuera solícito sólo de la propia incolumidad. No sé si Roberto había pensado que estaba violando las leyes de lo verisímil, mas, con tal de no dejar fenecer a aquella a la que había dado el corazón, tuvo que concederle un corazón también a Ferrante. Aunque fuera por un instante.

Ferrante, por tanto, arrastra a Lilia a la cubierta, ¿y qué hace? La experiencia le enseñaba a Roberto que habría tenido que atarla sólidamente a una tabla, dejándola deslizarse en el mar y confiando en que ni siquiera las fieras del Abismo habrían negado piedad a tanta belleza.

Después de lo cual, Ferrante aferra también él un pedazo de madera, y se apresta a atárselo. Mas en aquel momento asoma en la cubierta, sabe Dios cómo, desatado de su patíbulo por la zozobra de la bodega, con las manos aún encadenadas, más parecido a un muerto que a un vivo, pero con los ojos avivados por el odio, Biscarat.

Biscarat, que durante todo el viaje había permanecido, como el perro del Amarilis, sufriendo en los cepos mientras cada día le reabrían aquella herida que luego le curaban por poco. Biscarat, que había transcurrido aquellos meses con un pensamiento único: vengarse de Ferrante.

Deus ex machina, Biscarat aparece de repente a las espaldas de Ferrante, que ya tiene un pie en el pasamanos, levanta los brazos y los pasa, haciendo de la cadena una soga, ante el rostro de Ferrante, y le atenaza la garganta. Y gritando «¡Conmigo, conmigo al infierno al fin!» se le ve (casi se siente) darle un apretón tal que el cuello de Ferrante se quiebra mientras la lengua asoma de aquellos labios blasfemos y acompaña su última rabia. Hasta que el cuerpo sin alma del ajusticiado, precipitando, arrastra consigo, como un manto, el cuerpo aún vivo del verdugo, que marcha victorioso al encuentro de las ondas en guerra con el corazón por fin en paz.

Roberto no consiguió imaginar los sentimientos de Lilia ante aquella visión, y esperó que no hubiera visto nada. Como no recordaba qué le había pasado a él desde el momento en que había sido arrebatado por el ciclón, ni siquiera conseguía imaginar qué podía haberle sucedido a ella.

En realidad, estaba tan embargado por el deber de enviar a Ferrante a su justo castigo que resolvió seguir, ante todo, su suerte en la ultratumba. Y dejó a Lilia en la vorágine vasta.

El cuerpo sin vida de Ferrante había sido arrojado, entre tanto, en una playa desierta. El mar estaba apacible, como agua en una taza, y en la ribera no había resaca alguna. Todo estaba envuelto por una ligera bruma, como acontece cuando el sol ya ha desaparecido pero la noche aún no ha tomado posesión del cielo.

Inmediatamente después de la playa, sin que árboles o zarzas señalaran su fin, veíase una llanura absolutamente mineral, donde incluso los que desde lejos parecían cipreses, se revelaban luego como obeliscos de plomo. En el horizonte, hacia occidente, se elevaba un relieve montuoso, ya obscuro a la vista si no se hubieran divisado algunas llamitas a lo largo de las laderas, que le daban una apariencia de cementerio. Encima de aquel macizo descansaban largas nubes negras con vientre de carbón que se apaga, de una forma sólida y compacta, como los huesos de jibia de ciertos cuadros o dibujos, que si se los mira luego al sesgo se contraen en forma de calavera. Entre las nubes y el monte, el cielo se bañaba aún de amarillez. Y habríase dicho, aquél, el último espacio aéreo aún tocado por el sol moribundo, si no fuera que hacía la impresión de que aquel último conato de ocaso no hubiera tenido inicio jamás, y jamás habría tenido fin.

Allá donde la llanura empezaba a hacerse declivio, Ferrante oteó una pequeña hilera de hombres, y movióse hacia ellos.

Hombres, o seres de todos modos humanos, tal era su aspecto desde lejos pero, en cuanto Ferrante los hubo alcanzado, vio que, si hombres habían sido, ahora habíanse transformado más bien —o estaban en camino de transformarse— en instrumentos para un anfiteatro de anatomía. Así los quería Roberto, porque recordaba haber visitado un día uno de esos lugares donde un grupo de médicos con trajes oscuros y semblante rubicundo, con pequeñas venas encendidas en la nariz y en las mejillas, en acto que parecía de verdugo, estaban en torno a un cadáver para exponer en el exterior lo que era interior, y descubrir en los muertos los secretos de los vivos. Quitaban la piel, cortaban las carnes, desenvainaban los huesos, desenlazaban los vínculos de los nervios, desanudaban madejas de músculos, abrían los órganos de los sentidos, ofrecían separadas todas las membranas, desligados todos los cartílagos, desprendidos todos los despojos. Bien distinta cada fibra, dividida cada arteria, descubierta cada médula, mostraban a los espectadores las oficinas vitales: aquí la comida se cuece, la sangre aquí se purga, el alimento aquí se dispensa, aquí se forman los humores, aquí se templan los espíritus… Y alguien junto a Roberto había observado en voz baja que, después de nuestra muerte terrenal, no de otra forma habría hecho la naturaleza.

Mas un Dios anatomista había tocado de manera diferente a aquellos moradores de la isla, que ahora Ferrante veía cada vez más de cerca.

El primero era un cuerpo privado de piel, los haces de los músculos tendidos, en un gesto de abandono los brazos, el semblante doliente hacia el cielo, todo cráneo y pómulos. Al segundo, el cuero de las manos apenas pendía colgado de las yemas como un guante, y en las piernas arremangábase bajo la rodilla como una blanda bota.

De un tercero, antes la piel, luego los músculos habían sido tan estirados que el cuerpo entero, y sobre todo el rostro, parecía un libro abierto. Como si aquel cuerpo quisiere enseñar piel, carne y huesos al mismo tiempo, tres veces humano y tres veces mortal; mas parecía un insecto al que aquellos harapos fuéranle alas, si en aquella isla hubiera habido un viento que las agitara. Y estas alas no se movían por la fuerza del aire, inmóvil en aquel crepúsculo: se agitaban apenas ante los movimientos de aquel cuerpo derrengado.

Poco alejado, un esqueleto se apoyaba en una pala, quizá para cavarse la tumba, las órbitas hacia el cielo, una mueca en el arco corvo de los dientes, la mano izquierda implorando piedad y atención. Otro esqueleto encorvado ofrecía de espaldas la espina del dorso arqueada, andando a respingos con las manos huesudas sobre el rostro gacho.

Uno, que Ferrante vio sólo de espaldas, tenía aún cuero cabelludo sobre el cráneo descarnado, en guisa de gorro calado a fuerza.

Pero el forro (pálido y rosa como una concha marina), el fieltro que sostenía el pellejo, estaba formado por el cutis, cortado a la altura del cogote y vuelto hacia arriba.

Había algunos a los que casi todo había sido substraído, y parecían esculturas de solos nervios. Y en el tronco del cuello, ya acéfalo, venteaban los que un tiempo estaban arraigados a un cerebro. Las piernas parecían un entrelazamiento de mimbres.

Había otros que, con el abdomen abierto, dejaban palpitar intestinos color cólquico, como dolientes glotones embuchados de callos mal digeridos. Allá donde habían tenido un pene, ya despellejado y reducido a rabillo de hoja, agitábanse sólo los testículos secos.

Ferrante vio que ya sólo eran venas y arterias, laboratorio móvil de un alquimista, fístulas y cánulas en movimiento perpetuo, destilando la sangre exangüe de aquellas noctilucas apagadas a la luz de un sol ausente.

Estaban aquellos cuerpos en grande y doloroso silencio. En algunos se vislumbraban los signos de una lentísima transformación que, de estatuas de carne, los estaba sutilizando en estatuas de fibras.

El último de aquéllos, desollado como un San Bartolomé, llevaba alta en la mano derecha la piel aún sanguinolenta, floja como una capa plegada. A ésta se le reconocía aún un rostro, con los agujeros de los ojos y de las narices, y la caverna de la boca, que parecían el último vertido de una máscara de cera expuesta a un subitáneo calor.

Y aquel hombre (es decir, la boca desdentada y deformada de su piel) le habló a Ferrante.

—Malvenido —le dijo—, a la Tierra de los Muertos que nosotros llamamos Isla Vesalia. Dentro de poco también tú seguirás nuestra suerte, mas no habrás de creer que cada uno de nosotros se extinga con la rapidez concedida por el sepulcro. Según nuestra condena, cada uno de nosotros es conducido a un estadio suyo propio de descomposición, para hacernos saborear la extinción, que para cada uno de nosotros sería el máximo júbilo. ¡Oh qué leticia, imaginarnos sesos que apenas tocados se despachurraran, pulmones que reventaran al primer soplo de aire que los esforzara una vez más, corambres que a todo cedieran, mollejas que se reblandecieran, gorduras que se colicuaran! Pues bien, no. Así como nos ves, nosotros hemos llegado cada uno a nuestro estado sin percatarnos, por imperceptible mutación en el curso de la cual cada hilacha nuestra hase consumido en el transcurso de mil y mil y mil años. Y nadie sabe hasta qué punto nos ha sido concedido consumirnos, de suerte que aquéllos que ves allá abajo, reducidos a los solos huesos, esperan aún poder morir un poco, y quizá hace milenios que se agotan en esa espera; otros, como yo, están en esta semblanza ya no sé desde cuándo, porque en esta noche siempre inminente hemos perdido todo sentimiento del pasar del tiempo, y con todo, aún espero que me haya sido concedida una anulación lentísima. Así cada uno de nosotros anhela un descomponerse que, bien lo sabemos, no será jamás total, siempre esperando que la Eternidad no haya empezado aún para nosotros, y con todo y con eso, temiendo estar dentro della desde nuestro antiquísimo desembarco en esta tierra. Nosotros creíamos, cuando vivíamos, que el infierno era el lugar de la eterna desesperación, porque así nos dijeron. Pobres de nosotros, no, que el infierno es el lugar de una inapagable esperanza, que hace cada día peor que el otro, pues que esta sed, que se nos mantiene viva, jamás es satisfecha. Teniendo siempre un vislumbre de cuerpo, y todos los cuerpos tendiendo al crecimiento o a la muerte, no cesamos de esperar; y sólo así nuestro Juez ha sentenciado que nosotros pudiéramos sufrir in saecula.

Había preguntado Ferrante:

—¿Pues qué esperáis?

—Di más bien qué esperarás tú también… Esperarás que una nada de viento, una mínima crecida de marea, la llegada de una sola sabandija hambrienta nos restituya átomo por átomo al gran vacío del universo, donde podríamos participar aún de alguna manera en el ciclo de la vida. Pero aquí el aire no se agita, el mar permanece inmóvil, no sentimos jamás frío ni calor, no conocemos ni albas ni ocasos, y esta tierra más muerta que nosotros no produce ninguna vida animal. ¡Oh los gusanos, que la muerte nos prometía un día! ¡Oh amadas lombricillas, madres de nuestro espíritu que podría aún renacer! ¡Chupando nuestra hiel nos rociaríais piadosas con la leche de la inocencia! ¡Mordiéndonos, sanaríais los mordiscos de nuestras culpas, acunándonos con vuestros vicios de muerte nos daríais nueva vida, porque tanto valdría para nosotros la tumba como un regazo materno… Pero nada de esto acaecerá. Esto sabemos nosotros, y con todo, esto el cuerpo nuestro lo olvida a cada instante.

—Y Dios —había preguntado Ferrante—, Dios, ¿Dios ríe?

—Ay infelices, no —había contestado el desollado—, porque también la humillación nos exaltaría. ¡Hermoso sería si viéramos por lo menos a un Dios que ríe, que se mofa de nosotros! ¡Qué distracción nos sería el espectáculo del Señor que desde su trono en compañía de sus santos nos escarneciera! Tendríamos la visión del gozo ajeno, tan regocijante como la visión del enojo ajeno. No, aquí nadie se desdeña, nadie ríe, nadie se muestra. Aquí Dios no está. Sola está una esperanza sin meta.

—Por Dios, que sean malditos todos los santos —intentó gritar entonces Ferrante encruelecido—, ¡si estoy condenado, tendré buen derecho de representarme a mí mismo el espectáculo de mi furor!

Pero dio en la cuenta de que la voz le salía feble del pecho, su cuerpo estaba postrado, y no podía ni siquiera enfurecerse.

—Ves —habíale dicho el desollado, sin que su boca consiguiera sonreír—, tu pena ya ha empezado. Ni siquiera el odio te está permitido. Esta isla es el único lugar del universo donde no está permitido sufrir, donde una esperanza sin energía no se distingue de un aburrimiento sin fondo.

Roberto había seguido construyendo el fin de Ferrante, siempre permaneciendo en la cubierta, desnudo como se había puesto para convertirse en piedra, y entre tanto, el sol le había quemado el rostro, el pecho y las piernas, devolviéndolo a aquel calor febricitante al cual había escapado hacía no mucho. Dispuesto ya a confundir no sólo la novela con la realidad, sino también el ardor del ánimo con el del cuerpo, habíase sentido volver a encender de amor. ¿Y Lilia? ¿Qué le había acaecido a Lilia mientras el cadáver de Ferrante iba a alcanzar la isla de los muertos?

Con un gesto no raro en los narradores de Novelas, cuando no saben cómo frenar la impaciencia y ya no observan las unidades de tiempo y de lugar, Roberto saltó de un brinco los acontecimientos para volver a encontrar a Lilia días después, asida a aquella tabla, mientras procedía por un mar ya tranquilo que refulgía bajo el sol, y se acercaba (y esto, amable lector mío, tú no habrías osado prever jamás) a la costa oriental de la Isla de Salomón, es decir por la parte opuesta a aquélla en la que estaba anclado el Daphne.

Aquí, Roberto habíalo sabido por el padre Caspar, las playas eran menos amigables de lo que lo eran hacia el oeste. La tabla, ya incapaz de resistir, habíase roto chocando contra un escollo. Lilia habíase despertado y habíase agarrado a aquella roca, mientras los añicos de la balsa se perdían entre las corrientes.

Ahora ella estaba allí, en una piedra que apenas podía acogerla, y un trecho de agua, para ella océano, la separaba de la ribera. Zarandeada por el tifón, debilitada por el ayuno, atormentada aún más por la sed, no podía arrastrarse del escollo a la arena, allende la cual, con una mirada empañada adivinaba un desteñirse de formas vegetales.

La roca era tórrida bajo el tierno costado y, respirando con esfuerzo, en vez de refrescar el interno ardor, atraía hacia sí el ardor del aire.

Esperaba que no muy lejos manaran ágiles arroyos de peñascos umbrosos, pero estos sueños no la deleitaban, sino que le reavivaban la sed. Quería pedir ayuda al Cielo, pero quedándose anudada al paladar la árida lengua, las voces se convertían en mutilados suspiros.

Como el tiempo pasaba, el flagelo del viento la arañaba con garras de rapaz, y temía (más que morir) vivir hasta que la acción de los elementos la desfigurara, convirtiéndola en objeto de repulsión y ya no de amor.

Si hubiera alcanzado una rebalsa, un curso de agua viva, aproximando los labios, habría divisado sus ojos, ya dos vivas estrellas que prometían vida, ahora convertidos en dos espantosos eclipses; y ese rostro, en el cual los Amorcillos retozaban haciendo estancia, ahora hórrido albergue del aborrecimiento. Aunque hubiera llegado a un estanque, sus ojos habrían vertido en él, por piedad del propio estado, más gotas de las que le hubieran quitado los labios.

Esto por lo menos Roberto hacía que Lilia pensara de sí misma. Pero sintió fastidio. Fastidio della que, próxima a morir, se angustiaba por la propia belleza, como a menudo querían las Novelas. Fastidio de sí mismo, que no sabía mirar a la cara, sin hipérboles de la mente, a su amor moribundo.

¿Cómo podía ser Lilia, de verdad, en aquel punto? ¿Cómo habríasele aparecido, quitándole aquel vestido de muerte tejido de palabras?

Por los sufrimientos del largo viaje y del naufragio, sus cabellos podían haberse vuelto de estopa, marcada por hilos blancos; su seno había perdido sin duda sus azucenas, su rostro había sido arado por el tiempo. Arrugados estaban ahora la garganta y el pecho.

Mas no, celebrarla así a ella ajándose era aún fiar en la máquina poética de padre Emanuel… Roberto quería ver a Lilia como realmente era. La cabeza derribada, los ojos desorbitados que, empequeñecidos por el dolor, se mostraban demasiado alejados de la raíz de la nariz —ya aguzada en la extremidad—, gravados por bolsas, los ángulos marcados por una aureola de pequeños pliegues, huellas dejadas por un gorrión en la arena. Las aletas de la nariz un poco dilatadas, una ligeramente más carnosa que la otra. La boca agrietada, del color de la amatista, dos arrugas arqueadas a los lados, y el labio superior un poco saliente, levantado para mostrar dos dientecillos ya no de marfil. La piel del rostro dulcemente lasa, dos pliegues relajados bajo la barbilla, para humillar el dibujo del cuello…

Con todo y eso, este fruto marchito, él no lo habría cambiado por todos los ángeles del cielo. Él la amaba también así, ni que ella era diferente podía saber cuando habíala amado queriéndola como era, detrás del telón de su velo negro, una noche lejana.

Habíase dejado extraviar durante sus días de naufragio, habíala deseado harmoniosa como el sistema de las esferas; pero ya también le habían dicho (y no había osado confesar también esto al padre Caspar) que quizá los planetas no cumplen su viaje a lo largo de la línea perfecta de un círculo, sino por un bisojo giro suyo en torno al sol.

Si la belleza es clara, el amor es misterioso: él descubría amar no la primavera, sino cada una de las estaciones de la amada, aún más deseable en su decadencia autumnal. Siempre la había amado por lo que era y habría podido ser, y sólo en ese sentido amar era hacer don de sí mismo, sin esperanza de trueque.

Habíase dejado trastornar por su ondisonante exilio, buscando siempre a otro sí mismo: pésimo en Ferrante, óptimo en Lilia, de cuya gloria quería hacerse glorioso. Y en cambio, amar a Lilia significaba quererla como él mismo era, entregados ambos al laborío del tiempo. Hasta entonces había usado la belleza della para fomentar el mancillarse de su mente. La había hecho hablar poniéndole en su boca las palabras que él quería, y de las que estaba, con todo, descontento. Ahora la habría querido cerca, enamorado de su doliente beldad, de su voluptuosa extenuación, de su gracia amoratada, de su débil venustez, de sus enjutas desnudeces, para acariciarlas solícito, y escuchar su palabra, la de ella, la suya, no la que él habíale prestado.

Tenía que tenerla desposeyéndose de sí.

Mas era tarde para rendir el justo homenaje a su ídolo enfermo.

En la otra parte de la Isla, a Lilia le corría en las venas, licuada, la Muerte.