37

EJERCITACIONES PARADÓJICAS SOBRE CÓMO PIENSAN LAS PIEDRAS

¿Cuánto había estado enfermo? ¿Días, semanas? ¿O entre tanto una tempestad habíase abatido sobre el navío? ¿O antes de encontrar al Pez Piedra, cautivado por el mar y por su novela, no había dado en la cuenta de lo que estaba acaeciendo a su alrededor? ¿Cuánto hacía que había perdido a tal punto el sentido de las cosas?

El Daphne habíase convertido en otro navío. La cubierta estaba sucia y los barriles goteaban el agua, deshaciéndose; algunas velas se habían desatado y se deshilachaban, colgando de los palos como máscaras que ojearan o sonrieran malignamente a través de sus agujeros.

Los pájaros se quejaban, y Roberto corrió inmediatamente a atenderlos. Algunos habían muerto. Por suerte, las plantas, alimentadas por la lluvia y por el aire, habían crecido y algunas se habían insinuado en las jaulas, suministrando pastura a los más, y para los otros habíanse multiplicado los insectos. Los animales sobrevividos incluso habían generado y los pocos muertos habían sido substituidos por muchos vivos.

La Isla permanecía inmutada; salvo que, para Roberto, que había perdido la máscara, habíase alejado, arrastrada por las corrientes. La barbacana, ahora que la sabía defendida por el Pez Piedra, habíase vuelto insuperable. Roberto habría podido nadar aún, pero sólo por amor a la natación, y manteniéndose lejos de los escollos.

—Oh maquinaciones humanas, cuan quiméricas sois —murmuraba—. Si el hombre no es sino una sombra, vosotras sois humo. Si no es sino un sueño, vosotras sois ficciones. Si no es sino un cero, vosotras sois puntos. Si no es sino un punto, vosotras sois ceros.

Tantos casos, se decía Roberto, para descubrirme un cero. Antes, más anulado aún de lo que lo estuviere a mi llegada como desvalido. El naufragio me había sacudido e inducido a combatir por la vida, ahora no tengo nada por lo que combatir y contra lo que combatir. Estoy condenado a un largo descanso. Estoy aquí contemplando no el vacío de los espacios, sino el mío: y del nacerán sólo tedio, tristeza y desesperación.

Dentro de poco no sólo yo, sino el mismo Daphne ya no será. Él y yo reducidos a cosa fósil como este coral.

Porque la calavera de coral estaba aún allí en la puente, indemne de la universal consunción y por ello substraída a la muerte, única cosa viva.

La figura peregrina volvió a dar sedal a los pensamientos de aquel náufrago educado para descubrir nuevas tierras sólo a través del anteojo de la palabra. Si el coral era cosa viva, díjose, era el único ser verdaderamente pensante en tanto desorden de cualquier otro pensamiento. No podía sino pensar en la propia ordenada complejidad, de la cual, no obstante, sabía todo, y sin la espera de imprevistos desbarates de la propia arquitectura.

¿Viven y piensan las cosas? El Canónigo habíale dicho un día que, para justificar la vida y su desarrollo, es menester que en todas las cosas deban haber flores de la materia, sporá, semillas. Las moléculas son disposiciones de átomos determinados bajo figura determinada, y si Dios ha impuesto leyes al caos de los átomos, sus compuestos no pueden ser llevados sino a generar compuestos análogos. ¿Es posible que las piedras que conocemos sean aún las sobrevividas al Diluvio, que tampoco ellas hayan mudado, y dellas otras no hayan sido generadas?

Si el universo no es sino un conjunto de átomos simples que se chocan para generar sus compuestos, no es posible que —una vez compuestos en los compuestos— los átomos cesen de moverse. En todos los objetos debe mantenerse un movimiento continuo: vertiginoso en los vientos, fluido y regulado en los cuerpos animales, lento pero inexorable en los vegetales, y sin duda, más lento, pero no ausente en los minerales. También aquel coral, muerto para la vida coralina, gozaba de un propio agitarse subterráneo, propio de una piedra.

Roberto reflexionaba. Admitamos que cada cuerpo esté compuesto por átomos, también los cuerpos pura y solamente extensos de los que hablan los Geómetras, y que estos átomos sean indivisibles. Es seguro que una recta se puede dividir en dos partes iguales, cualquiera que sea su longitud. Pero si la longitud es insignificante, es posible que se haya de dividir en dos partes una recta compuesta por un número impar de indivisibles. Esto querría decir, si no se quiere que las dos partes resulten desiguales, que ha sido dividido en dos el indivisible mediano. Pero éste, siendo a su vez extenso, y por tanto, a su vez una recta, aunque sea de imperscrutable brevedad, debería ser a su vez divisible en dos partes iguales. Y así al infinito.

El Canónigo decía que el átomo está compuesto siempre por partes, salvo que es tan compacto que no podríamos dividirlo jamás allende su límite. Nosotros. ¿Y otros?

No existe un cuerpo sólido tan compacto como el oro, y sin embargo, tomamos una onza deste metal, y desta onza un batidor de oro obtendrá mil láminas, y la mitad destas láminas será suficiente para dorar toda la superficie de un lingote de plata. Y de la misma onza de oro, los que preparan los hilos de oro y de plata para la pasamanería, con sus ruecas conseguirán reducirlo al espesor de un cabello y ese hilillo tendrá una longitud igual a un cuarto de legua y quizá más. El artesano se detiene a un cierto punto, porque no posee instrumentos adecuados, ni siquiera con el ojo conseguiría divisar ya el hilo que obtendría. Mas unos insectos —tan minúsculos que nosotros no podemos verlos, y tan industriosos y sabios para superar en habilidad a todos los artesanos de nuestra especie— podrían ser capaces de alargar aún ese hilo, de suerte que pueda tenderse de Turín a París. Y si existieran los insectos de aquellos insectos, ¿a qué sutileza no conduciría ese hilo?

Si con el ojo de Argos pudiera penetrar dentro de los polígonos deste coral y dentro de las hebras que se irradian, y dentro de la hebra que constituye la hebra, podría ir a buscar el átomo hasta el infinito. Mas un átomo que fuera seccionable al infinito, produciendo partes cada vez más pequeñas y cada vez seccionables, podría llevarme a un momento donde la materia no sería sino infinita seccionabilidad, y toda su dureza y su plenitud se regirían sobre este simple equilibrio entre vacíos. En vez de tener en horror a lo vacuo, la materia lo adoraría y del estaría compuesta, sería vacío en sí misma, vacuidad absoluta. La vacuidad absoluta estaría en el corazón mismo del centro geométrico impensable, y este punto no sería sino esa isla de Utopía que nosotros soñamos en un océano hecho siempre y sólo de aguas.

Si admitiéramos como hipótesis una extensión material hecha de átomos, pues, se llegaría a no tener más átomos. ¿Qué quedaría? Unos turbillones. Salvo que los turbillones no arrastrarían soles y planetas, materia plena que se opone a su viento, porque soles y planetas serían turbillones también ellos, que arrastran en su giro turbillones menores. Entonces el turbillón máximo que hace remolinear a las galaxias, tendría en el propio centro otros turbillones, y éstos serían turbillones de turbillones, remolinos hechos de otros remolinos, y el abismo del gran remolino de remolinos de remolinos se abismaría en el infinito rigiéndose sobre la Nada.

Y nosotros, moradores del gran coral del cosmos, creeríamos materia plena el átomo (que con todo no vemos), mientras también él, como todo lo demás, sería un ribetear de vacíos en el vacío, y llamaríamos ser, denso e incluso eterno, a ese aquelarre de inconsistencias, a esa extensión infinita, que se identifica con la nada absoluta, y que genera de su propio no ser la ilusión del todo.

¿Y aquí estoy yo iludiéndome sobre la ilusión de una ilusión, yo ilusión de mí mismo? ¿Y tenía que perderlo todo, y caer en este hueco perdido en las antípodas, para entender que no había nada que perder? ¿Mas comprendiendo esto, no gano quizá todo, pues que me convierto en el único pensante en el que el universo reconoce la propia ilusión?

Y sin embargo, si pienso, ¿no quiere decir que tengo un alma? Oh, qué maraña. El todo está hecho de nada, y sin embargo, para entenderlo es necesario tener un alma que, por poco que sea, nada no es.

¿Qué soy yo? Si digo yo, en el sentido de Roberto de la Grive, lo hago en cuanto soy memoria de todos mis momentos pasados, la suma de todo lo que recuerdo. Si digo yo, en el sentido de ese algo que está aquí en este momento, y no es el palo de mayor o este coral, entonces soy la suma de lo que siento ahora. ¿Mas lo que siento ahora qué es? Es el conjunto de esas relaciones entre presuntos indivisibles que se han dispuesto en ese sistema de relaciones, en ese orden particular que es mi cuerpo.

Y entonces mi alma no es, como quería Epicuro, una materia compuesta de cuerpecillos más sutiles que los otros, un soplido mixto con calor, sino que es el modo en que estas relaciones se sienten tales.

¡Qué tenue condensación, qué condensada impalpabilidad! Yo no soy sino una relación entre mis partes que se perciben mientras están en relación la una con la otra. Pero al ser estas partes a su vez divisibles en otras relaciones (y así en adelante), entonces cualquier sistema de relaciones, teniendo conciencia de sí mismo, antes bien, siendo la conciencia de sí mismo, sería un núcleo pensante. Yo pienso en mí, en mi sangre, en mis nervios; mas cada gota de mi sangre pensaría en sí misma.

¿Se pensaría tal como yo me pienso? Sin duda no, en la naturaleza, el hombre se siente a sí mismo de manera harto compleja, el animal un poco menos (es capaz de apetito, por ejemplo, pero no de remordimiento), y una planta se siente crecer, y desde luego, siente cuándo la cortan, y quizá dice yo, pero en un sentido harto más oscuro de como yo lo hago. Todas las cosas piensan, según lo complicadas que son.

Si así es, entonces piensan también las piedras. También esa piedra, que luego piedra no es, sino que era un vegetal (¿o un animal?). ¿Cómo pensará? Como piedra. Si Dios, que es la gran relación de todas las relaciones del universo, se piensa a sí mismo pensante, como quiere el Filósofo, esta piedra se pensará a sí misma solamente petrante. Dios piensa la realidad entera y los infinitos mundos que crea y que hace subsistir con su pensamiento, yo pienso mi amor infeliz, mi soledad en este navío, pienso en mis padres difuntos, en mis pecados y en mi muerte ventura, y esta piedra quizá piensa solamente yo piedra, yo piedra, yo piedra. Antes, quizá no sabe decir ni siquiera yo. Piensa: piedra, piedra, piedra.

Debería ser aburrido. O soy yo el que experimenta aburrimiento, yo que puedo pensar más, y él (o ella) está en cambio plenamente satisfecho de su propio ser piedra, tan feliz como Dios. Porque Dios goza de ser Todo y esta piedra goza de ser casi nada, y no conociendo otro modo de ser, del propio se complace eternamente satisfecha de sí…

¿Mas será luego verdad que la piedra no siente nada más que su petreidad? El Canónigo decíame que también las piedras son cuerpos que en determinadas ocasiones se queman y se convierten en otra cosa. En efecto, una piedra cae en un volcán, por el intenso calor de ese ungüento de fuego, que los antiguos llamaban Magma, se funde con otras piedras, se convierte en una sola masa incandescente, va, y a cabo de poco (o mucho) se halla parte de una piedra mayor. ¿Posible que en el cesar de ser esa piedra, y en el momento de convertirse en otra, no sienta la propia calefacción, y con ella la inminencia de la propia muerte?

El sol batía sobre el combés, una brisa ligera aliviaba su calor, el sudor se secaba sobre la piel de Roberto. Ocupado desde hacía tanto tiempo en representarse como piedra petrificada por la dulce Medusa que lo había enredado con su mirada, resolvió intentar pensar como piensan las piedras, quizá para acostumbrarse al día en que hubiere sido simple y blanca aglomeración de huesos expuesta a ese mismo sol, a ese mismo viento.

Se desnudó, se tumbó, con los ojos cerrados, y con los dedos en las orejas, para que no le molestara ningún ruido, como a buen seguro le acontece a una piedra, que no tiene órganos de sentido. Intentó anular todos sus recuerdos, todas las exigencias de su cuerpo humano. Si hubiera podido habría anulado la propia piel, y no pudiéndolo se ingeniaba en hacerla lo más insensible que podía.

Soy una piedra, soy una piedra, se decía. Y luego para evitar incluso hablarse a sí mismo: piedra, piedra, piedra.

¿Qué sentiría si fuera de verdad una piedra? En primer lugar, el movimiento de los átomos que me componen, es decir, el estable vibrar de las posiciones que las partes de mis partes de mis partes mantienen entre ellas. Sentiría el zumbar de mi pedrear. Mas no podría decir yo, porque para decir yo es necesario que haya otros, algo que no soy yo a lo que oponerme. En principio, la piedra no puede saber que hay algo fuera de sí. Zumba, piedra de sí misma petrante, e ignora lo demás. Es un mundo. Un mundo que mundea solo.

Sin embargo, si toco este coral, siento que la superficie ha retenido el calor del sol en la parte expuesta, mientras la parte que apoyaba sobre la puente está más fría; y si lo partiera por la mitad sentiría quizá que el calor decrece de la cima a la base. Ahora bien, en un cuerpo caliente, los átomos se mueven más furiosamente, y por tanto, esta piedra, si se siente como movimiento, no puede sino sentir en su propio interior un diferenciarse de movimientos. Si quedara eternamente expuesta al sol en la misma posición, quizá empezaría a distinguir algo como un arriba y un abajo, por lo menos como dos tipos diferentes de movimiento. No sabiendo que la causa de esta diversidad es un agente exterior, se pensaría así, como si ese movimiento fuera su naturaleza. Pero si se formara un desprendimiento de tierra y la piedra rodara hasta el valle y adoptara otra posición, sentiría que otras de sus partes ahora se mueven, de lentas que eran, mientras las primeras, que eran veloces, ahora van a paso más lento. Y mientras el terreno se desmorona (y podría ser un proceso lentísimo) sentiría que el calor, es decir, el movimiento que deriva, pasa grado a grado de una parte a la otra de sí misma.

Así pensando, Roberto exponía lentamente lados diferentes de su cuerpo a los rayos solares, rodando por la puente, hasta encontrar una zona de sombra, enfriándose ligeramente como habría debido pasarle a la piedra.

Quién sabe, preguntábase, si en estos movimientos la piedra no empieza a tener, si no el concepto de lugar, por lo menos el de parte: sin duda, en cualquier caso, el de mutación. No de pasión, sin embargo, porque no conoce su opuesto, que es la acción. O quizá sí. Porque que ella es piedra, así compuesta, lo siente siempre, mientras que está ahora caliente aquí, ahora fría allá lo siente de modo alterno. Por tanto, de alguna manera, es capaz de distinguirse a sí misma como substancia de los propios accidentes. O no: porque si se siente a sí misma como relación, sentiría sí misma como relación entre accidentes diferentes. Se sentiría como substancia en transformación. ¿Y qué quiere decir? ¿Me siento yo de manera diferente? Quién sabe si las piedras piensan como Aristóteles o como el Canónigo. Todo esto, en cualquier caso, podría tomarle milenios, aunque no es éste el problema: es si la piedra puede hacer tesoro de sucesivas percepciones de sí misma. Porque si se sintiera ahora caliente arriba y fría abajo, y luego viceversa, pero en el segundo estado no recordara el primero, creería siempre que su movimiento interior es el mismo.

Mas, ¿por qué, si tiene percepción de sí, no ha de tener memoria? La memoria es una potencia del alma, y por pequeña que sea el alma que la piedra tiene, tendrá memoria en proporción.

Tener memoria significa tener noción del antes y del después, si no, también yo creería siempre que la pena o el gozo de los que me acuerdo están presentes en el instante en que los recuerdo. En cambio, sé que son percepciones pasadas porque son más débiles que las presentes. El problema es, por tanto, tener el sentimiento del tiempo. Lo que quizá ni siquiera yo podría tener, si el tiempo fuera algo que se aprende. ¿No me decía días ha, o meses, antes de la enfermedad, que el tiempo es la condición del movimiento, y no el resultado? Si las partes de la piedra están en movimiento, este movimiento tendrá un ritmo que, aunque inaudible, será como el ruido de un reloj. La piedra, sería el reloj de sí misma. Sentirse en movimiento significa sentir latir el propio tiempo. La tierra, gran piedra en el cielo, siente el tiempo de su movimiento, el tiempo de la respiración de sus mareas, y lo que ella siente yo lo veo dibujarse sobre la bóveda estrellada: la tierra siente el mismo tiempo que yo veo.

Por tanto, la piedra conoce el tiempo, es más, lo conoce incluso antes de percibir sus cambios de calor como movimiento en el espacio. Por lo que sé, podría no advertir ni siquiera que el cambio de calor depende de su posición en el espacio: podría entenderlo como un fenómeno de mutación en el tiempo, como el paso del sueño a la vigilia, de la energía al cansancio, como yo ahora estoy dando en la cuenta de que, quedándome quieto como estoy, me hormiguea el pie izquierdo. Pero no, debe sentir también el espacio, si advierte el movimiento donde antes estaba el reposo, y el reposo allá donde antes estaba el movimiento. La piedra, por tanto, sabe pensar aquí y allá.

Imaginemos ahora que alguien recoja esta piedra y la encaje en tre otras piedras para construir una pared. Si antes advertía el juego de las propias posiciones interiores era porque sentía los propios átomos tendidos en el esfuerzo de componerse como las celdas de un nido de abejas, tupidos el uno contra el otro y el uno entre los otros, como deberían sentirse las piedras de la bóveda de una iglesia, donde la una empuja a la otra y todas empujan hacia la clave central, y las piedras próximas a la clave empujan las otras hacia abajo y hacia afuera.

Habiéndose acostumbrado a ese juego de empujes y contraempujes, toda la bóveda debería sentirse como tal, en el movimiento invisible que hacen sus ladrillos para empujarse mutuamente; al igual debería advertir el esfuerzo que alguien hace para derribarla y entender que cesa de ser bóveda en el momento en el que el muro subyacente, con sus contrafuertes, cae.

Así pues, la piedra, urgida por las otras piedras a tal grado que está a punto de romperse (y si la presión fuera mayor se resquebrajaría), debe sentir esta constricción como una constricción que antes no advertía, una presión que de algún modo debe influir sobre el propio movimiento interior. ¿No será éste el momento en que la piedra advierta la presencia de algo exterior a sí? La piedra tendría entonces conciencia del Mundo. O quizá pensaría que la fuerza que la oprime es algo más fuerte que ella, e identificaría al Mundo con Dios.

Mas el día que ese muro se desplomare, cesada la constricción, ¿advertiría la piedra el sentimiento de la Libertad, como lo advertiría yo, si me decidiera a salir de la constricción que me he impuesto? Salvo que yo puedo querer cesar de estar en este estado, la piedra no. Por tanto, la libertad es una pasión, mientras la voluntad de ser libre es una acción, y ésta es la diferencia entre la piedra y yo. Yo puedo querer. La piedra, a la sumo (¿y por qué no?), puede sólo tender a volver a como era antes del muro, y sentir placer cuando se vuelve de nuevo libre, pero no puede decidir actuar para realizar lo que le gusta.

¿Puedo yo de verdad querer? En este momento yo experimento el placer de ser piedra, el sol me calienta, el viento me hace aceptable esta concocción de mi cuerpo, no tengo ninguna intención de cesar de ser piedra. ¿Por qué? Porque me gusta. Por tanto, también yo soy esclavo de una pasión, que me desaconseja querer libremente el propio contrario. Sin embargo, queriendo, podría querer. Y sin embargo, no lo hago. ¿Cuánto más libre soy que una piedra?

No hay pensamiento más tremendo, sobre todo para un filósofo, que el del libre albedrío. Por pusilanimidad filosófica, Roberto lo alejó como pensamiento demasiado grave; para él, sin duda, y con mayor razón para una piedra, a la que ya había otorgado las pasiones pero había quitado toda posibilidad de acción. En cualquier caso, incluso sin poderse plantear preguntas sobre la posibilidad o no de condenarse voluntariamente, la piedra había adquirido ya muchas y nobilísimas facultades, más de lo que los seres humanos le hubieran atribuido jamás.

Roberto preguntábase ahora más bien si en el momento en el que caía en el volcán, la piedra tenía conciencia de la propia muerte. A buen seguro no, porque no había sabido jamás qué quería decir morir. Mas cuando hubiera desaparecido del todo en el magma, ¿podía tener noción de su muerte acaecida? No, porque ya no existía aquel compuesto individual piedra. Por otro lado, ¿hemos sabido jamás de un hombre que haya dado en la cuenta de estar muerto? Si algo se pensaba a sí mismo, habría sido ahora el magma: yo magmo, yo magmo, yo magmo, chuf chaf, yo fluyo, fluo, fluesco, fluido, flaf flof, pluf, yo borboto, borbollo burbujas ebullentes, regurgito gárgaras, gargajo gargajeo, cuajo. Pías. Y al fingirse magma Roberto arrojaba flemas por la boca como un perro afectado de hidrofobia e intentaba extraer borbotones de sus vísceras. Iba casi a hacer de cuerpo. No estaba hecho para ser magma, mejor volver a pensar como piedra.,

¿Mas qué le importa a la piedra que fue que el magma se magme a sí mismo magmante? No hay para las piedras una vida después de la muerte. No la hay para nadie a quien le haya sido prometido y concedido, después de la muerte, convertirse en planta o animal. ¿Qué acontecería si yo muriera y todos mis átomos se recompusieran, después de que mis carnes se han distribuido bien en la tierra y se han filtrado a lo largo de las raíces en la bella forma de una palmera? ¿Diría yo palmeral Lo diría la palmera, no menos pensante que una piedra. Pero cuando la palmera dijera yo, ¿querría decir.yo Roberto! Estaría mal substraerle el derecho de decir yo palmera. ¿Y qué palmera sería si dijera yo Roberto soy palmeral Ese compuesto que podía decir yo Roberto, que se percibía como aquel compuesto, ya no existe. Y si ya no existe, con la percepción habrá perdido también la memoria de sí. No podría ni siquiera decir yo palmera era Roberto. Si esto fuera posible, yo tendría que saber ahora que yo Roberto un tiempo era… ¿qué sé yo? Algo. Y en cambio, no me acuerdo en absoluto. Lo que era antes ya no lo sé, así como soy incapaz de acordarme de aquel feto que era en el vientre de mi madre. Yo sé haber sido un feto porque me lo han dicho los demás, pero por lo que me atañe habría podido no haberlo sido jamás.

Dios mío, podría gozar del alma, y podrían gozar della incluso las piedras, y precisamente del alma de las piedras aprehendo que mi alma no sobrevivirá a mi cuerpo. ¿Qué hago pensando, y jugando a hacer de piedra, si luego no sabré ya nada de mí?.

Pero a fin de cuentas, ¿qué es este yo que yo creo me piensa a mí? ¿No he dicho que no es sino la conciencia que el vacío, idéntico a la extensión, tiene de sí mismo en este particular compuesto? Así pues, no soy yo el que piensa, sino que son el vacío, o la extensión, los que me piensan. Y entonces este compuesto es un accidente, en el cual el vacío y la extensión se han demorado un abrir y cerrar de ojos, para poder luego volver a pensarse de otro modo. En este gran vacío del vacío, lo único que verdaderamente existe es el trabajo de este llegar a ser y transformarse y dejar de ser de innumerables compuestos transitorios… ¿Compuestos de qué? De la única gran nada, que es la Substancia del todo.

Regulada por una majestuosa necesidad, que la lleva a crear y a destruir mundos, a entretejer nuestras pálidas vidas. Si la acepto, si esta Necesidad consigo amar, volver a ella, y doblegarme a sus futuros deseos, esto es la condición de la Felicidad. Sólo aceptando su ley encontraré mi libertad. Refluir en Ella será la Salvación, la fuga de las pasiones en la única pasión, el Amor Intelectual de Dios.

Si esto consiguiera de verdad comprender, sería verdaderamente el único hombre que ha encontrado la Verdadera Filosofía, y sabría todo del Dios que se esconde. ¿Pero quién tendría valor de ir por el mundo y proclamar esta filosofía? Éste es el secreto que yo llevaré conmigo a la tumba de las Antípodas.

Ya lo he dicho, Roberto no tenía el temple del filósofo. Llegado a esta Epifanía, que había amolado con la severidad con la que el óptico bruñe su lente, tuvo —y de nuevo— una apostasía amorosa. Pues que las piedras no aman, se puso sentado volviendo hombre amante.

Entonces, se dijo, si es hacia el gran mar de la grande y única substancia a donde deberemos volver todos, allá abajo, o allá arriba, o doquiera que esté ella, ¡yo volveré a unirme idéntico a la Señora! Seremos ambos parte y todo del mismo macrocosmos. Yo seré ella, ella será yo. ¿No es éste el sentido profundo del mito de Hermafrodito? Lilia y yo, un solo cuerpo y un solo pensamiento…

¿Y acaso no he anticipado ya este acaecimiento? Desde hace días (¿semanas, meses?) yo estoy haciéndola vivir en un mundo que es todo mío, aunque sea a través de Ferrante. Ella ya es pensamiento de mi pensamiento.

Quizá es esto, el escribir Novelas: vivir a través de los propios personajes, hacer que éstos vivan en nuestro mundo, y entregarse a sí mismo y a las propias criaturas al pensamiento de los que vendrán, incluso cuando nosotros ya no podamos decir yo…

Mas si es así, depende sólo de mí eliminar a Ferrante de mi mismo mundo, hacer que gobierne su desaparición la justicia divina, y crear las condiciones por las cuales yo pueda volver a unirme con Lilia.

Lleno de nuevo entusiasmo, Roberto decidió pensar el último capítulo de su historia.

No sabía que, sobre todo cuando los autores ya están decididos a morir, las Novelas a menudo se escriben solas, y van donde ellas quieren.