LA ETERNIDAD CONSEJERA
Llegado al límite del arrecife, Roberto navegaba con el rostro sumergido entre aquellas logias eternas, pero no conseguía admirar sereno aquellas piedras animadas porque una Medusa las había transformado en roca desanimada. En el sueño, Roberto había visto bien las miradas que Lilia había reservado al usurpador: si aún en el sueño aquellas miradas lo habían inflamado, ahora en el recuerdo lo helaban.
Quiso reapropiarse de su Lilia, nadó hincando el rostro lo más a fondo posible, como si aquel abrazo con el mar pudiera darle la palma que en el sueño había atribuido a Ferrante. No le costó mucho esfuerzo, a su espíritu educado en formar conceptos, imaginarse a Lilia en cada cadencia ondosa de aquel parque sumergido, ver sus labios en cada flor en la que habría querido perderse como una abeja golosa. En transparentes vergeles volvía a encontrar el velo que le había cubierto el rostro las primeras noches, y tendía la mano para levantar aquel reparo.
En esta ebriedad de la razón deploraba que sus ojos no pudieran espaciar todo lo que su corazón quería, y entre los corales buscaba, de la mujer amada, el brazalete, la cofia de red, el zarcillo que le enternecía el lóbulo de la oreja, los collares suntuosos que adornaban su cuello de cisne.
Perdido en la caza dejóse atraer a un cierto punto por un dije que aparecíasele en una grieta, quitóse la máscara, arqueó el dorso, levantó con fuerza las piernas y empujóse hacia el fondo. El empujón había sido excesivo, quiso asirse al borde de un declive, y fue sólo un instante antes de detener los dedos alrededor de una piedra escariosa cuando le pareció ver abrirse un ojo pingüe y soñoliento. En aquel relámpago acordóse de que el doctor Byrd habíale hablado de un Pez Piedra, que anida entre las grutas coralinas para sorprender a cualquier criatura viva con el veneno de sus escamas.
Demasiado tarde: la mano se había posado en la Cosa y un dolor intenso le había atravesado el brazo hasta el hombro. Con un golpe de ríñones había conseguido milagrosamente no dar con el rostro y con el pecho encima del Monstruo, mas para detener su inercia había tenido que golpearlo con la máscara. En el choque ésta habíase estrellado, y en cualquier caso había tenido que dejarla. Haciendo fuerza con los pies sobre la roca subyacente, había vuelto a la superficie, mientras por pocos segundos había visto aún a la Persona Vitrea hundirse quién sabe dónde.
La mano derecha y todo el antebrazo estaban hinchados, el hombro habíasele entumecido; temió desmayarse; encontró la cuerda y con gran pena consiguió gradualmente tirarla, trecho a trecho, con una sola mano. Remontó la escalerilla, casi como la noche de su llegada, sin saber cómo, y como aquella noche se dejó caer en la puente.
Pero ahora el sol ya estaba alto. Con los dientes que le castañeteaban, Roberto se acordó de que el doctor Byrd habíale contado que después del encuentro con el Pez Piedra, la mayoría no se había salvado, pocos habían sobrevivido, y nadie conocía un antídoto contra aquel mal. A pesar de los ojos nublados, intentó examinar la herida: no era más que un arañazo, pero debía haber sido suficiente para hacer penetrar en las venas la mortífera substancia. Perdió los sentidos.
Se despertó con que la fiebre le había subido, y experimentaba una intensa necesidad de beber. Entendió que en aquel extremo del navío, expuesto a los elementos, lejos de comida y bebida, no podía durar. Se arrastró hasta la entrepuentes y llegó al límite entre el paraje de los bastimentos y el recinto de los pollos. Bebió ávidamente de una cubeta de agua, pero sintió que su estómago se le contraía. Se desmayó otra vez, boca abajo en su propio vómito.
Durante una noche agitada por sueños ferales, atribuía sus sufrimientos a Ferrante, que ahora confundía con el Pez Piedra. ¿Por qué quería impedirle el acceso a la Isla y a la Paloma? ¿Era por esto por lo que se había puesto a perseguirle?
Se veía a sí mismo tumbado mirando a otro sí mismo que se sentaba por frente, junto a una estufa, vestido con una ropa de cámara, ocupado en decidir si las manos que se tocaba y el cuerpo que sentía eran suyos. Él, que veía al otro, se sentía los vestidos cautivos del fuego, mientras vestido estaba el otro, y él desnudo; y ya no entendía quién de los dos vivía en la vigilia y quién en el sueño, y pensó que ambos eran, a buen seguro, figuras producidas por su mente. Él no, porque pensaba, luego era.
El otro (¿mas cuál?) a un cierto punto se levantó, y debía de ser el Genio Maligno que le estaba transformando el mundo en sueño, porque ya no era él, sino el padre Caspar. «¡Ha vuelto!», había murmurado Roberto tendiéndole los brazos. Pero aquél no había contestado, ni se había movido. Le miraba. Era sin duda el padre Caspar, mas como si el mar, devolviéndoselo, lo hubiera aderezado y rejuvenecido. La barba cuidada, el rostro jugoso y rosado como el del padre Emanuel, el hábito libre de sietes y cazcarrias. Luego, siempre sin moverse, como un actor que declamara en una lengua impecable, de consumado orador, había dicho con una tétrica sonrisa:
—Es inútil que te defiendas. Ya el mundo entero tiene una sola meta, y es el infierno.
Había continuado a gran voz como si hablara desde el pulpito de una iglesia:
—¡Sí, el infierno, del cual poco sabéis, tú y todos los que contigo están yendo hacia él con pie desembarazado y ánimo alocado! ¿Vosotros creíais que en el infierno habríais encontrado espadas, puñales, ruedas, navajas, torrentes de azufre, bebidas de plomo líquido, aguas heladas, calderas y parrillas, sierras y mazas, alesnas para sacar ojos, tenazas para arrancar dientes, peines para lacerar costados, cadenas para machacar huesos, bestias que roen, aguijones que tensan, cordeles que ahorcan, potros, cruces, garfios y hachas? ¡No! Éstos son tormentos despiadados, sí, mas tales que la mente humana aún puede concebirlos, pues bien que hemos concebido los toros de bronce, los asientos de hierro o el traspasar las uñas con cañas puntiagudas… Vosotros esperabais que el infierno fuera una barbacana hecha de Peces Piedra. ¡No, otras son las penas del infierno, porque no nacen de nuestra mente finita, sino de la infinita de un Dios airado y vengativo, obligado a hacer gala de su furia y a evidenciar que, como tuvo grande la misericordia para absolver, no tiene menor la justicia para castigar! ¡Deberán ser aquestas penas tales que en ellas podamos comprehender la desigualdad que corre entre nuestra impotencia y Su omnipotencia!
—En este mundo —seguía diciendo aquel mensajero de la penitencia—, vosotros estáis acostumbrados a ver que para todo mal algún remedio se ha encontrado, y que no hay herida sin su bálsamo, ni tóxico sin su teriaca. Mas no penséis que lo mismo acaece en el infierno. Son allá, es verdad, sumamente molestas las quemaduras, mas no hay mitigación que las haga agradables; abrasadora la sed, mas no hay agua que la refrigere; canina el hambre, mas no hay comida que la conforte; insufrible la vergüenza, mas no hay frazada que la recubra. Hubiere, pues, al menos una muerte, que pusiere un término a tantos males, una muerte, una muerte… ¡Mas esto es lo peor, que allá ni siquiera podréis esperar jamás en una gracia, con todo, tan luctuosa como la de ser exterminados! Buscaréis la muerte en todas sus formas, buscaréis la muerte, y no tendréis jamás la dicha de encontrarla. Muerte, Muerte, ¿dónde estás? (iréis gritando sin cesar), ¿cuál será ese demonio tan piadoso que nos la dé? ¡Y entenderéis entonces que allá abajo no se acaba de penar jamás!
El viejo en ese punto hacía una pausa, tendía los brazos con las manos al cielo, siseando en voz baja, casi para confiar un secreto tremendo que no debía salir de aquella nave.
—¿No acabar jamás de penar? ¿Quiere eso decir que penaremos hasta que un pequeño jilguero, viniendo a beber una gota por año, pudiere conseguir secar todos los mares? Más. In saecula. ¿Penaremos hasta que un pulgón, volviendo a dar un solo mordisco por año, pudiere conseguir devorar todos los bosques? Más. In saecula. ¿Penaremos entonces hasta que una hormiga, moviendo un solo paso por año, pueda haber rodeado toda la tierra? Más. In saecula. Y si todo este universo fuere un solo desierto de arena, y cada siglo se quitare un único grano, ¿habríamos acabado acaso de penar cuando el universo estuviere todo despejado? Ni siquiera. In saecula. Finjamos que un condenado derrame a cabo de millones de siglos dos lágrimas solas, ¿cesará él de penar cuando su llanto sea apropiado para formar un mayor diluvio que aquél en el que antiguamente perdióse todo el género humano? ¡Ea pues, acabemos, que no somos niños! Si queréis que os lo diga: in saecula, in saecula tendrán que penar los reprobos, in saecula, que es como decir por siglos sin número, sin término, sin medida.
Ahora el rostro del padre Caspar parecía el del carmelita de la Grive. Levantaba la mirada al cielo para encontrar en él una sola esperanza de misericordia:
—Mas Dios —decía con voz de penitente digno de compasión—, mas Dios ¿no pena a la vista de nuestras penas? ¿No acaecerá que Él experimente un movimiento de terneza, no acontecerá que, al final Él se muestre, para que por lo menos recibamos consolación de su llanto? ¡Aymé, qué ingenuos sois! ¡Dios desgraciadamente se mostrará, pero todavía no imagináis cómo! Cuando nosotros levantemos los ojos veremos que Él (¿tendré que decirlo?), veremos que Él, convertido para nosotros en un Nerón, no por injusticia sino por severidad, no sólo no querrá o consolarnos, o socorrernos, o compadecernos, sino que con deleite inconcebible ¡reirá! ¡Pensad, por tanto, en qué desvarios tendremos que prorrumpir nosotros! ¿Nosotros estamos quemándonos, diremos, y Dios ríe? ¿Nosotros estamos quemándonos, y Dios ríe? ¡Oh Dios cruelísimo! ¿Por qué no nos desgarras con tus rayos, en vez de insultarnos con tus risas? ¡Redobla bien, oh despiadado, nuestras llamas, mas no quieras regocijarte dellas! ¡Ah, risa a nosotros más amarga que nuestro llanto! ¡Ah, júbilo a nosotros más doloroso que nuestras penas! ¿Por qué no tiene el infierno nuestro vorágines donde poder eludir el rostro de un Dios que ríe? Demasiado nos engañó quien nos dijo que nuestro castigo habría sido el mirar y remirar el semblante de un Dios desdeñado. De un Dios que ríe, había que decirnos, de un Dios que ríe… Para no divisar y oír esa risa querríamos que desplomara montañas sobre nuestra cabeza, o que la tierra nos faltara bajo los pies. ¡Mas no, porque desgraciadamente veremos lo que nos duele, y seremos ciegos y sordos a todo, excepto para aquello para lo que querríamos ser sordos y ciegos!
Roberto sentía la rancidez del forraje gallináceo en los resquicios de la madera, y le llegaban desde el exterior las voces de los pájaros marinos, que él tomaba por la carcajada de Dios.
—¿Mas por qué el infierno a mí —preguntaba—, y por qué a todos? ¿No fue acaso para reservárselo a pocos por lo que Cristo nos redimió?
El padre Caspar había reído, como el Dios de los condenados:
—¿Mas cuándo os redimió? ¿En qué planeta, en qué universo piensas tú que vives ya?
Había tomado la mano de Roberto, levantándolo con violencia de su catre, y lo había arrastrado por los meandros del Daphne, mientras el enfermo experimentaba una roedura de intestino y en la cabeza le parecía tener muchos relojes de cuerda. Los relojes, pensaba, el tiempo, la muerte…
Caspar lo había arrastrado hasta un chiribitil que él no había descubierto jamás, con las paredes encaladas, donde había un catafalco cerrado, con un ojo circular en un lado. Ante el ojo, en una regla acanalada, estaba insertado un listón de madera todo labrado con ojos de igual medida que contornaban cristales aparentemente opacos. Haciendo correr el listón podían hacerse coincidir sus ojos con el de la caja. Roberto recordaba haber visto ya en Provenza un ejemplo más reducido de aquella máquina, que, se decía, era capaz de hacer vivir la luz ayudada por la sombra.
Caspar había abierto un lado de la caja, dejando divisar, en un trípode, una gran lámpara que, por la parte opuesta al pico, en vez del asa, tenía un espejo redondo de especial curvatura. Encendido el pábilo, el espejo proyectaba los rayos luminosos dentro de un tubo, un breve anteojo cuya lente terminal era el ojo externo. De aquí (en cuanto Caspar hubo vuelto a cerrar la caja) los trémulos reflejos pasaban a través del cristal del listón, alargándose en cono y haciendo aparecer en la pared imágenes coloreadas, que a Roberto parecieron cuerpos de todas dimensiones adornados, cuando aun ser superficie no merecían.
La primera figura representaba un hombre, con el rostro de demonio, encadenado en un escollo en medio del mar, azotado por las olas. De aquella aparición, Roberto no consiguió ya apartar la mirada, la fundió con las que vinieron a continuación (mientras Caspar hacíalas seguirse la una a la otra al hacer correr el listón), las compuso todas juntas —sueño en el sueño— sin distinguir lo que se le decía de lo que estaba viendo.
Al escollo se acercó un navío en el que reconoció al Tweede Daphne; y bajó Ferrante, que ahora libertaba al condenado. Todo estaba claro. En el curso de su navegación, Ferrante había encontrado, como la leyenda nos asegura que es, a Judas recluido en el océano abierto, expiando su traición.
—Gracias —decíale Judas a Ferrante, mas para Roberto la voz procedía sin duda de los labios de Caspar—. Desde que háseme aquí subyugado, a la hora nona de hoy, esperaba poder aún reparar mi pecado… Te doy las gracias, hermano…
—¿Estás aquí desde ha apenas un día, o menos aún? —preguntaba Ferrante—. Pero si tu pecado fue consumado en el trigésimo tercer año del nacimiento de Nuestro Señor, y por tanto mil y seiscientos y diez años ha…
—Ay, hombre ingenuo —contestaba Judas—, hace, no cabe duda, mil y seiscientos y diez de vuestros años que yo fui colocado en este escollo, pero no es aún y no será jamás un día de los míos. Tú no sabes que, entrando en el mar que rodea a esta isla mía, has penetrado en otro universo que corre al lado y dentro del vuestro, y aquí el sol gira en torno a la tierra como una tortuga que a cada paso va más despacio que antes. Así en este mi mundo mi día duraba al principio dos de los vuestros, y luego tres, y cada vez más, hasta agora, que después de mil y seiscientos y diez de vuestros años, yo estoy siempre y aún en la hora nona. Y de aquí a poco el tiempo será aún más lento, y luego más aún, y yo viviré siempre la hora nona del año treinta y tres a partir de la noche de Belén…
—¿Pero por qué? —preguntaba Ferrante.
—Pues porque Dios ha querido que mi castigo consistiera en vivir siempre en viernes santo, y celebrar siempre y cada día la pasión del hombre al que he traicionado. El primer día de mi pena, mientras para los demás hombres acercábase el ocaso, y luego la noche, y luego el alba del sábado, para mí había transcurrido un átomo de un átomo de minuto desde la hora nona de aquel viernes. Mas aflojando aún inmediatamente la marcha del sol, en vuestro mundo Cristo resucitaba, y yo estaba aún a un paso de aquella hora. Y agora, que para vosotros han transcurrido siglos y siglos, yo estoy siempre a una migaja de tiempo de aquel instante…
—Pero este tu sol se mueve, y llegará el día, quizá dentro de diez mil y más años, en que tú entres en tu sábado.
—Sí, y entonces será peor, habré salido de mi purgatorio para entrar en mi infierno. No cesará el dolor de aquella muerte que causé, pero habré perdido la posibilidad, que aún me queda, de hacer de suerte que lo que ha acaecido no haya acaecido.
—¿Y cómo?
—Tú no sabes que a no mucha distancia de aquí corre el meridiano antípoda. Allende aquella línea, tanto en tu universo como en el mío, está el día de antes. Si yo, agora libertado, pudiere rebasar aquella línea, me encontraría en mi jueves santo, pues que este escapulario que me ves sobre los hombros es el vínculo que obliga a mi sol a acompañarme como mi sombra, y hacer de suerte que por doquiera que yo vaya todos los tiempos duren como el mío. Podría entonces llegar a Jerusalén viajando por un larguísimo jueves, y llegar allí antes de que mi alevosía se cumpliere. Y salvaría a mi Maestro de su suerte.
—Pero —había objetado Ferrante—, si impides la Pasión no habrá habido jamás Redención, y el mundo seguiría siendo todavía hoy cautivo del pecado original.
—¡Ay —había gritado Judas llorando—, yo que pensaba sólo en mí mismo! ¿Mas entonces qué he de hacer? Si dejo de actuar como he actuado, quedo condenado. Si reparo mi error, obstaculizo el designio de Dios, y seré castigado con la damnación. ¿Estaba escrito, pues, desde el principio que yo fuera condenado a ser condenado?
La procesión de las imágenes habíase apagado en el llanto de Judas, al agotarse el aceite de la linterna. Ahora hablaba otra vez el padre Caspar, con una voz que Roberto no reconocía ya como suya. La poca luz llegaba ahora de un resquicio en la pared e iluminaba sólo la mitad de su rostro, deformándole la línea de la nariz y haciendo incierto el color de la barba, blanquísima ahora por una parte y obscura por otra. Los ojos eran ambos dos cavidades, puesto que también el expuesto a la claridad parecía en sombra. Y Roberto daba en la cuenta apenas entonces de que estaba cubierto por un parche negro.
—Y fue entonces —decía aquese que ahora era sin duda el Abate de Morfi—, fue entonces cuando tu hermano concibió la obra maestra de su Ingenio. Si hubiera llevado a cabo él el viaje que Judas se proponía, habría podido impedir que la Pasión se cumpliera y que, por tanto, nos fuera concedida la Redención. Ninguna Redención, todos víctimas del mismo pecado original, todos votados al infierno, tu hermano pecador, mas como todos los hombres, y por ende justificado.
—¿Mas cómo habría podido, cómo podría, cómo ha podido? —preguntaba Roberto.
—Oh —sonreía ahora con atroz alegría el abate—, hacía falta poco. Bastaba con engañar incluso al Altísimo, incapaz de concebir disfraz alguno de la verdad. Bastaba con matar a Judas, como hice inmediatamente en aquel escollo, vestir su escapulario, hacerme preceder por mi navío a la costa opuesta de esa Isla, llegar aquí con fementida apariencia para impedir que tú aprendieras las correctas reglas de la natación y no pudieras precederme jamás allá abajo, obligarte a construir conmigo la campana acuática para permitirme alcanzar la Isla.
Y mientras hablaba, para mostrar el escapulario, quitábase lentamente el hábito apareciendo con ropa corsaria, luego igual de despacio arrancábase la barba, librábase de la peluca, y a Roberto le parecía verse en un espejo.
—¡Ferrante! —había gritado Roberto.
—Yo en persona, hermano mío, yo, que mientras tú renqueabas como un perro o una rana, yo en la otra costa de la Isla encontraba mi navío, hacía vela en mi largo jueves santo hacia Jerusalén, encontraba al otro Judas a punto de traicionar y lo ahorcaba de una higuera, impidiéndole entregar al Hijo del Hombre a los Hijos de las Tinieblas, penetraba en el Huerto de los Olivos con mis fieles y raptaba a Nuestro Señor, ¡substrayéndolo al Calvario! ¡Y ahora tú, yo, todos estamos viviendo en un mundo que no ha sido redimido jamás!
—Mas Cristo, Cristo, ¿dónde está ahora?
—¿Así pues, no sabes que ya los textos antiguos decían que hay Palomas rosicler porque el Señor, antes de ser crucificado, vistió una túnica escarlata? ¿Todavía no has entendido? Desde hace mil y seiscientos y diez años Cristo es prisionero en la Isla, desde donde intenta huir con la apariencia de una Paloma Naranjada, mas es incapaz de abandonar aquel lugar, donde junto a la Specola Melitense he dejado el escapulario de Judas, y donde es por tanto siempre y sólo el mismo día. ¡Ahora no me queda sino matarte, y vivir libre en un mundo en el que está excluido el remordimiento, el infierno es seguro para todos, y allá abajo, un día, yo seré acogido como el nuevo Lucifer!
Y había extraído una daga, acercándose a Roberto para cumplir el último de sus crímenes.
—¡No —había gritado Roberto—, no te lo permitiré! Yo te mataré, y liberaré a Cristo. ¡Aún sé tirar de espada, mientras que a ti mi padre no te enseñó sus golpes secretos!
—He tenido un solo padre y una sola madre, tu mente mórbida —había dicho Ferrante con una sonrisa triste—. Tú me has enseñado sólo a odiar. ¿Crees haberme hecho un gran regalo, dándome la vida sólo para que en tu País de las Novelas personificara a la sospecha? Mientras tú estés vivo, pensando de mí lo que yo mismo tengo que pensar, no cesaré de despreciarme. Así pues, que tú me mates o que te mate yo, el final es el mismo. Vamos.
—Perdón, hermano mío —había gritado Roberto llorando—. ¡Sí, vamos, es justo que uno de nosotros dos haya de morir!
¿Qué quería Roberto? ¿Morir? ¿Liberar a Ferrante haciéndole morir? ¿Impedir a Ferrante que impidiera la Redención? No lo sabremos jamás, pues no lo sabía ni siquiera él. Pero así están hechos los sueños.
Habían subido a la puente, Roberto había buscado su arma y la había encontrado (como recordaremos) hecha un muñón; pero gritaba que Dios le habría dado fuerza, y un buen espadachín hubiera podido batirse incluso con una hoja quebrada.
Los dos hermanos estaban frente por frente, por primera vez, para dar inicio a su último lance.
El cielo se había decidido a secundar aquel fratricidio. Una nube rojiza repentinamente había tendido entre el navío y el cielo una sombra sanguínea, como si allá arriba alguien hubiera degollado los caballos del Sol. Había estallado un gran concierto de truenos y relámpagos, seguidos de aguaceros, y cielo y mar a los dos duelistas atronaban el oído, deslumbraban la vista, atizaban con agua helada las manos.
Mas ambos vagaban entre las saetas que les llovían en derredor, embistiéndose con acometidas y sagitas, retrocediendo de golpe, agarrándose a una escota para evitar casi volando una estocada, lanzándose contumelias, midiendo cada grado con un grito, entre los gritos equivalentes del viento que silbaba en torno.
En aquel combés resbaladizo, Roberto se batía para que Cristo pudiera ser puesto en la Cruz, y pedía la ayuda divina; Ferrante para que Cristo no tuviera que padecer, e invocaba el nombre de todos los diablos.
Fue mientras llamaba para que lo asistiera Astaroth cuando el Intruso (ahora intruso incluso en los designios de la Providencia) se ofreció sin querer a la Treta de la Gaviota. O quizá así lo quería, para poner punto final a aquel sueño sin pies ni cabeza.
Roberto hizo que caía, el otro se abalanzó sobre él para acabarlo, él apoyóse sobre la izquierda y empujó la espada mutilada hacia su pecho. No se había levantado con la agilidad de Saint-Savin, pero Ferrante ya había tomado demasiado impulso, y no había podido evitar espetarse, es más, desfondarse él solo el esternón sobre el muflón del acero. Roberto fue sofocado por la sangre que el enemigo, muriendo, derramaba por la boca.
Él sentía el sabor de la sangre en su boca, y probablemente en el delirio se había mordido la lengua. Ahora nadaba en aquella sangre, que se extendía desde el navío hasta la Isla; no quería seguir adelante a causa del Pez Piedra, mas había concluido sólo la primera parte de su misión, Cristo aguardaba en la Isla para derramar Su sangre, y él quedaba su único Mesías.
¿Qué estaba haciendo ahora en su sueño? Con la daga de Ferrante se había puesto a reducir una vela a largas fajas, que luego anudaba entre ellas ayudándose con las drizas; con otros lazos había capturado en la entrepuentes a las más vigorosas entre las garzas, o cigüeñas que fueren, y las estaba atando por las patas como corceles de aquella alfombra voladora suya.
Con su navío aéreo habíase alzado en vuelo hacia la tierra ya accesible. Debajo de la Specola Melitense encontró el escapulario, y lo destruyó. Habiéndole vuelto a dar espacio al tiempo, había visto descender sobre él a la Paloma, que por fin descubría estático en toda su gloria. Mas era natural —es más, sobrenatural— que ahora le pareciera no naranjada sino blanquísima. No podía ser una paloma, porque ese pájaro no se conviene para representar a la Segunda Persona, era quizá un Pío Pelícano, como debe ser el Hijo. Así que al final no veía bien qué pájaro habíasele ofrecido como amable mesana para aquel bajel alado.
Sólo sabía que estaba volando hacia arriba, y las imágenes se sucedían como querían los fantasmas matachines. Estaban navegando ahora en dirección de todos los innumerables e infinitos mundos, hacia todos los planetas, hacia todas las estrellas, de suerte que en cada uno, casi en un solo momento, se cumpliera la Redención.
El primer planeta que habían tocado había sido la cándida luna, en una noche iluminada por el medio día de la tierra. Y la tierra estaba allá, en la línea del horizonte, una enorme, amenazante e ilimitada polenta de maíz, que aún cocía en el cielo y casi caíasele encima burbujeando de febricitante y febril febrosidad febrífera, fiebreando febrosa en burbujas bullentes en su ebullición, bulligando de un bullicioso bullir, glu, glu, glu. Es que cuando tienes fiebre eres tú el que te conviertes en polenta, y las luces que ves vienen todas de la bullidura de tu cabeza.
Y allí en la luna con la Paloma…
No habremos buscado, confío, coherencia y verisimilitud en todo lo que he transcrito hasta ahora, porque se trataba de la pesadilla de un paciente atosigado por un Pez Piedra. Pero lo que me dispongo a referir supera todas nuestras expectativas. La mente o el corazón de Roberto, o en cualquier caso su vis imaginativa, estaban urdiendo una sacrílega metamorfosis: en la luna él ahora se veía no con el Señor, sino con la Señora, Lilia por fin arrancada a Ferrante. Roberto estaba obteniendo en los lagos de Selene lo que el hermano habíale quitado entre los estanques de la ínsula de las fuentes. Besábale el rostro con los ojos, contemplábala con la boca, bebía, mordía y remordía, y retozaban en torneo las lenguas enamoradas.
Sólo entonces Roberto, que quizá estábasele despejando la fiebre, volvió en sí, pero quedó prendado de lo que había vivido, como sucede después de un sueño, que nos deja no sólo con el ánimo sino con el cuerpo perturbado.
No sabía si llorar de felicidad por su amor reencontrado, o de remordimiento por haber invertido, cómplice la fiebre, que no conoce las Leyes de los Géneros, su Epopeya Sagrada en una Comedia Libertina.
Ese momento, decíase, me costará de verdad el infierno, porque ciertamente no soy mejor que ni Judas ni Ferrante. Es más, yo no soy sino Ferrante, y no he hecho hasta ahora sino aprovecharme de su maldad para soñar que hacía lo que mi vileza siempre me impidió hacer.
Quizá no sea llamado a responder de mi pecado, pues no he pecado yo, sino el Pez Piedra, que me hacía soñar a su manera. Mas, si he llegado a tanta demencia, es ciertamente signo de que voy a morir de verdad. Y he tenido que esperar al Pez Piedra para decidirme a pensar en la muerte, mientras que este pensamiento habría debido ser el primer deber del buen cristiano.
¿Por qué no he pensado jamás en la muerte, y en la ira de un Dios que ríe? Porque seguía las enseñanzas de mis filósofos, para los cuales la muerte era una natural necesidad, y Dios era aquél que, en el desorden de los átomos, había introducido la Ley que los compone en la harmonía del Cosmos. ¿Y podía un Dios tal, maestro de geometría, producir el desorden del infierno, aunque fuere por justicia, y reírse de aquella subversión de todas las subversiones?
No, Dios no ríe, decíase Roberto. Cede a la Ley que él mismo ha querido, y que quiere que el orden de nuestro cuerpo se disuelva, como el mío sin duda está disolviéndose ya entre esta disolución. Y veía los gusanos junto a su boca, pero no eran efecto del delirio, sino seres que se habían formado por generación espontánea entre la porquería de las gallinas, prosapia de sus excrementos.
Daba entonces la bienvenida a aquellos heraldos de la disgregación comprendiendo que ese confundirse en la materia viscosa tenía que ser vivido como el fin de todos los sufrimientos, en harmonía con la voluntad de la Naturaleza y del Cielo que la administra.
Tendré que esperar poco, murmuraba como en una oración. De aquí a no muchos días mi cuerpo, ahora aún bien compuesto, habiendo cambiado de color, se volverá descolorido como un garbanzo, a continuación se tiznará todo de la cabeza a los pies y lo revestirá un calor lóbrego. Entonces empezará a entumecerse, y sobre esa hinchazón nacerá una hedionda calumbre. Ni mucho hará falta para que el vientre empiece a dar aquí un estallido y allá una rotura; de las cuales desembocará una podredumbre, y aquí se verá ondear un medio ojo agusanado, allá un jirón de labio. En este fango, se generará luego una cantidad de pequeñas moscas y de otros animalillos que se agazaparán en mi sangre y me devorarán pedazo a pedazo. Una parte destos seres brotará del pecho, otra con un no sé qué de mucoso colará por las ventanas de la nariz; otros, enviscados en aquelia podredumbre, entrarán y saldrán por la boca, y los más ahitos burbujearán arriba y abajo por la garganta… Y esto mientras el Daphne se convierte poco a poco en el reino de los pájaros, y simientes llegadas de la Isla harán crecer en él bestias vegetales, cuyas raíces habrán nutrido mis licores, ya arraigadas en la sentina. Por fin, cuando toda mi fábrica corporal haya sido reducida a puro esqueleto, en el curso de los meses y de los años —o quizá de los milenios—, también ese andamio, lentamente, se convertirá en polverulencia de átomos sobre la cual los vivos caminarán sin comprender que todo el globo de la tierra, sus mares, sus desiertos, sus selvas y sus valles, no son sino un viviente cementerio.
No hay nada que concilie la curación como un Ejercicio de la Buena Muerte, que volviéndonos resignados nos sosiega. Así el carmelita habíale dicho un día, y así tenía que ser, porque Roberto experimentó hambre y sed. Más débil que cuando soñaba luchar en la puente, pero menos que cuando se había tendido junto a las gallinas, tuvo la fuerza de beber un huevo. Era buena la aguaza que le descendía por la garganta. Y aún mejor el jugo de un coco que partió en la despensa. Después de tanto meditar sobre su cuerpo muerto, ahora hacía morir en su cuerpo (por sanar) los cuerpos sanos a los que la naturaleza da cada día la vida.
He aquí por qué nadie, excepto algunas recomendaciones del carmelita, en la Griva le había enseñado a pensar en la muerte. En los momentos de los coloquios familiares, casi siempre en la comida y en la cena (después de que Roberto había vuelto de una de sus exploraciones en la antigua casa, donde se había demorado quizá en una sala sombría ante el olor de las manzanas abandonadas por los suelos para que maduraran), no se conversaba sino sobre la bondad de los melones, de la siega de las mieses y de las esperanzas para la vendimia.
Roberto se acordaba de cuando su madre le enseñaba cómo habría podido vivir dichoso y tranquilo si hubiera sacado provecho de todos los dones de Dios que la Griva le podía suministrar:
—Y convendrá que no te olvides hacer bastimento de carne salada de buey, de oveja o carnero, de ternera y de cerdo, porque se conservan durante largo tiempo y son de mucho uso. Corta los trozos de carne no muy grandes, ponlos en una vasija con encima mucha sal, déjalos ocho días, luego cuélgalos de las vigas de la cocina junto al hogar, que se sequen al humo, y haz esto en tiempo seco, frío y de tramontana, pasado San Martín, que se conservarán todo lo que desees. En septiembre, en cambio, llegan los pajaritos, y los lechales para todo el invierno, además de los capones, de las gallinas viejas, de los patos y similares. No desprecies ni siquiera el asno que se rompe una pierna, porque con él se hacen unas longanicillas redondas que luego agujereas con el cuchillo y pones a freír, y son manjares de señores. Y para la Cuaresma, que haya siempre setas, potajes, nueces, uva, manzanas y todo lo demás que te manda Dios. Y siempre para la Cuaresma habrá que tener preparadas unas raíces, y unas hierbecillas que, enharinadas y cocidas en el aceite, son mejores que una lamprea; y luego harás ravioles o causones de Cuaresma, con masa hecha con aceite, harina, agua de rosas, azafrán y azúcar, con un poco de malvasía, cortados redondos como cristales de ventana, rellenos de pan rallado, manzanas, flor de clavo y nueces picadas, que habrás de ponerlos con algunos granos de sal a cocer en el horno, y comerás mejor que un prior. Después de Pascua vienen los chivos, los espárragos, los pichoncillos… Más tarde llegan las cuajadas y los requesones. Y tendrás que saber aprovechar también los guisantes o las judías cocidas enharinadas y fritas, que son todos buenísimos aderezos de la mesa… Ésta, hijo mío, si vives como nuestros mayores han vivido, será vida bienaventurada y lejos de toda tribulación…
En efecto, en la Griva no se hacían discursos que atañeran a muerte, juicio, infierno o paraíso. La muerte, a Roberto, habíasele aparecido en Casal, y había sido en Provenza y en París donde había sido movido a reflexionar sobre ella, entre discursos virtuosos y discursos disolutos.
Moriré sin duda, decíase ahora, si no en esta ocasión por el Pez Piedra, al menos más tarde, visto que está claro que deste navío ya no saldré, agora que he perdido —con la Persona Vitrea— incluso la manera de acercarme sin perjuicio a la barbacana. ¿Y dónde estaba el engaño? Habría muerto, quizá más tarde, aunque no hubiera llegado a este despojo. He entrado en la vida sabiendo que la ley es salir della. Como había dicho Saint-Savin, se encarna el propio papel, unos por más tiempo, otros más deprisa, y se sale de escena. Muchos helos visto pasarme por delante, otros me verán pasar, y darán el mismo espectáculo a sus sucesores.
Por otra parte, ¡por cuánto tiempo no he sido, y por cuánto tiempo no seré! Ocupo un espacio bien pequeño en el abismo de los años. Este pequeño intersticio no consigue distinguirme de la nada a la que tendré que ir. No he venido al mundo sino para hacer número.
Mi papel ha sido tan pequeño que, aunque hubiera permanecido detrás de los bastidores, todos habrían dicho igualmente que la comedia era perfecta. Es como una tempestad: unos se ahogan enseguida, otros se quebrantan contra un escollo, otros permanecen en un leño abandonado, pero no por mucho también ellos. La vida se apaga sola, como una bujía que ha consumido su materia. Y deberíamos estar acostumbrados, porque como una bujía hemos empezado a diseminar átomos desde el primer momento en que nos hemos encendido.
No es una gran sabiduría saber estas cosas, decíase Roberto, de acuerdo. Deberíamos saberlas desde el momento en que nacemos. Mas normalmente reflexionamos siempre y sólo sobre la muerte de los demás. Sí sí, todos tenemos bastante fortaleza para soportar los males ajenos. Luego llega el momento en el que pensamos en la muerte cuando el mal es nuestro, y entonces damos en la cuenta de que ni el sol ni la muerte se pueden mirar fijamente. A menos que no se hayan tenido buenos maestros.
Los he tenido. Alguien me dijo que en verdad pocos conocen la muerte. Normalmente se la soporta por estupidez o por costumbre, no por resolución. Se muere porque no se puede hacer otra cosa. Sólo el filósofo sabe pensar en la muerte como en un deber, que ha de cumplirse de buen grado y sin temor: mientras nosotros estamos, la muerte aún no está, y cuando viene la muerte, nosotros ya no estamos. ¿Para qué habría gastado tanto tiempo en conversar de filosofía si ahora no fuera capaz de hacer de mi muerte la obra maestra de mi vida?
Las fuerzas le estaban volviendo. Daba gracias a la madre, cuyo recuerdo lo había inducido a abandonar el pensamiento del fin. No otra cosa podía hacer aquélla que le había regalado el principio.
Se puso a pensar en su propio nacimiento, del cual sabía menos aún que de su propia muerte. Se dijo que pensar en los orígenes es propio del filósofo. Es fácil para el filósofo justificar la muerte: que haya que precipitar en las tinieblas es una de las cosas más claras del mundo. Lo que consume al filósofo no es la naturalidad del fin, es el misterio del principio. Podemos desinteresarnos de la eternidad que nos seguirá, pero no podemos librarnos de la angustiosa pregunta sobre qué eternidad nos ha precedido: ¿la eternidad de la materia o la eternidad de Dios?
He aquí la razón por la que había sido arrojado en el Daphne, díjose Roberto. Porque sólo en aquel descansado recogimiento habría tenido espacio de reflexionar sobre la única pregunta que nos libera de todas las aprensiones por el no ser, entregándonos al estupor del ser.