EL VIAJE ENTRETENIDO
Ferrante habíale contado a Lilia, ya dispuesta a creer cualquier falsedad que viniera de aquellos labios amados, una historia casi verdadera, excepto que él tomaba el papel de Roberto y Roberto el suyo; y habíala convencido de que gastara todas la joyas de un cofrecillo que ella había llevado consigo para encontrar al usurpador y arrancarle un documento de capital importancia para los destinos del Estado, que aquél habíale arrebatado, y devolviendo el cual, él habría podido obtener el perdón del Cardenal.
Después de la fuga de las costas francesas, la primera escala del Tweede Daphne había sido en Amsterdam. Allá Ferrante podía encontrar, como doble espía que era, quien le revelara algo sobre un navío llamado Amarilis. Fuere lo que fuere lo que hubiera sabido, de allí a pocos días estaba en Londres para buscar a alguien. Y el hombre a quien encomendarse no podía ser sino un infiel de su raza, dispuesto a traicionar a aquéllos por los que traicionaba.
Y ahí tenemos a Ferrante, después de haber recibido de Lilia un diamante de gran pureza, entrar de noche en una zahúrda en la que le acoge un ser de sexo incierto, que quizá había sido eunuco con el turco, de rostro lampiño y boca tan pequeña que habríase dicho que sonreía sólo moviendo la nariz.
La cámara en la que se tapujaba era espantosa por los hollines de una pila de huesos que quemaban a fuego mortecino. En un rincón colgaba ahorcado por los pies un cadáver desnudo, que por la boca secretaba un jugo color de ortiga en una escudilla de oricalco.
El eunuco reconoció en Ferrante a un hermano en el delito. Oyó la pregunta, vio el diamante, y traicionó a sus amos. Condujo a Roberto a otra cámara, que parecía la apoteca de un boticario, llena de barrilejos de barro, de vidrio, de arambre, de estaño. En ellos todo eran substancias que podían usarse para parecer diferentes de lo que se era, tanto por viejas feas que quisieren parecer bellas y jóvenes, como por picaros que quisieran mudar el aspecto: afeites cocidos, unturillas, rasuras de gamones, cortezas de espantalobos, y otras substancias que adelgazaban los cueros, hechas con tuétano de corzo y aguas de madreselva. Tenía lejías para enrubiar, de carrasca, de centeno, de marrubios, con salitre, con alumbre, y millifolia; o untos y mantecas para cambiar de tez, de vaca, de oso, de caballos y de camellos, de culebras y de conejo, de ballena, de alcaraván y de gamo y de gato montes, de nutria. Y aún aceites para el rostro, de estoraque, de limón, de piñones, de menjuy, de alfócigos, de arvejas y de carillas, y un anaquel de vejigas para los virgos de las pecadoras. Y en otro apartado tenía para remediar amores y para quererse bien. Tenía lenguas de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, haba morisca, pie de tejón, la piedra del nido del águila, corazones de cera llenos de agujas quebradas, y otras cosas en barro y en plomo hechas, muy espantables al ver.
En medio de la cámara había una mesa, y encima una bacía cubierta por un paño ensangrentado, que el eunuco le indicó con aire de entendimiento. Ferrante no comprendía, y aquél le dijo que había llegado precisamente ante quien hacía a su caso. Y en efecto, el eunuco no era otro sino aquél que había herido al perro del doctor Byrd, y que cada día, a la hora convenida, templando en el agua de vitriolo el paño empapado con la sangre del animal, o acercándolo al fuego, transmitía al Amarilis las señales que Byrd esperaba.
El eunuco contó todo sobre el viaje de Byrd, y de los puertos que habría tocado a buen seguro. Ferrante, que en verdad poco o nada sabía del negocio de las longitudes, no podía imaginar que Mazarino hubiera enviado a Roberto a aquella nave sólo para descubrir algo que a él le resultaba patente, y había concluido que en verdad Roberto hubiere de revelar después al Cardenal la ubicación de las Islas de Salomón.
Juzgaba el Tweede Daphne más rápido que el Amarilis, confiaba en su propia fortuna, pensaba que habría alcanzado fácilmente el navío de Byrd cuando, habiéndose llegado éste a las Islas, habría podido tomar por interpresa fácilmente al marinaje en tierra, asolarlo (Roberto incluido), y luego disponer a su voluntad de aquella tierra, de la que habría sido el único descubridor.
Fue el eunuco el que le sugirió la manera de proceder sin errar el rumbo: habría bastado con que se hubiera herido otro perro, y que él cada día hubiera actuado sobre una catadura de su sangre, como hacía para el perro del Amarilis, y Ferrante habría recibido los mismos mensajes cotidianos que recibía Byrd.
Partiré inmediatamente, dijo Ferrante; y ante la advertencia del otro, de que antes era menester encontrar un perro: «Tengo muy otro perro a bordo», exclamó. Condujo al eunuco al navío y se aseguró de que entre la chusma estuviera el barbero, experto en flebotomía y otros quehaceres parecidos.
—¡Yo, capitán —afirmó uno que habíase salvado de cien finibusterrae y de mil vueltas de cordel—, cuando se pirateaba, corté más brazos y piernas a mis compañeros que enemigos hiriese!
Descendido que fue a la bodega, Ferrante encadenó a Biscarat a dos palos entrecruzados; luego, con su propia mano, con un puñal practicóle profundamente una incisión en el costado. Mientras Biscarat gañía quedo, el eunuco recogía la sangre que goteaba con un trapo, que guardó en una talega. A continuación, explicó al barbero cómo habría debido actuar para mantener la llaga abierta durante todo el curso del viaje, sin que el herido muriere, pero sin que ni siquiera sanare.
Después de este nuevo delito, Ferrante dio orden de izar velas hacia las Islas de Salomón.
Habiendo narrado este capítulo de su novela, Roberto experimentó disgusto, y sentíase cansado, él, y quebrantado, por el esfuerzo de tantas malas acciones.
No quiso seguir imaginando la continuación y escribió más bien una invocación a la Naturaleza, para que —al igual que una madre, que quiere obligar al niño a que duerma en la cuna, le extiende por encima un paño y lo cubre con una pequeña noche— extendiera la gran noche sobre el planeta. Rogó que la noche, substrayéndole todas las cosas a la vista, invitare sus ojos a cerrarse; que, junto con la obscuridad, viniere el silencio; y que así como, al asomar del sol, leones, osos y lobos (a los cuales como a los ladrones y los asesinos, la luz es odiosa) corren a guarecerse dentro de las cuevas donde tienen refugio y franquicia, así por lo contrario, habiéndose retirado el sol detrás del occidente, se retrayere todo el estruendo y el tumulto de los pensamientos. Que, una vez muerta la luz, desfallecieren en él los espíritus que con la luz se vivifican, y se hiciere reposo y silencio.
Al soplar sobre la lantia sus manos fueron iluminadas sólo por un rayo lunar que penetraba del exterior. Se levantó una niebla desde su estómago al cerebro y, recayendo sobre los párpados, los cerró, de suerte que el espíritu no se asomara ya para ver objeto alguno que lo distrajera. Y del durmieron no solamente los ojos y las orejas, sino también las manos y los pies, salvo el corazón, que jamás reposa.
¿Duerme en el sueño también el alma? Por desgracia no, que ella permanece en vela, sólo que se retira detrás de una cortina, y hace teatro: entonces los fantasmas matachines salen al palco y hacen una comedia, tal cual la haría una compañía de faranduleros borrachos o locos, tan desnaturalizadas parecen las figuras, y extrañas las vestiduras, e indecentes los portes, fuera de propósito las situaciones y descomedidos los discursos.
Como cuando se corta en más partes un cientopies, que las partes liberadas corren cada una no se sabe dónde, porque excepto la primera, que conserva la cabeza, las otras no ven; y cada una, como una lombriz intacta, se marcha con esos sus cinco o seis pies que le han quedado, y se lleva ese trozo de alma que es suyo. Igualmente en los sueños, se ve asomar del tallo de una flor el cuello de una grulla acabada en una cabeza de zambo, con cuatro cuernos de caracol que echan fuego, o florecer en la barbilla de un viejo una cola de pavón como barba; y a otro los brazos parecen vides enredadas, y los ojos velones en la cáscara de una concha, o la nariz un silbato…
Roberto, que dormía, soñó pues con la continuación del viaje de Ferrante, sólo que lo soñaba en guisa de sueño.
Sueño revelador, quisiera decir. Parece casi que Roberto, después de sus meditaciones sobre los infinitos mundos, no quisiera seguir imaginando una historia que se desarrollaba en el País de las Novelas, sino una historia verdadera de un país verdadero, en el que también él vivía salvo que —así como la Isla estaba en el pasado próximo— su historia pudiera tener lugar en un futuro no lejano en el que fuera satisfecho su deseo de espacios menos breves de aquellos en los que su naufragio le constreñía.
Si había empezado la historia poniendo en escena a un Ferrante de manera, a un Alfiero deHecatommythi, concebido por su resentimiento a causa de una ofensa jamás padecida, ahora, no pudiendo tolerar ver al Otro junto a su Lilia, estaba tomando su lugar y, osando tomar acto de sus pensamientos obscuros, admitía sin ambages que Ferrante era él.
Persuadido ya de que el mundo podía ser vivido por infinitas paralajes, si antes se había erigido en ojo indiscreto que escrutaba las acciones de Ferrante en el País de las Novelas, o en un pasado que había sido también el suyo (que empero habíale rozado sin que él lo advirtiera, determinando su presente), ahora él, Roberto, se erigía en ojo de Ferrante. Quería gozar con el rival de los acontecimientos que la fortuna habría debido depararle a él.
Corría ahora la navecilla por los líquidos campos y los piratas eran dóciles. Velando sobre el viaje de los dos amantes, limitábanse a descubrir monstruos marinos y, antes de llegar a las costas americanas, habían visto un Tritón. Por lo que era dado ver fuera de las aguas, tenía forma humana, salvo que los brazos eran demasiado cortos con respecto al cuerpo: las manos eran grandes, los cabellos grises y espesos, y llevaba una barba larga hasta el estómago. Tenía ojos grandes y piel áspera. Como fue allegado, pareció dócil y movióse hacia la red. Mas en cuanto sintió que lo atraían hacia la barca, y antes aún de que se hubiera mostrado por debajo del ombligo para revelar si tenía cola de sirena, rompió la red de un golpe, y desapareció. Más tarde se le vio bañarse al sol en un escollo, siempre escondiendo la parte inferior del cuerpo. Mirando el navío movía los brazos como si aplaudiera.
Entrados en el océano Pacífico habían tocado una ínsula donde los leones eran negros, las gallinas vestidas de lana, los árboles no florecían sino de noche, los peces eran alados, los pájaros escamados, las piedras estaban a nado y las maderas se hundían, las mariposas resplandecían de noche, las aguas embriagaban como vino.
En una segunda ínsula vieron un palacio fabricado de madera empapada, teñido de colores desagradables para el ojo. Entraron, y se encontraron en una sala tapizada con plumas de cuervo. En todas las paredes se abrían hornacinas en las que, en vez de bustos de piedra, se veían hominicacos, con el rostro enjuto, que por accidente de naturaleza habían nacido sin piernas.
En un trono asquerosísimo estaba el Rey, que con un gesto de la mano había suscitado un concierto de martillos, taladros que crujían sobre losas de piedra, y cuchillos que chirriaban en platos de porcelana, a cuyo sonido habían aparecido seis hombres todos huesos y pellejo, abominables por la mirada patituerta.
Delante de aquéllos habían aparecido unas mujeres, tan gordas que más no se podía: habiendo hecho una reverencia a sus compañeros, dieron principio a un baile que hacía destacarse deformidades y tullimientos. Entonces hicieron irrupción seis bravucones que parecían nacidos de un mismo vientre, con narices y bocas tan grandes, y hombros tan gibosos, que más que criaturas parecían mentiras de la naturaleza.
Después de la danza, no habiendo oído todavía palabras y considerando que en aquella isla se hablaría una lengua diferente de la suya, nuestros viajeros intentaron hacer preguntas con gestos, que son una lengua universal con la que se puede comunicar también con los Salvajes. Pero el hombre respondió en una lengua que se parecía más bien a la perdida Lengua de los Pájaros, hecha de gorjeos y trinos, y ellos la comprendieron como si hubiera hablado en su lengua. Entendieron así que, mientras en cualquier otro lugar era apreciada la belleza, en aquel palacio apreciábase solamente la extravagancia. Y que tanto debían esperarse si seguían aquel viaje suyo por tierras donde está abajo lo que en otros lugares está arriba.
Reanudado el viaje, habían tocado una tercera ínsula que parecía desierta, y Ferrante habíase adentrado, solo con Lilia, hacia el interior. Mientras iban, oyeron una voz que les aconsejaba que huyeran: aquélla era la ínsula de los Hombres Invisibles. En aquel mismo instante había muchos a su alrededor, que se enseñaban con el dedo a aquellos dos visitantes que sin ninguna vergüenza ofrecíanse a sus miradas. Para aquel pueblo, en efecto, si uno era mirado se convertía en presa de la mirada de otro, y se perdía el propio natural, transformándose en lo inverso de sí mismo.
En una cuarta ínsula, encontraron un hombre con los ojos hundidos, la voz sutil, la cara que era una sola arruga, pero con colores frescos. La barba y los cabellos eran finos como algodón, el cuerpo tan entumecido que si precisaba darse la vuelta tenía que girar sobre sí mismo completamente. Y dijo que tenía trescientos y cuarenta años, y en aquel tiempo había renovado tres veces su juventud, habiendo bebido el agua de la Fuente Bórica, que se halla precisamente en aquella tierra y alarga la vida, aunque no más de sus trescientos y cuarenta años; por lo cual, de allí a poco, habría muerto. Y el viejo invitó a los viajeros a que no buscaran la fuente: vivir tres veces, convirtiéndose primero en el doble y luego en el triple de sí mismo, era causa de grandes congojas, y al final uno no sabía ya quién era. No sólo: vivir los mismos dolores tres veces era una pena, pero mayor pena era volver a vivir las mismas alegrías. La alegría de la vida nace del sentimiento de que tanto delicia como congoja son de breve duración, y míseros de nosotros si llegamos a saber que gozamos de una eterna beatitud.
Mas el Mundo Antípoda era bello por su variedad y, navegando aún por mil millas, encontraron una quinta ínsula, que era toda un pulular de estanques; y cada habitante pasaba la vida de hinojos contemplándose, considerando que quien no es visto es como si no fuera, y que si hubieran apartado la mirada, cesando de verse en el agua, habrían muerto.
Llegáronse luego a una sexta ínsula, aún más al oeste, donde todos hablaban incesantemente entre ellos, el uno contándole al otro lo que él quería que fuere e hiciere, y viceversa. Aquellos isleños, pues, podían vivir sólo si eran narrados; y cuando un transgresor contaba de los demás historias desagradables, obligándoles a vivirlas, los otros no contaban ya nada del, y así moría.
Mas su problema era inventar para cada uno una historia diferente: en efecto, si todos hubieran tenido la misma historia, ya no habría sido posible distinguirlos entre ellos, porque cada uno de nosotros es lo que sus trabajos han creado. He ahí por qué habían construido una gran rueda, que llamaban Cynosura Lucensis, erguida en la plaza del pueblo. Estaba formada por seis círculos concéntricos que giraban cada uno por su cuenta. El primero estaba dividido en veinte y cuatro escaques o casas cuadradas, el segundo en treinta y seis, el tercero en cuarenta y ocho, el cuarto en sesenta, el quinto en setenta y dos y el sexto en ochenta y cuatro. En los diferentes escaques, según un criterio que Lilia y Ferrante no habían podido entender en tan poco tiempo, estaban escritas acciones (como ir, venir o morir), pasiones (odiar, amar o tener frío), y luego modos, como bien y mal, tristemente o con alegría, y lugares y tiempos, como por ejemplo, en su casa o el mes siguiente.
Haciendo girar las ruedas se obtenían historias como «fue ayer a su casa y se encontró con su enemigo que padecía, y le prestó ayuda» o «vio un animal con siete cabezas y lo mató». Los habitantes sostenían que con aquella máquina podían escribirse o pensarse setecientos y veinte y dos millones de millones de historias diferentes, y había para dar sentido a la vida de cada uno dellos en los siglos por venir. Lo que a Roberto, agradábale, porque habría podido construirse una rueda de ese tipo y seguir pensado historias incluso si hubiera permanecido en el Daphne diez mil años.
Eran muchos y extravagantes descubrimientos de tierras que Roberto bien habría querido descubrir. Pero a un cierto punto de su trasoñar quiso para los dos amantes un lugar menos habitado, para que pudieran gozar de su amor.
Hízoles llegar así a una séptima y amenísima playa alegrada por un bosquecillo que surgía precisamente a la ribera del mar. Lo atravesaron y se encontraron en un jardín real, donde, a lo largo de una alameda arbolada que discurría entre prados hermosos de flores, se levantaban muchas fuentes.
Roberto, como si los dos buscaran un refugio más íntimo, y él nuevos padecimientos, hízoles allegarse a un arco florecido, allende el cual penetraron en un pequeño valle donde se mecían los cálamos de una caña palustre bajo un zefirillo que esparcía por el aire una mezcla de perfumes; y de un laguito surtía con paso luciente un hilo de aguas tersas como sartas de aljófares.
Quiso —y me parece que su puesta en escena seguía todas las reglas— que la sombra de una frondosa encina estimulara a los amantes al ágape, y añadió plátanos jocundos, madroños humildes, enebros punzantes, frágiles tamariscos y flexibles tilos que hacían guirnalda a un prado, ilustrado como un tapiz oriental. ¿De qué podía haberlo miniado la naturaleza, pintora del mundo? De negras violas y blancos alhelíes.
Dejó que los dos se abandonaran, mientras una amapola suave levantaba del grave olvido su cabeza adormilada, para abrevarse de aquellos rociados suspiros. Pero luego prefirió que, humillada por tanta belleza, se arrebolara de vergüenza y de afrenta. Como él, Roberto, por lo demás; y deberíamos decir que se lo tenía bien merecido.
Para no ver más aquello por lo que tanto habría querido ser visto, entonces Roberto, con su morfeica omnisciencia, subió a dominar la isla entera, donde ahora las fuentes comentaban el milagro amoroso del que se querían prónubas.
Había columnitas, ampollas, redomas de las que salía un solo chorro, o muchos de muchas pequeñas trompas; otras tenían en el ápice como un arca, de cuyas ventanas goteaba una riada, que formaba cayendo un sauce doblemente llorón. Una, como un tronco cilindrico, generaba en la coronilla muchos cilindros menores orientados en diferentes direcciones, casi como un bajel de Malta alado, en dulce batalla de sus bocas de fuego, que antes regala que destroza vidas su artillería de aguas.
Había algunas empenachadas, otras crinadas y barbudas, con tantas variedades cuantas las estrellas de los Reyes Magos en los belenes, cuya cola sus rociadas imitaban. En una posaba la estatua de un muchacho que con la izquierda sostenía una sombrilla, de cuyas nervaduras procedían otros tantos surtidores; pero con la diestra el muchacho tendía su miembrecito, y confundía en una pila su orina con las aguas que venían de la cúpula.
En otra se posaba sobre el capitel un pez con una gran cola que parecía que acabara de tragarse a Jonás, y emanaba cristales tanto por la boca como por dos agujeros que se le abrían encima de los ojos. Y a caballo estaba un amorcillo apercibido de tridente. Una fuente en forma de flor sostenía con su chorro una pelota; otra aún era un árbol cuyas muchas flores hacían cada una girar una esfera, y parecía que muchos planetas se movían el uno alrededor del otro en aquel cielo del agua. Había otra donde una hermosa bóveda de cristal yacía sobre una taza de mármol blanco y en ella se entraban cuatro luces, sitiadas de amenidad mas no ofendidas por el líquido elemento.
Substituyendo el aire con el agua, había algunas en forma de cañas de órgano, que no emitían sonidos sino hálitos licuados, y substituyendo el agua con el fuego, había algunas en forma de candelabro, donde lumbres inflamadas en el centro de la columna que les era sostén arrojaban fulgores sobre las espumas que desbordaban por doquier.
Otra parecía un pavo real, un copete en la cabeza, y una amplia cola abierta, a la cual el cielo suministraba los colores. Por no hablar de algunas que parecían asientos para un peinador de pelucas, y se adornaban de cabelleras cantarinas. En una, un girasol se expandía en escarcha. Y otra tenía el rostro mismo del sol finamente esculpido, cincelada de piquitos la circunferencia, de suerte que el astro no derramaba rayos, sino frescura.
En una volteaba un cilindro que eyaculaba la fama de estas linfas por una serie de acanaladuras en espiral. Había unas en forma de boca de león o de tigre, de fauces de grifo, de lengua de serpiente, e incluso de mujer que lloraba tanto de los ojos como de los senos. Y faunos y delfines, unos subiendo el agua y otros que vomitándola abajo la contradecían. Y era todo un manar de seres alados, salpicar de cisnes, regar de trompas de elefantes nilíacos, efundir de ánforas alabastrinas, desvenarse de cornucopias.
Todas visiones que para Roberto, si bien se mira, eran un ir de mal en peor.
Entretanto, en el valle, los amantes ya saciados no tuvieron sino que tender la mano y aceptar de una sarmentosa vid el obsequio de sus tesoros, y una higuera, cual si quisiera llorar por ternura del espiado connubio, destiló lágrimas de miel, mientras en un almendro, que todo se florecía de gemas, gemía la Paloma Naranjada…
Hasta que Roberto se despertó, empapado de sudor.
—¡Cómo —se decía—, yo he cedido a la tentación de vivir por interposición de Ferrante, mas agora doy en la cuenta de que es Ferrante el que ha vivido por interposición de mí mismo, y mientras yo forjaba quimeras él vivía de verdad lo que yo le he permitido vivir!
Para enfriar la rabia, y para tener visiones que (aquéllas por lo menos) a Ferrante le eran negadas, habíase movido de nuevo de primera mañana, amarra en el costado y Persona Vitrea sobre el rostro, hacia su mundo de los corales.