MONÓLOGO SOBRE LA PLURALIDAD DE LOS MUNDOS
Nos acordaremos —espero, pues Roberto había tomado de los novelistas de su siglo la costumbre de contar tantas historias juntas que a un cierto punto es difícil volver a reanudar los hilos— de que de su primera visita al mundo de los corales nuestro héroe había traído el «sosia de una piedra», que le había parecido una calavera, quizá la del padre Caspar.
Ahora, para olvidar los amores de Lilia y de Ferrante, estaba sentado en la puente, a la puesta del sol, contemplando aquel objeto y estudiando su textura.
No parecía una calavera. Era más bien una colmena mineral compuesta de polígonos irregulares, pero los polígonos no eran las unidades elementales de aquel tejido: cada polígono mostraba en su mismo centro una simetría irradiante de hilos finísimos entre los cuales aparecían, si se aguzaba la vista, resquicios que quizá formaban otros polígonos y, si el ojo hubiere podido penetrar aún más allá, habría divisado, a lo mejor, que los lados de aquellos pequeños polígonos estaban formados a su vez por otros polígonos más pequeños aún, hasta que, dividiendo las partes en partes de partes, se hubiera llegado al momento en el que habríase detenido ante aquellas partes no seccionables ulteriormente, que son los átomos. Visto que Roberto no sabía hasta qué punto se habría podido dividir la materia, no tenía claro hasta dónde su ojo —por desgracia no linceo, ya que no poseía aquella lente con la que Caspar habría sabido determinar incluso los animalúnculos de la peste— habría podido descender en abismo y seguir encontrando nuevas formas dentro de las formas intuidas.
También la cabeza del abate, como gritaba aquella noche Saint-Savin durante el duelo, podía ser un mundo para sus piojos, ¡oh cómo, ante aquellas palabras, Roberto había pensado en el mundo en el que vivían, felicísimos insectos, los piojos de Anna Maria (o Francesca) Novarese! Pero visto que tampoco los piojos son átomos, sino universos sin término para los átomos que los componen, quizá dentro del cuerpo de un piojo hay aún otros animales más pequeños que viven en ellos como en un mundo espacioso. Y quizá mi misma carne, pensaba Roberto, y mi sangre, no están sino entretejidas de diminutos animales, que moviéndose me prestan el movimiento, dejándose conducir por mi voluntad que sírveles de cochero. Y mis animales están preguntándose, sin duda, dónde los conduciré yo agora, sometiéndoles a la alternación de la frescura marina y de los rigores solares, y perdidos en este vaivén de inconstantes climas, están tan igualmente inseguros de su destino como yo lo estoy.
¿Y si en un espacio igualmente limitado sintiéranse arrojados otros animales aún más minúsculos que viven en el universo de éstos de los que ya he dicho?
¿Por qué no debería pensarlo? ¿Sólo porque jamás he sabido nada dello? Como me decían mis amigos de París, quien estuviere en la torre de Notre-Dame y mirare de lejos el barrio de Saint-Denis no podría pensar jamás que aquella mancha incierta está habitada por seres semejantes a nosotros. Nosotros vemos Júpiter, que es grandísimo, pero desde Júpiter no nos ven, y no pueden pensar siquiera en nuestra existencia. Y apenas ayer ¿habría podido sospechar que bajo el mar, no en un planeta lejano, o en una gota de agua, sino en una parte de nuestro mismo universo, existiera Otro Mundo?
Y por otra parte, ¿qué sabía él hace aún pocos meses de la Tierra Austral? Habría dicho que era el capricho de geógrafos heréticos, y quién sabe si en estas islas en los tiempos pasados no habrán quemado algún filósofo suyo que sostenía guturalmente que existen el Monferrato y Francia. Con todo y con eso aquí estoy yo, agora, y es menester creer que las Antípodas existen. Y que, contrariamente a la opinión de hombres un tiempo sapientísimos, yo no camino con la cabeza hacia abajo. Sencillamente, los habitantes de este mundo ocupan la popa, y nosotros la proa de un mismo bajel en el que, sin saber nada los unos de los otros, estamos embarcados todos.
Así el arte de volar es aún desconocido, y sin embargo, si prestamos atención a un tal señor Godwin del que me hablaba el doctor D’Igby, un día se irá a la luna, como se ha ido a América, aunque antes de Colón nadie sospechaba que existiera aquel continente, ni que se pudiere llamar un día así.
El ocaso había cedido a la tarde, y luego a la noche. La luna. Roberto la veía ahora llena en el cielo, y podía vislumbrar sus manchas, que los niños y los ignorantes entienden ser los ojos y la boca de un semblante apacible.
Para provocar al padre Caspar (¿en qué mundo, en qué planeta de justos estaba ahora el querido anciano?), Roberto habíale hablado de los habitantes de la luna. ¿Mas puede estar la luna habitada realmente? Por qué no, era como Saint-Denis: ¿qué saben los humanos del mundo que puede existir allá abajo?
Argumentaba Roberto: si estando sobre la luna arrojara una piedra hacia arriba, ¿precipitaría acaso en la tierra? No, volvería a caer sobre la luna. Así pues, la luna, como cualquier otro planeta o estrella que fuere, es un universo que tiene un centro y una circunferencia propios, y este centro atrae a todos los cuerpos que viven en la esfera de dominio de ese mundo. Como le acaece a la tierra. Y entonces ¿por qué no podría sucederle también a la luna todo lo demás que le pasa a la tierra?
Hay una atmósfera que envuelve la luna. El domingo de ramos de hace cuarenta años ¿no ha visto alguien, hanme dicho, nubes sobre la luna? ¿No se ve en aquel planeta un gran temblor ante la inminencia de un eclipse? ¿Y qué es esto sino la prueba de que hay aire? Los planetas evaporan, y también las estrellas: ¿qué son, si no, las manchas que se dice están en el sol, de las que se generan estrellas fugaces?
Y sin duda en la luna hay agua. ¿Cómo explicar, si no, sus manchas, salvo como la imagen de lagos (tanto que alguien ha sugerido que estos lagos son artificiales, obra casi humana, tan bien dibujados están y distribuidos a igual distancia)? Otrosí, si la luna hubiere sido concebida solamente como un gran espejo que sirve para reflejar sobre la tierra la luz del sol, ¿por qué el Creador habría tenido que embadurnar ese espejo con manchas? Las manchas no son imperfecciones, pues, sino perfecciones, y por tanto estanques, o lagos, o mares. Y si allá arriba hay agua y hay aire, hay vida.
Una vida acaso diferente de la nuestra. A lo mejor esa agua tiene el gusto (¿qué sé yo?) de ororuz, de cardamomo, o de pimienta. Si hay infinitos mundos, ésta es prueba del infinito ingenio del Ingeniero de nuestro universo, mas entonces no hay límite a este Poeta. Él puede haber creado mundos habitados por doquier, por criaturas siempre diferentes. Quizá los habitantes del sol son más solares, claros e iluminados que los habitantes de la tierra, los cuales son pesados de materia, y los habitantes de la luna están a medias. En el sol viven seres todo forma, o Acto como quiérase llamarlo; en la tierra seres hechos de meras Potencias que evolucionan; y en la luna seres que están in medio fluctuantes, que es decir harto lunáticos…
¿Podríamos vivir en el aire de la luna? A lo mejor no, a nosotros nos daría vértigo; por otra parte, los peces no pueden vivir en el nuestro, ni los pájaros en el de los peces. Aquel aire tiene que ser más puro que el nuestro, y visto que el nuestro, a causa de su densidad, hace el oficio de una lente natural que filtra los rayos del sol, los Selenitas verán el sol con muy otra evidencia. El alba y el crepúsculo, que nos iluminan cuando el sol no está todavía o ya no está, son un regalo de nuestro aire que, rico de impurezas, captura y transmite su luz; es luz que no deberíamos tener y que nos es otorgada en sobreabundancia. Y, actuando de esta sazón, aquellos rayos nos preparan a la adquisición y a la pérdida del sol poco a poco. Quizá en la luna, al tener un aire más fino, tienen días y noches que llegan de improviso. El sol se levanta repentinamente en el horizonte como al abrirse de un telón. Luego, de la luz más viva, ahí los tienes, cayendo de golpe en la obscuridad más bituminosa. Y la luna carecería de arco iris, que es un efecto de los vapores entremezclados con el aire. Pero quizá por las mismas razones no tienen ni lluvia ni truenos ni rayos.
¿Y cómo serán los habitantes de los planetas más cercanos al sol? Fogosos como los moros, aunque harto más espirituales que nosotros. ¿De qué tamaño verán el sol? ¿Cómo pueden soportar su luz? ¿Acaso allá abajo los metales se funden en la naturaleza y fluyen en ríos?
¿De verdad existen infinitos mundos? Por una cuestión de ese tipo en París nacía un duelo. El Canónigo de Digne decía que no sabía. Es decir, el estudio de la física inclinábale a decir que sí, bajo la guía del gran Epicuro. El mundo no puede ser sino infinito. Átomos que se agolpan en el vacío. Que los cuerpos existen, nos lo atestigua la sensación. Que el vacío existe nos lo atestigua la razón. ¿Cómo y dónde podrían moverse si no los átomos? Si no existiere el vacío no habría movimiento, a menos que los cuerpos se penetren entre ellos. ¡Sería ridículo pensar que cuando una mosca empuja con el ala una partícula de aire, ésta desplaza otra ante sí, y ésta otra aún, de suerte que la agitación de la patita de una pulga, desplaza que desplaza, llegara a producir un chichón en el otro extremo del mundo!
Otrosí, si el vacío fuere infinito, y el número de los átomos finito, estos últimos no cesarían de moverse por doquier, no se hurtarían jamás mutuamente (como dos personas jamás se encontrarían, sino por impensable azar, cuando vagamundearan por un desierto sin fin), y no producirían sus compuestos. Y si el vacío fuere finito y los cuerpos infinitos, aquél no tendría lugar para contenerlos.
Naturalmente, bastaría con pensar en un vacío finito habitado por átomos en número finito. El Canónigo me decía que ésta es la opinión más prudente. ¿Por qué querer que Dios esté obligado como un autor de farándula a producir infinitos espectáculos? Él manifiesta su libertad, eternamente, a través de la creación y el sustentamiento de un solo mundo. No hay argumentos contra la pluralidad de los mundos, pero no los hay ni siquiera a favor. Dios, que está antes del mundo, ha creado un número suficiente de átomos, en un espacio suficientemente amplio, para componer la propia obra de arte. De su infinita perfección forma parte también el Genio del Límite.
Para ver si y cuántos mundos pueden tener cabida en una cosa muerta, Roberto había ido al pequeño museo del Daphne, y había alineado en la puente, ante sí como tantos astrágalos, todas las cosas muertas que había encontrado, fósiles, guijarros, raspas; movía el ojo de la una a la otra, sin dejar de reflexionar a trochemoche sobre el Azar y sobre los azares.
¿Quién me dice (decía) que Dios tiende al límite, si la experiencia me revela continuamente otros y nuevos mundos, ya sea arriba ya sea abajo? Podría entonces darse que no Dios sino el mundo sea eterno e infinito, y siempre haya sido y siempre así sea, en un infinito recomponerse de sus átomos infinitos en un vacío infinito, según algunas leyes que aún ignoro, por imprevisible mas regulado proceder de los átomos que, si no, irían a tontas y a locas. Y entonces el mundo sería Dios. Dios nacería de la eternidad como universo sin lindes, y yo estaría sometido a su ley, sin saber cuál es.
Necio, dicen algunos: puedes hablar de la infinidad de Dios porque no estás llamado a concebirla con tu mente, sino solamente a creer en ella, como se cree en un misterio. Mas si quieres hablar de filosofía natural, este mundo infinito tendrás que concebirlo de algún modo, y no puedes.
Quizá. Pero pensemos entonces que el mundo está lleno y es finito. Intentemos concebir la nada que existe después de que el mundo tenga fin. Cuando pensamos en esa nada, ¿podemos acaso imaginárnosla como un viento? No, porque debería ser de verdad nada, ni siquiera viento. ¿Es concebible, en términos de filosofía natural, no de fe, una nada interminable? Es harto más fácil imaginarse un mundo que se extiende allende el horizonte, así como los poetas pueden imaginar hombres cornudos, o peces con dos colas, por composición de partes ya conocidas: no hay más que añadirle al mundo, allá donde creemos que acaba, otras partes (una extensión hecha aún y siempre de agua y tierra, astros y cielos) parecidas a las que ya conocemos. Sin límite.
Que si luego el mundo fuere finito, pero la nada, en cuanto es nada, no pudiere ser, ¿qué quedaría más allá de los confines del mundo? El vacío. Y he aquí que para negar el infinito afirmaríamos el vacío, que no puede ser sino infinito, si no, a su término, deberíamos pensar de nuevo en una nueva e impensable extensión de nada. Y entonces, mejor pensar enseguida y libremente en el vacío, y poblarlo de átomos, salvo pensarlo como vacío que más vacío no se puede.
Roberto estaba gozando de un gran privilegio, que daba sentido a su desahucio. Ahí lo tenemos, teniendo la prueba evidente de la existencia de otros cielos y, al mismo tiempo, sin tener que subir más allá de las esferas celestes, adivinando muchos mundos en un coral. ¿Era necesario calcular en cuántas figuras los átomos del universo podían componerse —y quemar en la hoguera a los que decían que su número no era finito—, cuando habría bastado con meditar durante años sobre uno de aquellos objetos marinos para entender cómo la desviación de un solo átomo, ya fuere querida por Dios o estimulada por el Azar, podía dar vida a insospechadas Vías Lácteas?
¿La Redención? Argumento falso, antes bien, protestaba Roberto, que no quería tener disgustos con los próximos jesuítas que hubiere encontrado, argumento de quien no sabe pensar la omnipotencia del Señor. ¿Quién puede excluir que, en el plano de la creación, el pecado original se haya realizado al mismo tiempo en todos los universos, de modos diferentes e inopinados, y sin embargo, el uno al otro instantáneos, y que Cristo haya muerto en la cruz para todos, Selenitas, Sirios, y Coralinos que vivían en las moléculas desta piedra horadada, cuando ella estaba aún viva?
En verdad, Roberto no estaba convencido de sus argumentos; componía un plato hecho de demasiados ingredientes, es decir, estibaba en un solo razonamiento cosas oídas en varias partes; y no estaba tan desapercibido para no dar en la cuenta dello. Por tanto, después de haber derrotado a un posible adversario, volvíale a dar la palabra e identificábase con sus objeciones.
Una vez, a propósito del vacío, el padre Caspar lo había puesto a callar con un silogismo al que no había sabido responder: el vacío es no ser, pero el no ser no es, ergo el vacío no es. El argumento era bueno, porque negaba el vacío aun admitiendo que se pudiera pensarlo. En efecto, se pueden pensar perfectamente cosas que no existen. ¿Puede una quimera que zumba en el vacío comer intenciones segundas? No, porque la quimera no existe, en el vacío no se oye ningún zumbido, las intenciones segundas son cosas mentales y uno no se alimenta de una pera pensada. Y no obstante pienso en una quimera incluso si es quimérica y, es decir, no es. Igual con el vacío.
Roberto se acordaba de la respuesta de un muchacho de diecinueve años, que un día en París había sido invitado a una reunión de sus amigos filósofos, porque se decía que estaba proyectando una máquina capaz de hacer cálculos aritméticos. Roberto no había entendido bien cómo debía funcionar la máquina, y había considerado a aquel mancebo (quizá por acrimonia) demasiado apagado, demasiado triste y demasiado sabihondo para su edad, mientras sus amigos libertinos le estaban enseñando que se puede ser sabio de manera jocosa. Y tanto menos había soportado que, llegados a hablar del vacío, el joven hubiera querido decir la suya, y con cierto descaro:
—Se ha hablado demasiado del vacío, hasta ahora. Ahora es menester demostrarlo a través de la experiencia.
Y lo decía como si aquel deber le hubiera de tocar un día a él.
Roberto le había preguntado en cuáles experiencias pensaba, y el muchacho habíale dicho que todavía no lo sabía. Roberto, para mortificarle, habíale propuesto todas las objeciones filosóficas de las que tenía conocimiento: si el vacío fuera, no sería materia (que es plena), no sería espíritu, porque no se puede concebir un espíritu que sea vacío, no sería Dios, porque carecería incluso de sí, no sería ni substancia ni accidente, transmitiría la luz sin ser hialino… ¿Qué sería entonces?
El muchacho había contestado con humilde gallardía, teniendo los ojos bajos:
—Quizá sería algo a medias entre la materia y la nada, y no participaría ni de la una ni de la otra. Diferiría de la nada por su dimensión, de la materia por su inmovilidad. Sería un casi no ser. No suposición, no abstracción. Sería. Sería (¿cómo podría decir?) un hecho. Puro y simple.
—¿Qué es un hecho puro y simple, falto de toda determinación? —había preguntado con jactancia escolástica Roberto, que por lo demás sobre el argumento no tenía prevenciones, y quería decir él también sabihondeces.
—No sé definir lo que es puro y simple —había contestado el joven—. Por otra parte, señor, ¿cómo definiríais el ser? Para definirlo haría falta decir que es algo. Así pues, para definir el ser es menester decir ya es, y así usar en la definición el término por definir. Yo creo que hay términos imposibles de definir, y quizá el vacío es uno déstos. Pero quizá me equivoque.
—No se equivoca, el vacío es como el tiempo —había comentado uno de los amigos libertinos de Roberto—. El tiempo no es el número del movimiento, porque es el movimiento el que depende del tiempo, y no viceversa; es infinito, increado, continuo, no es accidente del espacio… El tiempo es, y basta. El espacio es, y basta. Y el vacío es, y basta.
Alguien había protestado, diciendo que una cosa que es, y basta, sin tener una esencia definible, es como si no fuera.
—Señores —dijo entonces el Canónigo de Digne—, es verdad, el espacio y el tiempo no son ni cuerpo ni espíritu, son inmateriales, si quieren, pero esto no quiere decir que no sean reales. No son accidente y no son substancia, y con todo, han llegado antes de la creación, antes de toda substancia y de todo accidente, y seguirán existiendo después de la destrucción de toda substancia. Son inalterables e invariables, cualquier cosa les metan Vuestras Mercedes dentro.
—Mas —objetó Roberto—, el espacio es, con todo, extenso, y la extensión es una propiedad de los cuerpos…
—No —rebatió el amigo libertino—, el hecho de que todos los cuerpos sean extensos no significa que todo lo que es extenso es cuerpo, como querría ese cierto señor, que parece ser que no se digna de contestarme porque por lo visto no quiere ya volver de Holanda. La extensión es la disposición de todo lo que es. El espacio es extensión absoluta, eterna, infinita, increada, inconscriptible, incircunscrita. Como el tiempo, es sin ocaso, incesable, inevanescente, es una fénix arábiga, una serpiente que se muerde la cola…
—Señor —dijo el Canónigo—, no pongamos ahora el espacio en el lugar de Dios…
—Señor —le contestó el libertino—, no puede sugerirnos ideas que todos consideramos verdaderas, y luego pretender que no saquemos sus últimas consecuencias. Sospecho que, en este punto, no tenemos ya necesidad de Dios ni de su infinidad, pues tenemos ya bastantes infinitos por todas partes que nos reducen a una sombra que dura un solo instante sin regreso. Y entonces, propongo que proscribamos todo temor, y vayamos todos a una taberna.
El Canónigo, meneando la cabeza, se despidió. Y también el joven, que parecía muy turbado por aquellos discursos, con el rostro gacho excusóse y pidió licencia de volver a casa.
—Pobre muchacho —dijo el libertino—, él construye máquinas para contar el finito, y nosotros lo hemos aterrorizado con el silencio eterno de demasiados infinitos. Voila, he aquí el final de una bella vocación.
—No aguantará el golpe —dijo otro de los pirronianos—, intentará ponerse en paz con el mundo, ¡y acabará entre los jesuítas!
Roberto pensaba ahora en aquel diálogo. El vacío y el espacio eran como el tiempo, o el tiempo como el vacío y el espacio; ¿y no era, por tanto, pensable que, como existen espacios siderales donde nuestra tierra parece una hormiga, y espacios como los mundos del coral (hormigas de nuestro universo), y aun así todos el uno dentro del otro, asimismo no hubiera universos sometidos a tiempos diferentes? ¿No se ha dicho que en Júpiter un día dura un año? Deben existir, pues, universos que viven y mueren en el espacio de un instante, o sobreviven más allá de cualquier capacidad nuestra de calcular tanto las dinastías chinas como el tiempo del Diluvio. Universos donde todos los movimientos y las respuestas a los movimientos no toman los tiempos de las horas y de los minutos sino el de los milenios, otros en donde los planetas nacen o mueren en un abrir y cerrar de ojos.
¿No existía quizá, a no mucha distancia, un lugar donde el tiempo era ayer?
Quizá él había entrado ya en uno de estos universos donde, desde el momento en el que un átomo de agua había empezado a corroer la corteza de un coral muerto, y éste había empezado ligeramente a resquebrajarse, habían pasado tantos años como desde el nacimiento de Adán hasta la Redención. ¿Y no estaba él viviendo el propio amor en este tiempo, donde Lilia, y la Paloma Naranjada, habíanse convertido en algo para cuya conquista tenía a su disposición el tedio de los siglos? ¿No estaba disponiéndose acaso a vivir en un infinito futuro?
A tantas y tales reflexiones encontrábase impelido un joven gentilhombre que desde hacía poco había descubierto los corales… Y quién sabe dónde habría llegado si hubiera tenido el espíritu de un verdadero filósofo. Pero Roberto filósofo no era, sino amante infeliz recién emergido de un viaje, a fin de cuentas no coronado aún por el éxito, hacia una Isla que le esquivaba entre las álgidas brumas del día de antes.
Era, no obstante, un amante que, aunque educado en París, no había olvidado su vida de campo. Por ello dio en concluir que el tiempo en el que estaba pensando podía extenderse de mil maneras como harina empastada con yemas de huevo, tal y como había visto hacer a las mujeres en la Griva. No sé por qué a Roberto le había venido a las mientes este símil: quizá el demasiado pensar le había excitado el apetito, o, aterrorizado él también por el silencio eterno de todos aquellos infinitos, habría querido hallarse de nuevo en casa, en la cocina materna. Y no necesitó mucho para pasar al recuerdo de otras golosinas.
Bien, había pasteles rellenos de pajarillos, liebrecillas y faisanes, que es casi como decir que pueden existir tantos mundos el uno junto al otro o el otro dentro del uno. La madre aderezaba también aquellas tartas que llamaba a la tudesca, con más estratos o capas de fruta, entreverados por mantequilla, azúcar y canela. Y de aquella idea había pasado a inventar una torta salada, donde entre varios estratos de pasta ponía ahora un estrato de jamón, ahora de huevos duros cortados en tajaditas, o de verdura. Y esto hacíale pensar a Roberto que el universo podría ser una tartera en la que se cocían al mismo tiempo historias diferentes, cada una con su tiempo, quizá todas con los mismos personajes. Y como en la torta los huevos que están debajo no saben qué acaece, allende la hoja de pasta, a sus hermanos o al jamón que están encima, así en un estrato del universo un Roberto no sabía qué hacía el otro.
De acuerdo, no es una gran manera de razonar, y por añadidura con la tripa. Pero es evidente que él tenía ya en la cabeza el punto al que quería llegar: en aquel mismo momento muchos diferentes robertos habrían podido hacer cosas diferentes, y quizá con nombres diferentes.
¿Acaso también con el nombre de Ferrante? Y entonces, la que él creía la historia, que inventaba, del hermano enemigo, ¿no era acaso la oscura percepción de un mundo en el que a él, Roberto, le estaban sucediendo acontecimientos otros del que estaba viviendo en aquel tiempo y en aquel mundo?
Ea, se decía, desde luego, habrías querido ser tú el que vivía lo que vivió Ferrante cuando el Tweede Daphne puso las velas al viento. Esto pasa, ya se sabe, porque existen, como decía Saint-Savin, pensamientos en los que no se piensa de ninguna manera, que impresionan el corazón sin que el corazón (ni tampoco la mente) dé en la cuenta; y es inevitable que algunos de estos pensamientos —que a veces no son sino ansias obscuras, y ni siquiera tan obscuras— se introduzcan en el universo de una Novela que tú crees concebir por el gusto de poner en escena los pensamientos de los demás… Pero yo soy yo, y Ferrante es Ferrante, y ahora me lo demuestro haciéndole correr aventuras de las que yo no podría ser de ninguna manera el protagonista. Y que, si en un universo se desarrollan, es el de la Fantasía, que no es paralelo a ninguno.
Y se complació, durante aquella noche entera, olvidado de los corales, en concebir una aventura que le habría conducido, con todo, una vez más, a la más lacerada de las delicias, al más exquisito de los sufrimientos.