MUNDOS SUBTERRÁNEOS
Los corales habían sido para Roberto un desafío. Después de haber descubierto de cuántas invenciones era capaz la naturaleza, sentíase invitado a una competición. No podía dejar a Ferrante en aquella prisión, y la propia historia a medias: habría satisfecho su hastío por el rival, mas no su orgullo de fabulador. ¿Qué podía hacérsele acaecer a Ferrante?
La idea habíasele ocurrido a Roberto una mañana en la que, como acostumbraba, habíase puesto al acecho, desde la aurora, para sorprender en la Isla a la Paloma Naranjada. De primera mañana el sol daba en los ojos, y Roberto había intentado incluso construir, alrededor del ocular terminal de su anteojo de larga vista, una especie de visera, con una hoja del cuaderno de bitácora, pero limitábale en ciertos momentos a ver sólo resplandores. Cuando luego el sol habíase levantado en el horizonte, el mar le hacía de espejo, y duplicaba todos sus rayos.
Aquel día, Roberto habíase metido en la cabeza que había visto algo alzarse de los árboles hacia el sol, y luego confundirse en su esfera luminosa. Probablemente era una ilusión. Cualquier otro pájaro, con aquella luz, habría parecido reluciente… Roberto estaba convencido de haber visto la paloma, y desilusionado por haberse engañado. Y en estado de ánimo tan inconstante, sentíase una vez más defraudado.
Para un ser como Roberto, llegado ya al punto de gozar celoso sólo de lo que le era substraído, poco hacíale falta para soñar que, en cambio, Ferrante hubiera tenido todo lo que a él le era negado. Pero como Roberto de aquella historia era el autor, y no quería concederle demasiado a Ferrante, decidió que él habría podido tener comercio sólo con el otro palomo, el verdiazul. Y esto porque Roberto, privado de toda certidumbre, había decidido fuere como fuere que, de la pareja, el ser rútilo tenía que ser la hembra, que equivalía a decir Ella. Como en la historia de Ferrante la paloma no tenía que constituir el término, sino el trámite de una posesión, a Ferrante tocábale por ahora el macho.
¿Podía un palomo verdiazul, que vuela sólo en los mares del Sur, ir a posarse en el alféizar de aquella ventana detrás de la que Ferrante suspiraba su libertad? Sí, en el País de las Novelas. Y además, ¿no podía aquel Tweede Daphne acabar de volver de estos mares, más afortunado que su hermano mayor, llevando en la bodega el pájaro, que ahora habíase libertado?
En todo caso Ferrante, ignaro de las Antípodas, no podía plantearse tales cuestiones. Había visto la paloma, primero habíala alimentado con alguna migaja de pan, por puro pasatiempo, luego habíase preguntado si no podía usarla para sus fines. Sabía que las palomas sirven a veces para llevar mensajes: desde luego, confiar un mensaje a aquel animal no quería decir enviarlo con certidumbre donde él habría querido de verdad, mas en tanto aburrimiento valía la pena intentarlo.
¿A quién podía pedir ayuda, él que por enemistad con todos, él mismo incluido, habíase hecho sólo enemigos, y las pocas personas que lo habían servido eran descarados dispuestos a seguirlo sólo en la fortuna, y no, ciertamente, en la adversidad? Habíase dicho: pediré ayuda a la Señora que me ama («¿mas cómo puede estar tan seguro?» preguntábase envidioso Roberto, inventando aquella prosopopeya).
Biscarat habíale dejado lo necesario para escribir, en el caso de que la almohada hubiérale sido consejera y hubiera querido enviar una confesión al Cardenal. Trazó, pues, en un lado del papel la dirección de la Señora, añadiendo que quien hubiere entregado el mensaje habría recibido un premio. Luego, en la otra cara, dijo dónde se encontraba (habíales oído un nombre a los carceleros), víctima de una infame conjura del Cardenal, e invocó salvación. A continuación, enrolló la hoja y atóla a la pata del animal, incitándolo a alzarse en vuelo.
A decir verdad, luego olvidó, o casi, aquel gesto. ¿Cómo podía haber pensado que la paloma azul volara precisamente a buscar a Lilia? Son cosas que suceden en las fábulas, y Ferrante no era hombre que se pusiera en manos de los fabulistas. Quizá la paloma había sido herida por un cazador, al precipitar entre las ramas de un árbol había perdido el mensaje…
Ferrante no sabía que, en cambio, había quedado prendida en la pegajosa liga de un campesino, que pensó sacar partido de lo que, según todas las evidencias, era una señal enviada a alguien, quizá al comandante de un ejército.
Ahora bien, este campesino había llevado el mensaje a que lo examinara la única persona que sabía leer, es decir, al párroco, y éste organizó todo como es debido. Hallada la Señora, habíale enviado un amigo que contratara la entrega, obteniendo una generosa limosna para su iglesia y una propina para el campesino. Lilia había leído, había llorado, habíase dirigido a amigos leales para obtener consejo. ¿Tocar el corazón del Cardenal? Nada más fácil para una bella dama de corte, pero esta dama frecuentaba el salón de Arthénice, de quien Mazarino desconfiaba. Ya circulaban versos satíricos sobre el nuevo ministro, y alguien decía que procedían de aquellas cámaras. Una preciosa que se presenta ante el Cardenal para pedir piedad por un amigo, condena a este amigo a una pena aún más grave.
No, era necesario reunir una cuadrilla de hombres intrépidos y hacer que ellos intentaran un golpe de mano. ¿Pero a quién dirigirse?
Aquí Roberto no sabía cómo seguir. Si él hubiera sido mosquetero del Rey, o cadete de Gascuña, Lilia habría podido dirigirse a aquellos valientes, famosísimos por su espíritu de cuerpo. ¿Pero quién arriesga la ira de un ministro, quizá del Rey, por un extranjero que frecuenta bibliotecarios y astrónomos? De los cuales bibliotecarios y astrónomos mejor no hablar: por cuanto decidido a la novela Roberto no podía pensar en el Canónigo de Digne, o en el señor Gaffarel, galopando, a uña de caballo, hacia su prisión; es decir, hacia la de Ferrante, que para todos era ya Roberto.
Roberto tuvo una inspiración unos días después. Había dejado la historia de Ferrante, y había vuelto a explorar la barbacana coralina. Aquel día seguía una formación de peces con una celada amarilla en el hocico, que parecían guerreros en justa. Iban a introducirse en una hendidura entre dos torres de piedra donde los corales eran palacios en ruinas de una ciudad sepultada por las olas.
Roberto había pensado que aquellos peces vagaban entre las ruinas de aquella ciudad de Ys de la que había oído relatar, y que se extendería aún a obra de pocas millas de las costas de Bretaña, allá donde las olas habíanla sumergido. Ya está, el pez más grande era el antiguo rey de la ciudad, seguido por sus dignatarios, y todos cabalgábanse a sí mismos en busca de su tesoro engullido por el mar…
¿Mas por qué volver a pensar en la antigua leyenda? ¿Por qué no considerar a los peces como moradores de un mundo que tiene sus selvas, sus picos, sus árboles, sus valles, y no sabe nada del mundo de la superficie? A la misma sazón, nosotros vivimos sin saber que el huero cielo cela otros mundos, donde la gente no camina y no nada, sino que vuela o navega por el aire; si los que nosotros llamamos planetas son las carenas de sus navíos, de los cuales vemos sólo el fondo centelleante, ansí estos hijos de Neptuno ven encima dellos la sombra de nuestros galeones, y los consideran cuerpos etéreos que giran en su firmamento acuóreo.
Y si es posible que existan seres que viven bajo las aguas, ¿podrían existir entonces seres que viven bajo la tierra, pueblos de salamandras capaces de alcanzar a través de sus galerías el fuego central que anima el planeta?
Reflexionando de esta manera Roberto habíase acordado de una argumentación de Saint-Savin: nosotros pensamos que es difícil vivir en la superficie de la luna considerando que no hay agua, y quizá el agua allá arriba existe en cavidades subterráneas, la naturaleza ha excavado en la luna pozos, que son las manchas que nosotros vemos. ¿Quién nos dice que los habitantes de la luna no encuentren albergue en aquellos nichos para esquivar la cercanía insoportable del sol? ¿No vivían acaso bajo tierra los primeros cristianos? Y así los lunáticos viven siempre en catacumbas, que a ellos resultan domésticas.
Y no es obligatorio que tengan que vivir en la obscuridad. Quizá haya muchísimos agujeros en la corteza del satélite, y el interior recibe la luz de millares de respiraderos, es una noche atravesada por haces de luz, no diferentemente de lo que sucede en una iglesia, o en el Daphne en la entrepuentes. O quizá no, en la superficie existen piedras fosfóricas que de día se embeben de la luz del sol y luego la devuelven de noche, y los lunáticos hacen acopio destas piedras todos los ocasos, de suerte que sus galerías sean siempre más resplandecientes que un palacio real.
París, había pensado Roberto. ¿Y no se sabe acaso que, como Roma, toda la ciudad está horadada de catacumbas, donde se dice que se refugian por la noche los pordioseros y los buscones?
¡Los Buscones, ésa era la idea para salvar a Ferrante! ¡Los Buscones, que se cuenta que son gobernados por un rey suyo y por un conjunto de leyes férreas, los Buscones, una sociedad de torva gentalla que vive de maleficios, latrocinios y perversidades, asesinatos y desorbitancias, porquerías, bribonerías y nefandeces, mientras finge sacar provecho de la cristiana caridad!
¡Idea que sólo una mujer enamorada podía concebir! Lilia —contábase Roberto— no ha ido a confiarse con gente de corte o nobles de toga, sino con la última de sus camareras, la cual tiene impúdico comercio con un carretero que conoce las tabernas alrededor de Notre-Dame, donde al anochecer aparecen los mendigos que han pasado la jornada pidiendo en los soportales… He aquí el camino.
Su guía la conduce, bien entrada la noche, a la iglesia de Saint-Martin-des-Champs, levanta una piedra de la pavimentación del coro, la hace descender a las catacumbas de París y proceder, a la lumbre de una antorcha, en busca del Rey de los Buscones.
Y he aquí, entonces, a Lilia, disfrazada de gentilhombre, andrógino flexuoso yendo por pasadizos, escaleras y gateras, mientras vislumbra en la obscuridad, aquí y allá acurrucados entre andrajos y harapos, cuerpos descoyuntados y rostros marcados por verrugas, ampollas, erisipelas, sarna seca, salpullidos, apostemas y cánceres, todos guayando con la mano tendida, no se sabe si para pedir limosna o para decir, con un aire de gentilhombre de cámara, «id, id, nuestro señor ya os espera».
Y su señor estaba allá, en el centro de una sala mil leguas bajo la superficie de la ciudad, sentado en un barrilejo, circundado de cortabolsas, embelecadores, falsarios y sacamuelas, patulea maestra de todos los abusos y vicios.
¿Cómo podía ser el Rey de los Buscones? Envuelto en un manto hecho jirones, la frente cubierta de excrecencias, la nariz roja por una tabes, los ojos de mármol, uno verde y uno negro, la mirada de garduña, las cejas torcidas hacia abajo, el labio leporino que le descubría dientes lobunos, buidos y sobresalientes, los cabellos encrespados, la tez arenosa, las manos con dedos toscos y uñas recorvas…
Habiendo escuchado a la Señora, aquél había dicho tener a su servicio un ejército, junto al cual el del Rey de Francia era una guarnición de provincias. Y mucho menos costoso: si aquella gente hubiere sido recompensada en medida aceptable, digamos el doble de lo que habrían podido arañar pordioseando en el mismo lapso de tiempo, habríase hecho matar por un mecenas tan generoso.
Lilia habíase quitado un rubí de sus dedos (como en ese caso se usa), preguntando con ceño regal:
—¿Os basta?
—Me basta —había dicho el Rey de los Buscones, acariciando la gema con su mirada zorruna—, decidnos dónde.
Y, habiendo sabido dónde, añadió:
—Los míos no usan caballos o carrozas, pero a aquel lugar puede llegarse en barcazas, siguiendo el curso del Sena.
Roberto imaginábase a Ferrante, mientras a la puesta de sol se entretenía en el torrejón del fortín con el capitán Biscarat, que de improviso habíalos visto llegar. Al principio habían aparecido sobre las dunas, para luego propagarse hacia la explanada.
—Peregrinos de Santiago —había observado con desprecio Biscarat—, y de la peor ralea, o de la más infeliz, pues que van a buscar la salud cuando ya tienen un pie en la fosa.
En efecto, los peregrinos, en fila larguísima, estaban acercándose cada vez más a la costa y distinguíanse una cáfila de ciegos con manos tendidas, de mancos en sus muletas, de leprosos, legañosos, ulcerosos y lamparosos, un hacinamiento de tullidos, cojos y patizambos, desarrapados con andrajos.
—No quisiera que se acercaran demasiado, y buscaran amparo para la noche —había dicho Biscarat—. No nos traerían entre las murallas nada más que suciedad.
Y había hecho disparar algunos golpes de mosquete al aire, para hacer entender que aquel castillejo era un lugar inhospitalario.
Mas era como si aquellos golpes hubieran servido de reclamo. Mientras de lejos llegaba aún más gentuza, los primeros se acercaban cada vez más a la fortaleza y ya se oía su mascar bestial.
—Mantenedlos alejados, vive Dios —había gritado Biscarat.
Y había hecho arrojar pan a los pies del muro, para decirles que tanta era la caridad del señor del lugar, y más no podían esperarse. Mas el inmundo vómito, creciendo a ojos vistas, había empujado a la propia vanguardia bajo las murallas, pisoteando aquel regalo y mirando hacia arriba para buscar algo mejor.
Agora era posible divisarlos uno a uno, y no se parecían en absoluto a romeros, ni a infelices que pidieran alivio para sus tinas. Sin duda, decía Biscarat preocupado, eran maleantes, aventureros colecticios. O por lo menos, así parecieron aún por poco, porque era ya el crepúsculo, y la explanada y las dunas se habían convertido sólo en un gris entremezclarse de aquella ratonería.
—¡Al arma, al arma! —había gritado Biscarat, que ya había adivinado que no de peregrinación o de pordiosería se trataba, sino de asalto.
Y había hecho disparar algunos tiros contra los que ya estaban tocando la muralla. Mas, como si se hubiera disparado contra una chusma de roedores, precisamente, los que seguían llegando empujaban siempre más a los primeros, los caídos fueron pisoteados, usados como apoyo por quien empujaba por atrás, y ya podía ver a los primeros asirse con las manos a las grietas de aquel antiguo edificio, introducir los dedos en las resquebrajaduras, colocar el pie en los resquicios, enredarse en las rejas de las primeras ventanas, insinuar aquellos sus miembros ciáticos en las troneras. Y entre tanto, otra parte de aquella progenie mareaba en tierra, yendo a dar con el hombro contra el portón.
Biscarat había ordenado que se lo atrincherara desde dentro, pero los tablones aún robustos de aquellos postigos ya crujían bajo la presión de aquella bastardía.
Las guardias seguían disparando, mas a los pocos asaltadores que caían les tomaban la delantera inmediatamente otros tropeles, ya sólo se divisaba un bullaje del cual, a un cierto punto, empezaron a izarse una suerte de anguilas de cuerda lanzadas al aire, y dieron en la cuenta de que eran garfios de hierro, y ya algunos dellos habíanse engarrafado en las almenas. Y en cuanto una guardia asomaba un poco para arrancar aquellos hierros uñosos, los primeros que ya se habían izado la golpeaban con asadores y bastones, y la enmarañaban con oncejeras, haciéndola caer hacia abajo, donde desaparecía en la apretura de aquellos asquerosísimos endemoniados, sin que pudiera distinguirse el estertor del uno del rugido de los otros.
En breve, quien hubiera podido seguir el caso desde las dunas, casi no habría visto ya el fuerte, sino un hormiguear de moscas encima de una carroña, un enjambrar de abejas en un panal, una cofradía de abejones.
Entre tanto, desde abajo, habíase oído el ruido del portón que caía, y la confusión en el patio. Biscarat y sus guardias lleváronse a la otra extremidad del fortín; ni se ocupaban de Ferrante, que habíase agazapado en el hueco de la puerta que daba a las escaleras, no muy atemorizado, y ya embargado por el presentimiento de que aquéllos eran de algún modo amigos.
Los cuales amigos ya habían alcanzado y rebasado el coronamento de almenas, pródigos de sus vidas caían ante los últimos disparos de mosquete, indiferentes de sus pechos superaban la barrera de espadas tendidas, aterrorizando a las guardias con sus ojos ruines, con sus rostros desencajados. Así las guardias del Cardenal, hombres de hierro si no, dejaban caer las armas, implorando piedad del cielo por lo que ya creían una turbamulta infernal, y aquéllos en primer lugar los derribaban a golpes de garrote, luego se lanzaban sobre los sobrevivientes dando tapabocas y gaznatadas, pestorejones y soplamocos, y degollaban con los dientes, descuartizaban con las garras, avasallaban desahogando su hiél, cebábanse en los ya muertos, a algunos Ferrante vio abrir un pecho, apresar un corazón y devorarlo entre altos gritos.
Último superviviente: Biscarat, que habíase batido como un león. Viéndose ya vencido, se colocó con la espalda contra el pretil, marcó con la espada ensangrentada una línea en el suelo y gritó: «ley mourra Biscarat, seul de ceux qui sont avec luy!».
Pero en aquel instante un tuerto con la pata de palo, que agitaba un hacha, apareció por la escalera, hizo una señal, y puso fin a aquella carnicería, ordenando atar a Biscarat. Luego divisó a Ferrante, reconociéndole precisamente por aquella máscara que habría debido volverle irreconocible, lo saludó con un amplio gesto de la mano armada, como si quisiere barrer el suelo con la pluma de un sombrero, y díjole:
—Señor, sois libre.
Se sacó de la casaca un mensaje, con un sello que Ferrante reconoció enseguida, y se lo tendió.
Era ella, que le aconsejaba disponer de aquel ejército horrendo pero leal, y esperarla allá, donde habría llegado antes de que rayara el alba.
Ferrante, después de haber sido libertado de su máscara, primeramente había libertado a los piratas, y había subscrito con ellos un pacto. Se trataba de volver a apoderarse del navío y navegar a sus órdenes sin hacer preguntas. Recompensa, la parte de un tesoro vasto como las tierras que toca el arco iris. Según su costumbre, Ferrante no pensaba de ninguna manera mantener la palabra. Una vez encontrado a Roberto, habría bastado denunciar a la propia chusma en la primera escala, y los habría tenido a todos ahorcados, quedándose dueño del navío.
De los Buscones ya no tenía necesidad, y su jefe, como hombre leal, le dijo que ya habían recibido su paga por aquella empresa. Quería dejar aquella zona cuanto antes. Se dispersaron en el territorio y volvieron a París mendigando de aldea en aldea.
Fue fácil subir a un bote custodiado en la dársena del fuerte, llegar al navío y arrojar al mar a los dos únicos hombres que lo guarnecían. Biscarat fue encadenado en la bodega, pues era un rehén del que habría podido hacerse comercio. Ferrante se concedió un breve descanso, volvió a la ribera antes del alba, a tiempo para acoger un coche del cual había descendido Lilia, más que nunca bella en su compostura viril.
Roberto consideró que mayor suplicio habríale producido pensar que se hubieran saludado con recato, sin traicionarse ante los piratas, los cuales tenían que creer que embarcaban a un joven gentilhombre.
Habían subido al navío, Ferrante había controlado que todo estuviera dispuesto para zarpar y, en cuanto se levó el ancla, bajó al camarote que había hecho preparar para el huésped.
Aquí ella lo aguardaba, con ojos que no pedían sino ser amados, en la fluyente exultación de sus cabellos ahora libres sobre los hombros, dispuesta al más gozoso de los sacrificios. Oh, en tu crespa tempestad de oro undoso, nado golfos de luz ardiente y pura, sediento de hermosura, se derretía Roberto en lugar de Ferrante…
Sus rostros se habían acercado para recoger mieses de besos de una antigua simiente de suspiros, y en aquel instante, Roberto bebió con el pensamiento aquel labio de rosa encarnada. Ferrante besaba a Lilia, y Roberto se figuraba en el acto y en el escalofrío de morder aquel verídico coral. Pero, a ese punto, sentía que ella se le escapaba como un soplo de viento, perdía su tibieza que había creído advertir por un instante, y la veía gélida en un espejo, en otros brazos, en un tálamo lejano, en otra nave.
Para defender a los amantes hizo descender una cortinilla de avara transparencia, y aquellos cuerpos ya descubiertos eran libros de solar nigromancia, cuyos acentos sagrados revelábanse a dos solos elegidos, que silabeábanse el uno al otro boca a boca.
La nave se alejaba veloz, Ferrante prevalecía. Ella amaba en él a Roberto, en cuyo corazón estas imágenes se precipitaban como candil en haz de leña seca.