IDEA DE UN PRÍNCIPE POLÍTICO
Por otra parte, no habría podido tardar en volver a tomar su historia. Es verdad que los Poetas, después de haber dicho de un suceso memorable, lo descuidan durante algún tiempo, para tener al lector en suspenso; y en esta habilidad se reconoce a la novela bien inventada; pero el tema no debe abandonarse sobre manera, para no hacer que el lector se extravíe en demasiadas acciones paralelas. Era menester, pues, volver a Ferrante.
Substraerle Lilia a Roberto era sólo uno de los dos fines que Ferrante habíase propuesto. El otro era hacer caer a Roberto en desgracia con el Cardenal. Designio nada fácil: el Cardenal, de Roberto, ignoraba incluso la existencia.
Pero Ferrante sabía sacar provecho de las ocasiones. Richelieu estaba leyendo un día una carta en su presencia y le había dicho:
—El Cardenal Mazarino alude a una historia de los ingleses, sobre un Polvo de Simpatía suyo. ¿Habéis oído hablar del alguna vez en Londres?
—¿De qué se trata, Eminencia?
—Señor Pozzo, o como os llaméis, aprended que no se contesta jamás a una pregunta con otra pregunta, sobre todo a quien está más arriba que vos. Si supiera de qué se trata no os lo preguntaría. De todas maneras, si no de este polvo, ¿habéis captado alusiones alguna vez a un nuevo secreto para encontrar las longitudes?
—Confieso que ignoro todo sobre este argumento. Si Vuestra Eminencia quisiera iluminarme quizá podría…
—Señor Pozzo, seríais divertido si no fuerais insolente. No sería el dueño deste país si iluminara a los demás sobre los secretos que no conocen; a menos que estos otros sean el Rey de Francia, lo que no me parece vuestro caso. Y por tanto, haced sólo lo que sabéis hacer: mantened los oídos abiertos y descubrid secretos de los que no sabíais nada. Luego vendréis a referírmelos, y después intentaréis olvidarlos.
—Es lo que siempre he hecho, Eminencia. O, por lo menos, creo, pues he olvidado haberlo hecho.
—Así me placéis. Id pues.
Tiempo después Ferrante había oído a Roberto, en aquella memorable velada, contender precisamente sobre el polvo. No le había parecido verdad poder señalar a Richelieu que un gentilhombre italiano que alternaba con aquel inglés D’Igby (notoriamente vinculado, tiempo atrás, con el duque de Bouquinquant), parecía saber mucho sobre ese polvo.
En el momento en que empezaba a arrojar el descrédito sobre Roberto, Ferrante tenía que lograr, sin embargo, tomar su puesto. Por ello había revelado al Cardenal que él, Ferrante, hacíase pasar por el señor del Pozzo dado que su trabajo de informador le imponía ir de incógnito, pero que en verdad él era el verdadero Roberto de la Grive, ya esforzado combatiente al lado de los franceses en los tiempos del asedio de Casal. El otro, que tan subrepticiamente hablaba de aquese polvo inglés, era un aventurero embaucador que aprovechaba una vaga semejanza, y ya con el nombre de Mahmut Árabe había servido como espía en Londres a las órdenes de los Turcos.
Así diciendo, Ferrante se preparaba para el momento en el que, arruinado el hermano, él hubiera podido substituirle pasando por el único y verdadero Roberto, no solamente ante los ojos de los parientes que habían quedado en la Griva, sino ante los ojos de París entera; como si el otro no hubiera existido jamás.
En el intervalo, mientras se paramentaba con el rostro de Roberto para conquistar a Lilia, Ferrante había sabido, como todos, de la desgracia de Cinq-Mars y, arriesgando desde luego muchísimo, mas dispuesto a dar la vida para llevar a cabo su venganza, siempre con la apariencia de Roberto, habíase mostrado con ostentación en compañía de los amigos de aquel conspirador.
A continuación había insuflado al Cardenal, que el falso Roberto de la Grive, que tanto sabía sobre un secreto caro a los ingleses, evidentemente conspiraba, y habíale producido también testigos, los cuales podían afirmar que habían visto a Roberto con tal o con cual.
Como se ve, un castillo de mentiras y simulaciones que explicaba la trampa en la que Roberto había sido atraído. Pero Roberto había caído en ella por razones y maneras desconocidas para el mismo Ferrante, cuyos planes habían sido alterados por la muerte de Richelieu.
¿Qué había sucedido, pues? Richelieu, recelosísimo, usaba a Ferrante sin hablar del con nadie, ni siquiera con Mazarino, de quien obviamente desconfiaba viéndolo ya al acecho como un buitre sobre su cuerpo enfermo. Sin embargo, mientras su enfermedad progresaba, Richelieu habíale pasado a Mazarino alguna información, sin revelarle la fuente:
—¡A propósito, mi buen Julio!
—Sí, Eminencia y Padre mío amadísimo…
—Haced vigilar a un cierto Roberto de la Grive, acude por las tardes al salón de la señora Rambouillet. Parece que sabe mucho dése vuestro Polvo de Simpatía… Y entre otras cosas, según un informador mío, el mancebo tiene trato también con un círculo de conspiradores…
—No se fatigue, Eminencia. Pensaré yo en todo.
Y he aquí a Mazarino empezar por su cuenta una investigación sobre Roberto, hasta saber lo poco que había demostrado saber la tarde de su prendimiento. Mas todo ello sin saber nada de Ferrante.
Y entre tanto, Richelieu moría. ¿Qué habría debido acaecerle a Ferrante?
Muerto Richelieu, le faltan todos los apoyos. Debería de establecer contactos con Mazarino, puesto que el indigno es un aciago heliotropo que se vuelve siempre en dirección del más poderoso. Mas no puede presentarse ante el nuevo ministro sin procurarle una prueba de su valía. De Roberto ya no encuentra ni rastro. ¿Que esté enfermo, partido para un viaje? En todo Ferrante piensa, menos en que sus calumnias hayan surtido efecto y Roberto haya sido prendido.
Ferrante no osa mostrarse en público haciéndose pasar por Roberto, para no despertar las sospechas de quien lo sepa lejano. Por mucho que pueda haber acaecido entre él y Lilia, cesa también cualquier contacto con Ella, impasible como quien sabe que toda victoria cuesta tiempos largos. Sabe que es menester saberse servir de la lejanía; las prendas pierden su esmalte si se muestran demasiado y la fantasía llega más lejos que la vista; también el fénix se beneficia de los lugares remotos para mantener viva su leyenda.
Pero el tiempo aprieta. Es preciso que, al regreso de Roberto, Mazarino sospeche ya del, y lo quiera muerto. Ferrante consulta a sus compadres en la corte, y descubre que se puede aproximar a Mazarino a través del joven Colbert, a quien hace llegar una carta en la que se alude a una amenaza inglesa, y a la cuestión de las longitudes (no sabiendo nada de ello, y habiéndoselo oído mencionar una sola vez a Richelieu). Pide, a cambio de sus revelaciones, una suma consistente, y obtiene un encuentro, al que se presenta vestido de viejo abate, con su parche negro en el ojo.
Colbert no es un ingenuo. Aquese abate tiene una voz que le resulta familiar, las pocas cosas que dice le suenan sospechosas, llama a dos guardias, se acerca al visitante, le arranca parche y barba, y ¿con quién se encuentra? Con ese Roberto de la Grive que él mismo había confiado a sus hombres para que lo embarcaran en el navío del doctor Byrd.
Al contarse esta historia Roberto exultaba. Ferrante había ido a meterse en la trampa por su propia voluntad.
—¿¡Vos, San Patricio!? —había gritado inmediatamente Colbert.
Luego, visto que Ferrante quedábase pasmado y callaba, lo había hecho arrojar a un calabozo.
Fue un alborozo para Roberto imaginarse el coloquio de Mazarino con Colbert, que lo había informado inmediatamente.
—Ese hombre debe de estar loco, Eminencia. Que haya osado eludir su compromiso, puedo entenderlo, mas que haya pretendido venirnos a revender lo que habíamosle dado, es signo de locura.
—Colbert, es imposible que alguien esté loco al punto de tomarme por un necio. Así pues, nuestro hombre está jugando, y considera tener en mano cartas invencibles.
—¿En qué sentido?
—Por ejemplo, subióse a ese navío y descubrió inmediatamente lo que había que saber, tanto que no tenía ya necesidad de permanecer en él.
—Pero si hubiere querido traicionarnos hubiera ido a decírselo a los españoles o a los holandeses. No habría venido a desafiarnos a nosotros. ¿Para pedirnos qué, en definitiva? ¿Dinero? Sabía bien que si se hubiere portado lealmente habría tenido incluso un lugar en la corte.
—Evidentemente está seguro de haber descubierto un secreto que vale más que un lugar en la corte. Creednos, conozco a los hombres. No nos queda sino seguirle el juego. Queremos verle esta noche.
Mazarino recibió a Ferrante mientras estaba dando los últimos retoques, con sus propias manos, a una mesa que había hecho aderezar para sus propios huéspedes, un triunfo de cosas que parecían otras. En la mesa brillaban pábilos que sobresalían de copas de hielo, y botellas en las que los vinos tenían colores diferentes de lo esperado, entre cestos de lechugas enguirlandadas con flores y frutas falsas falsamente aromáticas.
Mazarino, que creía a Roberto, es decir, a Ferrante, en posesión de un secreto del que quería obtener la mayor ventaja, había proyectado hacer gala de saberlo todo (digo, todo lo que no sabía) de suerte que el otro se dejare escapar algún indicio.
Por otra parte, Ferrante, cuando habíase encontrado en presencia del Cardenal, había intuido que Roberto estaba en posesión de un secreto, del que había de extraer el máximo beneficio, y había proyectado hacer gala de saberlo todo (digo, todo lo que no sabía) de suerte que el otro se dejare escapar algún indicio.
Tenemos así en escena a dos hombres, de los dos ninguno sabe nada de lo que cree que el otro sabe, y para engañarse mutuamente habla cada uno por alusiones, cada uno de los dos vanamente esperando que el otro tenga la clave de aquella cifra. Qué gran historia, decíase Roberto, mientras buscaba el cabo de la madeja que había devanado.
—Señor de San Patricio —dijo Mazarino, mientras acercaba un plato de lobagantes vivos que parecían cocidos a uno de lobagantes cocidos que parecían vivos—, una semana ha os habíamos embarcado en Amsterdam en el Amarilis. No podéis haber abandonado la empresa: sabíais bien que habríais pagado con la vida. Por tanto, habéis descubierto ya lo que teníais que descubrir.
Puesto ante el dilema, Ferrante vio que no le convenía confesar haber abandonado la empresa. Entonces no le quedaba más que el otro camino:
—Si así plácele a Vuestra Eminencia —había dicho—, en cierto sentido sé lo que Vuestra Eminencia quería que supiera.
Y había añadido para sí:
—Y entre tanto sé que el secreto se encuentra a bordo de un navío que se llama Amarilis, y que salió hace una semana de Amsterdam…
—Ea, no seáis modesto. Sabemos perfectamente que habéis sabido más de lo que nos esperábamos. Desde que partisteis hemos tenido otras informaciones, pues no creeréis ser el único de nuestros agentes. Sabemos que lo que habéis encontrado vale mucho, y no estamos aquí para mercadear. Nos preguntamos, no obstante, por qué habéis intentado volver a nos de manera tan tortuosa.
Y entre tanto indicaba a los siervos dónde colocar unas carnes en moldes de madera en forma de pescado, en los que hizo verter no caldo, sino julepe.
Ferrante convencíase cada vez más de que el secreto no tenía precio, pero se decía que fácil es de matar al vuelo al ave que lo tiene seguido, no así la que lo tuerce. Por lo cual, tomaba tiempo para catar al adversario:
—Vuestra Eminencia sabe que la partida en juego requería medios tortuosos.
—Ah bribón —decía para sí Mazarino—, no estás seguro de lo que vale tu descubrimiento y esperas que fije el precio. Mas habrás de ser tú el que hable primero.
Desplazó al centro de la mesa unos sorbetes trabajados de suerte que parecieran melocotones aún unidos a su rama, y luego en voz alta:
—Nos sabemos lo que tenéis, vos sabéis que no podéis proponerlo sino a nos. ¿Os parece el momento de hacer pasar lo blanco por lo negro, y lo negro por lo blanco?
—Ah maldita vulpeja —decía para sí Ferrante—, no sabes en absoluto qué debería saber yo, y lo malo es que tampoco yo lo sé.
Y luego en voz alta:
—Vuestra Eminencia sabe bien que a veces la verdad puede ser el extracto de la amargura.
—El saber nunca daña.
—Pero tal vez da pena.
—Dadme pena pues, no nos daréis mayor pena que cuando supimos que os habíais mancillado de alta traición y que habríamos tenido que dejaros en las manos del verdugo.
Ferrante había entendido por fin que, haciendo el papel de Roberto, corría el riesgo de acabar en el cadalso. Mejor manifestarse por lo que era, y corría el riesgo a lo sumo de ser apaleado por los lacayos.
—Eminencia —dijo—, he errado no diciendo enseguida la verdad. El señor Colbert me ha tomado por Roberto de la Grive, y su error quizá influyera en una mirada aguda como la de Vuestra Eminencia. Mas yo no soy Roberto, soy sólo su hermano natural, Ferrante. Habíame presentado para ofrecer informaciones que pensaba interesarían a Vuestra Eminencia, visto que Vuestra Eminencia fue el primero en mencionarle al difunto e inolvidable Cardenal la trama de los ingleses, Vuestra Eminencia ya sabe… el Polvo de Simpatía y el problema de las longitudes…
Ante estas palabras, Mazarino había hecho un gesto de despecho, aventurando hacer caer una sopera en falso oro, adornada por alhajas finamente simuladas en cristal. Habíaselo achacado a un siervo, luego había murmurado a Colbert:
—Volved a poner a este hombre donde estaba.
Es realmente verdadero que los dioses ciegan a los que quieren perder. Ferrante juzgaba despertar interés mostrando que conocía los secretos más reservados del difunto Cardenal, y habíase propasado, por orgullo de sicofante que quería mostrarse siempre mejor informado que su propio amo. Pero nadie habíale dicho aún a Mazarino (y habría sido difícil demostrárselo) que entre Ferrante y Richelieu habían mediado relaciones. Mazarino encontrábase ante alguien, fuera éste Roberto u otro, que no sólo sabía lo que él le había dicho a Roberto, sino también lo que él le había escrito a Richelieu. ¿De quién lo había sabido?
Una vez salido Ferrante, Colbert había dicho:
—¿Cree Vuestra Eminencia en lo que ha dicho aqueste? Si fuera un gemelo eso explicaríalo todo. Roberto estaría aún en el mar y…
—No, si aqueste es su hermano, el caso se explica aún menos. ¿Cómo puede conocer lo que antes conocíamos sólo yo, vos y nuestro informador inglés, y luego Roberto de la Grive?
—Su hermano le habrá hablado dello.
—No, su hermano supo todo por nosotros sólo aquella noche, y desde entonces no le hemos perdido de vista, hasta que aquella nave zarpó. No, no, este hombre sabe demasiadas cosas que no debería saber.
—¿Qué hacemos con él?
—Interesante cuestión, Colbert. Si aqueste es Roberto, sabe qué ha visto en ese navío, y será menester que hable. Y si no lo es, hemos de saber absolutamente de dónde ha tomado sus informaciones. En ambos casos, excluida la idea de arrastrarlo ante un tribunal, donde hablaría demasiado, y ante demasiados, no podemos ni siquiera hacerlo desaparecer con algunos dedos de hoja de cuchillo en la espalda: tiene aún mucho que decirnos. Si luego no es Roberto sino, como ha dicho, Ferrand o Fernand…
—Ferrante, creo.
—Lo que sea. Si no es Roberto, ¿quién está detrás del? Ni siquiera la Bastilla es un lugar seguro. Se sabe de gente que dése lugar ha enviado o recibido mensajes. Se ha de esperar a que hable, y encontrar la manera de abrirle la boca, pero entre tanto tendremos que recluirle en un lugar desconocido para todos, y hacer de suerte que nadie sepa quién es.
Y fue entonces cuando Colbert tuvo una idea obscuramente luminosa.
Pocos días antes, un bajel francés había capturado en las costas de la Bretaña un navío pirata. Era, qué casualidad, un fluyt holandés, con un nombre naturalmente impronunciable, Tweede Daphne, es decir Daphne segundo, signo —observaba Mazarino— de que debía existir en algún lugar un Daphne primero, y ello aclaraba cómo aquellos protestantes tenían no sólo poca fe sino escasa fantasía. La chusma estaba formada por gentes de todas las razas. No habría quedado sino ahorcarlos a todos, pero valía la pena cerciorarse de si estaban a sueldo de Inglaterra, y a quién habían hurtado aquel navío, que habríase podido hacer un intercambio ventajoso con los legítimos propietarios.
Habíase decidido entonces poner la nave en surgidero no lejos del estuario del Sena, en una pequeña bahía casi escondida, que pasaba desapercibida incluso para los peregrinos de Santiago que transitaban poco lejanos viniendo de Flandes. En una lengua de tierra que cerraba la bahía había un viejo fortín, que un tiempo servía como prisión, pero que estaba casi en desuso. Y allí habían sido arrojados los piratas, en los calabozos, custodiados sólo por tres hombres.
—Ya basta —había dicho Mazarino—. Tomad diez de mis guardias, al mando de un valiente capitán que no carezca de prudencia…
—Biscarat. Siempre se ha portado bien, desde los tiempos en que se batía en duelo con los mosqueteros por el honor del Cardenal…
—Perfecto. Haced conducir al prisionero al fortín, y que se lo ponga en el aposento de las guardias. Biscarat tomará las comidas con él en su habitación y lo acompañará a tomar aire. Una guardia en la puerta de la habitación incluso de noche. El estar en la celda debilita incluso los ánimos más protervos, nuestro porfiado tendrá sólo a Biscarat con quien hablar, y puede ser que se deje escapar alguna confidencia. Y sobre todo, que nadie pueda reconocerlo, ni durante el viaje ni en el fuerte…
—Si sale para tomar aire…
—Pues bien, Colbert, un poco de imaginación, que se le cubra el rostro.
—Podría sugerir… una máscara de hierro, cerrada por un candado cuya llave se eche al mar…
—Ea sus, Colbert, ¿estamos acaso en el País de las Novelas? Vimos ayer noche a aquellos comediantes italianos, con aquellas máscaras de cuero con grandes narices, que alteran las facciones, y aun así dejan libre la boca. Encontrad una de aquesas, que le sea colocada de suerte que no pueda quitársela, y dadle un espejo en el cuarto, para que pueda morir por el ultraje cada día. ¿Ha querido disfrazarse de su hermano? ¡Que se le disfrace de Polichinel! Y cuidaos, de aquí al fuerte, en carroza cerrada, detenciones sólo de noche y en pleno campo, evitad que se muestre en las estaciones de posta. Si alguien hace preguntas, dígase que se está conduciendo a la frontera a una gran dama, que ha conspirado contra el Cardenal.
Ferrante, embarazado por su burlesco disfraz, fijaba agora desde hacía días (a través de una reja que daba poca luz a su cuarto), un gris anfiteatro circundado de dunas escabrosas, y el Tweede Daphne anclado en la bahía.
Se dominaba cuando estaba en presencia de Biscarat, haciéndole creer a veces que era Roberto, y a veces Ferrante, de suerte que las relaciones enviadas a Mazarino fueran siempre perplejas. Conseguía captar de paso alguna conversación de las guardias, y había conseguido entender que en los subterráneos del fuerte estaban encadenados unos piratas.
Queriendo vengarse de Roberto por un agravio que no había cometido, se devanaba los sesos sobre las maneras en las que habría podido instigar una sedición, liberar a aquellos bellacos, apoderarse del navío y ponerse tras las huellas de Roberto. Sabía por dónde empezar, en Amsterdam habría encontrado espías que habríanle dicho algo sobre la meta del Amarilis. Lo habría alcanzado, habría descubierto el secreto de Roberto, habría hecho desaparecer en el mar aquel doble suyo importuno, habría estado en condiciones de vender al Cardenal algo a un precio altísimo.
O quizá no, una vez descubierto el secreto, habría podido decidir vendérselo a otros. ¿Y por qué venderlo? Por lo que él sabía, el secreto de Roberto habría podido concernir el mapa de una isla del tesoro, o el secreto de los Alumbrados y de los Rosacruces, del que hablábase desde hacía veinte años. Habríase beneficiado de la revelación en su provecho, ya no se habría visto obligado a espiar para un amo, habría tenido espías a su propio servicio. Una vez conquistadas riqueza y poder, no sólo el nombre de la casa solariega, sino la Señora misma habría sido suya.
Sin duda Ferrante, modelado de sinsabores, no era capaz de verdadero amor pero, decíase Roberto, hay personas que no se habrían enamorado jamás si no hubieran oído hablar del amor. Quizá Ferrante encuentra en su celda una novela, la lee, se convence de que ama con tal de sentirse en otro lugar.
Quizá ella, en el curso de su primer encuentro, había hecho ob sequio a Ferrante de su peine como prenda de amor. Ahora Ferrante lo estaba besando, y deseándolo naufragaba olvidado en el golfo cuyas ondas había surcado el ebúrneo semblante.
Quizá, quién sabe, también un díscolo de su calaña podía ceder ante el recuerdo de aquel rostro… Roberto veía ahora a Ferrante sentado en la obscuridad ante el espejo que, para quien estaba de lado, reflejaba sólo la vela colocada de frente. Al contemplar dos destellos, el uno simio del otro, el ojo se fija, la mente queda infatuada, surgen visiones. Desplazando un poco la cabeza, Ferrante veía a Lilia, el rostro de cera virgen, tan rociado de luz que absorbía cualquier otro rayo, y dejaba fluir aquella madeja rubia como una masa oscura recogida a guisa de huso detrás de los hombros, el pecho apenas visible bajo una liviana camisa con una leve abertura…
Luego Ferrante (¡al fin me vengarás de ti! exultaba Roberto) quería sacar demasiado provecho de la vanidad de un sueño, colocábase incontentable ante el espejo, y divisaba sólo, detrás de la vela reflejada, la algarroba que le avergonzaba la jeta.
Animal incapaz de sobrellevar la pérdida de una dádiva no merecida, volvía a palpar sórdido el peine della, mas agora, entre los humos de los residuos de cera, aquel objeto (que para Roberto habría sido la más adorable de las reliquias) aparecíasele como una boca dentada dispuesta a morder su desconsuelo.