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DE LA ENFERMEDAD DE AMOR O MELANCOLÍA ERÓTICA

Durante dos días Roberto rehuyó de nuevo la luz. En sus sueños veía solamente muertos. Se le habían irritado las encías y la boca. Desde las vísceras los dolores habíanse propagado al pecho, luego a la espalda, y vomitaba substancias ácidas, aunque no hubiera tomado comida. La atrabilis, mordiendo y mellando todo el cuerpo, fermentaba en ampollas semejantes a las que el agua expulsa cuando es sometida a calor intenso.

Había caído víctima, a buen seguro (y es para no creérselo que hubiere dado en la cuenta sólo entonces), de aquella que todos llamaban la Melancolía Erótica. ¿No había sabido explicar aquella velada en el salón de Arthénice que la imagen de la persona amada suscita el amor insinuándose como simulacro a través del conducto de los ojos, porteros y espías del alma? Pero después, la impresión amorosa se deja deslizar lentamente por las venas y alcanza el hígado, suscitando la concupiscencia, que mueve todo el cuerpo a sedición; y va derecha a conquistar la ciudadela del corazón, donde ataca a las más nobles potencias del cerebro y las convierte en esclavas.

Como si dijéramos que saca a sus víctimas casi fuera de juicio, los sentidos se extravían, el intelecto se enturbia, la imaginativa resulta depravada, y el pobre amante pierde carnes, se seca, los ojos se le hunden, suspira, y se destempla de celos.

¿Cómo curarse? Roberto creía conocer el remedio de los remedios, que en cualquier caso le era negado: poseer a la persona amada. No sabía que esto no basta, pues que los melancólicos no se convierten en tales por amor, sino que se enamoran para dar voz a su melancolía, prefiriendo los lugares silvestres para tener espíritu con la amada ausente y pensar sólo cómo llegar a su presencia; pero en cuanto llegan, acongójanse aún más, y quisieren tender a otro fin todavía.

Roberto intentaba recordar lo que les había oído a hombres de ciencia que habían estudiado la Melancolía Erótica. Parecía causada por el ocio, por el dormir sobre la espalda y por una excesiva retención del semen. Y él desde hacía demasiados días estaba forzadamente en ocio, y, en cuanto a la retención del semen, evitaba buscar las causas o proyectar sus remedios.

Había oído hablar de las partidas de caza como estímulo al olvido, y estableció que tenía que intensificar sus empresas natatorias, y sin descansar sobre el dorso; ahora que entre las substancias que excitan los sentidos estaba la sal, y sal, al nadar, se bebe bastante… Además, recordaba haber oído que los Africanos, expuestos al sol, eran más viciosos que los Hiperbóreos.

¿Acaso era con la comida con la que había dado aliciente a sus propensiones saturninas? Los médicos prohibían la caza, el hígado de oca, los pistachos, las trufas y el jengibre, pero no decían qué pescados eran desaconsejables. Ponían en guardia contra las vestiduras demasiado confortables como la cebellina y el terciopelo, así como contra el musgo, el ámbar, la agalla moscada y el Polvo de Chipre, pero ¿qué podía saber él del poder ignoto de los cien perfumes que se libraban del invernadero, y de los que le traían los vientos de la Isla?

Habría podido contrastar muchas de estas influencias nefastas con el alcanfor, la borraja, la aleluya; con lavativas, con vomitorios de sal de vitriolo desleído en caldo corto; y por fin, con las sangrías en la vena mediana del brazo o en la de la frente; y luego, comiendo sólo achicoria, escarola, lechuga, y melones, uvas, cerezas, ciruelas y peras, y sobre todo, menta fresca… Pero nada de todo eso estaba a su alcance en el Daphne.

Volvió a moverse entre las olas, intentando no engullir demasiada sal, y descansando lo menos posible.

No dejaba, es cierto, de pensar en la historia que había evocado, pero la irritación hacia Ferrante traducíase ahora en arrebatos de prepotencia, y se medía con el mar como si, sometiéndolo a sus deseos, subyugara al propio enemigo.

Después de algunos días, una tarde, descubrió por primera vez el color ambarino de sus pelos pectorales y, como anota mediante varias contorsiones retóricas, del mismo pubis, y dio en la cuenta de que resaltaban a tal punto porque su cuerpo había dado en broncíneo; también habíase fortalecido, si en los brazos veía relampaguear músculos que no había notado jamás. Se consideró ya un Hércules y perdió el sentido de la prudencia. Al día siguiente bajó al agua sin cabo.

Habría abandonado la escala, moviéndose a lo largo del buque a estribor, hasta el timón, luego habría doblado la popa, y habría vuelto a subir por el otro lado, pasando bajo el bauprés. Y se había empleado con brazos y piernas.

El mar no estaba serenísimo y pequeñas olas lo arrojaban continuamente hacia los costados, por lo que tenía que hacer un doble esfuerzo, tanto proceder a lo largo del navío, como intentar mantenerse apartado. Tenía la respiración pesada, pero procedía intrépido. Hasta que llegó a medio camino, es decir a popa.

Aquí dio en la cuenta de que había gastado todas sus fuerzas. Ya no le quedaban más para recorrer todo el otro costado, pero ni siquiera para volver hacia atrás. Intentó asirse al timón, que, sin embargo, ofrecíale un asidero mínimo, cubierto como estaba por una suerte de mucílago, mientras lentamente se quejaba bajo la bofetada alterna de la ola.

Veía sobre su propia cabeza la galería y sus jardines, adivinando detrás de sus vidrieras la meta segura de su alojamiento. Estaba diciéndose que, si por azar la escalerilla de proa hubiérase desprendido, habrían podido transcurrir horas y horas, antes de morir, ansiando aquella puente que tantas veces había querido abandonar.

El sol había sido cubierto por una ráfaga de nubes, y él ya se atería. Echó la cabeza hacia atrás, para dormir, poco después volvió a abrir los ojos, dio la vuelta sobre sí mismo, y reparó en que estaba acaeciendo lo que había temido: las olas estaban alejándole del navío.

Se dio ánimos y volvió junto a la banda, tocándola para recibir fuerza de ella. Encima de su cabeza divisábase un cañón que asomaba por una porta. Si hubiera tenido su cuerda, pensaba, habría podido hacer un lazo, intentar arrojarlo hacia arriba para asir por la garganta aquella boca de fuego, izarse tendiendo el cabo con los brazos y apoyando los pies en la madera… Y sin embargo, no sólo la cuerda no estaba, sino que sin duda tampoco habría tenido ánimos y brazos para remontarse a tanta altura… No tenía sentido morir así, junto al propio amparo.

Tomó una decisión. Ahora, una vez doblada la popa, tanto si volvía por la banda derecha como si proseguía por la banda izquierda, el espacio que lo separaba de la escala era el mismo. Casi echándolo a suertes, resolvió nadar por la izquierda, prestando atención a que la corriente no le separara del Daphne.

Había nadado apretando los dientes, con los músculos tensos,

no atreviéndose a dejarse ir, ferozmente decidido a sobrevivir, aun a costa, decíase, de morir.

Con un grito de alborozo había llegado al bauprés, habíase aferrado a la proa, y había llegado a la escala de Jacob; y que él y todos los santos patriarcas de las Sacras Escrituras fueran benditos del Señor, Dios de los Ejércitos.

Ya no tenía fuerzas. Se había quedado agarrado a la escala quizá media hora. Al final había conseguido volver a subir a la puente, donde había intentado sacar un tanteo de su experiencia.

Primero, él podía nadar, tanto como para ir de una extremidad a otra del navío y viceversa; segundo, una empresa de ese tipo lo llevaba al límite extremo de sus posibilidades físicas; tercero, pues que la distancia entre el navío y la ribera era muchas y muchas veces mayor que todo el perímetro del Daphne, incluso durante la bajamar, no podía fiar en nadar hasta poder echar mano en algo sólido; cuarto, la bajamar acercábale, sí, a tierra firme, pero con su reflujo hacíale más difícil avanzar; quinto, si por casualidad llegaba a mitad del recorrido y no lograba seguir adelante, ni siquiera habría logrado volver atrás.

Tenía que continuar, pues, con el cabo, y esta vez mucho más largo. Habría ido hacia oriente todo lo que sus fuerzas se lo hubieran permitido, y luego habría vuelto a remolque. Sólo adiestrándose de ese modo, durante días y días, habría podido luego intentarlo él solo.

Eligió una tarde tranquila, cuando el sol estaba ya a sus espaldas. Habíase apercibido de una cuerda larguísima, que estaba bien asegurada por una extremidad al palo de la mayor, y yacía en la puente en muchas volutas, dispuesta a desarrollarse poco a poco. Nadaba tranquilo, sin cansarse demasiado, reposando a menudo. Miraba la playa y los dos promontorios. Sólo ahora, desde abajo, advertía lo lejana que estaba aquella línea ideal, que se extendía entre un cabo y el otro de sur a norte, y allende la cual habría entrado en el día de antes.

Habiendo mal entendido al padre Caspar, habíase convencido de que la barbacana de los corales empezaba sólo allá donde pequeñas olas blancas revelaban los primeros escollos. En cambio, también durante la baja marea los corales empezaban antes. Si no, el Daphne habría echado anclas más cerca de tierra.

Así había ido a golpear, con las piernas desnudas, contra algo que se dejaba entrever a media agua sólo cuando estaba ya encima. Casi contemporáneamente le hirió un movimiento de formas coloreadas bajo la superficie, y un resquemor insoportable en el muslo y en la canilla. Era como si hubiera sido mordido o le hubieran echado una zarpa. Para alejarse de aquel banco habíase ayudado con un golpe de calcañar, hiriéndose así también un pie.

Se aferró a la cuerda tirando con tal ímpetu que, una vez regresado a bordo, tenía las manos desolladas; pero prevenía más su ánimo el dolor en la pierna y en el pie. Eran ayuntamientos de pústulas muy dolorosas. Las lavó con agua dulce, y esto alivió en parte la quemazón. Hacia la tarde, y durante toda la noche, la quemazón habíase acompañado por un picor agudo, y en el sueño, con toda probabilidad, habíase rascado, de suerte que la mañana siguiente las pústulas daban sangre y materia blanca.

Echó mano entonces de los preparados del padre Caspar (Spiritus, Olea, Flores) que calmaron un poco la infección, pero durante todo un día había sentido aún el instinto de incidir aquellos bubones con las uñas.

Una vez más sacó el balance de su experiencia, y llegó a cuatro conclusiones: la barbacana estaba más cerca de lo que el reflujo dejaba creer, lo que podía alentarle a volver a intentar la aventura; algunas criaturas que vivían en ella, cangrejos, peces, quizá los corales, o unas piedras buidas, tenían el poder de causarle una especie de pestilencia; si quería retornar a aquellas piedras, tenía que ir calzado y vestido, lo que habría estorbado aún más sus movimientos; como, en cualquier caso, no habría podido proteger todo el cuerpo, tenía que estar en condiciones de ver bajo el agua.

La última conclusión le hizo recordar aquella Persona Vitrea, o máscara para ver en el mar, que el padre Caspar le había enseñado. Intentó abrochársela a la nuca, y descubrió que le cerraba el rostro permitiéndole mirar hacia afuera como por una ventana. Intentó respirar, y advirtió que un poco de aire pasaba. Si pasaba el aire habría pasado también el agua. Se trataba de usarla, pues, conteniendo la respiración: cuanto más aire hubiera quedado tanta menos agua habría entrado. Y había de sacar la cabeza en cuanto estuviere llena.

No debía de ser una operación fácil, y Roberto tardó tres días en probar todas las fases estando en el agua, pero cerca del Daphne. Había encontrado en los catres de los marineros un par de polainas de tela, que le protegían el pie sin hacerlo demasiado pesado, y un par de calzones largos que podía atar a las pantorrillas. Habíale sido necesaria media jornada para aprender a volver a hacer aquellos movimientos que ya le salían tan bien con el cuerpo desnudo.

Luego nadó con la máscara. En el agua profunda no podía ver mucho, pero divisó un paso de peces dorados, muchas brazas debajo de sí, como si navegaran en una pecera.

Tres días, se ha dicho. En el curso de los cuales, primeramente, Roberto aprendió a mirar abajo conteniendo la respiración, luego a moverse mirando, luego a quitarse la máscara mientras permanecía en el agua. En esta empresa aprendió por instinto una nueva posición, que consistía en inflar y tender hacia fuera el pecho, cocear como si caminara deprisa, e impeler la barbilla hacia arriba. Más difícil era, en cambio, manteniendo el mismo equilibrio, volver a ponerse la máscara y volverla a asegurar a la nuca. Se había dicho enseguida, además, que una vez en la barbacana, si se ponía en aquella posición vertical habría ido a dar contra los escollos, y si tenía el rostro fuera del agua no habría visto a qué estábale dando puntapiés. Por lo cual consideró que habría sido mejor no atarla sino apretar con ambas manos la máscara sobre el rostro. Lo que le imponía, sin embargo, proceder con el solo movimiento de las piernas, manteniéndolas extendidas horizontalmente, para no golpear hacia abajo; movimiento que no había intentado jamás, y que requirió de largo ejercicio antes de poder ejecutarlo con confianza.

En el curso de estas pruebas transformaba cada movimiento de iracundia en un capítulo de su Novela de Ferrante.

Y había hecho tomar a la historia una dirección más hastiosa, en la que Ferrante fuere justamente castigado.