EL ALMA DE FERRANTE
¿Dónde volver a tomar la historia de Ferrante? Roberto consideró oportuno partir de aquel día en el que éste, traicionados los franceses con los que fingía combatir en Casal, después de haberse hecho pasar por el capitán Gambero, habíase refugiado en los reales españoles.
Quizá, acogiéndole con entusiasmo, había habido algún gran señor que habíale prometido, al final de aquella guerra, llevarlo consigo a Madrid. Y allí había empezado el ascenso de Ferrante a las márgenes de la corte española, donde había aprendido que virtud de los soberanos es su arbitrio, el Poder es un monstruo insaciable, y era menester servirle como un esclavo devoto, para poder aprovechar de cualquier miga que cayera de aquella mesa, y obtener ocasión de una lenta y áspera ascensión; primero como bravo, matón y confidente, luego fingiéndose gentilhombre.
Ferrante no podía ser sino de inteligencia vivaz, aun cuando obligada al mal, y en aquel ambiente había aprendido enseguida cómo portarse; había escuchado (o adivinado) aquellos principios de sabiduría cortesana con los que el Señor de Salazar había intentado catequizar a Roberto.
Había cultivado la propia mediocridad (la humildad de la propia bastarda cuna), no temiendo ser eminente en lo mediano, para evitar un día ser mediano en lo eminente.
Había entendido que, cuando no es posible vestirse con la piel del león, es menester hacerlo con la de la zorra, ya que del Diluvio se han salvado más zorras que leones. Cada criatura tiene su propia sabiduría, y de la zorra había aprendido que jugar en descubierto no procura ni provecho ni placer.
Si se le invitaba a que difundiera una calumnia entre la servidumbre, de suerte que poco a poco llegara al oído de su señor, y él sabía gozar de los favores de una camarera, apresurábase a decir que lo habría intentado en la taberna, con el cochero; o, si el cochero le era compañero de vicio en la taberna, afirmaba con una sonrisa de inteligencia que sabía bien cómo hacerse escuchar por una cierta doncellica. No sabiendo cómo actuaba y cómo habría actuado, su señor de alguna manera perdía un punto con respecto a él, y él sabía que quien no descubre inmediatamente las propias cartas deja a los demás en suspenso; circúndase uno de misterio, y ese mismo arcano provoca el respeto ajeno.
Al eliminar a sus propios enemigos, que al principio eran pajes y palafreneros, luego gentileshombres que lo creían par suyo, había establecido que había que mirar de soslayo, jamás de frente: la sagacia se bate con bien estudiados subterfugios y no actúa nunca de la forma prevista. Si aludía a un movimiento era sólo para conducir al engaño, si amagaba al aire con destreza, obraba luego en la impensada realidad, atento siempre a desmentir la intención mostrada. No atacaba jamás cuando el adversario estaba en plenitud de fuerzas (ostentándole, más bien, amistad y respeto), sino sólo en el momento en que mostrábase indefenso, y entonces lo conducía al precipicio con el aire de quien corría en su auxilio.
Mentía a menudo, pero no sin criterio. Sabía que para ser creído tenía que mostrar a todos que a veces decía la verdad cuando le perjudicaba, y la callaba cuando habría podido sacar motivo de elogio. Por otra parte, intentaba criar fama de hombre sincero con los inferiores, de suerte que la voz llegara a los oídos de los poderosos. Habíase convencido de que simular con los iguales era defecto, pero no simular con los mayores es temeridad.
Y con eso, no obraba ni siquiera con demasiada franqueza, y de todas maneras no siempre, temiendo que los demás habrían dado en la cuenta de esta uniformidad suya y habrían prevenido un día sus acciones. Tampoco exageraba al actuar con doblez, temiendo que después, la segunda vez, habrían descubierto su engaño.
Para convertirse en sabio ejercitábase en soportar a los necios, de los que se circundaba. No era tan desprevenido para endosarles todos sus errores, pero cuando la posta era alta, intentaba que hubiera siempre a su lado una cabeza de turco (llevado por la propia gran ambición a mostrarse siempre en primera fila, mientras él manteníase en el fondo) al cual no él, sino los demás habrían atribuido más tarde el malhecho.
En fin, mostraba hacer él todo lo que podía redundar en su ventaja, pero hacía hacer por mano ajena lo que habría podido atraerle el rencor.
En el mostrar las propias virtudes (que mejor deberíamos llamar condenadas habilidades) sabía que una mitad en alarde y otra entrevista más es que un todo abiertamente declarado. A veces hacía consistir la ostentación en una elocuencia muda, en un mostrar las eminencias al descuido, y tenía la habilidad de no descubrirse jamás de una vez.
A medida que iba ascendiendo en el propio estado y se comparaba con gente de condición superior, era habilísimo en mimar los gestos y el lenguaje, pero hacíalo sólo con personas de condición inferior a las que tenía que fascinar para algún fin ilícito; con sus mayores cuidábase de aparentar no saber, y de admirar en ellos lo que ya sabía.
Cumplía todas las misiones desvergonzadas que sus mandantes le confiaban, pero sólo si el daño que hacía no era de proporciones tales que éstos hubieran podido probar repugnancia; si le pedían delitos de aquella magnitud, negábase; en primer lugar, para que no pensaran que un día habría sido capaz de lo mismo contra ellos, y segundo (si la nequicia gritaba venganza ante Dios), para no convertirse en el indeseado testigo de su remordimiento.
En público daba evidentes manifestaciones de piedad, pero tenía por dignas sólo la fe rota, la virtud conculcada, el amor de sí mismo, la ingratitud, el desprecio de las cosas sagradas; blasfemaba contra Dios en su corazón y creía en el mundo nacido por azar, fiando, sin embargo, en un destino dispuesto a doblegar su mismo curso en favor de quien supiera moldearlo en su propio provecho.
Para alegrar sus raros momentos de tregua, tenía comercio sólo con las casadas prostitutas, las viudas incontinentes, las muchachas desvergonzadas. Pero con mucha moderación pues, en su maquinar, Ferrante a veces renunciaba a un bien inmediato con tal de sentirse arrastrado a otra maquinación, como si su maldad no le concediera jamás descanso.
Vivía, en suma, día a día como un asesino que acechara quieto detrás de un cortinaje, donde las hojas de los puñales no emanan luz. Sabía que la primera regla del éxito era esperar la ocasión, pero sufría porque la ocasión le parecía aún lejana.
Esta lóbrega y obstinada ambición lo privaba de toda paz del ánimo. Considerando que Roberto habíale usurpado el puesto al que tenía derecho, todos los premios lo dejaban insatisfecho, y la única forma que el bien y la felicidad podían adoptar a los ojos del ánimo suyo era la desgracia del hermano, el día en el que hubiere podido convertirse en su autor. Por lo demás, agitaba en su cabeza gigantes de humo en mutua batalla, y no tenía mar, o tierra, o cielo donde encontrar amparo y sosiego. Todo lo que tenía ofendíale, todo lo que quería érale razón de tormento.
No reía jamás, a menos que no estuviera en la taberna para hacer que un ignaro confidente suyo se emborrachara. Pero en el secreto de su aposento controlábase cada día en el espejo, para ver si el modo en que se movía podía revelar su ansia, si el ojo se presentaba demasiado insolente, si la cabeza más inclinada de lo debido no manifestara vacilación, si las arrugas demasiado profundas de su frente no lo hicieran parecer encruelecido.
Cuando interrumpía estos ejercicios, y abandonando sus máscaras, de madrugada, cansado, veíase como realmente era; ah, entonces Roberto no podía sino murmurarse algunos versos leídos algunos años antes:
Angélica materia me asegura,
que eterna viva mi infernal belleza.
¿Qué importa que me arroje de su altura
si mi soberbia sube hasta su asiento,
y aun el espacio imaginario apura?
Mas ¡ay de mí!, que ya mi agravio siento,
que a lanzadas de envidia me maltrata
fiero penar y desigual tormento.
Como nadie es perfecto, ni siquiera en el mal, y no era totalmente capaz de dominar el exceso de la propia malignidad, Ferrante no había podido evitar dar un paso falso. Encargado por su señor de que le organizara el rapto de una casta doncella de altísima cuna, ya destinada al matrimonio con un virtuoso gentilhombre, había empezado a escribirle cartas de amor, firmándolas con el nombre de su instigador. Luego, mientras ella se retraía, había penetrado en su alcoba y, haciéndola presa de una violenta seducción, había abusado della. De un golpe habíala engañado a ella, y al prometido, y a quien habíale comandado el rapto.
Denunciado el delito, fue inculpado dello su amo, que murió en duelo con el esposo traicionado, pero ya Ferrante había tomado el camino de Francia.
En un momento de buen humor, Roberto hizo aventurarse a Ferrante, en una noche de enero, a través de los Pirineos, a caballo de una muía robada, que debía haberse votado a la orden de las terciarias reformadas, en cuanto mostraba el pelo frailuno, y era tan cuerda, sobria, abstinente y de buena vida, que además de la maceración de la carne, que se conocía perfectamente por la osamenta de las costillas, a cada paso besaba la tierra de hinojos.
Las simas del monte parecían cargadas de leche cuajada, todas ellas revocadas con albayalde. Aquellos pocos árboles que no estaban completamente enterrados bajo la nieve veíanse tan blancos que parecían haberse despojado de la camisa y temblaban más por el frío que por el viento. El sol estaba dentro de su palacio y no osaba ni siquiera asomarse al balcón. Y si acaso mostraba un poco el rostro, poníase alrededor de la nariz un perico de nubes.
Los contados pasajeros que encontrábanse en aquel camino parecían sendos cartujos que iban cantando lavabis me et super nivem dealbabor… Y Ferrante mismo, viéndose tan puramente blanco, sentíase ya miembro enharinado de esa Academia que en sus tierras llamaban del Salvado, y dio en pensar en lemas de limpieza y esplendor que podrían acompañar a alguna Academia del país que abandonaba.
Una noche, del cielo llegaban tan espesos y gruesos los copos del algodón que, así como otros se convirtieron en estatuas de sal, él dudaba haberse convertido en estatua de nieve. Los mochuelos, los murceguillos, las caballetas, las mariposillas y las lechuzas hacíanle moriscas en torno como si lo quisieran pajarear. Y acabó por dar con la nariz contra los pies de un ahorcado que, bamboleándose de un árbol, hacía de sí mismo grutescos en campo pardo.
Pero Ferrante (aunque una Novela tenga que adornarse de descripciones amenas) no podía ser un personaje de comedia. Debía tender a la meta, imaginando a propia medida la París a la que estaba aproximándose.
Por lo cual anhelaba:
—¡Oh París, golfo desmedido en el que las ballenas se empequeñecen como delfines, país de las sirenas, emporio de las pompas, jardín de las satisfacciones, meandro de las intrigas, Nilo de los cortesanos y Océano de la simulación!
Y aquí Roberto, queriendo inventar un gesto que ningún autor de novelas hubiere excogitado aún, para reproducir los sentimientos de aquel cudicioso que se aprestaba a conquistar la ciudad donde compéndianse Europa por la civilización, Asia por la copia, África por la extravagancia y América por la riqueza, donde la novedad tiene la esfera, el engaño el gobierno, el lujo el centro, el valor la arena, la belleza el hemiciclo, la moda la cuna y la virtud la tumba, puso en boca de Ferrante un lema arrogante: «París, ¡nos veremos!».
Desde Gascuña hasta el Poitou, y desde allí hasta la Isla de Francia, Ferrante tuvo modo de urdir algunas picardías que le permitieron transferir una pequeña riqueza de las faltriqueras de algunos mastuerzos a las propias, y llegar a la capital en los paños de un joven señor, reservado y amable, el señor del Pozzo. No habiendo llegado allí abajo noticia alguna de sus vilezas en Madrid, tomó contactos con algunos españoles cercanos a la Reina, que inmediatamente apreciaron sus capacidades de prestar servicios reservados, para una soberana que, aun fiel a su esposo y aparentemente respetuosa del Cardenal, mantenía relaciones con la corte enemiga.
Su fama de fidelísimo ejecutor llegó a los oídos de Richelieu, el cual, profundo conocedor del alma humana, había considerado que un hombre sin escrúpulos que servía a la Reina, notoriamente con poco dinero, ante una recompensa más rica podía servirle a él, y dio en usar del de manera tan secreta que ni siquiera sus colaboradores más íntimos conocían la existencia de aquel joven agente.
Aparte del largo ejercicio hecho en Madrid, Ferrante tenía la dote rara de aprender fácilmente las lenguas y de imitar los acentos. No era costumbre suya jactarse de sus propias prendas, pero un día en que Richelieu había recibido en su presencia a una espía inglesa, había demostrado saber conversar con aquel traidor. Por lo cual, Richelieu, en uno de los momentos más difíciles de las relaciones entre Francia e Inglaterra, habíalo enviado a Londres, donde habría debido fingirse un mercader maltes, y tomar informaciones sobre los movimientos de los navíos en los puertos.
Agora Ferrante había coronado una parte de su sueño: era una espía, ya no a sueldo de un señor cualquiera, sino de un Leviatán bíblico, que alargaba sus brazos por doquier.
Una espía (escandalizábase aterrado Roberto), la peste más contaminosa de las cortes, Arpía que se posa en las mesas reales con cara afeitada y garras uñosas, volando con alas de murciélago y escuchando con oídos provistos de un gran tímpano, vespertilio que ve sólo en las tinieblas, víbora entre las rosas, escarabajo sobre las flores que convierte en ponzoña la savia que liba dulcísima, araña de las antesalas que teje los hilos de sus menguados discursos para capturar todas las moscas que vuelan, papagayo de rostro adusto que todo lo que oye refiere, transformando lo verdadero en falso y lo falso en verdadero, camaleón que recibe todos los colores y de todos se viste menos del que en verdad se engalana. Todas ellas cualidades de las que cada uno experimentaría vergüenza, excepto, precisamente, quien por decreto divino (o diabólico) haya nacido al servicio del mal.
Pero Ferrante no se conformaba con ser espía, y con tener en su poder a aquellos cuyos pensamientos refería, sino que quería ser, como se decía en aquella época, una espía doble que, como el monstruo de la leyenda, fuera capaz de caminar por dos movimientos contrarios. Si la lid en la que chocan los Poderes puede ser dédalo de intrigas, ¿cuál será el Minotauro en el que se realice el injerto de dos naturalezas desemejantes? La espía doble. Si el campo donde se juega la batalla entre las Cortes puede decirse un Infierno en el que corre, en el cauce de la Ingratitud, con rápida crecida el Flegetón del olvido, donde bulle el agua turbia de las pasiones, ¿cuál será el Cerbero de tres gargantas que ladra después de haber descubierto y olisqueado a quien entra para que sea desgarrado? La espía doble…
Recién llegado a Inglaterra, mientras espiaba para Richelieu, Ferrante había decidido enriquecerse prestando algún que otro servicio a los ingleses. Arrancando informaciones a los siervos y a los pequeños funcionarios ante grandes jarras de cerveza, en parajes humosos de grasa de carnero, habíase presentado en los ambientes eclesiásticos diciendo ser un sacerdote español que había decidido abandonar la Iglesia Romana, cuyas inmundicias ya no soportaba.
Miel para los oídos de aquellos antipapistas que buscaban todas las ocasiones para poder documentar las ruindades del clero católico. Y no hacía falta ni siquiera que Ferrante confesara lo que no sabía. Los ingleses tenían ya entre manos la confesión anónima, presunta, o verdadera, de otro cura. Ferrante, entonces, habíase convertido en fiador de aquel documento, firmando con el nombre de un ayudante del obispo de Madrid, que una vez habíale tratado con altanería y del cual había jurado vengarse.
Mientras recibía de los ingleses el encargo de volver a España para recoger otras declaraciones de sacerdotes dispuestos a calumniar el Sagrado Solio, en una taberna del puerto había dado con un viajero genovés, con el cual entraba en familiaridad, para descubrir en breve que el tal era, en realidad, Mahmut, un renegado que en Oriente había abrazado la fe de los Moros pero que, disfrazado de mercader portugués, estaba recogiendo noticias sobre la marina inglesa, mientras otras espías al sueldo de la Sublime Puerta estaban naciendo lo mismo en Francia.
Ferrante habíale revelado que había trabajado para agentes turcos en Italia, y que había abrazado su misma religión, adoptando el nombre de Dgennet Oglou. Habíale vendido inmediatamente las noticias sobre los movimientos en los puertos ingleses, y había recibido una recompensa por llevar un mensaje a sus hermanos en Francia. Mientras los eclesiásticos ingleses lo creían ya salido en dirección de España, no había querido renunciar a obtener otra ganancia de su estancia en Inglaterra y, habiendo tomado contacto con hombres del Almirantazgo, habíase calificado como un veneciano, Grancentola (nombre que había inventado acordándose del capitán Gambero), que había llevado a cabo encomiendas secretas para el Consejo de aquella República, en particular sobre los designios de la marina mercantil francesa. Agora, perseguido por una proscripción a causa de un duelo, tenía que encontrar refugio en un país amigo. Para demostrar su buena fe, estaba en condiciones de informar a sus nuevos amos de que Francia había hecho tomar informaciones en los puertos ingleses a través de Mahmut, una espía turca, que vivía en Londres fingiéndose portugués.
En posesión de Mahmut, arrestado inmediatamente, habían sido encontrados apuntes sobre los puertos ingleses, y Ferrante, es decir Grancentola, había sido considerado persona digna de fe. Bajo promesa de una acogida final en Albión, y con el viático de una primera buena suma, había sido enviado a Francia para que se uniera a otros agentes ingleses.
Llegado a París había pasado inmediatamente a Richelieu las informaciones que los ingleses habían substraído a Mahmut. Luego había hallado a los amigos cuya dirección habíale dado el renegado genovés, presentándose como Carlos de la Bresche, un ex fraile pasado al servicio de los infieles, que acababa de urdir en Londres una conspiración para arrojar el descrédito sobre toda la progenie de los cristianos. Aquellos agentes habíanle dado crédito, pues que habían sabido ya de un librillo en el que la Iglesia Anglicana hacía públicas las fechorías de un cura español. Tanto que en Madrid, habiéndose recibido la noticia, habían arrestado al prelado al que Roberto atribuyera la traición, y agora aquese estaba esperando la muerte en los calabozos de la Inquisición.
Ferrante se hacía confiar por los agentes turcos las noticias que habían recogido sobre Francia, y las mandaba a vuelta de correo al almirantazgo inglés, recibiendo nueva recompensa. Entonces había regresado a Richelieu y habíale revelado la existencia, en París, de una cábala turca. Richelieu había admirado una vez más la habilidad y la fidelidad de Ferrante. Tanto que lo había invitado a desempeñar un trabajo aún más arduo.
Desde había tiempo preocupábase el cardenal por lo que acaecía en el salón de la marquesa de Rambouillet, y atenazábale la sospecha de que entre aquellos espíritus libres murmurárase contra él. Había cometido un error, enviando a la Rambouillet a un cortesano de su confianza, el cual estultamente había pedido noticias de eventuales maledicencias. Arthénice había contestado que sus huéspedes conocían tan bien su consideración por Su Eminencia que, aun cuando hubieren pensado mal del, no habrían osado jamás, en su presencia, decir sino el máximo bien.
Richelieu proyectaba agora hacer aparecer en París a un extranjero, que pudiere ser admitido en aquellos consistorios. Brevemente, Roberto no tenía ganas de inventarse todos los embaucamientos a través de los cuales Ferrante habría podido introducirse en el salón, pero encontraba conveniente hacerlo llegar, ya rico de alguna recomendación, y bajo disfraz: una peluca y una barba blanca, un rostro envejecido con pomadas y afeites, y un parche negro en el ojo izquierdo, ahí estaba el Abate de Morfi.
Roberto no podía pensar que Ferrante, en todo y por todo parecido a él, estuviera a su lado en aquellas veladas ya lejanas, pero recordaba haber visto a un abate anciano con un parche negro en el ojo, y decidió que aquél había de ser Ferrante.
El cual, pues, precisamente en aquel ambiente, y a cabo de diez y pico años, ¡había vuelto a encontrar a Roberto! No puede expresarse el gozoso livor con el que aquel deshonesto volvía a ver al odiado hermano. Con el rostro que habría parecido transfigurado y trastornado por la malevolencia, si no lo hubiera escondido bajo el camuflaje, habíase dicho que se presentaba por fin la ocasión de aniquilar a Roberto, y de apoderarse de su nombre y de sus riquezas.
En primer lugar, lo había espiado, durante semanas y semanas, en el curso de aquellas veladas, escrutando su semblante para captar los indicios de todos sus pensamientos. Acostumbrado como estaba a ocultar, era habilísimo también en descubrir. Por otra parte, el amor no se puede esconder: como todos los fuegos, se delata con el humo. Siguiendo las miradas de Roberto, Ferrante había entendido inmediatamente que él amaba a la Señora. Habíase dicho, por tanto, que, en primer lugar, habría debido arrebatar a Roberto lo que él tenía por más querido.
Ferrante había dado en la cuenta de que Roberto, después de haber atraído la atención de la Señora con su discurso, no había tenido ánimo de acercarse. El embarazo del hermano jugaba a su favor: la Señora podía entenderlo como desinterés, y despreciar algo es el mejor expediente para conquistarlo. Roberto le estaba abriendo el camino a Ferrante. Ferrante había dejado que la Señora se consumiera en una dudosa espera, luego, calculado el momento propicio, habíase preparado para halagarla.
¿Mas podía Roberto permitirle a Ferrante un amor igual al propio? Desde luego que no. Ferrante consideraba a la mujer retrato de la inconstancia, ministra de los fraudes, voluble en la lengua, tarda en los pasos y pronta en el antojo. Educado por umbráticos ascetas que le recordaban a cada instante que el hombre es el fuego, la mujer la estopa, viene el diablo y sopla, habíase acostumbrado a considerar a todas las hijas de Eva como animal imperfecto, error de naturaleza, tortura para los ojos si fea, afán del corazón si bellísima, tirana de quien la amare, enemiga de quien la despreciare, desordenada en los deseos, implacable en los desdeños, capaz de encantar con la boca y encadenar con los ojos.
Mas precisamente este desprecio empujábale a la burla: del labio le salían palabras de adulación, cuando en el corazón celebraba el envilecimiento de su víctima.
Se preparaba Ferrante para poner las manos sobre ese cuerpo que él (Roberto) no había osado halagar con el pensamiento. Aquese, aquese odiador de todo lo que para Roberto era objeto de religión, ¿habríase dispuesto, agora, a substraerle a su Lilia para hacer della la insípida enamorada de su comedia? Qué escarnio. Y qué penoso deber, seguir la insana lógica de las Novelas, que impone participar de los afectos más odiosos, cuando se debe concebir como hijo de la propia imaginación al más odioso entre los protagonistas.
Pero no podía hacerse otra cosa. Ferrante habría tenido a Lilia; y si no ¿por qué crear una ficción, sino para morir por ella?
Cómo y qué había sucedido, Roberto no conseguía figurarse (porque no había logrado intentarlo jamás). Quizá Ferrante había penetrado de madrugada en el aposento de Lilia, evidentemente aferrándose a una hiedra (cuyo brazo es tenaz, invitación nocturna a todo corazón amante), que trepaba hasta su alcoba.
Ahí está Lilia, mostrando las señales de la virtud ultrajada, a tal punto que cualquiera habría prestado fe a su indignación, menos un hombre como Ferrante, dispuesto a juzgar a los seres humanos todos dispuestos al engaño. He ahí a Ferrante cayendo de rodillas ante ella, y hablando. ¿Qué dice? Dice, con falsa voz, todo lo que Roberto no sólo habría querido decirle, sino lo que le ha dicho, sin que ella supiera quién se lo decía.
¿Cómo puede habérselas ingeniado el bandido, preguntábase Roberto, para conocer el tenor de las cartas que habíale enviado? Y no sólo, ¡también el de las que Saint-Savin me había dictado en Casal, y que bien había destruido! ¡E incluso las que estoy escribiendo agora en este navío! Y sin embargo, no hay duda, Ferrante agora declama con acento sincero frases que Roberto conocía harto bien:
—Señora: en la admirable arquitectura del Universo estaba ya escrito desde el primer día de la Creación que yo os habría encontrado y amado… Perdonad el furor de un desesperado, o mejor, no os deis pena: no hase oído jamás que los soberanos hubieren de rendir cuentas de la muerte de sus esclavos… ¿No habéis hecho vos dos alquitaras de mis ojos para destilarme la vida y convertirla en agua clara? Os lo ruego, no volváis la bella cabeza: privado de vuestra mirada soy ciego pues no me veis, despojado de vuestra palabra soy mudo pues no me habláis, y desmemoriado seré si no me rememoráis… ¡Oh, que de mí haga por lo menos amor fragmento insensible, mandrágora, manantial de piedra que lave llorando toda congoja!
La Señora agora sin duda temblaba, en sus ojos abrasaba todo el amor que antes había escondido, y con la fuerza de un prisionero al que alguien rompe los barrotes del Recato, y ofrece la escala de seda de la Oportunidad. No quedaba sino hostigarla aún, y Ferrante no se limitaba a decir lo que Roberto había escrito, sino que conocía otras palabras que agora vertía en los oídos della hechizada, hechizando también a Roberto, que no recordaba haberlas escrito aún.
—¡Oh pálido sol mío, ante vuestros dulces palores pierde el alba encarnada todo su fuego! Oh dulces ojos, de vosotros no pido sino ser enfermado. Y de nada me sirve huir por campos o selvas para olvidaros. No yace selva en tierra, no surge planta en selva, no crece rama en planta, no despunta fronda en rama, no ríe flor en fronda, no nace fruta en flor en la que yo no vea vuestra sonrisa…
Y ante su primer rubor:
—Oh, Lilia, ¡si vos supierais! Os he amado sin conocer vuestro rostro y vuestro nombre. Os buscaba y no sabía dónde estabais. Mas un día habéisme tocado como un ángel… Oh, lo sé, os preguntaréis cómo es posible que este amor mío no permanezca purísimo de silencio, casto de lejanía… ¡Mas yo muero, oh corazón mío, ya lo veis, el alma ya me abandona, no dejéis que el aire la lleve, permitidle que haga morada en vuestra boca!
Los acentos de Ferrante eran tan sinceros que el mismo Roberto quería agora que ella cayera en aquella dulce lisonja. Sólo así él habría tenido la certidumbre de que le amaba.
Así Lilia se inclinó para besarlo, luego no osó, queriendo y desqueriendo tres veces aproximó los labios al aliento deseado, tres veces se retrajo, luego gritó:
—¡Oh sí, sí, si no me encadenáis jamás seré libre, no seré casta si vos no me violáis!
Y, tomada su mano después de habérsela besado, habíasela puesto en el seno; luego lo había atraído hacia sí, robándole tiernamente la respiración sobre los labios. Ferrante habíase plegado sobre aquel vaso de regocijos (al que Roberto había confiado las cenizas de su corazón) y los dos cuerpos habíanse fundido en un alma, las dos almas sólo en un cuerpo. Roberto no sabía ya quién estaba entre aquellos brazos, visto que ella creía estar entre los suyos, y al ofrecerle la boca de Ferrante intentaba alejar la propia, para no conceder al otro aquel beso.
Así, mientras Ferrante besaba y ella volvía a besar y besar, he aquí que el beso se disolvía en nada, y a Roberto no le quedaba sino la certidumbre de haber sido defraudado de todo. Mas no podía evitar pensar en lo que renunciaba a imaginar: sabía que está en la naturaleza del amor estar en el exceso.
Por aquel exceso ofendido, olvidando que ella estaba dando a Ferrante, creyéndolo Roberto, la prueba que Roberto tanto había deseado, odiaba a Lilia, y recorriendo la nave aullaba:
—¡Oh miserable, que ofendería a todo tu sexo si te llamara mujer! ¡Lo que has hecho es más propio de furia que de hembra, e incluso el título de fiera sería demasiado honroso para bestia tal del infierno! ¡Tú eres peor que el áspid que envenenó a Cleopatra, peor que la cerastes que seduce con sus engaños a los pájaros para luego sacrificarlos a su hambre, peor que la anfisbena que a quienquiera que aferra le vierte tanto veneno que en un instante muere, peor que el leps que armado de cuatro dientes venenosos corrompe la carne que muerde, peor que el jáculo que se lanza desde los árboles y estrangula a su víctima, peor que la culebra que vomita el veneno en las fuentes, peor que el basilisco, que mata con la mirada! ¡Megeria infernal, que no conoces ni Cielo, ni tierra, ni sexo, ni fe, monstruo nacido de una roca, de un peñasco, de una encina!
Luego se detenía, daba en la cuenta, otra vez, de que ella se estaba dando a Ferrante creyéndolo Roberto, y que, por tanto, no condenada, sino salvada tenía que ser de aquella celada:
—¡Atenta, amor mío amado, ése se te presenta con mi rostro, sabiendo que a otro no habrías podido amar que no fuere a mí mismo! ¿Qué habré de hacer agora, sino odiarme a mí mismo para poder odiarle a él? ¿Puedo yo permitir que tú seas traicionada, gozando de su abrazo creyéndolo el mío? Yo, que ya estaba aceptando vivir en esta cárcel para tener los días y las noches consagrados a tu pensamiento, ¿podré agora permitir que tú creas hechizarme haciéndote súcuba de su sortilegio? Oh Amor, Amor, Amor, ¿no me has castigado ya bastante, no es éste un morir sin morir?