LOS SECRETOS DEL FLUJO Y REFLUJO DEL MAR
Al día siguiente, a las primeras luces del sol, Roberto habíase desnudado completamente. Con el padre Caspar, por pudor, metíase en el agua vestido, pero había entendido que la ropa lo volvía pesado y lo estorbaba. Ahora estaba desnudo. Se ató el cabo a la cintura, descendió la escala de Jacob y estaba de nuevo en el mar.
Se mantenía a flote, eso lo había aprendido. Tenía que aprender ahora a mover brazos y piernas, como hacían los perros con las patas. Ensayó algunos movimientos, siguió durante algunos minutos y dio en la cuenta de que habíase alejado de la escalerilla poquísimas brazas. Además, estaba ya cansado.
Sabía cómo descansar, y se había puesto boca arriba algunos instantes, dejándose pulir por el agua y el sol.
Se sentía de nuevo con fuerzas. Así pues, tenía que moverse hasta que el cansancio le pudiera, luego descansar como un muerto durante algún minuto, entonces volver a empezar. Sus desplazamientos habrían sido mínimos, el tiempo larguísimo, pero así había que hacerlo.
Después de una que otra prueba, tomó una valiente decisión. La escala bajaba a la derecha del bauprés, por la parte de la Isla. Ahora habría intentado alcanzar el lado occidental del navío. Luego habría descansado y últimamente habría regresado.
El tránsito bajo el bauprés no fue largo, y poder contemplar la proa por la otra parte fue una victoria. Abandonóse con la cara hacia arriba, brazos y piernas extendidas, con la impresión de que por aquel lado la ola lo acunaba mejor que por el otro.
A un cierto punto había advertido un tirón en la cintura. El cabo habíase tendido al máximo. Volvió a ponerse en posición canina y entendió: el mar habíalo conducido hacia el norte, desplazándolo a la izquierda del navío, muchas brazas allende la punta del bauprés. En otras palabras, aquella corriente que avanzaba de suroeste a nordeste y que se volvía impetuosa un poco más a occidente del Daphne, en efecto, hacíase sentir ya en la bahía. No la había advertido cuando hacía sus inmersiones a la diestra, resguardado como estaba por la mole del pingue, pero llegándose a la siniestra había sido atraído por ella, y habríaselo llevado si la maroma no lo hubiera contenido. Él creía estar parado, y habíase movido como la tierra en su turbillón. Por eso habíale sido bastante fácil doblar la proa: no que su habilidad hubiera aumentado, era el mar el que lo asegundaba.
Preocupado, quiso intentar regresar hacia el Daphne con sus proprias fuerzas, y se percató de que, si apenas meneándose canino se acercaba algún palmo, en el momento mismo en que aflojaba para recuperar el resuello, el cabo volvía a tenderse, señal de que había vuelto hacia atrás.
Habíase aferrado a la cuerda, y la había tirado hacia sí, girando sobre sí mismo para envolvérsela en la cintura, de suerte que en poco tiempo había hecho retorno a la escalerilla. Una vez a bordo, decidió que intentar alcanzar la ribera a nado era peligroso. Tenía que construirse una balsa. Miraba aquella reserva de maderaje que era el Daphne, y daba en la cuenta de que no tenía nada con que arrebatarle ni siquiera el mínimo tronco, a menos que no pasara años y años segando un palo con el cuchillo.
¿Mas no había llegado hasta el Daphne atado a una tabla? Pues bien, se trataba de sacar de quicio una puerta y usarla como navecilla, empujándola acaso con las manos. Como martillo el pomo de la espada, introduciendo la hoja a modo de palanca, al final había conseguido arrancar de los goznes una de las puertas de la cámara de los oficiales. En la empresa, al final, la hoja habíase quebrado. Paciencia, no tenía que batirse ya contra seres humanos, sino contra la mar.
Mas si se hubiere echado a la mar encima de la puerta, ¿dónde habríale conducido la corriente? Arrastró la puerta hasta la amurada de babor y consiguió arrojarla al mar.
La puerta había flotado acidiosa, pero después de menos de un minuto estaba ya lejos del navío y era transportada primero hacia el lado izquierdo, más o menos en la dirección en la que él mismo había ido. A medida que se dirigía allende la proa, su velocidad había aumentado, hasta que en un cierto punto, a la altura del cabo septentrional de la bahía, había adoptado un movimiento acelerado hacia el norte.
Ahora corría como habría hecho el Daphne si hubiera levado el ancla. Roberto consiguió seguirla a simple ojo hasta que hubo rebasado el cabo, luego tuvo que tomar el anteojo de larga vista, y la vio proceder aún, rapidísima, allende el promontorio durante un largo trecho. La tabla huía, por tanto, expedita, en el cauce de un ancho río que tenía diques y orillas en medio de un mar que estábase tranquilo a sus lados.
Consideró que, si el meridiano ciento y ochenta extendíase a lo largo de una línea ideal que, a mitad de la bahía, enlazaba los dos promontorios, y si aquel río doblaba el propio curso inmediatamente después de la bahía, orientándose hacia el norte, ¡entonces éste, más allá del promontorio, fluía exactamente por el meridiano antípoda!
Si él hubiere estado sobre aquella tabla, habría navegado a lo largo de aquella línea que separaba el hoy del ayer; o el ayer de su mañana…
En aquel momento, sin embargo, sus pensamientos eran otros. Si hubiere estado sobre la tabla no habría tenido modo de oponerse a la corriente, sino con algún movimiento de las manos. Era menester ya un gran esfuerzo para dirigir el propio cuerpo, imaginémonos una puerta sin proa, sin popa y sin gobernalle.
La noche de su llegada la tabla lo había dirigido bajo el bauprés sólo por efecto de algún viento o corriente secundaria. Para poder prever un nuevo acontecimiento de este tipo, habría tenido que estudiar atentamente los movimientos de las mareas, durante semanas y semanas, acaso meses, tirando al mar decenas y decenas de tablas; y luego quién sabe aún…
Imposible, por lo menos en el estado de sus conocimientos, hidrostáticos o hidrodinámicos que fueren. Mejor seguir fiando en la natación. Alcanza más fácilmente la ribera, desde el centro de una corriente, un perro que patalea que no un perro dentro de una cesta.
Tenía que continuar, pues, su aprendizaje. Y no habríale bastado aprender a nadar entre el Daphne y la ribera. También en la bahía, en diferentes momentos de la jornada, según el flujo y el reflujo, manifestábanse corrientes menores: y por tanto, en el momento en el que procedía confiadamente hacia oriente, un juego de agua habría podido arrastrarlo primero hacia occidente y luego derecho hacia el cabo septentrional. Así pues, habría tenido que adquirir la destreza de nadar también contra corriente. Amarra mediante, no habría debido renunciar a desafiar también las aguas a la izquierda del buque.
En los días siguientes, Roberto, manteniéndose en el lado de la escala, habíase acordado de que en la Griva no había visto nadar solamente perros, sino también ranas. Y como quiera que un cuerpo humano en el agua, con las piernas y los brazos extendidos, recuerda más la forma de una rana que la de un perro, habíase dicho que quizá se podía nadar como una rana. Se había ayudado incluso vocalmente. Gritaba «croa croa» y lanzaba hacia fuera los brazos y las piernas. Luego había dejado de graznar, porque estas emisiones bestiales tenían como efecto dar demasiada energía a su bote y hacerle abrir la boca, con las consecuencias que un nadador ducho habría podido prever.
Habíase convertido en una rana anciana y reposada, majestuosamente silenciosa. Cuando sentía los hombros cansados, por aquel movimiento continuo de las manos hacia fuera, volvía a tomarmore canino. Una vez, mirando los pájaros blancos que seguían vociferantes sus ejercicios, a veces llegando a pique a pocas brazas de él para aferrar un pez (¡la Treta de la Gaviota!), había intentado incluso nadar como volaban ellos, con un amplio movimiento alar de los brazos; pero había dado cuenta de que es más difícil mantener cerradas la boca y la nariz que no un pico, y había renunciado a la empresa. Ya no sabía qué animal era, si perro o rana; quizá un sapejo peludo, un cuadrúpedo anfibio, un centauro de los mares, una viril sirena.
Y con todo eso, entre estos varios intentos, había reparado en que, bien o mal, un poco se movía: en efecto, había empezado su viaje a proa y ahora hallábase más allá de la mitad del costado. Pero cuando decidió invertir el camino y volver a la escala, advirtió que ya no tenía fuerzas, y tuvo que atraerse hacia atrás con el cabo.
Lo que le faltaba era la respiración apropiada. Conseguía ir pero no volver… Habíase convertido en nadador, aunque como aquel señor del que había oído hablar, que había hecho toda la peregrinación de Roma a Jerusalén, media milla al día, adelante y atrás en su jardín. No había sido jamás un atleta, y los meses en el Amarilis, siempre en su alojamiento, el desabrimiento del naufragio, la espera en el Daphne (salvo los pocos ejercicios impuestos por el padre Caspar), lo habían enflaquecido.
Roberto no demuestra saber que, nadando, se habría reforzado, y parece pensar más bien en fortalecerse para poder nadar. Vérnosle, por tanto, engullir dos, tres, cuatro yemas de huevo de un golpe, y devorar una gallina entera antes de intentar un nuevo chapuz. Afortunadamente estaba el cabo. Apenas en el agua, había sido acometido por convulsiones tales que casi no conseguía volver a subir.
Ahí lo tenemos, de noche, meditando sobre esta nueva contradicción. Antes, cuando ni siquiera esperaba poderla alcanzar, la Isla parecía aún al alcance de la mano. Ahora que estaba aprendiendo el arte que lo habría conducido allá abajo, la Isla se alejaba.
Es más, como la veía no sólo lejana en el espacio, sino también (y hacia atrás) en el tiempo, a partir de este momento, cada vez que menciona esta lejanía, Roberto parece confundir espacio y tiempo y escribe «la bahía está, ay infelice, demasiado ayer», y «cuan difícil es llegar allá abajo que está tan pronto»; o también «cuánto mar me separa del día apenas transcurrido», o incluso «están aproximándose nimbos amenazadores de la Isla, mientras aquí ya está sereno…».
Pero si la Isla se alejaba siempre más, ¿valía todavía la pena aprender a alcanzarla? Roberto, en los días que siguen, abandona las pruebas de natación para volver a ponerse a buscar con el anteojo de larga vista la Paloma Naranjada.
Ve papagayos entre las hojas, localiza unas frutas, sigue desde el alba al ocaso el avivarse y apagarse de colores diferentes en la espesura, pero no ve la Paloma. Empieza a pensar que el padre Caspar le ha mentido, o que ha sido víctima de alguna chanza suya. A momentos se convence de que tampoco el padre Caspar ha existido jamás; y ya no encuentra indicios de su presencia en el navío. Deja de creer en la Paloma, y tampoco cree ya, ni siquiera, que en la Isla esté la Specola. Saca dello ocasión de consuelo pues, se dice, habría sido irreverente corromper con una máquina la pureza de aquel paraje. Y vuelve a pensar en una Isla hecha a su medida, es decir, a la medida de sus sueños.
Si la Isla se erguía en el pasado, era el lugar que él tenía que alcanzar a toda costa. En aquel tiempo fuera de los goznes, él tenía no que encontrar, sino inventar de nuevo, la condición del primer hombre. Demora no de una fuente de la eterna juventud, sino fuente ella misma, la Isla podía ser el lugar donde cualquier criatura humana, olvidando el propio saber emponzoñado, habría encontrado, como un niño abandonado en la selva, un nuevo lenguaje capaz de nacer de un nuevo contacto con las cosas. Y con él habría nacido la única y verdadera nueva ciencia, de la experiencia directa de la naturaleza, sin que filosofía alguna la adulterara (como si la Isla no fuera padre, que transmite al hijo las palabras de la ley, sino madre, que le enseña a balbucear los primeros nombres).
Sólo así un náufrago renacido habría podido descubrir los dictámenes que gobiernan el curso de los cuerpos celestes y el sentido de los acrósticos que éstos trazan en el cielo, no fantaseando entre Almagestos y Cuadripartitos, sino directamente leyendo el sobrevenir de los eclipses, el tránsito de los escudos argirocomos y las fases de los astros. Sólo por la nariz que sangra a causa de la caída de una fruta, habría aprendido verdaderamente de un golpe tanto las leyes que arrastran los graves a gravedad, como de motu coráis et sanguinis in animalibus. Sólo con observar la superficie de un estanque y meter una rama en su apacible cristal, una caña, una de aquellas largas y rígidas hojas de metal, el nuevo Narciso, sin ningún computar dióptrico y esciatérico, habría captado la alternante escaramuza de la luz y de la sombra. Y quizá habría podido entender por qué la tierra es un espejo opaco que pincela con tinta lo que refleja, el agua una pared que vuelve diáfanas las sombras que se imprimen en ella, mientras en el aire, las imágenes no encuentran jamás una superficie de la cual rebotar, y la penetran huyendo hasta los extremos límites del éter, salvo volver a veces en forma de ilusiones y otros prodigios.
¿Mas poseer la Isla no era poseer a Lilia? ¿Y entonces? La lógica de Roberto no era la de aquellos filósofos cultipicaños y bobicultos, intrusos en el atrio del Liceo, que quieren siempre que una cosa, si es de tal modo, no pueda ser también del modo opuesto. Por un error, quiero decir un errar de la imaginación propio de los amantes, él sabía ya que la posesión de Lilia habría sido, al mismo tiempo, el venero de toda revelación. Descubrir las leyes del universo a través de un anteojo le parecía solamente la forma más larga de alcanzar una verdad que habríasele revelado en la luz ensordecedora del placer si hubiera podido abandonar la cabeza en el regazo de la amada, en un Jardín en el que todos los arbustos fueran Árbol del Bien.
Pero, cual también nosotros deberíamos saber, ya que desear algo que está lejos evoca el espectro de alguien que nos lo substraiga, Roberto dio en temer que en las delicias de aquel Edén se hubiera introducido una Serpiente. Fue embargado por la idea de que en la Isla, usurpador más raudo, lo esperara Ferrante.