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TECHNICA CURIOSA

Cuando el padre Caspar dijo que era de nuevo domingo, Roberto dio en la cuenta de que había pasado más de una semana desde el día de su encuentro. El padre Caspar celebró la misa, luego dirigióse hacia él con aire decidido.

—Yo no puedo esperar que tú a natar aprendes —había dicho.

Roberto contestó que no era culpa suya. El jesuita admitió que quizá no era culpa suya, pero, entre tanto, el rigor del tiempo y los animales silvestres le estaban echando a perder la Specola, que había que cuidar, en cambio, cada día. Por lo cual, ultima ratio, no quedaba sino una solución: a la Isla habría ido él. Y a la pregunta de cómo habría hecho, el padre Caspar dijo que lo habría intentado con la Campana Acuática.

Explicó que desde hacía mucho tiempo estudiaba cómo navegar bajo el agua. Había pensado incluso en construir una lancha de madera reforzada con hierro y con doble casco, como si fuera una caja con su tapadera. La nave habría medido setenta y dos pies de largo, treinta y dos de altura, y ocho de anchura, y era bastantemente pesada para descender bajo la superficie. Habría sido movida por una rueda con palas, accionada por dos hombres en el interior, como hacen los burros con la muela de un molino. Y para ver dónde se estaba yendo se hacía salir un tubospicillum, un ocular que, por un juego de lentes internas, habría permitido explorar desde dentro lo que sucedía al aire libre.

¿Por qué no la había construido? Porque así está hecha la naturaleza, decía, para humillación de nuestra poquedad: hay ideas que sobre el papel parecen perfectas y luego ante la prueba de la experiencia se demuestran imperfectas, y nadie sabe por qué razón.

Sin embargo, el padre Caspar había construido la Campana Acuática:

—Et la plebícola ignorante, si habrían dicho a ellos que alguien en el fondo del Rin descender puede manteniendo secas las ropas, e incluso en las manos un fuego en un brasero teniendo, dirían que era un despropósito. Y en cambio, la prueba de la experiencia hala habido, y casi un siglo ha en el ópido de Toleto en Hispania. Por tanto, yo llego a la isla agora con mi Campana Acuática, andando, como agora ves que ando.

Se dirigió hacia el pañol de víveres, que era evidentemente un almacén inagotable: además de los pertrechos astronómicos, quedaba aún algo más. Roberto viose obligado a llevar a la puente otras barras y semicírculos de metal y un voluminoso envoltorio de piel que olía aún a su cornudo donador. De poco sirvió que Roberto recordara que, si domingo era, no había de trabajarse en el día del Señor. El padre Caspar había contestado que aquello no era trabajo, y mucho menos servil, sino ejercicio de un arte nobilísima entre todas, y que su esfuerzo habría sido consagrado al incremento del conocimiento del gran libro de la naturaleza. Y por ende, era como meditar sobre los textos sagrados, de los que el libro de la naturaleza no se aparta.

Roberto tuvo, pues, que ponerse al trabajo, espolado por el padre Caspar, que intervenía en los momentos más delicados, donde los elementos metálicos se juntaban mediante ensambladuras ya predispuestas. Trabajando toda la mañana puso a punto una jaula en forma de tronco de cono, un poco más alta que un hombre, en la que tres círculos, el de arriba de diámetro menor, el mediano y el de abajo progresivamente más anchos, sosteníanse paralelos gracias a cuatro palancas inclinadas.

En el círculo de en medio estaba fijado un braguero de tela en el que podía ensartarse un hombre, tal que, por un juego de fajas que tenían que pasar también por los hombros y el pecho, del hombre no aseguraba sólo la ingle para impedir su descenso, sino también los hombros y el cuello, de suerte que la cabeza no fuera a tocar el círculo superior.

Mientras Roberto se preguntaba para qué podía servir todo aquel agregado, el padre Caspar había desplegado el envoltorio de piel, que se demostró como el ideal estuche, o guante, o dedal de aquella compage metálica, y no fue difícil revestirla, cerrándola con ganchos desde el interior, para que el objeto, una vez acabado, no pudiere ser ya desollado. Y el objeto acabado era de verdad un cono sin punta, cerrado por arriba y abierto en la base; o si se quiere, precisamente, una especie de campana. En ella, entre el círculo superior y el mediano, abríase una ventanilla de cristal. Sobre el tejadillo de la campana había sido asegurada una argolla robusta.

En ese punto, la campana fue desplazada hacia el cabestrante y enganchada a un brazo que, por un perspicaz sistema de garruchas, habría permitido alzarla, bajarla, transportarla fuera del bordo, arriarla o izarla, como sucede con toda bala, cajón o fardo que se cargare o descargare de un navío.

El cabestrante estaba un poco herrumbroso después de días de inedia, pero al final Roberto consiguió accionarlo e izar la campana a media altura, de suerte que se pudieran divisar sus vientres.

Esta campana esperaba ahora sólo un pasajero que se metiera dentro y se ciñera el braguero, así que colgara en el aire como un badajo.

Podía entrar un hombre de cualquier estatura: bastaba con ajustar las correas aflojando o apretando hebillas y nudos. Con que, una vez fajado, el habitante de la campana habría podido andar, llevando de paseo su habitáculo; y las cintas hacían de modo que la cabeza permaneciera a la altura de la ventanilla, y el borde inferior le llegara más o menos a la pantorrilla.

Ahora a Roberto no le quedaba sino figurarse, explicaba triunfante el padre Caspar, qué hubiera acontecido cuando el cabestrante hubiera hecho descender la campana al mar.

—Acontece que el pasajero se anega —había concluido Roberto, como habría hecho cualquiera.

Y el padre Caspar le había acusado de saber bastante poco de «equilibrio de los liquores».

—Tú puedes quizá pensar que el vacío en alguna parte está, como dicen esos de la Sinagoga de Satanás aderezos con los cuales hablabas en París. Tú quizá admites que en la campana no está el vacío, pero aire. Et cuando tú una campana llena de aire en el agua arrías, no entra el agua. O aquesa o el aire.

Era verdad, admitía Roberto. Y por tanto, por muy alto que fuera el mar, el hombre podía caminar sin que entrara el agua en ella, o por lo menos, hasta que el pasajero con su respiración no hubiere consumido todo el aire, transformándolo en vapor (como se ve cuando se alienta ante un espejo), el cual, siendo menos denso que el agua, a ésta habría últimamente cedido el lugar; prueba definitiva, comentaba triunfalmente el padre Caspar, de que la naturaleza tiene en gran espanto al vacío. Con una campana de aquella mole el pasajero podía contar, había calculado el padre Caspar, a lo menos con una treintena de minutos de respiración. La ribera parecía muy lejana, para alcanzarla a nado, pero andando habría sido un paseo, porque casi a mitad de camino entre el navío y la orilla empezaba la barbacana coralina, a tal punto que la barca no había podido seguir por aquel camino sino que había tenido que dar un rodeo más largo allende el promontorio. Y en ciertos trechos los corales estaban a la flor del agua. Si se hubiera dado principio a la expedición en época de reflujo, el camino por hacer bajo el agua habría disminuido aún. Bastaba con llegar a aquellas tierras emergidas, y en cuanto el pasajero hubiera subido incluso sólo media pierna por encima de la superficie, la campana se habría llenado de nuevo de aire fresco.

¿Pero cómo se habría andado sobre el fondo marino, que debía de estar erizado de peligros, y cómo habría sido posible subir sobre la barbacana, que estaba hecha de piedras afiladas y de corales más cortantes que las piedras? Y además ¿cómo habría bajado la campana, sin volcarse en el agua o ser rechazada hacia arriba por las mismas razones por las que un hombre que se zambulle vuelve a flote?

El padre Caspar, con una sonrisa taimada, añadía que Roberto había olvidado la objeción más importante: que al impeler en el mar la sola campana llena de aire, habríase movido tanta agua como era su masa, y esta agua habría tenido un peso harto mayor que el del cuerpo que intentaba penetrarla, al cual habría opuesto, pues, mucha resistencia. Pero en la campana habría habido también muchas libras de hombre, y por fin, estaban los Coturnos Metálicos. Y con el aire de quien había pensado en todo, iba a extraer del inagotable pañol un par de botines con suelas de hierro, que medían más de cinco dedos, y se anudaban a la rodilla. El hierro habría hecho de zahorra, y habría protegido, además, los pies del viandante. Habríale hecho más lento el camino, aunque habríale quitado aquellas preocupaciones por el terreno accidentado que normalmente hacen tímido el paso.

—Mas si desde el resbaladero que se halla aquí abajo Vuestra Merced tiene que volver a subir a la ribera, ¡será un recorrido todo cuesta arriba!

—¡Tú no estabas aquí cuando el ancla arriado han! Yo he antes el sondeo hecho. ¡Nada vorágine! ¡Si el Daphne iría un poco más adelante, encallaríase!

—¿Y cómo podrá sostener la campana que le pesa sobre la cabeza? —preguntaba Roberto.

Y el padre Caspar tenía que recordarle que en el agua este peso no se habría sentido, y Roberto lo habría sabido si alguna vez hubiera probado a empujar una barca o a pescar con la mano una bola de hierro de un baño, que el esfuerzo habríalo hecho todo una vez sacada la bola del agua, no mientras estaba inmersa.

Roberto, ante la obstinación del viejo, intentaba retrasar el momento de su ruina.

—Mas si se arría la campana con el cabestrante —preguntábale—, ¿cómo se desengancha luego la amarra? Si no, la cuerda le refrena y no puede Vuestra Merced alejarse del navío.

Caspar contestaba que, una vez él en el fondo, Roberto habría dado en la cuenta porque la amarra habríase aflojado: y en ese punto se la cortaba. ¿Creía acaso que él debía volver por el mismo camino? Una vez en la Isla habría ido a recuperar la barca, y con aquélla habría vuelto, si Dios quería.

Mas en cuanto estuviere en tierra, cuando se hubiere desligado de las correas, la campana, si otro cabestrante no la hubiere mantenido levantada, habría bajado para tocar tierra aprisionándolo.

—¿Queréis pasar el resto de vuestra vida en una isla encerrado en una campana?

Y el viejo contestaba que, una vez libertado de aquellas bragas, no tenía sino que rasgar la piel con su cuchillo, y habría salido afuera como Minerva de la cabeza de Júpiter.

¿Y si debajo del agua hubiera encontrado un gran pez, de esos que devoran a los hombres? Y el padre Caspar riendo: incluso el más feroz de los peces, cuando encuentra en su camino una campana semoviente, cosa que infundiría temor incluso a un hombre, es presa de tal desconcierto que se da a rauda fuga.

—En fin —había concluido Roberto, sinceramente preocupado por su amigo—, Vuestra Merced es viejo y endeble, ¡si alguien debe absolutamente intentarlo seré yo!

El padre Caspar le había dado las gracias pero le había explicado que él, Roberto, había dado ya muchas pruebas de ser un botarate, y quién sabe la que le habría armado; que él, Caspar, tenía ya algún que otro conocimiento de ese brazo de mar y de la barbacana, y parecidos los había visitado en otros lugares, con una barca plana; que aquella campana habíala hecho construir él y que, por tanto, conocía sus vicios y virtudes; que tenía buenas nociones de física hidrostática y habría sabido cómo salir de apuros en un caso no previsto; y finalmente, había añadido, como si dijera la última de las razones a su favor, «finalmente yo tengo la fe y tú no».

Y Roberto había entendido que ésta no era absolutamente la última de las razones, sino la primera, y sin duda la más hermosa. El padre Caspar Wanderdrossel creía en su campana como creía en su Specola, y creía tener que usar la campana para alcanzar la Specola, y creía que todo lo que estaba haciendo era para la mayor gloria de Dios. Y tal como la fe puede demoler las montañas, a buen seguro podía superar las aguas.

No quedaba sino volver a colocar en la cubierta la campana y prepararla para la inmersión. Una operación que los mantuvo ocupados hasta la noche. Para adobar la piel de suerte que ni el agua pudiera penetrar en ella ni el aire salir, era menester usar un empaste que preparábase a fuego lento, dosificando tres libras de cera, una de terebintina, y cuatro onzas de otro barniz usado por los carpinteros. Luego se trataba de hacer que la piel absorbiera aquella substancia dejándola reposar hasta el día siguiente. Por fin, con otra pasta hecha de brea y cera hubo que llenar todos los resquicios en los bordes de la ventanilla, donde el cristal ya había sido fijado con almáciga, a su vez calafateada.

Ómnibus rimis diligenter repletis —tal como había dicho—, el padre Caspar pasó la noche en oración. Al alba volvieron a controlar la campana, las correas, los ganchos. Caspar esperó el momento justo en el que pudiera aprovechar al máximo el reflujo, y en el que, con todo, el sol estuviera ya bastante alto, de suerte que iluminara el mar ante él, arrojando cualquier sombra detrás de sus espaldas. Luego se abrazaron.

El padre Caspar repitió que habríase tratado de una solazada empresa en la que habría visto cosas portentosas que ni siquiera Adán o Noé habían conocido, y temía cometer pecado de soberbia, tan orgulloso estaba de ser el primer hombre que descendía al mundo marino.

—Pero —añadía—, ésta es también una prueba de mortificatione: si Nuestro Señor encima de las aguas caminado ha, yo debajo caminaré, como a un pecador conviene.

No quedaba sino volver a levantar la campana, ponérsela encima al padre Caspar, y controlar que él fuera capaz de moverse holgadamente.

Durante algún minuto, Roberto asistió al espectáculo de un caracolón, pero qué digo, de un bejín, de un agárico migratorio, que procedía a pasos lentos y torpes, a menudo parándose y dando media vuelta sobre sí mismo cuando el padre quería mirar a la derecha o a la izquierda. Más que en una marcha, aquella capucha ambulante parecía ocupada en una gavota, en una bourrée que la ausencia de la música hacía aún más desgarbada.

Por fin, el padre Caspar pareció satisfecho de sus pruebas y, con una voz que parecía salirle de los calzares, dijo que se podía proceder.

Allegóse al cabestrante, Roberto enganchó, se puso a empujar el cabestrante, y controló una vez más que, levantada la campana, los pies se columpiaran y el viejo no resbalara hacia abajo o la campana no se desenvainara hacia arriba. El padre Caspar campaneaba y retumbaba que todo iba de la mejor de las maneras, aunque era menester darse prisa:

—¡Estos coturnos tiran de mis piernas y casi arráncanlas del vientre! ¡Pronto, pon a mí en el agua!

Roberto había gritado todavía unas frases de incitamento y había arriado lentamente el vehículo con su humano motor. Lo cual fue empresa no fácil, porque él hacía solo el trabajo de muchos marineros. Por tanto, aquella bajada le pareció eterna, como si el mar se rebajara a medida que él multiplicaba sus esfuerzos. Pero al final, oyó un ruido en el agua, advirtió que su esfuerzo disminuía y después de pocos instantes (que a él le parecieron años) sintió que el cabestrante giraba ya en vacío. La campana había tomado pie. Cortó la cuerda, luego se arrojó sobre la amurada para mirar hacia abajo. Y no vio nada.

Del padre Caspar y de la campana no quedaba ningún rastro.

—¡Qué gran seso de un jesuita —díjose Roberto admirado—, lo ha conseguido! Piensa, allá abajo hay un jesuita andando, y nadie podría adivinarlo. ¡Los valles de todos los océanos podrían estar poblados por jesuítas, y nadie lo sabría!

Luego pasó a pensamientos más prudentes. Que el padre Caspar estuviera abajo, era invisiblemente evidente. Que volviera arriba, todavía no estaba claro.

Le pareció que el agua estaba agitándose. La jornada había sido elegida precisamente porque era serena; sin embargo, mientras estaban realizando las últimas operaciones, habíase levantado un viento que a aquella altura encrespaba sólo un poco la superficie, pero en la ribera creaba algunos juegos de olas que, sobre los escollos ya sobresalientes, habrían podido estorbar el desembarco.

Hacia la punta norte, donde se erguía una pared casi plana y en picado, divisaba rociadas de espuma que iban a abofetear la roca, dispersándose por el aire como muchas avucastas blancas. Era seguramente el efecto de olas que chocaban contra una serie de pequeños farellones que él no conseguía ver, pero desde el navío parecía como si una serpiente soplara desde el abismo aquellas lenguas de fuego cristalino.

La playa parecía, sin embargo, más tranquila, la mareta se producía sólo a medio camino, y aquello era para Roberto una buena señal: indicaba el lugar donde la barbacana asomaba fuera del agua y marcaba el límite allende el cual el padre Caspar ya no habría corrido peligro.

¿Dónde estaba agora el viejo? Si habíase puesto en marcha inmediatamente después de haber tomado pie, hubiera debido recorrer ya… ¿Mas cuánto tiempo había pasado? Roberto había perdido el sentido del transcurrir de los instantes, cada uno computándolo como una eternidad, y así pues, tendía a reducir el resultado presunto, y convencíase de que el viejo acababa de bajar, y quizá estaba aún bajo la carena, intentando orientarse. Entonces nacía la sospecha de que la amarra, retorciéndose sobre sí misma mientras descendía, hubiera hecho dar una media vuelta a la campana, de suerte que el padre Caspar habíase encontrado sin saberlo con la ventanilla dirigida hacia occidente, y estaba caminando hacia la alta mar.

Luego, Roberto decíase que, yendo hacia la alta mar, cualquiera habría dado en la cuenta de que bajaba en vez de subir, y habría cambiado rumbo. ¿Y si en aquel punto hubiera habido una pequeña cuesta hacia occidente y quien subía creía que iba a oriente? Con todo y con eso, los reflejos del sol habrían mostrado la parte por la cual el astro estaba moviéndose… Pero ¿cómo se ve el sol en el abismo? ¿Pasan sus rayos como por una vidriera de iglesia, en haces compactos, o se diseminan en un refractarse de gotas, de modo que quien mora allá abajo ve la luz como un centellear privado de direcciones?

No, decíase luego: el viejo entiende perfectamente adonde tiene que ir, quizá está ya a medio camino entre el navío y la barbacana; es más, ya ha llegado, ya está, quizá ahora va a subir con sus grandes suelas de hierro, y dentro de poco lo veo…

Otro pensamiento: en realidad, nadie antes de hoy ha estado en el fondo del mar. Quién me dice que allá abajo a cabo de pocas brazas no se entre en la negrura absoluta, habitada sólo por criaturas cuyos ojos emanan únicamente vagos esplendores… ¿Y quién dice que en el fondo del mar se tenga aún el sentido del recto camino? Quizá está girando en círculo, está recorriendo siempre el mismo camino, hasta que el aire de su pecho se transforme en humedad, que invita al agua amiga a la campana…

Se acusaba de no haberse traído, por lo menos, una clepsidra a la cubierta: ¿cuánto tiempo había pasado? Quizá ya más de media hora, demasiado, ay mísero, y era él el que sentíase sofocar. Entonces respiraba con todos los pulmones, renacía, y creía que aquella era la prueba de que instantes habían pasado poquísimos, y el padre Caspar estaba gozando todavía de un aire purísimo.

Quizá el viejo se había ido de soslayo, es inútil mirar ante sí como si hubiera tenido que volver a emerger a lo largo del recorrido de la bala de arcabuz. Podía haber hecho muchas desviaciones, buscando el mejor acceso a la barbacana. ¿No había dicho, mientras montaban la campana, que era un golpe de suerte que el cabestrante lo depusiera precisamente en aquel punto? Diez pasos más al norte, la falsabraca se abismaba de golpe formando una ladera escarpada, contra la cual una vez había chocado la barca, mientras recto ante el cabestrante había un paso, por el cual también la barca había pasado, yendo a encallarse allá donde los escollos subían poco a poco.

Ahora bien, podía haberse equivocado al mantener la dirección, habíase encontrado ante un muro, y estaba bordeándolo hacia el sur buscando el pasaje. O quizá lo bordeaba hacia el norte. Había que hacer correr el ojo a lo largo de toda la ribera, de una a otra punta, quizá habría emergido allá abajo, coronado por hiedras marinas… Roberto volvía la cabeza de un extremo a otro de la bahía, temiendo que, mientras miraba a la izquierda, pudiera perder al padre Caspar ya emergido a la derecha. Si bien podía identificarse inmediatamente a un hombre incluso a aquella distancia, imaginémonos una campana de cuero goteando al sol, como un caldero de cobre recién lavado…

¡El pez! Quizá en las aguas había verdaderamente un pez caníbal, de ninguna manera asustado por la campana, que había devorado completamente al jesuita. No, de ese pez habríase divisado la sombra obscura: si estaba, debía de estar entre el navío y el principio de las rocas coralinas, no más allá. Pero quizá el viejo había llegado ya a las rocas, y espinas animales o minerales habían perforado la campana, haciendo salir todo el poco aire que quedaba…

Otro pensamiento: ¿quién me asegura que el aire en la campana bastara verdaderamente durante tanto tiempo? Lo dijo él, pero él también se equivocó cuando estaba seguro de que su palangana habría funcionado. A fin de cuentas, este buen Caspar ha demostrado ser un venático, y quizá toda esa historia de las aguas del Diluvio, y del meridiano, y de la Isla de Salomón, es un cúmulo de consejas. Y luego, aunque tuviera razón por lo que concierne a la Isla, podría haber calculado mal la cantidad de aire de la que un hombre tiene necesidad. Y por fin, ¿quién me dice que todos aquellos aceites, aquellas esencias, hayan colmado de verdad todos los resquicios? Quizá en este momento el interior de la campana parece una de esas cuevas en las que chorrea el agua por doquier, quizá toda la piel transpira como una esponja, ¿no es verdad, acaso, que nuestra piel es toda un cedazo de poros imperceptibles, y desde luego que existen, si a través de ellos filtra el sudor? Y si esto acaece con la piel de un hombre, ¿puede acaecer también con la piel de un buey? ¿O los bueyes no sudan? Y cuando llueve, un buey, ¿se siente mojado también dentro?

Roberto retorcíase las manos y maldecía su prisa. Estaba claro, él estaba creyendo que habían pasado horas y habían pasado, en cambio, pocas pulsaciones de pulso. Se dijo que no tenía razones para temblar, él, y muchas más habría tenido el atrevido anciano. Quizá él tenía que favorecer, más bien, su viaje con la oración, o por lo menos con la esperanza y el auspicio.

Y además, decíase, me he imaginado demasiadas razones de tragedia y es proprio de los melancólicos generar espectros que la realidad es incapaz de emular. El padre Caspar conoce las leyes hidrostáticas, ya ha sondeado este mar, ha estudiado el Diluvio a través de los fósiles que pueblan todos los mares. Calma, basta con que yo comprenda que el tiempo transcurrido es mínimo, y sepa esperar.

Daba en la cuenta de que amaba, ya, a aquel que había sido el Intruso, y de que lloraba, ya, sólo al pensamiento de que hubiere podido acontecerle una desgracia. Vamos viejo, murmuraba, vuelve, renace, resucita, por Dios, que le cortaremos el cuello a la gallina más gorda, ¿no querrás dejar sola a tu Specola Melitense?

Y de pronto advirtió que ya no veía las rocas cerca de la ribera, signo de que el mar había empezado a levantarse; y el sol, que antes divisaba sin tener que alzar la cabeza, ahora estaba precisamente encima del. Así pues, desde el momento de la desaparición de la campana habían transcurrido no ya minutos sino horas.

Tuvo que repetirse aquella verdad en voz alta, para encontrarla creíble. Había contado como segundos lo que eran minutos, él habíase convencido de que tenía en el pecho un reloj loco, que pulsaba precipitadamente, y en cambio, su reloj interno había aflojado el paso. Desde quién sabe cuándo, diciéndose que el padre Caspar acababa de bajar, esperaba a una criatura a la que el aire habíale faltado ya desde hacía tiempo. Desde quién sabe cuándo estaba esperando un cuerpo que yacía sin vida en algún punto de aquella amplitud.

¿Qué podía haber acontecido? Todo, todo lo que había pensado; y quizá con su malhadado miedo habíalo hecho acaecer, él, portador de mala suerte. Los principios hidrostáticos del padre Caspar podían ser ilusorios, quizá el agua en una campana entra precisamente desde abajo, sobre todo si el que está dentro patalea el aire hacia fuera, ¿qué sabía Roberto de verdad sobre el equilibrio de los líquidos? O quizá el choque había sido demasiado rápido, la campana había zozobrado. O el padre Caspar había tropezado a medio camino. O lo había perdido, el camino. O su corazón más que septuagenario, desigual a su celo, había cedido. Y por fin, ¿quién dice que, a esa profundidad, el peso del mar no pueda aplastar el cuero tal y como se exprime un limón o se desvaina un haba?

Si hubiere muerto ¿no hubiere debido su cadáver volver a flote? No, estaba anclado por las suelas de hierro, de las cuales sus pobres piernas habrían salido sólo cuando la acción conjunta de las aguas, y de muchos pequeños peces ávidos, lo hubieran reducido a un esqueleto…

Luego, de golpe, tuvo una intuición radiante. ¿Pero qué estaba farfullando en la mente? Pues claro, bien se lo había dicho el padre Caspar, la Isla que él veía ante sí no era la Isla de hoy, sino la de ayer. ¡Más allá del meridiano era aún el día de antes! ¿Podía esperarse ver ahora en aquella playa, que era aún ayer, a una persona que había bajado al agua hoy? Sin duda no. El viejo habíase sumergido en la primera mañana de aquel lunes, pero si en el navío era lunes, en aquella Isla era todavía domingo, y por tanto, él habría podido ver al anciano allegándose a ella sólo hacia la mañana de su mañana, cuando en la Isla fuera, apenas entonces, lunes…

He de aguardar hasta mañana, se decía. Y luego: ¡Caspar no puede aguardar un día, el aire no le basta! Y aún: soy yo el que debo aguardar un día, él sencillamente ha vuelto a entrar en el domingo en cuanto ha franqueado la línea del meridiano. ¡Dios mío, pero entonces la Isla que veo es la del domingo, y si llegó el domingo, yo debería verle ya! No, me estoy equivocando en todo. La Isla que veo es la de hoy, es imposible que yo vea el pasado como en una esfera mágica. Es allá en la Isla, sólo allá, donde es ayer. Pero si veo la Isla de hoy, debería verle a él, que en el ayer de la Isla está ya, y se encuentra viviendo un segundo domingo… Que luego, llegado ayer u hoy, debería haber dejado en la playa la campana destripada, y no la veo. Pero podría haberla llevado consigo a la espesura. ¿Cuándo? Ayer. Veamos pues: hagamos que la que yo veo es la Isla del domingo. He de aguardar a mañana para ver que él llega el lunes…

Podríamos decir que Roberto había perdido definitivamente el juicio, y con buena razón: comoquiera que hubiera calculado, la cuenta no le habría salido. Las paradojas del tiempo hacen que perdamos el juicio también nosotros. Por lo tanto, era normal que no consiguiera entender ya qué hacer: y se redujo a hacer lo que cada uno, a lo menos víctima de la propia esperanza, habría hecho. Antes de abandonarse a la desesperación se dispuso a esperar el día por venir.

Cómo lo hiciera, es difícil de reconstruir, yendo adelante y atrás por la puente, no tocando comida, hablando consigo mismo, con el padre Caspar y con las estrellas, y quizá echando de nuevo mano al aguardiente. El caso es que lo volvemos a encontrar al día siguiente, mientras la noche esclarece y el cielo se tiñe, y luego, después de salir el sol, siempre más tenso a medida que las horas transcurren, ya alterado entre las once y medio día, en completo desorden entre medio día y el ocaso, hasta que debe rendirse a la realidad; y esta vez sin duda alguna. Ayer, ciertamente ayer, el padre Caspar sumergióse en las aguas del océano austral, y ni ayer ni hoy ha salido. Y como todo el prodigio del meridiano antípoda se juega entre el ayer y el mañana, no entre ayer y pasado mañana, o mañana y antes de ayer, ya estaba seguro de que de aquel mar el padre Caspar no habría vuelto a salir nunca más.

Con matemática, es más, cosmográfica y astronómica certidumbre, su pobre amigo estaba perdido. Ni se podía decir dónde estaba su cuerpo. En un lugar indeterminado allá abajo. Quizá existían corrientes violentas bajo la superficie y aquel cuerpo estaba ya en alta mar. O quizá no, debajo del Daphne existía una fosa, un precipicio, la campana habíase asentado allí y de allí el viejo no había podido volver a subir, consumiendo el poco aliento, siempre más acuoso, para invocar ayuda.

Quizá, para huir, habíase librado de sus correas, la campana aún llena de aire había hecho un salto hacia arriba, pero su parte férrea había frenado aquel primer impulso y la había refrenado a media agua, quién sabe dónde. El padre Caspar había intentado liberarse de sus botas, pero no lo había conseguido. Ahora en aquella costanera, arraigado en la roca, su cuerpo exánime vacilaba como un alga.

Y mientras Roberto así pensaba, el sol del martes estaba ya detrás de sus espaldas; el momento de la muerte del padre Caspar Wanderdrossel hacíase siempre más remoto.

El ocaso creaba un cielo ictérico detrás del verde sombrío de la isla, y un mar estigio. Roberto entendió que la naturaleza se contristaba con él, y, como a veces le acaece a quien queda despojado de una persona querida, poco a poco dejó de llorar la desventura de ésta, y lloró la propia, y la propia soledad recobrada.

Hacía poquísimos días que se había librado della, el padre Caspar habíase convertido para él en el amigo, el padre, el hermano, la familia y la patria. Agora daba en la cuenta de que estaba de nuevo desacompañado y recoleto. Esta vez para siempre.

Sin embargo, en aquel anonadamiento, otra ilusión estaba tomando cuerpo. Ahora él estaba seguro de que la única forma de salir de su reclusión no debía buscarla en el Espacio infranqueable, sino en el Tiempo.

Ahora tenía que aprender a nadar de verdad, y alcanzar la Isla. No tanto para hallar algún despojo del padre Caspar perdido en los pliegues del pasado, sino para detener el hórrido progresar del propio mañana.