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DIÁLOGO SOBRE LOS SISTEMAS DEL MUNDO

Lo que sigue tiene una naturaleza incierta: no entiendo si se trata de crónicas de los diálogos que se desarrollaron entre Roberto y el padre Caspar, o de apuntes que el primero tomaba de noche para rebatir con despejo, de día, al segundo. Como quiera que sea, es evidente que, durante todo el período en el que había permanecido a bordo con el viejo, Roberto no había escrito cartas a la Señora. Así como, poco a poco, de la vida nocturna estaba pasando a la vida diurna.

Por ejemplo, hasta entonces había mirado la Isla de primera mañana, y tiempos brevísimos, o al atardecer, cuando se perdía el sentido de los límites y de las lejanías. Solamente ahora descubría que el flujo y el reflujo, es decir, el juego alterno de las mareas, por una parte del día llevaba las aguas a regalar la franja de arena que las separaba de la selva, y por la otra, hacíalas retraerse dejando al descubierto un paraje de escollos que, explicaba el padre Caspar, era la última estribación de la barbacana coralina.

Entre el flujo, o la creciente, y el reflujo, explicábale su compañero, pasan unas seis horas, y éste es el ritmo de la respiración marina bajo la influencia de la Luna. No como querían algunos en los tiempos idos, que este movimiento de las aguas atribuíanselo al huelgo de un monstruo de los abismos, y por no hablar de aquel señor francés que afirmaba que, incluso si la tierra no se mueve de oeste a este, con todo y eso, cabecea, por así decir, de norte a sur y viceversa, y en este movimiento periódico es natural que el mar ascienda y descienda, como cuando uno se encoge de hombros, y el hábito sube y baja por el cuello.

Misterioso problema, el de las mareas, porque cambian según las tierras y los mares, y la posición de las costas con respecto a los meridianos. Como regla general, durante la luna nueva, se produce la alta marea a medio día y a media noche, pero luego, día a día, el fenómeno retrasa cuatro quintos de hora, y el ignaro que no lo sabe, viendo que a la hora tal de un día tal un determinado canal era navegable, se aventura en él a la misma hora del día después, y encalla en un bajío. Por no hablar de las corrientes que las mareas suscitan, y algunas son tales que, en el movimiento de reflujo, un navío no consigue llegar a tierra.

Y además, decía el viejo, por cada lugar en el que uno se encuentre, es necesario un cómputo diferente, y son necesarias las Tablas Astronómicas. Intentó, es más, explicarle a Roberto aquellos cálculos: es necesario observar el retraso de la luna, multiplicando los días de la luna por cuatro y dividiendo luego por cinco, o lo contrario. El caso es que Roberto no entendió nada, y veremos más adelante cómo esta ligereza suya fuele causa de graves tedios. Limitábase solamente a seguir asombrándose de que la línea del meridiano, que habría debido correr entre cabo y cabo de la Isla, a veces pasara por el mar, a veces por los escollos, y no daba nunca en la cuenta de cuál era el momento justo. También porque, flujo o reflujo que fuere, el gran misterio de las mareas importábale bastante menos que el gran misterio de esa línea allende la cual el Tiempo iba hacia atrás.

Hemos dicho que no tenía una gran propensión a no creer en lo que el jesuita le contaba. Aunque a menudo divertíase provocándole, para hacerle que contara aún más, y con ese designio, acudía a todo el repertorio de argumentaciones que había oído en los cenáculos de aquellos hombres de bien que el jesuita consideraba, si no emisarios de Satán, por lo menos tragaldabas y borrachones que habían hecho de la taberna su Liceo. En definitiva, no obstante, resultábale difícil rechazar la física de un maestro que, según los principios de esa misma física suya, estábale enseñando ahora a nadar.

Como primera reacción, no habiéndosele ido de la cabeza su naufragio, había afirmado que por nada en el mundo habría vuelto a tomar contacto con el agua. El padre Caspar habíale hecho observar que precisamente durante el naufragio esa agua lo había sostenido, signo, pues, de que era elemento afectuoso y no enemigo. Roberto había contestado que el agua había sostenido no a él, sino a la madera a la que él habíase atado, y para el padre Caspar había sido un juego de niños hacerle observar que si el agua había sostenido una madera, criatura sin alma, codiciosa del precipicio como sabe quienquiera que haya tirado una madera desde lo alto, a mayor razón era apropiada para sostener a un ser viviente dispuesto a secundar la natural tendencia de los líquidos. Roberto habría debido saber, si alguna vez había tirado al agua un perrillo, que el animal, moviendo las patas, no sólo vagaba sobre el licuor, sino que volvía prestamente a la ribera. Y, añadía Caspar, quizá Roberto no sabía que si se pone en el agua a los niños de pocos meses, saben nadar, porque la naturaleza nos ha hecho natátiles como a cualquier otro animal. Desdichadamente, somos más propensos que los animales al prejuicio y al error, y por eso, creciendo, adquirimos falsas nociones sobre las virtudes de los líquidos, de suerte que temor y desconfianza nos hacen perder ese don natal.

Roberto entonces le preguntaba si él, el reverendo padre, había aprendido a nadar, y el reverendo padre contestaba que él no pretendía ser mejor que muchos otros que habían evitado hacer cosas buenas. Había nacido en un pueblo alejadísimo del mar y había hollado un navío solamente a una edad tardía cuando, decía, ya su cuerpo era todo un apolillarse el cuero cabelludo, empañarse la vista, gotear la nariz, zumbar las orejas, amarillear la dentadura, entumecerse la cerviz, atragantarse el gaznate, contraer podagra los talones, marchitarse la corambre, blanquearse los pelos, crujir las tibias, temblar los dedos, trompicar los pies, y su pecho era un único remondar catarros entre gargajos de baba y chupar de saliva.

Empero, precisaba inmediatamente, al ser su mente más ágil que su esqueleto, él sabía lo que los sabios de la antigua Grecia habían descubierto ya, es decir que si se sumerge un cuerpo en un líquido, este cuerpo recibe sostén y empuje hacia arriba por tanta agua como la que mueve, pues el agua intenta ocupar el espacio del cual ha sido desterrada. Y no es verdad que está a nado o no según la forma, y habíanse engañado los antiguos, según los cuales una cosa plana va sobre el agua y una puntiaguda se va a pique; si Roberto hubiera intentado introducir con fuerza en las aguas, qué sé yo, una botella (que plana no es) habría advertido la misma resistencia que si hubiera intentado empujar una bandeja.

Se trataba, así pues, de tomar confianza con el elemento, y luego todo habría acontecido por sí mismo. Y proponía que Roberto se descolgara por la escalerilla de cuerda que colgaba en la proa, que él llamaba escala de Jacob, pero, para su tranquilidad, permaneciendo atado a un cabo, o gúmena o sondaleza como quisiere llamarse, largo y robusto, asegurado a la amurada. Por lo cual, cuando hubiera temido hundirse, no tenía sino que tirar de la cuerda.

No es necesario decir que aquel maestro de un arte que no había practicado jamás no había considerado una infinidad de accidentes concordantes, pasados por alto también por los sabios de la antigua Grecia. Por ejemplo, para permitirle libertad de movimiento, lo había dotado de un cabo de notable longitud, de suerte que la primera vez que Roberto, como cualquier aspirante a la natación, había ido a parar bajo la flor del agua, había tenido que tirar y tirar, y antes de que la sondaleza le hubiera sacado fuera, había engullido ya tanta agua salada como para querer renunciar, por aquel primer día, a cualquier otro intento.

El comienzo había sido, sin embargo, alentador. Bajada la escala y recién tocada el agua, Roberto había dado en la cuenta de que el líquido era agradable. Del naufragio tenía un recuerdo gélido y violento, y el descubrimiento de un mar casi caliente lo espolaba ahora a proceder en la inmersión hasta que, siempre aferrándose a los brandales, había dejado que el agua le llegara a la barbilla. Creyendo que aquello era nadar, habíase regodeado, abandonándose al recuerdo de los espacios parisinos.

Desde que había llegado al navío había hecho, lo hemos visto, alguna que otra ablución, pero como un gatito que se lamiera el pelo con la lengua, ocupándose sólo del rostro y de las partes vergonzosas. Por el resto, y siempre más, a medida que perdía los estribos en la caza del Intruso, los pies habíansele untado con la inmundicia de la bodega y el sudor habíale pegado la ropa al cuerpo. En contacto con ese calorcito que le lavaba al mismo tiempo el cuerpo y la ropa, Roberto recordaba cuando había descubierto, en el palacio Rambouillet, dos baños a disposición de la marquesa, cuyas preocupaciones por el cuidado del cuerpo eran objeto de conversación en una sociedad donde lavarse no era cosa frecuente. Incluso los más exquisitos entre sus huéspedes consideraban que la limpieza consistía en la frescura de la lencería, que era señal de elegancia cambiar a menudo, no en el uso del agua. Y las muchas esencias fragrantés con las que la marquesa les aturdía no eran un lujo, sino (para ella) una necesidad, con la cual poner una defensa entre sus narices sensibles y los untuosos aromas de sus huéspedes.

Sintiéndose más gentilhombre de lo que lo era en París, Roberto, mientras con una mano manteníase bien aferrado a la escala, con la otra estregaba camisa y calzones contra su cuerpo sucio, rascando entre tanto el talón de un pie con los dedos del otro.

El padre Caspar lo seguía con curiosidad, pero callaba, queriendo que Roberto estrechara amistad con el mar. Sin embargo, temiendo que la mente de Roberto se extraviara por excesivo desvelo hacia el cuerpo, tendía a distraerla. Hablábale por tanto de las mareas y de las virtudes atractivas de la luna.

Intentaba hacerle apreciar un acontecimiento que tenía en sí mismo algo increíble: que si las mareas responden a la llamada de la luna, deberían producirse cuando la luna está, y no cuando viaja por la otra parte de nuestro planeta. Y en cambio, flujo y reflujo continúan por ambas partes del globo, casi persiguiéndose de seis horas en seis horas. Roberto prestaba oído al discurso de las mareas y pensaba en la luna; en la cual, todas aquellas noches pasadas, había pensado más que en las mareas.

Había preguntado cómo era posible que nosotros, de la luna, veamos siempre una y sólo una cara, y el padre Caspar había explicado que la luna gira como una pelota suspendida, mediante un hilo, por un atleta que le hace dar vueltas, el cual no puede ver sino el lado que le está en frente.

—Mas —habíale desafiado Roberto—, esta cara la ven tanto los Indios como los Españoles; en cambio, en la luna, no sucede eso con respecto a su luna, que algunos llaman Volva, y es luego nuestra tierra. Los Subvolvanos que habitan en la cara dirigida hacia nosotros la ven siempre, mientras los Privolvanos, que moran en el otro hemisferio, la ignoran. Imagine Vuestra Merced cuando se transfieran a esta parte: ¡quién sabe qué sentirán viendo resplandecer en la noche un círculo quince veces mayor que nuestra luna! ¡Se esperarán que se les caiga encima de un momento a otro, como los antiguos Galos temían siempre que se les cayera el cielo sobre la cabeza! ¡Por no hablar de los que moran justo en el límite entre los dos hemisferios, y que ven a Volva siempre en el punto de surgir en el horizonte!

El jesuíta había usado ironías y jactancias sobre aquella patraña de los habitantes de la luna, pues los cuerpos celestes no son de la misma naturaleza que nuestro planeta, y no son apropiados, por tanto, para dar albergue a criaturas vivas, por lo cual era mejor dejárselos a las legiones angélicas, que podían moverse espiritualmente en el cristal de los cielos.

—¿Mas cómo podrían ser los cielos de cristal? Si así fuere los cometas atravesándolos los quebrantarían.

—¿Pero quién ha dicho a ti que los cometas pasaban en las regiones etéreas? Los cometas pasan en la región sublunar, y aquí está el aire como tú también ves.

—Nada se mueve que no sea cuerpo. Pero los cielos se mueven. Por tanto son cuerpo.

—A condición de que tú puedes decir embelecos, te conviertes también en aristotélico. Pero yo sé por qué tú dices esto. Tú quieres que también en los cielos hay aire así que ya no hay differentia entre arriba y abajo, todo gira, et la tierra mueve su kulo como una bagasa.

—Es que nosotros todas las noches vemos las estrellas en una posición diferente…

—Justo. De facto ellos se mueven.

—Espere, no he acabado. ¿Vuestra Merced quiere que el sol y todos los astros, que son unos cuerpos enormes, den una vuelta alrededor de la tierra cada veinte y cuatro horas, y que las estrellas fijas, o sea, el gran anillo que las engasta recorra más de veinte y siete mil veces doscientos millones de leguas? Pues eso es lo que debería de suceder, si la tierra no girara sobre sí misma en veinte y cuatro horas. ¿Cómo consiguen las estrellas fijas ir tan deprisa? ¡A quien vive encima le daría vueltas la cabeza!

—Si vivía encima alguien. Pero ésta est petitio prinkipii.

Y hacíale notar que era fácil inventar un solo argumento a favor del movimiento del sol, mientras había muchos más contra el movimiento de la tierra.

—Ya lo sé —contestaba Roberto—, que el Eclesiastés dice terra autem in aeternum stat, sol oritur, y que Josué detuvo el sol y no la tierra. Pero precisamente Vuestra Merced hame enseñado que de leer la Biblia al pie de la letra habríamos tenido la luz antes de la creación del sol. Así pues, el libro sagrado ha de leerse con un grano de sal, y también San Agustín sabía que habla a menudo more allegorico…

El padre Caspar sonreía y le recordaba que había ya mucho que los jesuítas no derrotaban a sus adversarios con cavilaciones escritúrales, sino con argumentos incontrastables fundados sobre la astronomía, sobre los sentidos, sobre las razones matemáticas y físicas.

—¿Qué razones, verbigracia? —preguntaba Roberto sobajándose un poco de unto de la tripa.

Verbigracia, respondía picado el padre Caspar, el poderoso Argumento de la Rueda:

—Agora tú escucha a mí. Piensa en una rueda, ¿está bien?

—Pienso en una rueda.

—Bien, así también tú piensas, en vez de hacer el mico y repetir lo que has oído en París. Agora tú piensas que esta rueda está fijada en un eje como si era la rueda de un alfaharero, et tú quieres hacer girar esta rueda. ¿Qué haces tú?

—Apoyo las manos, quizá un dedo, en el borde de la rueda, muevo el dedo, y la rueda gira.

—¿No piensas que hacías mejor en tomar el pernio, en el centro de la rueda, et intentar hacer girar eso?

—No, sería imposible…

—¡Ajajá! Y tus galileanos o copernicánicos quieren el sol poner parado en el centro del universo que hace mover todo el gran círculo de los planetas en torno, en vez de pensar que el moto es por el gran círculo de los cielos dado, mientras la tierra puede estar parada en el centro. ¿Cómo había podido Domine Dios poner el sol en el ínfimo lugar et la tierra corruptible et obscura en medio de las estrellas luminosas et aeternas? ¿Entendido tu yerro?

—¡Mas el sol debe existir en el centro del universo! Los cuerpos en la naturaleza necesitan este fuego radical, y que éste habite en el corazón del reino, para satisfacer las necesidades de todas las partes. La causa de la generación ¿no debe ser colocada en el centro de todo? ¿No ha puesto la naturaleza la semilla en los genitales, a medio camino entre la cabeza y los pies? ¿Y las pepitas no están en el corazón de las manzanas? ¿Y el hueso no está en medio del melocotón? Y por tanto, la tierra, que necesita de aquesa luz y del calor de aquese fuego, gira a su alrededor para recibir en todas las partes la virtud solar. Sería ridículo creer que el sol girara en torno a un punto con el que no sabría qué hacerse, y sería como decir, viendo una alondra asada, que para cocinarla es menester hacerle girar el hogar en su derredor…

—¿Ah sí? ¿Y entonces cuando el obispo gira en derredor de la iglesia para bendecir a ella con el turíbulo, tú querrías que la iglesia giraría en derredor del obispo? El sol puede girar en cuanto elemento ígneo. Y tú sabes bien que el fuego vuela y se mueve et jamás está parado. ¿Has tú nunca las montañas se mover visto? ¿Et entonces cómo mueve la tierra?

—Los rayos del sol, llegando a herirla, la hacen girar, así como puede hacerse girar una pelota golpeándola con la mano, y si la pelota es pequeña, incluso con nuestro soplo… Y por fin, ¿querría Vuestra Merced que Dios hiciera correr al sol, que es cuatrocientas y treinta y cuatro veces mayor que la tierra, sólo para hacer que maduren nuestros repollos?

Para dar el máximo vigor teatral a esta última objeción, Roberto había querido apuntar el dedo contra el padre Caspar, por lo que había tendido el brazo y dado un golpe con los pies para colocarse en una buena perspectiva, más alejado del costado. En este movimiento, también la otra mano había aflojado la presa, la cabeza habíase movido hacia atrás y Roberto habíase hundido debajo del agua, sin conseguir luego, como ya se ha dicho, beneficiarse de la gúmena, demasiado aflojada, para volver a la superficie. Habíase portado entonces como todos los que después se anegan, haciendo movimientos desordenados y bebiendo aún más, hasta que el padre Caspar había tendido la cuerda como es debido, volviéndolo a la escalerilla. Roberto había subido jurando que jamás habría regresado allá abajo.

—Mañana tú pruebas otra vez. El agua salada est como una medicina, no pensar que era gran mal —lo consoló en la puente Caspar.

Y mientras Roberto reconciliábase con el mar pescando, Caspar explicábale cuántas y cuáles ventajas habrían obtenido ambos de su llegada a la Isla, no valía la pena ni siquiera mencionar la reconquista del esquife, con el que habrían podido moverse como hombres libres desde el navío hasta la tierra, y habrían tenido acceso a la Specola Melitense.

Por lo que Roberto refiere de ella, debe deducirse que la invención superaba sus posibilidades de entendimiento; o que el discurso del padre Caspar, como muchos otros suyos, estaba quebrado por elipsis y exclamaciones, a través de las cuales el padre hablaba ahora acerca de su forma, ahora acerca de su oficio, y ahora acerca de la Idea que la había informado.

Que luego, la Idea no era ni siquiera suya. De la Specola había llegado a saber rebuscando entre los papeles de un hermano difunto, el cual, a su vez, lo había sabido de otro hermano que, durante un viaje a la nobilísima isla de Malta, o sea Melita, había oído celebrar este instrumento que había sido construido por orden del Eminentísimo Príncipe Johannes Paulus Lascaris, Gran Maestre de aquellos Caballeros famosos.

Cómo era la Specola, nadie lo había visto jamás: del primer hermano había quedado sólo un librejo de bosquejos y apuntes, también él desaparecido. Y por otra parte, deploraba Caspar, aquel mismo opúsculo «era brevísimamente conscripto, con nullo schemate visualiter patefacto, nulle tabule o rotule, et milla instructione apposita».

Sobre la base de estas descarnadas noticias, el padre Caspar, en el curso del largo viaje del Daphne, poniendo al trabajo a los carpinteros de a bordo, había vuelto a dibujar, o a tergiversar los diferentes elementos del tecnasma, montándolos luego en la Isla y midiendo in situ sus innumerables virtudes; y la Specola debía ser de verdad una Ars Magna en carne y hueso, o sea, en madera, hierro, tela y otras substancias, una especie de Mega Horologio, un Libro Animado capaz de revelar todos los misterios del Universo.

Ella, decía el padre Caspar con los ojos encendidos como rubíes, era un Único Syntagma de Novissimi Instrumenti Physici et Mathematici, «por ruedas et cicli artifitiosamente dispuestos». Luego dibujaba en la puente o en el aire con el dedo, y decíale que pensara en una primera parte circular, a guisa de la base o el fundamento, que muestra el Horizonte inmóvil, con la Rosa de los treinta y dos Vientos, y todo el Arte de Navegar con los pronósticos de todas las tempestades.

—La Parte Mediana —añadía luego—, que sobre la base edificada está, imagina como un Cubo de cinco lados, ¿imaginas tú? Nein, no de seis, el sexto apóyase en la base ergo tú no ves él. En el primer lado del Cubo, id est el Chronoscopium Universale, puedes ocho ruedas en perennes cyclos acomodadas ver, que el Calendario de Julio y de Gregorio representan, y cuándo recurran los domingos, y la Epacta, et el Círculo Solar, et las Fiestas Móviles, et Paséales, et novilunios, plenilunios, cuadratura del Sol et de la Luna. En el segundo Cubilatere, id est das Cosmigraphicum Speculum, en primer loco preséntase un Horoscopio, con el cual, dada la hora de Melita corriente, qué hora es en el resto de nuestro globo encontrar se puede. Et encuentras una Rueda con dos Planisferios, de los cuales uno muestra et enseña de todo el Primer Móvil la scientia, el segundo de la Ochava Esphera et de las Estrellas Fijas la doctrina, et el movimiento. Et el fluxo et el refluxo, o sea, el decremento et el incremento de los mares, por el movimiento de la Luna en todo el Universo agitados…

Era este lado aún más apasionante. A través del podía conocerse aquel Horologium Catholicum del que ya se ha dicho, con la hora de las misiones jesuítas en cualquier meridiano; no sólo, parecía también desempeñar las funciones de un buen astrolabio, en cuanto que revelaba también la cantidad de los días y de las noches, la altitud del sol con la proporción de las Sombras Rectas, y las ascensiones rectas y oblicuas, la cantidad de los crepúsculos, la culminación de las estrellas fijas en cada año, mes y día. Y había sido probando y probando, una y otra vez, en aquel lado donde el padre Caspar había alcanzado la certidumbre de estar, por fin, en el meridiano antípoda.

Había, luego, un tercer lado que contenía en siete ruedas el conjunto de toda la Astrología, todos los futuros eclipses del sol y de la luna, todas las figuras astrológicas para los tiempos de la agricultura, de la medicina, del arte de marear, junto con los doce signos de las demoras celestiales, y la fisonomía de las cosas naturales que de cada signo dependen, y la Casa correspondiente.

No tengo valor de resumir todo el resumen de Roberto, y cito el cuarto lado, que habría debido decir todas las maravillas de la medicina botánica, espagírica, química y hermética, con los medicamentos simples y los compuestos, colegidos de substancias minerales o animales y los «Alexipharmaca atractiva, lenitiva, purgativa, molificativa, digestiva, corrosiva, conglutinativa, aperitiva, calefactiva, infrigidativa, mundificativa, atenuativa, incisiva, supurativa, diurética, narcótica, cáustica et confortativa».

No consigo explicar, y un poco me lo invento, qué acaecía en el quinto lado, que es como decir el tejado del cubo, paralelo a la línea del horizonte, que parece que se disponía como una bóveda celeste. Se menciona también una pirámide, que no podía tener la base igual al cubo, si no, habría recubierto el quinto lado, y que con más visos de verdad cubría el cubo entero como una tienda; pero entonces habría debido ser de material transparente. Cierto es que sus cuatro caras habrían debido representar las cuatro plagas del mundo, y por cada una de ellas, los alfabetos y las lenguas de los diferentes pueblos, incluidos los elementos de la primitiva Lengua Adámica, los jeroglíficos de los Egipcios y los caracteres de los Chinos y de los Mexicanos, y el padre Caspar la describe como:

—¡Una Sphynx Mystagoga, un Oedipus Aegyptiacus, una Mónada Ieroglyphica, una Clavis Convenientia Linguarum, un Theatrum Cosmographicum Historicum, una Sylva Sylvarum de todos los alfabetos naturales y artificiales, una Architectura Curiosa Nova, una Lampade Combinatoria, una Mensa Isiaca, un Metametricon, una Synopsis Anthropoglottogonica, una Basílica Cryptographica, un Amphiteatrum Sapientiae, una Cryptomenesis Patefacta, un Catoptron Polygrahicum, un Gazophylacium Verborum, un Mysterium Artis Steganographicae, un Arca Arithmologica, un Archetypon Polyglotta, una Eisagoge Horapollinea, un Congestorium Artificiosae Memoriae, un Pantometron de Furtivis Literarum Notis, un Mercurius Redivivus, un Etymologicon Lustgärtlein!

Que todo ese saber estuviera destinado a permanecer su privado beneficio, condenados como estaban a no volver a encontrar jamás la vía del regreso, esto no le preocupaba al jesuíta, no sé si por confianza en la Providencia, o por amor de conocimiento fin en sí mismo. Pero lo que más me llama la atención es que entonces ni siquiera Roberto concibiera un solo pensamiento realista, y que empezara a considerar la llegada a la Isla como el acontecimiento que habría dado sentido, y para siempre, a su vida.

En primer lugar, por lo que le importaba de la Specola, fue cautivado por el pensamiento único de que el oráculo pudiera decirle también dónde y qué estaba haciendo en aquel momento la Señora. Prueba de que a un enamorado, incluso distraído por útiles ejercicios corporales, es inútil hablarle de Nuncios Sidéreos, y busca siempre noticias de su hermosa pena y caro afán.

Además, por mucho que le dijera su maestro de natación, soñaba con una Isla que no se le presentaba delante en el presente en el que también estaba él, sino que, por decreto divino, reposaba en la irrealidad, o en el no ser, del día de antes.

Aquello en lo que pensaba al encararse a las olas era la esperanza de alcanzar una Isla que había sido ayer, y de la que se le aparecía como símbolo la Paloma Naranjada, inasible como si hubiera huido al pasado.

Roberto estaba movido todavía por conceptos oscuros, intuía querer una cosa que no era la del padre Caspar, pero aún no tenía claro cuál. Y se ha de comprender su incertidumbre, pues que era el primer hombre en la historia de la especie al que se le ofrecía la posibilidad de nadar hacia atrás veinticuatro horas.

En cualquier caso, habíase convencido de que tenía que aprender de verdad a nadar y todos sabemos que un solo buen motivo ayuda a superar mil miedos. Por ello lo volvemos a encontrar probando otra vez al día siguiente.

En esta fase el padre Caspar estábale explicando que, si hubiera dejado los brandales y movido las manos libremente, como si estuviera siguiendo el ritmo de una compañía de músicos, imprimiendo un movimiento disipado a las piernas, el mar lo habría sostenido. Habíale inducido a probar, primero con el cabo tendido, luego aflojándoselo sin decírselo, es decir, anunciándoselo cuando ya el alumno había adquirido seguridad. Es verdad que Roberto, ante aquel anuncio, había sentido inmediatamente que se iba a pique, pero al gritar, había dado por instinto un golpe de piernas, y habíase encontrado con la cabeza fuera.

Estos intentos habían durado una buena media hora, y Roberto empezaba a entender que se podía mantener sobre el agua. Ahora que en cuanto intentaba moverse con mayor exuberancia, echaba la cabeza hacia atrás. Entonces el padre Caspar lo había animado a que secundara aquella tendencia y a que se dejara llevar, con la cabeza lo más pegada a la espalda posible, el cuerpo rígido y ligerísimamente arqueado, brazos y piernas extendidos como si tuviera que tocar siempre la circunferencia de un círculo: habríase sentido suspendido como por una hamaca, y habría podido estar así horas y horas, e incluso dormir, besado por las olas y por el sol oblicuo del ocaso. ¿Cómo era posible que el padre Caspar supiere todas estas cosas, no habiendo nadado jamás? Por Theoría Physico-Hydrostática, decía él.

No había sido fácil encontrar la posición adecuada, Roberto había corrido el riesgo de estrangularse con el cabo entre regüeldos y estornudos, pero parece ser que en un determinado momento el equilibrio fue alcanzado.

Roberto, por primera vez, sentía el mar como un amigo. Siguiendo las instrucciones del padre Caspar, había empezado a mover también los brazos y las piernas: levantaba levemente la cabeza, la echaba hacia atrás, habíase acostumbrado a tener el agua en las orejas y a soportar la presión. Podía incluso hablar, y gritando, para hacerse oír a bordo.

—Si agora tú quieres te vuelves —habíale dicho incluso, a un cierto punto, Caspar—. Tú bajas el brazo derecho, como si colgarías bajo tu cuerpo, levantas ligeramente el hombro izquierdo, ¡et he aquí que te encuentras con la panza abajo!

No había especificado que, en el curso de este movimiento, había que contener la respiración, visto que uno se encuentra con la cara bajo el agua, y bajo un agua que no quiere sino explorar las narices del intruso. En los libros de Mechánica Hydráulico-Pneumática no estaba escrito. Así, por la ignoratio elenchi del padre Caspar, Roberto habíase bebido otra jarra de agua salada.

Pero ya había aprendido a aprender. Había probado dos o tres veces a dar la vuelta sobre sí mismo y había entendido un principio, necesario a todo nadador, es decir, que cuando se tiene la cabeza bajo el agua no se ha de respirar; ni siquiera con la nariz, antes, soplar con fuerza, como si se quisiera echar de los pulmones precisamente ese poco aire del que tanta necesidad se tiene. Que parece cosa intuitiva, y sin embargo no lo es, como resulta por esta historia.

Había entendido también que le era más fácil estar boca arriba, con la cara al aire, que boca abajo. A mí me parece lo contrario, pero Roberto había aprendido antes de tal guisa, y por un día o dos siguió así. Y entre tanto dialogaba sobre los sistemas del mundo.

Habían vuelto a hablar del movimiento de la tierra y el padre Caspar lo había preocupado con el Argumento del Eclipse. Quitando la tierra del centro del mundo y poniendo en su lugar el sol, ha de ponerse la tierra o debajo de la luna, o encima de la luna. Si la ponemos debajo no habrá jamás un eclipse de sol porque, al estar la luna encima del sol o encima de la tierra, no podrá interponerse entre la tierra y el sol. Si la ponemos encima, no habrá jamás eclipse de luna porque, al estar la tierra encima de ella, no se podrá interponer jamás entre la luna y el sol. Y además, la astronomía no podría ya, como siempre ha hecho perfectamente, predecir los eclipses, pues regula sus cálculos sobre los movimientos del sol, y si el sol no se moviere su empresa sería vana.

Considerárase, luego, el Argumento del Arquero. Si la tierra girare todas las veinte y cuatro horas, cuando se tira una saeta directamente hacia arriba, ésta volvería a caer al occidente, a muchas millas de distancia del tirador. Que sería como decir el Argumento de la Torre. Si se dejara caer un peso por el lado occidental de una torre, éste no debería precipitar a los pies de la construcción, sino mucho más allá, y por tanto, no debería caer verticalmente sino en diagonal, porque, mientras, la torre (con la tierra) habríase movido hacia occidente. Como, en cambio, todos saben por experiencia que ese peso cae en perpendículo, he aquí que el movimiento terrestre se demuestra una majadería.

Por no hablar del Argumento de los Pájaros, los cuales, si la tierra girare en el espacio de un día, jamás podrían, volando, mantener el ritmo de su giro, aun cuando fueran infatigables. En cambio, nosotros vemos perfectamente que, si viajamos incluso a caballo en dirección del sol, cualquier pájaro nos alcanza y adelanta.

—Está bien. No sé responder a su objeción. Lo que he oído decir es que haciendo girar la tierra y todos los planetas, y teniendo parado el sol, se explican muchos fenómenos, mientras que Tolomeo ha tenido que inventar que si los epiciclos, que si los deferentes, que si otros muchos embustes que precisamente claman al cielo, y a la tierra también.

—Yo perdono a ti, si un Witz hacer querías. Pero si tú serio hablas, entonces te digo que yo no soy un pagano como Tolomeo y sé muy bien que él muchos errores cometido había. Et por eso yo creo que el grandísimo Tycho de Uraniburgo una idea muy justa ha tenido: él ha pensado que todos los planetas que nosotros conocemos, es decir, Júpiter, Marte, Venus, Mercurius et Saturnus alrededor del sol giran, pero el sol gira con ellos alrededor de la tierra, alrededor de la tierra gira la luna, y la tierra está inmóvil en el centro del círculo de las estrellas fijas. Así explicas tú los errores de Tolomeo et non dices herejías, mientras Tolomeo errores cometía et Galileo herejías decía. Et no estás obligado a explicar cómo hacía la tierra, que es tan pesada, a darse vueltas por el cielo.

—¿Y cómo hacen el sol y las estrellas fijas?

—Tú dices que son pesadas. Yo no. Son cuerpos celestes, ¡no sublunares! La tierra sí, es pesada.

—¿Entonces cómo hace un navío con cien cañones a darse vueltas por el mar?

—Está el mar que lo arrastra, y el viento que lo empuja.

—Entonces, si se quieren decir cosas nuevas sin irritar a los cardenales de Roma, he oído de un filósofo en París que dice que los cielos son una materia líquida, como un mar, que gira todo en derredor formando como unos remolinos marinos… unos tourbillons…

—¿Qué es das?

—Unos vórtices.

—Ach so, vórtices, ja. ¿Y qué hacen estos vórtices?

—Pues, estos turbillones arrastran a los planetas en su giro, y un turbillón arrastra a la tierra alrededor del sol, pero es el turbillón el que se mueve, la tierra está inmóvil en el turbillón que lo arrastra.

—¡Bravo señor Roberto! Tú no querías que los cielos serían de cristal, porque temías que los cometas ellos rompían, pero te gusta que son líquidos, ¡así los pájaros dentro dellos ahogan! ¡Además, esta idea de los vórtices explica que la tierra alrededor del sol gira pero no que alrededor de sí misma gira como si era una perinola para niños!

—Sí, pero aquel filósofo decía que, también en este caso, es la superficie de los mares, y la corteza superficial de nuestro globo, la que gira mientras el centro profundo está parado. Creo.

—Aún más estúpido que antes. ¿Dónde ha escrito ese señor esto?

—No lo sé, creo que ha renunciado a escribirlo, o a publicar el libro. No quería irritar a los jesuítas que él ama mucho.

—Entonces yo prefiero al señor Galileo que pensamientos herejes tenía, pero halos confesado a cardenales amorosísimos, et nadie ha él quemado. A mí no gusta estotro señor que pensamientos aún más herejes tiene y no confiesa, ni siquiera a los jesuítas amigos del. Quizá Dios un día Galileo perdona, pero él no.

—Como quiera que sea, me parece que luego ha corregido esta primera idea. Parece que todo el gran cúmulo de materia que va del sol a las estrellas fijas gira en un gran círculo, transportado por este viento…

—¿Pero no decías que cielos eran líquidos?

—Quizá no, quizá son un gran viento…

—¿Ves? Ni siquiera tú sabes…

—Pues bien, este viento hace marchar a todos los planetas alrededor del sol, y al mismo tiempo, hace girar al sol sobre sí mismo, así hay un turbillón menor que hace girar a la luna alrededor de la tierra, y a la tierra sobre sí misma. Y con eso y todo, no se puede decir que la tierra se mueva, porque lo que se mueve es el viento. De la misma manera que si yo durmiera en el Daphne, y el Daphne fuere hacia aquella isla Occidente, yo pasaría de un lugar a otro, y nadie podría decir que mi cuerpo hase movido. Y por lo que concierne al movimiento diario, es como si yo estuviere sentado en una gran rueda de alfarero que se mueve, y ciertamente antes le mostraría la cara y luego la espalda, pero no sería yo el que se mueve, sería la rueda.

—Ésta es la hypóthesis de un malitioso que quiere ser hereje y no lo parecer. Pues tú me dices agora dónde están las estrellas. También Ursa Major toda entera, et Perseus, ¿giran en el mismo vórtice?

—Mas todas las estrellas que vemos son otros tantos soles, y cada uno está en el centro de su turbillón, y todo el universo es un gran giro de turbillones con infinitos soles e infinitísimos planetas, ¡incluso allende lo que nuestro ojo ve, y cada uno con sus propios moradores!

—¡Ah! ¡Aquí yo esperaba a ti et a tus herejísimos amigos! ¡Esto queréis vosotros, infinitos mundos!

—Podrá Vuestra Merced consentirme al menos más de uno. ¿Si no, dónde Dios habría puesto el infierno? No en las vísceras de la tierra.

—¿Por qué no en las vísceras de la tierra?

—Porque —y aquí Roberto repetía de manera harto aproximada un argumento que había oído en París, y tampoco yo podría jurar sobre la exactitud de sus cálculos— el diámetro del centro de la tierra mide doscientas millas italianas, y si lo elevamos al cubo tenemos ocho millones de millas. Considerando que una milla italiana contiene doscientos y cuarenta mil pies ingleses, y puesto que el Señor debería haber asignado a cada condenado por lo menos seis pies cúbicos, el infierno no podría contener sino cuarenta millones de condenados, lo que me parece poco, considerando todos los hombres malvados que han vivido en este mundo nuestro desde Adán hasta hoy en día.

—Esto sería —contestaba Caspar sin dignarse de controlar el cómputo—, si los condenados con su cuerpo serían dentro del. ¡Pero esto es sólo después de la Resurrectione de la Carne et el Juicio Final! ¡Y entonces no habría ya ni la tierra ni los planetas, sino otros cielos et nuevas tierras!

—De acuerdo, si son sólo espíritus condenados, cabrán mil millones incluso en la punta de una aguja. Pero hay estrellas que nosotros no vemos a simple ojo, y que, en cambio, se ven con su anteojo de larga vista. Pues bien, ¿no puede pensar Vuestra Merced en un anteojo cien veces más potente que le permita ver otras estrellas, y luego en uno mil veces más potente aún, que le haga ver estrellas aún más lejanas, y así en adelante ad infinituml ¿Quiere ponerle un límite a la creación?

—La Biblia no habla de esto.

—La Biblia no habla ni siquiera de Júpiter, y con todo, Vuestra Merced lo miraba la otra noche con su maldito anteojo de larga vista.

Roberto sabía ya cuál habría sido la verdadera objeción del jesuita. Como la del abate aquella noche en la que Saint-Savin habíalo desafiado a duelo: que con infinitos mundos no se consigue ya dar sentido a la Redención, y que estamos obligados a pensar o en infinitos Calvarios, o en nuestro jardín terrestre como en un punto privilegiado del cosmos, al cual concedió Dios que bajara su Hijo para que nos librara del pecado, mientras que a los otros mundos no les ha concedido tanta gracia; a desdoro de su infinita bondad. Y en efecto, ésa fue la reacción del padre Caspar, lo que le permitió a Roberto acometerle de nuevo.

—¿Cuándo sucedió el pecado de Adán?

—Mis hermanos han cálculos matemáticos perfectos fecho, sobre la base de las Escrituras: Adán pecó tres mil novecientos et ochenta y cuatro años antes de la venida de Nuestro Señor.

—Pues bien, quizá Vuestra Merced ignora que los viajeros llegados a la China, entre los cuales muchos hermanos suyos, encontraron las listas de los monarcas y de las dinastías de los Chinos, de las cuales se deduce que el reino de la China existía antes de hace seis mil años ha, y por tanto, antes del pecado de Adán, y si ansí es para la China, quién sabe para cuántos otros pueblos más. Así pues, el pecado de Adán, y la redención de los Judíos, y las bellas verdades de nuestra Santa Romana Iglesia que hanse derivado, conciernen sólo a una parte de la humanidad. Pero hay otra parte del género humano que no ha sido tocada por el pecado original. Esto no le quita nada a la infinita bondad de Dios, que se ha portado con los Adamitas tal como el padre de la parábola con el Hijo Pródigo, sacrificando a su Hijo sólo para ellos. Y así como, por haber hecho matar a la vaca gorda para el hijo pecador, aquese padre no amaba menos a los otros hermanos buenos y virtuosos, ansí nuestro Creador ama tiernísimamente a los Chinos y a cuantos haya que nacieron antes que Adán, y está contento de que ellos no hayan incurrido en el pecado original. Si ansí ha acaecido en la tierra, ¿por qué no debería haber acaecido también en las estrellas?

—¿Pero quién ha dicho a ti esta kojudez? —había gritado furente el padre Caspar.

—Hablan muchos dello. Y un sabio moro dijo que es posible deducirlo incluso de una página del Corán.

—¿Y tú dices a mí que el Koran probaba la verdad de una cosa? ¡Oh, omnipotente Dios, te ruego fulmina a este vanísimo ventoso vanaglorioso petulante turbulento revoltoso asnihombre cachidiablo perro et demonio, malhadado mastín morboso, que él no pone más pie en este navío!

Y el padre Caspar había levantado y hecho restallar el cabo como una fusta, primero golpeando a Roberto en el rostro, luego dejando la cuerda. Roberto había zozobrado, con la cabeza hacia abajo habíase afanado gesticulando, no conseguía tirar la maroma lo suficiente como para tenderla, gritaba socorro bebiendo, y el padre Caspar gritábale que quería verle dejándose la sangre y boqueando en agonía, de suerte que se abismara en el infierno como se convenía a los malnacidos de su raza.

Luego, como era de ánimo cristiano, cuando le pareció que Roberto había sido castigado suficientemente, lo había sacado. Y por aquel día, había terminado tanto la lección de natación como la de astronomía, y los dos habíanse ido a dormir cada uno por su lado, sin dirigirse la palabra.

Habíanse reconciliado al día siguiente. Roberto habíale confiado que él en esta hipótesis de los turbillones no creía absolutamente, y consideraba, más bien, que los infinitos mundos eran efecto de un turbinar de átomos en el vacío, y que esto no excluía de suyo que existiera una Divinidad providente que a estos átomos otorgaba órdenes y los organizaba en modos según sus decretos, como habíale enseñado el Canónigo de Digne. El padre Caspar, con todo, rechazaba también esta idea, que requería de un vacío en el que los átomos se movieran, y Roberto no tenía ya ganas de discutir con una Parca tan generosa que, en vez de cortar la cuerda que lo mantenía en vida, la alargaba en demasía.

Bajo promesa de no volver a ser amenazado de muerte, había retomado sus experimentos. El padre Caspar lo estaba persuadiendo de que intentara moverse en el agua, que es el principio indispensable de toda arte de la natación, y sugeríale lentos movimientos de las manos y de las piernas, pero Roberto prefería holgar panza arriba.

El padre Caspar lo dejaba holgar, y aprovechaba de ello para eslabonarle otros argumentos suyos contra el movimiento de la tierra. In primis, el Argumento del Sol. El cual, si estuviera inmoble, y nosotros a medio día en punto lo miráramos desde el centro de una habitación a través de la ventana, y la tierra girare con la velocidad que se dice —y mucha es precisa para dar una vuelta completa en veinte y cuatro horas— en un instante el sol desaparecería de nuestra vista.

Venía luego el Argumento del Granizo. Éste cae a veces durante toda una hora, empero, ya sea que las nubes vayan hacia levante, o hacia poniente, hacia el septentrión, o hacia el meridión, no cubre jamás el campo por más de veinte y cuatro o treinta millas. Si la tierra girara, cuando las nubes del granizo fueren llevadas por el viento al encuentro de su curso, sería menester que granizare por lo menos trescientas o cuatrocientas millas de campo.

Seguía el Argumento de las Nubes Blancas, que van por el aire cuando el tiempo está tranquilo, y parecen ir siempre con la misma lentitud; mientras que si girare la tierra, las que van hacia poniente deberían proceder a una velocidad inmensa.

Concluíase con el Argumento de los Animales Terrestres, que por instinto deberían moverse siempre hacia oriente, para secundar el movimiento de la tierra que los señorea; y deberían mostrar una gran aversión a moverse hacia occidente, porque sentirían que éste es un movimiento contra natura.

Roberto durante un poco aceptaba todos aquellos argumentos, luego le ponían gran hastío, y oponía a toda aquella ciencia su Argumento del Deseo.

—Pues, al fin —decíale—, no me quite el gozo de pensar que podría alzarme en vuelo y ver en veinte y cuatro horas la tierra girar debajo de mí, y vería pasar muchos rostros diferentes, blancos, negros, amarillos, aceitunados, con el sombrero o con el turbante, y ciudades con campanarios hora puntiagudos hora redondos, con la cruz y con la media luna, y ciudades con las torres de porcelana y pueblos de cabañas, y a los Iraqueses al punto de comerse vivo a un prisionero de guerra y a mujeres de la tierra de Tesso ocupadas en pintarse los labios de azul para los hombres más feos del planeta, y a las de Camul que sus maridos conceden como presente al primero que llega, como cuenta el libro de micer Milione…

—¿Ves tú? ¡Como yo digo: cuando vosotros en vuestra filosofía en la taberna pensáis, siempre son pensamientos de libido! Y si no habrías estos pensamientos tenido, este viaje tú podrías hacer si Dios te daba la gracia de girar tú alrededor de la tierra, que no es gracia menor que dejarte suspendido en el cielo.

Roberto no estaba convencido, pero ya no sabía rebatir. Entonces tomaba el camino más largo, partiendo de otros argumentos oídos, que igualmente no le parecían de por sí en contraste con la idea de un Dios providente, y preguntábale al padre Caspar si estaba de acuerdo en considerar a la naturaleza como un grandioso teatro, donde nosotros vemos sólo lo que el autor ha puesto en escena. Desde nuestro asiento, nosotros no vemos el teatro como realmente es: las escenas y las máquinas han sido predispuestas para conseguir un buen efecto de lejos, mientras las ruedas y los contrapesos que producen los movimientos han sido ocultados a nuestra vista. Y sin embargo, si en el patio hubiere un hombre del arte, sería capaz de adivinar cómo se ha conseguido que un pájaro mecánico se levante repentinamente en vuelo. Así debería hacer el filósofo ante el espectáculo del universo. Desde luego, la dificultad para el filósofo es mayor, porque en la naturaleza las cuerdas de las máquinas están escondidas tan bien que durante largo tiempo nos hemos preguntado quién las movía. Y sin embargo, también en este nuestro teatro, si Faetón sube hacia el sol, es porque tiran del algunas cuerdas y un contrapeso desciende hacia abajo.

Ergo (triunfaba, al fin, Roberto, volviendo a encontrar la razón por la que había empezado a divagar de aquella manera), el escenario nos muestra el sol que gira, pero la naturaleza de la máquina es bien diferente, y nosotros no podemos advertirlo a primera vista. Nosotros vemos el espectáculo, no la polea que hace que Febo se mueva, antes, vivimos en la rueda de esa polea. Y en ese punto Roberto se perdía, porque si se aceptaba la metáfora de la polea, se perdía la del teatro, y todo su razonamiento se volvía tan pointu, como habría dicho Saint-Savin, que perdía toda su agudeza.

El padre Caspar había contestado que el hombre, para hacer cantar a una máquina, tenía que forjar madera o metal, y disponer unos orificios, o regular cuerdas y friccionarlas con arcos, o incluso, como había hecho él en el Daphne, inventar un artilugio de agua, mientras que si le abrimos la garganta a un ruiseñor no vemos ninguna máquina de este tipo, signo de que Dios sigue caminos diferentes de los nuestros.

Luego había preguntado si, pues que Roberto veía con tanto favor infinitos sistemas solares que giraban en el cielo, no habría podido admitir que cada uno de estos sistemas forma parte de un sistema mayor que rueda a su vez dentro de un sistema mayor aún y así en adelante; visto que, partiendo de aquellas premisas, uno convertíase en algo así como una virgen víctima de un seductor, que primero le hace una pequeña concesión, y bien pronto tendrá que acordarle más, y luego más aún, y por ese camino no se sabe hasta qué extremo puede llegarse.

Desde luego, había dicho Roberto, se puede pensar de todo. En turbillones desprovistos de planetas, en turbillones que se chocan el uno con el otro, en turbillones que no sean redondos sino hexagonales, de suerte que en cada cara o lado dellos introdúzcase otro turbillón, todos juntos componiéndose como las celdas de una colmena, o que sean polígonos los cuales, apoyándose el uno al otro, dejen unos vacíos, que la naturaleza llena con otros turbillones menores, todos engranados entre sí como las ruedas de los relojes. Moviéndose su total en el universo cielo como una gran rueda que gira y alimenta en el interior a otras ruedas que giran, cada una con ruedas menores que giran en su seno, y todo ese gran círculo recorriendo en el cielo una revolución inmensa que dura milenios, quizá alrededor de otro turbillón de turbillones de turbillones… Y en ese punto, Roberto corría el riesgo de ahogarse, por el gran vértigo que le sobrecogía.

Y fue en ese momento cuando el padre Caspar consiguió su triunfo. Entonces, explicó, si la tierra gira alrededor del sol, pero el sol gira alrededor de otra cosa (y omitiendo considerar que esta otra cosa gire alrededor de otra cosa todavía), tenemos el problema de la roulette, del cual Roberto habría debido oír hablar en París, dado que de París había llegado a Italia entre los galileanos, que pensaban de todo con tal de desordenar el mundo.

—¿Qué es la roulettei —preguntó Roberto.

—Tú la puedes llamar también trochoides o cycloides, poco cambia. Imagina tú una rueda.

—¿La de antes?

—No, agora tú imagina la rueda de un carro. Et imagina tú que en el círculo de aquesa rueda hay un clavo. Agora imagina que la rueda parada está, et el clavo precisamente encima del suelo. Agora tú piensa que el carro va et la rueda gira. ¿Qué tú piensas sucedería a este clavo?

—Bueno, si la rueda gira, a un cierto punto el clavo estará arriba, pero luego cuando la rueda haya hecho todo su giro, se encontrará de nuevo cerca del suelo.

—¿Por tanto tú piensas que este clavo un movimiento como círculo ha cumplido?

—Pues sí. Sin duda no como un cuadrado.

—Agora tú escucha, bambarria. Tú dices que este clavo ¿se encuentra en el suelo en el mismo punto donde estaba antes?

—Espere un momento… No, si el carro va hacia delante, el clavo se encuentra en el suelo, pero mucho más adelante.

—Por tanto, no ha cumplido movimiento circular.

—No, por todos los santos del paraíso —había dicho Roberto.

—Tú no debes decir Portodoslosantosdelparaíso.

—Perdone padre. Mas ¿qué movimiento ha llevado a cabo?

—Ha una trochoides a cabo llevado, y para que tú entiendes digo que casi es como el movimiento de una pelota que tú lanzas ante ti, luego toca el suelo, luego hace otro arco de círculo, et luego novamente; sólo que mientras la pelota, a un cierto momento, hace arcos siempre más pequeños, el clavo arcos siempre regulares hará, si la rueda siempre a la misma velocidad va.

—¿Y qué quiere decir esto? —había preguntado Roberto, divisando su derrota.

—Esto quiere decir que tú demonstrar tantos vórtices et infinitos mundos quieres, et que la tierra gira, et he aquí que tu tierra ya no gira, sino que va por el infinito cielo como una pelota, tumpf tumpf tumpf, ¡ach qué gran movimiento para este nobilísimo planeta! Y si tu teoría de los vórtices buena es, todos los cuerpos celestes hacían tumpf, tumpf tumpf; ¡agora déjame reír que esto es por fin el más grande diversión de mi vida!

Difícil replicar a un argumento tan sutil y geométricamente perfecto; y además en perfecta mala fe, porque el padre Caspar habría debido saber que algo parecido habría acaecido también si los planetas giraban como quería Tycho. Roberto habíase ido a dormir húmedo y mohíno como un perro. Durante la noche había reflexionado, para ver si no le conviniera entonces abandonar todas sus ideas heréticas sobre el movimiento de la tierra. Veamos, habíase dicho, incluso si el padre Caspar tuviera razón, y la tierra no se moviera (si no, se movería más de lo debido y no se conseguiría ya detenerla), ¿podría esto poner en entredicho su descubrimiento del meridiano antípoda y su teoría del Diluvio, y al mismo tiempo, el hecho de que la Isla esté allá, un día antes del día que es aquí? En absoluto.

Por tanto, habíase dicho, quizá me conviene no discutir las opiniones astronómicas de mi nuevo maestro, e industriarme, en cambio, para nadar, para obtener lo que de verdad me interesa, que no es si tenían razón Copérnico, o Galilei, o esotro insulso de Tycho de Uraniburgo, sino ver la Paloma Naranjada, y poner pie en el día de antes; cosa que ni Galileo, ni Copérnico, ni Tycho, ni mis maestros y amigos de París habríanse soñado jamás.

Y por tanto, el día después habíase vuelto a presentar ante el padre Caspar como alumno obediente, tanto en la cosa natatoria como en la astronómica.

Pero el padre Caspar, con el pretexto del mar movido y de otros cálculos que tenía que hacer, por aquel día había aplazado su lección. Hacia la tarde habíale explicado que, para aprender la natatione, como él decía, son necesarios concentración y silencio, y no se puede dejar que la cabeza se vaya entre las nubes. Visto que Roberto era propenso a hacer todo lo contrario, concluíase que no tenía disposición para la natación.

Roberto habíase preguntado cómo era posible que su maestro, tan orgulloso de su maestría, hubiera renunciado de manera tan repentina a su propio proyecto. Y creo que la conclusión que había sacado era la justa. El padre Caspar habíase metido en la cabeza que el yacer o incluso el moverse en el agua, y bajo el sol, producía en Roberto una efervescencia del cerebro, que lo inducía a pensamientos peligrosos. El encontrarse tú a tú con su propio cuerpo, el sumergirse en el líquido, que bien era materia, en alguna sazón lo embrutecía, y lo movía a esos pensamientos que son propios de índoles deshumanas y alocadas.

Era menester, pues, que el padre Caspar Wanderdrossel encontrara algo diferente para alcanzar la Isla, y que no le costara a Roberto la salud del alma.