23

TEATRO DE LOS INSTRUMENTOS Y FIGURAS MECÁNICAS

Visto que Roberto era incrédulo y pretendía saber cuáles eran, y cuan inútiles, los diferentes métodos para hallar las longitudes, el padre Caspar habíale objetado que, siendo todos errados si se tomaban uno a uno, tomados todos juntos podían equilibrar los diferentes resultados, y compensar defectos individuales.

—¡Y ésta est mathematica!

Desde luego, un reloj después de millares de millas no da la certeza de marcar bien el tiempo del lugar de partida. Pero ¿y muchos y varios relojes, algunos de especial y cuidada construcción, como los que Roberto había descubierto en el Daphne? Tú comparas sus tiempos inexactos, compruebas diariamente las respuestas del uno sobre los decretos de los otros, y alguna seguridad la obtienes.

¿El loch o barquilla como quisiérasela llamar? No funcionan los habituales, pero he aquí qué había construido el padre Caspar: una cajita, con dos varillas verticales, de suerte que una enrollaba y la otra desenrollaba un cuerda de longitud fija equivalente a un número fijo de millas; y la vara enrollante estaba coronada por muchas paletas, que como en un molino giraban bajo el impulso de los mismos vientos que inflaban las velas, y aceleraban o disminuían su movimiento, y más o menos enrollaban cuerda, según la fuerza y la dirección directa u oblicua del soplo, registrando, pues, también las desviaciones debidas al trincar la nao, o al ir contra viento. Método no segurísimo entre todos, pero óptimo si alguien hubiera comparado sus resultados con los de otras medidas.

¿Los eclipses lunares? Seguro que si se los observa durante el viaje, resultaban infinitos yerros. Pero por el momento, ¿qué decir de los observados en tierra?

—Tenemos que haber muchos observadores et en muchos lugares del mundo, et bien dispuestos a colaborar a la mayor gloria de Dios, y a no hacerse injurias o desaires y resentimientos. Escucha: en 1612, el ocho de noviembre, en Macao, el reverendísimo pater Julius de Alessis registra un eclipse desde las ocho y treinta de la tarde hasta las once y treinta. Informa dello al reverendísimo pater Carolus Espínola, que en Nagasaki, en Japonia, el mismo eclipse a las nueve y treinta de la misma noche observaba. Y el pater Christophorus Schnaidaa había el mismo eclipse visto en Ingolstatio a las cinco de la tarde. La differentia de una hora hace quince grados de meridiano, et ergo, ésta es la distantia entre Macao y Nangasaki, no diez y seis grados et veinte como dice Blaeu. ¿Verstanden? Naturalmente para estas observaciones es necesario cuidarse de la umbraco y del humo, tener relojes justos, no dejarse escapar el initium totalis inmersionis, et tener justa media entre initium et finis eclipsis, observar los momentos intermedios en los que se oscurecen las manchas, et coetera. Si los lugares lejanos son, un pequeñísimo error no hace gran differentia, pero si los lugares próximos son, un error de pocos minutos hace gran differentia.

Aparte de que sobre Macao y Nagasaki me parece que tenía más razón Blaeu que no el padre Caspar (y esto prueba qué maraña eran de verdad las longitudes en aquel tiempo), así es como, recogiendo y enlazando las observaciones hechas por sus hermanos misionarios, los jesuítas habían establecido un Horologium Catholicum, que no quería decir que era un reloj devotísimo al Papa, sino un reloj universal. Era, en efecto, una especie de planisferio en el que estaban marcadas todas las sedes de la Compañía, desde Roma hasta los confines del mundo conocido, y de cada lugar se indicaba la hora local. Así, explicaba el padre Caspar, él no había tenido necesidad de llevar la cuenta del tiempo desde el principio del viaje, sino sólo desde la última atalaya del mundo cristiano, cuya longitud era indiscutible. Por tanto, las márgenes de error habíanse reducido mucho, y entre una estación y otra podíanse usar métodos que en absoluto no daban garantía alguna, como la variación de la aguja o el cálculo sobre las manchas lunares.

Por suerte, sus hermanos estaban realmente un poco por doquier, desde Pernambuco a Goa, desde Mindanao al Puerto Sancti Thomae, y si los vientos le impedían dar fondo en un puerto, inmediatamente había otro. Por ejemplo, en Macao, ah, Macao, sólo al pensamiento de aquella aventura el padre Caspar se conturbaba. Era un dominio portugués, los Chinos llamaban a los europeos hombres de larga nariz precisamente porque los primeros que desembarcaron en sus costas habían sido los portugueses que, la verdad, tienen una nariz larguísima, y también los jesuítas que iban con ellos. Así pues, la ciudad era una sola corona de fortalezas blancas y azules sobre la colina, controladas por los padres de la Compañía, que tenían que ocuparse también de cosas militares, visto que la ciudad estaba amenazada por los herejes holandeses.

El padre Caspar había decidido poner rumbo a Macao, donde conocía a un hermano doctísimo en ciencias astronómicas, pero había olvidado que estaba navegando en un fluyt.

¿Qué habían hecho los buenos padres de Macao? Avistado un navío holandés, habían echado mano de los cañones y culebrinas. Inútil que el padre Caspar se desbrazara como loco en la proa y hubiera hecho izar inmediatamente la insignia de la Compañía, aquellos malditos narices largas de sus hermanos portugueses, arropados en el humo marcial que los invitaba a una santa matanza, ni siquiera lo habían advertido, y adelante con su lluvia de balas todo en torno del Daphne. Pura gracia de Dios si el navío había podido moderar las velas, virar y huir a malas penas hacia alta mar, con el capitán que en su lengua luterana lanzaba groserías contra aquellos padres de poca ponderación. Y esta vez tenía razón él: está bien echar a pique a los holandeses, pero no cuando hay un jesuíta a bordo.

Por suerte, no era difícil encontrar otras misiones a no mucha distancia, y habían dirigido la proa hacia la más hospitalaria Mindanao. Y de este modo, de etapa en etapa, tenían bajo control la longitud (y Dios sabe cómo, añado, visto que llegando a un palmo de Australia debían de haber perdido todo punto de referencia).

—Et hora tenemos Novissima Experimenta hacer, para clarissime et evidenter demonstrar que nosotros en el ciento y ochenta meridiano estamos. Si no, mis hermanos de Colegio Romano piensan que yo soy un malamokko.

—¿Nuevos experimentos? —preguntó Roberto—. ¿No acababa de decirme que la Specola le ha dado al fin la seguridad de que se encuentra en el meridiano ciento y ochenta y ante la Isla de Salomón?

Sí, contestó el jesuíta, él estaba seguro: había puesto en liza los diferentes métodos imperfectos encontrados por los demás, y la concordancia de tantos métodos débiles no podía sino ofrecer una certidumbre harto fuerte, como sucede con la prueba de Dios por el consensus gentium, que bien es verdad que los que creen en Dios son muchos hombres propensos al error, pero es imposible que todos se equivoquen, desde las selvas de África hasta los desiertos de la China. Así sobreviene que nosotros creemos en el movimiento del sol y de la luna y de los demás planetas, o en el poder oculto de la celidonia, o que en el centro de la tierra se halla un fuego subterráneo; desde hace miles y miles de años, los hombres lo han creído, y creyéndolo han conseguido vivir en este planeta y obtener muchos efectos útiles por el modo en que han leído el gran libro de la naturaleza. Mas un gran descubrimiento como aquél debía ser confirmado por muchas otras pruebas, de suerte que incluso los escépticos rindiéranse a la evidencia.

Y además, la ciencia no debe perseguirse sólo por amor del saber, sino para hacer partícipes a los propios hermanos. Y por tanto, dado que a él habíale costado tanto esfuerzo encontrar la longitud justa, debía buscar agora ratificación a través de otros métodos más fáciles, de suerte que aqueste saber se convirtiere en patrimonio de todos nuestros hermanos:

—O por lo menos de los hermanos cristianos, antes, de los hermanos cathólicos, porque los herejes holandeses o ingleses, o peor aún, moravos, sería harto mejor que de estos secretos no vendrían jamás en conocimiento.

Ahora bien, de todos los métodos de tomar la longitud, él daba por seguros dos. Uno, bueno para la tierra firme, era precisamente aquel tesoro de todo método que era la Specola Melitense; el otro, bueno para las observaciones en la mar, era el del Instrumentum Arcetricum, que yacía en la bodega y todavía no había sido puesto por obra, dado que primeramente se trataba de obtener, mediante la Specola, la certidumbre sobre la propia posición, y luego ver si aquel Instrumentum la confirmaba, después de lo cual habría podido ser considerado segurísimo entre todos.

Este experimento, el padre Caspar habríalo hecho mucho antes, si no hubiera acontecido todo lo que había acontecido. Pero había llegado el momento, y habría sido precisamente aquella misma noche: el cielo y las efemérides decían que era la noche propicia.

¿Qué era el Instrumentum Arcetricum? Era un utensilio prefigurado muchos años antes por Galilei. Nótese, prefigurado, contado, prometido, jamás realizado antes de que el padre Caspar se pusiera al trabajo. Y a Roberto que le preguntaba si aquel Galilei era el mismo que había forjado una condenadísima hipótesis sobre el movimiento de la tierra, el padre Caspar contestaba que sí, cuando habíase entremetido en cosas de metafísica y de sagradas escrituras ese Galilei había dicho cosas pésimas, pero como mecánico era hombre de genio, y grandísimo. Y a la pregunta si no estaba mal usar las ideas de un hombre que la Iglesia había reprobado, el jesuíta había contestado que a la mayor gloria de Dios pueden concurrir también las ideas de un hereje, si herejes en sí no son. E imaginémonos si el padre Caspar, que acogía todos los métodos existentes, no jurando sobre ninguno sino sacando partido de su porfiado conciliábulo, no habría debido sacar partido también del método de Galilei.

Antes, era muy útil tanto para la ciencia como para la fe, aprovechar lo antes posible la idea de Galilei; aqueste había intentado ya vendérsela a los holandeses, y por suerte que aquéllos, como los españoles algunas décadas antes, habían desconfiado.

Galilei había extraído caprichos de una premisa que en sí era justísima, y es decir, robar la idea del anteojo de larga vista a los flamencos (que lo usaban sólo para mirar los navíos en el puerto), y apuntar aquel instrumento hacia el cielo. Y allí, entre tantas otras cosas que el padre Caspar no soñaba poner en duda, había descubierto que Júpiter, Jove lo llamaba ese Galilei, tenía cuatro satélites, como decir cuatro lunas, jamás vistas desde los orígenes del mundo hasta aquellos tiempos. Cuatro estrellitas que giraban a su alrededor, mientras él giraba alrededor del sol. Y veremos que para el padre Caspar, que Júpiter girara alrededor del sol era admisible, con tal de que se dejara en paz a la tierra.

Ahora bien, que nuestra luna entre a veces en eclipse, cuando pasa por la sombra de la tierra era cosa bien conocida, así como era noto a todos los astrónomos cuándo habríanse verificado los eclipses lunares, y hacían texto las efemérides. Nada sorprendente, pues, si también las lunas de Júpiter tenían sus eclipses. Es más, al menos para nosotros, tenían dos, un eclipse verdadero y una ocultación.

En efecto, la luna desaparece de nuestros ojos cuando la tierra se interpone entre ella y el sol, pero los satélites de Júpiter desaparecen de nuestra vista dos veces, cuando pasan detrás de Júpiter y cuando pasan por delante, convirtiéndose en un todo con su luz, y con un buen anteojo de larga vista se pueden seguir perfectamente sus apariciones y desapariciones. Con la ventaja inestimable de que, mientras los eclipses de luna suceden sólo a cada muerte de obispo, y tardan un tiempo larguísimo, los de los satélites jupiterinos suceden a menudo, y son muy rápidos.

Supongamos ahora que la hora y los minutos de los eclipses de cada satélite (pasando cada uno sobre una órbita de diferente amplitud) hayan sido verificados exactamente en un meridiano conocido, y sean fe de ello las efemérides; a este punto, basta conseguir establecer la hora y el minuto en el que el eclipse se muestra en el meridiano (ignoto) en que se está, y la cuenta se saca pronto y es posible deducir la longitud del lugar de observación.

Es verdad que había inconvenientes menores, de los que no valía la pena hablarle a un profano, pero la empresa habría estado al alcance de un buen calculador, que dispusiere de un medidor de tiempo, es decir un perpendiculum, o péndulo, u Horologium Oscillatorium como se quisiere llamar, capaz de medir con absoluta exactitud incluso la diferencia de un solo segundo; item, tuviere dos relojes normales que le dijeran fielmente la hora de principio y final del fenómeno, tanto sobre el meridiano de observación como sobre el de la Isla del Hierro; item, mediante la tabla de los senos supiere medir la cantidad del ángulo hecho en el ojo por los cuerpos examinados; ángulo que, si entendido como posición de las manecillas de un reloj, habría expresado en minutos, primos y segundos la distancia entre dos cuerpos y su progresiva variación.

Con tal de que, es de provecho repetirlo, se poseyeran esas buenas efemérides que Galilei ya viejo y enfermo no había conseguido completar, pero que los hermanos del padre Caspar, ya tan buenos para calcular los eclipses de luna, habían estilado ahora a la perfección.

¿Cuáles eran los inconvenientes mayores, sobre los que se habían exacerbado los adversarios de Galileo? ¿Que se trataba de observaciones que no se podían hacer con el simple ojo y que era necesario un buen anteojo de larga vista o telescopio como se quisiera llamar ya? Pues el padre Caspar tenía uno de excelente hechura, como ni siquiera Galilei lo habría soñado. ¿Que la medida y el cálculo no estaban al alcance de los marineros? ¡Si todos los otros métodos para las longitudes, exceptuando quizá la barquilla, requerían incluso un astrónomo! Si los capitanes habían aprendido a usar el astrolabio, que desde luego no era cosa al alcance de cualquier profano, bien habrían aprendido a usar el anteojo.

Empero, decían los pedantes, observaciones tan exactas que requieren mucha precisión, se podían hacer si acaso desde tierra, no en un navío en movimiento, donde nadie consigue tener quieto un anteojo sobre un cuerpo celeste que no se ve a simple ojo… Pues bien, el padre Caspar estaba allá para demostrar que, con un poco de habilidad, las observaciones podían hacerse también en un navío en movimiento.

Y últimamente, algunos españoles habían objetado que los satélites en eclipse no aparecían de día, y tampoco en las noches tempestuosas. «¿Quizá ellos creen que uno da una palmada y he aquí illico et inmediate los eclipses de luna a su disposición?», se irritaba el padre Caspar. ¿Y quién había dicho nunca que la observación debía ser realizada en todo momento? Quien ha viajado de la una a las otras Indias sabe que el tomar la longitud no puede requerir de mayor frecuencia que la que se requiere para la observación de la latitud, y ni siquiera ésta, ni con el astrolabio ni con la ballestilla, se puede hacer en los momentos de gran conmoción del mar. Que se la supiera tomar bien, esta bendita longitud, aunque fuere sólo una vez cada dos o tres días, y entre una y otra observación habríase podido llevar la cuenta del tiempo y del espacio transcurrido, como hacíase ya, usando una barquilla. Salvo que hasta ese momento habíanse reducido a hacer sólo eso durante meses y meses.

—Aquesos me parecen —decía el buen padre aún más desdeñado— como homo que en una gran carestía tú socorres con un cesto de pan, y en vez de hacer gratias, contúrbase de que en la mesa también un cerdo asado o una liebre no pones a él. ¡Oh Sacrobosco! ¿Quizá que tú tirabas al mar los cañones de este nao sólo porque sabrías que de cien tiros noventa hacen pluf en agua?

He aquí cómo, por tanto, el padre Caspar empeñó a Roberto en la preparación de un experimento que había de hacerse en una noche como la que se estaba anunciando, astronómicamente oportuna, con cielo claro, pero con el mar en mediocre agitación. Si el experimento se hacía en una noche de bonanza, explicaba el padre Caspar, era como hacerlo desde tierra, y allá se sabía que habría tenido éxito. El experimento debía permitir, en cambio, al observador visos de bonanza sobre un buque movido de popa a proa, de una a otra banda.

En primer lugar, había sido cosa de recuperar, entre los relojes que en los días pasados habían sido tan maltratados, uno que aún funcionara como es debido. Uno solo, en aquel caso afortunado, y no dos: en efecto, se lo conformaba a la hora local con una buena observación diurna (lo que fue hecho) y, como estaban seguros de estar en el meridiano antípoda, no había razón de tener un segundo reloj que marcara la hora de la Isla del Hierro. Bastaba con saber que la diferencia era de doce horas exactas. Media noche aquí, medio día allá.

Parándose a pensar, esta decisión parece descansar sobre un círculo vicioso. Que se estuviera en el meridiano antípoda era algo que el experimento tenía que probar, y no dar por sobreentendido. Pero el padre Caspar estaba tan seguro de sus observaciones previas que deseaba solamente confirmarlas, y además, probablemente, después de todas aquellas zozobras, en el navío ya no quedaba un solo reloj que marcara aún la hora de la otra cara del globo, y era menester superar aquel impedimento. Por otra parte, Roberto no era tan agudo para notar el vicio escondido de ese procedimiento.

—Cuando yo digo ya, tú miras la hora, y escribes. Et inmediatamente das un golpe al perpendículo.

El perpendículo estaba sostenido por un pequeño castillo de metal, que hacía de horca a una varilla de cobre que terminaba en un péndulo circular. En el punto más bajo, donde pasaba el péndulo, había una rueda horizontal, en la que estaban colocados unos dientes, hechos de suerte que un lado del diente estuviera derecho en escuadra sobre el plano de la rueda, y el otro oblicuo. Reciprocando aquí y allá, el péndulo, al ir, golpeaba gracias a un estilete que sobresalía una hebra de seda, que a su vez tocaba un diente por la parte derecha, y movía la rueda; pero cuando el péndulo volvía, la hebra tocaba apenas el lado oblicuo del diente, y la rueda permanecía parada. Marcando los dientes con unos números, cuando el péndulo se detenía, se podía contar la cantidad de dientes movidos y, por tanto, calcular el número de las partículas de tiempo transcurridas.

—Así tú no eres obligado a contar cada vez uno, dos, tres et coetera, pero que al final cuando yo digo basta, paras el perpendículo et cuentas los dientes, ¿entendido? Et escribes cuántos dientes. Luego miras el reloj et escribes hora ésta o aquélla. Y cuando de nuevo ya digo, tú a eso das un muy gallardo impulso, et eso empieza de nuevo la oscillatione. Simplice, que hasta un niño entiende.

Desde luego no se trataba de un gran perpendículo, el padre Caspar lo sabía bien, pero sobre aquel argumento empezábase apenas a discutir y sólo un día habría sido posible construirlos más perfectos.

—Cosa difficillima, y tenemos aún mucho que aprender, aunque si Dios no prohibiera die Wette… Cómo tú dices, le par i…

—La apuesta.

—Eso. Si Dios no prohibiría, yo podría hacer apuesta que en el futuro todos van a buscar longitudes y todos otros phenomena terrestres con perpendículo. Pero muy es difficile en un navío, et tú debes poner mucha atención.

Caspar le dijo a Roberto que dispusiera los dos aparejos, junto con lo necesario para escribir, en el alcázar, que era el observatorio más elevado de todo el Daphne, allá donde habrían montado el Instrumentum Arcetricum. Del pañol de víveres habían llevado al castillo aquellos trastos que Roberto había entrevisto mientras todavía daba la caza al Intruso. Eran de fácil transporte, excepto la palangana de metal, que había sido izada hasta la puente entre imprecaciones y ruinosos desastres, porque no pasaba por las escotillas. El padre Caspar, de seco que era, ahora que tenía que realizar su proyecto, demostraba una energía física igual a su voluntad.

Montó casi solo, con un instrumento suyo para ajustar los bollones, una armazón de semicírculos y varillas de hierro, que se demostró sostén de forma redonda, al cual se fijó con las argollas el lienzo circular, de suerte que al final obteníase como un gran balde en forma de medio orbe esférico, con un diámetro de unos dos metros. Fue preciso embrearlo para que no dejara pasar el aceite maloliente de las pipejas, con el que ahora Roberto estábalo llenando, quejándose por la gran fetidez. Pero el padre Caspar le remembraba, seráfico como un capuchino, que no servía para sofreír cebollas.

—¿Y para qué sirve, en cambio?

—Probamos en este pequeño mar una más pequeña nave poner —y hacíase ayudar para colocar en el gran balde de lienzo la palangana metálica, casi plana, con un diámetro poco inferior al del recipiente—. ¿No has jamás uno oído que dice que el mar está liso como el aceite? Pues, tú ves ya, la puente ladéase hacia izquierda et el aceite de la gran bañera ladea hacia la derecha, et viceversa, o sea, a ti así parece; en verdad, el aceite mantiénese siempre equilibrado, sin jamás levantarse o bajarse, y paralelo al horizonte. Sucedería también si agua habría, pero sobre el aceite está la pequeña palangana como sobre mar en bonanza. Et yo ya un pequeño experimento en Roma he fecho, con dos pequeños baldes, el mayor lleno de agua y el menor de arena, y en la arena ensartado un pequeño gnomon, et yo ponía la pequeña a flotar en la grande, y la grande movía, y tú podías el gnomon derecho como un campanario ver, ¡no inclinado como las torres de Bolonia!

—Wunderbar —aprobaba políglota Roberto—. ¿Y agora?

—Quitamos agora la palangana pequeña, que tenemos en ella toda una máquina montar.

La carena de la palangana tenía unos pequeños muelles en el exterior, de suerte que, explicaba el padre, una vez que navegara con su carga en la pila más grande, debía permanecer separada a lo menos un dedo del fondo del contenedor; y si el excesivo movimiento de su anfitrión la hubiere empujado demasiado al fondo (qué anfitrión, preguntaba Roberto; ahora tú ves, contestaba el padre) aquellos muelles debían permitirle volver a subir a flote sin sacudidas. En el fondo interno había de hincarse un asiento con el respaldo inclinado, que permitiera a un hombre estar en él casi tumbado mirando hacia lo alto, apoyando los pies en una plancha de hierro que hacía de contrapeso.

Colocada la palangana en la puente, y habiéndola hecho estable con una que otra cuña, el padre Caspar se acomodó en el sitial, y le explicó a Roberto cómo montar sobre sus hombros, atándosela a la cintura, una armadura de correas y bandoleras de tela y de cuero, a la que había que asegurar, también, una toca en forma de celada. La celada dejaba un agujero para un ojo, mientras a la altura del nasal asomaba una barra coronada por una argolla. En ella se introducía el anteojo, del cual pendía un bastón rígido que terminaba en guisa de garfio. La Hipérbole de los Ojos podía moverse libremente hasta que se hubiere localizado el astro escogido; una vez que éste estaba en el centro de la lente, enganchábase el hasta rígida a las bandoleras pectorales, y desde ese momento estaba garantizada una visión fija contra eventuales movimientos de aquel cíclope.

—¡Perfecto! —se regocijaba el jesuita.

¡Cuando hubiérase colocado la palangana a flotar sobre la bonanza del aceite, habríanse podido fijar incluso los cuerpos celestes más huidores sin que conmoción alguna del mar en trasiego pudiera hacer que se desviara el ojo horoscopante de la estrella escogida!

—Y esto ha el señor Galilei descrito et yo he fecho.

—Es muy hermoso —dijo Roberto—. Mas agora ¿quién pone todo esto en la pila del aceite?

—Agora yo desenlazo a mí mismo y bajo, luego nosotros ponemos la vacía palangana en el aceite, luego yo monto de nuevo.

—No creo que sea fácil.

—Mucho más fácil que la palangana conmigo dentro poner.

Aunque con algún esfuerzo, se izó la palangana con su asiento para que flotara en el aceite. Luego el padre Caspar, con el yelmo y la armadura, y el anteojo de larga vista montado sobre la celada, intentó montar sobre el andamio, con Roberto que lo sostenía, con una mano asiéndole la mano, y con la otra empujándole el fondo de la espalda. El intento se repitió más veces, y con escaso éxito.

No era que el castillo metálico que sostenía la pila mayor no pudiera sostener también un huésped, pero le negaba razonables puntos de estación. Que si luego el padre Caspar intentaba, como hizo algunas veces, apoyar sólo un pie en el borde metálico, poniendo inmediatamente el otro dentro de la palangana menor, ésta, en el ímpetu del embarco, tendía a moverse sobre el aceite hacia el lado opuesto del contenedor, abriendo en compás las piernas del padre, el cual lanzaba gritos de alarma hasta que Roberto lo agarraba por la cintura y lo volvía a atraer hacia sí, como decir hacia la tierra firme del Daphne, renegando Roberto en el intervalo sobre la memoria del Galilei y alabando a aquellos verdugos de sus perseguidores. Intervenía en este punto el padre Caspar, el cual, abandonandose en los brazos de su salvador, le aseguraba en un gemido que aquellos perseguidores verdugos no eran, sino hombres de iglesia dignísimos, consagrados sólo a la preservación de la verdad, y que con Galilei habían sido paternales y misericordiosos. Luego, siempre acorazado e inmovilizado mirando hacia el cielo, el anteojo de larga vista perpendicular sobre el rostro, como un Polichinela con nariz mecánica, recordaba a Roberto que Galilei, por lo menos en aquella invención, no había errado y que sólo era necesario probar y reprobar.

—Y por tanto, mein lieber Robertus —decía luego—, ¿quizá has tú a mí olvidado y crees que era una tortuca, que se captura con la panza al aire? Ea, empuja a mí de nuevo, ansí, haz que toco ese borde, ansí, ansí, que al hombre le conviene la statura erecta.

En todas estas infelices operaciones no se daba que el aceite permaneciera tranquilo como el aceite, y a cabo de poco, ambos experimentadores encontráronse gelatinosos y, lo que es peor, oleabundos, si el contexto le permite este cuño al cronista, sin que haya que imputársela a la fuente.

Mientras ya el padre Caspar se desesperaba de poder acceder a aquella silla, Roberto observó que quizá era menester vaciar antes el recipiente del aceite, después colocar en él la palangana, hacer subir al padre, y por fin, volver a echar el aceite, cuyo nivel subiendo, también la palangana, y el vidente con ella, habríanse elevado flotando.

Así se hizo, con grandes elogios del maestro a la agudeza del alumno, mientras se aproximaba la media noche. No es que el conjunto diera la impresión de una gran estabilidad, pero, si el padre Caspar estaba atento a no moverse desconsideradamente, se podía esperar bien.

En un determinado momento Caspar triunfó:

—¡Yo agora veo ellos!

El grito lo obligó a mover la nariz, el anteojo de larga vista, que era más bien pesado, corrió el riesgo de resbalar del ocular, el padre movió el brazo para no aflojar la presa, el movimiento del brazo desequilibró el hombro y la palangana estuvo a punto de volcarse. Roberto abandonó papel y relojes, sostuvo a Caspar, restableció el equilibrio del conjunto y recomendó al astrónomo que permaneciera inmóvil, haciéndole hacer a aquel ocular suyo desplazamientos cautísimos, y sobre todo sin expresar emociones.

El próximo anuncio fue dado en un susurro que, magnificado por la enorme celada, pareció resonar ronco como un tartáreo clarín:

—Yo veo a ellos de nuevo —y con gesto comedido aseguró el anteojo al pectoral—. ¡Oh, Wunderbar! Tres estrellitas son de Júpiter en oriente, una sola en occidente… La más cercana parece más pequeña, et est… Espera… Ya está, a cero minutos et treinta secundos de Júpiter. Tú escribes. Agora va a tocar Júpiter, dentro de poco desaparece, atento a escribir la hora que ella desaparece…

Roberto, que había dejado su puesto para socorrer al maestro, había vuelto a coger la tablilla en la que debía marcar los tiempos, pero habíase sentado dejando los relojes a sus espaldas. Diose la vuelta de golpe, e hizo caer el péndulo. La varilla se desenfiló de su cabestro. Roberto la asió e intentó volverla a introducir, pero no lo conseguía. El padre Caspar estaba gritando ya que marcara la hora, Roberto giróse hacia el reloj, y en el gesto golpeó con la pluma el tintero. Por impulso, lo levantó, para no perder todo el líquido, e hizo caer el reloj.

—¿Has tú tomado la hora? ¡Ya con el perpendículo! —gritaba Caspar.

Y Roberto contestaba:

—No puedo, no puedo.

—¡¿Cómo puedes tú no, sandio?! —Y no oyendo respuesta seguía gritando— ¡¿Cómo puedes tú no, mentecato?! ¿Has marcado, has escrito, has empujado? Está desapareciendo, ¡ya!

—He perdido, no, no he perdido, he roto todo —dijo Roberto.

El padre Caspar alejó el anteojo de la celada, miró de soslayo, vio el péndulo en pedazos, el reloj volcado, Roberto con las manos embadurnadas de tinta, no se contuvo y explotó en un «¡Himmelpotzblitzsherrgottsakrament!» que le sacudió todo el cuerpo. En este movimiento inconsulto había hecho inclinarse demasiado la palangana y había resbalado en el aceite del balde; el anteojo habíasele escapado tanto de la mano como de la coraza, y luego, favorecido por el cabeceo, habíase ido rueda que te rueda por todo el castillo, rebotando por la escalerilla y, despeñándose en la puente, había sido arrojado contra la culata de un cañón.

Roberto no sabía si socorrer antes al hombre o al instrumento. El hombre, volteando los brazos como aspas en aquella rancidez, habíale gritado sublime que velara por el largomira, Roberto habíase precipitado a perseguir aquella hipérbole fugitiva, y la había encontrado abollada y con las dos lentes quebrantadas.

Cuando por fin Roberto había sacado del aceite al padre Caspar, que parecía una chuleta preparada para la sartén, éste había dicho simplemente, con heroica tozudez, que no todo estaba perdido.

Un telescopio igualmente poderoso lo había, engoznado en la Specola Melitense. No quedaba sino ir a cogerlo a la Isla.

—¿Mas cómo? —había dicho Roberto.

—Con la natatione.

—Si Vuestra Merced ha dicho que no sabe nadar, ni podría, a su edad…

—Yo no, tú sí.

—¡Mas ni siquiera yo la sé, esa maldita natatione!

—Aprende.