LA PALOMA NARANJADA
En los días siguientes habíase hecho evidente que la Specola Melitense era inaccesible, porque tampoco el padre Wanderdrossel sabía nadar. La barca estaba aún allá abajo, en la calita, y por tanto era como si no estuviera.
Ahora que tenía a disposición a un hombre joven y vigoroso, el padre Caspar habría sabido cómo hacer construir una balsa con un gran remo pero, lo había explicado, materiales e instrumentos habíanse quedado en la Isla. Sin ni siquiera un hacha no se podían abatir los palos o las entenas, sin martillos no se podían sacar de quicio las puertas, y clavarlas entre ellas.
Por otra parte, el padre Caspar no parecía demasiado preocupado por aquel prolongado naufragio, es más, se congratulaba sólo de haber recobrado el uso de su alojamiento, de la cubierta y de algunos instrumentos para continuar estudios y observaciones.
Roberto no había entendido todavía quién era el padre Caspar Wanderdrossel. ¿Un sabio? Sin duda sí, o por lo menos un erudito, y un curioso tanto de ciencias naturales como divinas. ¿Un exaltado? Seguramente. En un determinado momento, había dejado traslucir que aquel navío había sido equipado no a cargo de la Compañía, sino al suyo propio, o más bien, de un hermano suyo, mercader enriquecido y loco como él; en otra ocasión, habíase dejado llevar a una que otra queja hacia algunos hermanos suyos que le habrían «latroneado tantas fecundísimas Ideas» después de haber fingido repudiarlas como jerigonzas. Lo que dejaba pensar que allá abajo, en Roma, aquellos reverendos padres no hubieran visto mal la partida de aquel personaje sofista y, considerando que se embarcaba a cargo suyo, y que había buenas esperanzas de que a lo largo de aquellos derroteros impracticables se perdiera, habíanlo alentado para quitárselo de encima.
Las compañías que Roberto había tenido en Provenza y en París habían sido de tal especie que volvíanlo vacilante ante las afirmaciones de física y filosofía natural que oía hacer al viejo. Pero lo hemos visto, Roberto había absorbido el saber al que estaba expuesto como si fuera una esponja, sin cuidarse demasiado de no creer en verdades contradictorias. Quizá no era que le faltara el gusto por el sistema, era elección.
En París, el mundo le había parecido una escena en la que se representaban apariencias engañosas, donde cada uno, espectador, quería seguir todas las noches, y admirar, un caso diferente, como si las cosas usuales, aunque milagrosas, ya no iluminaran a nadie, y sólo las insólitamente inciertas o inciertamente insólitas fueran capaces de excitarles todavía. Los antiguos pretendían que para una pregunta existiera una sola respuesta, mientras que el gran teatro parisino habíale ofrecido el espectáculo de una pregunta a la que se respondía de los modos más variados. Roberto había decidido conceder sólo la mitad del propio espíritu a las cosas en las que creía (o que creía creer), para tener la otra disponible en el caso de que fuere verdad lo contrario.
Si ésta era la disposición de su ánimo, podemos entender entonces por qué no estaba muy motivado para negar incluso las más o menos fidedignas entre las revelaciones del padre Caspar. De todos los relatos que había oído, el que le había hecho el jesuita era, sin duda, el menos usual. ¿Por qué considerarlo entonces falso?
Desafío a quienquiera a que se halle abandonado en un navío desierto, entre cielo y mar en un espacio perdido, y a que no esté dispuesto a soñar que, en esa gran desgracia, no le haya tocado en suerte, a lo menos, haber ido a parar en el centro del tiempo.
Podía, así pues, incluso divertirse oponiendo a aquellos relatos múltiples objeciones, pero más a menudo portábase como los discípulos de Sócrates, que casi imploraban su derrota.
Por otra parte, ¿cómo rechazar el saber de una figura ya paterna, que de golpe lo había conducido de una condición de náufrago anonadado a la de pasajero de un navío del cual alguien tenía conocimiento y gobierno? Fuere la autoridad del hábito, fuere la condición de señor original de aquel castillo marino, el padre Caspar representaba a sus ojos el Poder, y Roberto había aprendido bastante de las ideas del siglo para saber que a la fuerza es menester asentir, por lo menos en apariencia.
Si luego Roberto empezaba a dudar de su anfitrión, inmediatamente aquél, acompañándole a explorar de nuevo el navío y enseñándole instrumentos que habían escapado a su atención, le permitía aprender tantas y tales cosas que se conquistaba su confianza.
Por ejemplo, habíale hecho descubrir redes y anzuelos de pesca.
El Daphne estaba anclado en aguas pobladísimas, y no era cuestión de agotar los bastimentos de a bordo si era posible obtener pescado fresco. Roberto, moviéndose ahora de día con sus lentes ahumados, había aprendido enseguida a arrojar las redes y a echar el anzuelo, y sin gran esfuerzo había capturado animales de tal desmedida medida que más de una vez había corrido el riesgo de ser arrastrado allende la borda por la fuerza del golpe con el que picaban.
Los tiraba en la puente y el padre Caspar parecía conocer de cada uno la naturaleza e incluso el nombre. Si luego los nombraba según naturaleza o los bautizaba a libito suo, Roberto no sabía decirlo.
Si los peces de su hemisferio eran grises, a lo sumo plata viva, éstos se presentaban azules con aletas guinda, tenían barbas azafrán, u hocicos cardenales. Había pescado un múgil con dos cabezas ojillenas, una en cada extremo del cuerpo, empero el padre Caspar habíale hecho notar cómo la segunda cabeza era, en cambio, una cola así decorada por la naturaleza, agitando la cual el animal asustaba a sus adversarios también desde atrás. Fue capturado un pez con el vientre maculado, con tiras de atramento en el dorso, todos los colores del arco iris en torno al ojo, un hocico cabruno, pero el padre Caspar hizo que lo echara de nuevo e inmediatamente al mar, pues que sabía (¿relatos de los hermanos, experiencia de viaje, leyenda de marineros?) que era más venenoso que un boleto de los muertos.
De otro pez, ojo amarillo, boca túmida y dientes como clavos, el padre Caspar había dicho inmediatamente que era criatura de Belcebú. Que se lo dejara sofocar en la puente hasta que muerte no siguiere, y luego fuérase por donde había venido. ¿Lo decía por ciencia adquirida o juzgaba por el aspecto? Por lo demás, todos los peces que Caspar juzgaba comestibles revelábanse buenísimos; e incluso de uno había sabido decir también que estaba mejor hervido que asado.
Iniciando a Roberto en los misterios de aquel mar salomónico, el jesuíta había sido también más preciso en dar noticias sobre la Isla, la cual el Daphne, al llegar, había circunnavegado completamente. Hacia el este tenía unas pequeñas playas, mas demasiado expuestas a los vientos. Inmediatamente después del promontorio sur, donde luego habían dado fondo con la barca, había una bahía tranquila, salvo que el agua era demasiado baja para fondear el Daphne. Aquél, donde ahora el navío estaba, era el punto más apercibido: acercándose a la Isla habríase encallado en un fondo bajo, y alejándose más habríanse encontrado en lo vivo de una corriente harto fuerte, que recorría el canal entre las dos islas de suroeste a noreste; y fue fácil demostrárselo a Roberto. El padre Caspar le pidió que arrojara el corpachón muerto del pez de Belcebú, con toda la fuerza que tenía, hacia el mar de occidente, y el cadáver del monstruo, mientras vióselo flotar, fue arrastrado con vehemencia por aquel flujo invisible.
Tanto Caspar como los marineros habían explorado la Isla, si no toda, en gran parte: lo suficiente para poder decidir que la coronilla del monte, que habían elegido para instalar la Specola, era la más apropiada para dominar con el ojo toda aquella tierra, vasta como la ciudad de Roma.
Había en el interior una cascada, y una hermosísima vegetación: no sólo cocos y plátanos, sino también algunos árboles con el tronco en forma de estrella, cuyas puntas se sutilizaban como hojas de cuchillo.
De los animales, algunos habíalos visto Roberto en la entrepuentes: la Isla era un paraíso de pájaros, y había incluso zorros voladores. Habían avistado en la espesura unos cerdos, mas no habían conseguido capturarlos. Había serpientes, aunque ninguna habíase demostrado venenosa o feroz, mientras ilimitada era la variedad de los lagartos.
Pero la fauna más rica hallábase a lo largo de la barbacana de coral. Tortugas, cangrejos, y ostras de todas las formas, difíciles de comparar con las que se encuentran en nuestros mares, grandes como cestas, como ollas, como bandejas, a menudo difíciles de abrir, mas una vez abiertas mostraban masas de carne blanca, blanda y grasa que eran verdaderos manjares. Desdichadamente no podían llevarse al navío: en cuanto estaban fuera del agua, corrompíanse al calor del sol.
No habían visto ninguna de las grandes bestias feroces de las que son ricas otras regiones del Asia, ni elefantes, ni tigres ni cocodrilos. Y, por otra parte, nada que se asemejara a un buey, a un toro, a un caballo o a un perro. Parecía que en aquella tierra todas las formas de vida hubieran sido concebidas no por un arquitecto o por un escultor, sino por un orfebre: los pájaros eran cristales coloreados, pequeños los animales del bosque, planos y casi transparentes los peces.
No les había parecido ni al padre Caspar ni al capitán, ni a los marineros, que en aquellas aguas hubiera tiburones, que se podrían notar incluso de lejos, a causa de aquella aleta, afilada como un hacha. Y decir que en aquellos mares encontrábanse por doquier. Ésta, que delante y en derredor de la Isla faltaban los tiburones, era según mi opinión una ilusión de aquel antojadizo explorador, o quizá era verdad lo que él argumentaba, es decir, que habiendo un poco más al oeste una gran corriente, aquellos animales preferían moverse allá abajo, donde estaban seguros de encontrar sustento más abundante. Como quiera que fuere, le va bien a la historia que seguirá que ni Caspar ni Roberto temieran la presencia de tiburones, si no, no habrían tenido luego ánimo de bajar al agua y yo no sabría qué contar.
Roberto seguía estas descripciones, se prendaba cada vez más de la Isla lejana, intentaba imaginarse la forma, el color, el movimiento de las criaturas de las que el padre Caspar le hablaba. Y los corales, ¿cómo eran estos corales, que él conocía sólo como joyas que por poética definición tenían el color de los labios de una bella mujer?
Sobre los corales el padre Caspar se quedaba sin palabras y se limitaba a levantar los ojos al cielo con una expresión de dicha. Aquesos de los que hablaba Roberto eran los corales muertos, como muerta era la virtud de aquellas cortesanas a las que los libertinos aplicaban aquella abusada comparación. Y en la escollera, corales muertos los había, y eran éstos los que herían a quien tocare aquellas piedras. Mas en nada podían competir con los corales vivos, que eran, cómo decir, flores submarinas, anémonas, jacintos, alheñas, ranúnculos, ramilletes de violetas. Qué va, esto no decía nada, eran una fiesta de agallas, nueces, nebrinas, capullos, cadillos, vástagos, cogollos, nervios; no, no, eran otra cosa, móviles, coloreados como el jardín de Armida, e imitaban a todos los vegetales del campo, del huerto y del bosque, desde el cedro a la amanita y a la berza…
Él había visto corales en otras partes, gracias a un instrumento construido por un hermano suyo (y yendo a hurgar en un cajón de su camarote el instrumento aparecía): era como una máscara de cuero con un gran ocular de cristal, y el orificio superior ribeteado y reforzado, con un par de cintas que permitían asegurarlo a la nuca, de suerte que adhiriera a la cara, desde la frente hasta la barbilla. Navegando sobre un bote con el fondo plano, que no se encallara en el terraplén sumergido, se doblaba la cabeza hasta rozar el agua y se veía el fondo: mientras que si uno hubiera sumergido la cabeza desnuda, aparte el escozor de los ojos, no habría visto nada.
Caspar pensaba que el artilugio, que llamaba Perspicillum, Ocular, o Persona Vitrea (máscara que no esconde, antes, revela), habría podido ser llevado también por quien hubiera sabido nadar entre las rocas. No era que el agua no entrara antes o después en el interior, mas por un poco de tiempo, conteniendo la respiración, se podía seguir mirando. Después de lo cual, habría sido menester emerger de nuevo, vaciar aquella vasija y volver a empezar desde el principio.
—Si tú a natar aprenderías, podrías estas cosas allá abajo ver —decía Caspar a Roberto.
Y Roberto, imitándole:
—Si yo nadaría, ¡mi pecho fuera una bota!
Y sin embargo reconvenía no poder ir allá abajo.
Y además, además, estaba añadiendo el padre Caspar, en la Isla estaba la Paloma de Llama.
—¿La Paloma de Llama? ¿Qué es? —preguntó Roberto.
Y el ansia con la que lo preguntó nos parece exorbitante. Como si la Isla le prometiera desde hacía tiempo un emblema oscuro, que sólo ahora volvíase luminosísimo.
Explicaba el padre Caspar que era difícil describir la belleza de este pájaro, y había que verlo para poder hablar del. Él lo había divisado con el largomira el mismo día de la llegada. Y desde lejos era como ver una esfera de oro inflamado, o de flama áurea, que desde la cima de los árboles más altos saeteaba hacia el cielo. Recién llegado a tierra había querido saber más, y había instruido a los marineros para que lo localizaran.
Había sido acechanza harto larga, hasta que habían entendido entre qué árboles vivía. Emitía un sonido completamente particular, una especie de «toe toe», como el que se obtiene chasqueando la lengua contra el paladar. Caspar había entendido que, produciendo este reclamo con la boca, o con los dedos, el animal respondía, y alguna vez habíase dejado entrever mientras volaba de rama en rama.
Caspar había vuelto más veces a acechar, pero con un cristal de larga vista y, por lo menos una vez, había visto bien el pájaro, casi inmóvil: la cabeza era oliva oscuro —no, quizá espárrago como las patas— y el pico color alfalfa se extendía, como una máscara, a engastar el ojo, que parecía un grano de trigo de Indias, con la pupila de un negro rutilante. Tenía un gollete breve y dorado como la punta de las alas, pero el cuerpo, desde el pecho hasta las plumas de la cola, que, finísimas, parecían los cabellos de una mujer, era (¿cómo decir?). No, rojo no era la palabra apropiada…
Rojo, rubro, rubicundo, rubio, rufo, rojeante, rosicler, sugería Roberto. Nein, nein, irritábase el padre Caspar. Y Roberto: como una fresa, una clavellina, una frambuesa, una guinda, un rabanillo; como las bayas del acebo, el vientre del tordo o del zorzal, la cola del colarrubia, el pecho del pechicolorado… Que no, no, insistía el padre Caspar, en lucha con la suya y con las otras lenguas para encontrar las palabras adecuadas: y, a juzgar por la síntesis que luego extrae Roberto, tampoco se entiende ya si el énfasis es del informador o del informado, debía de ser del color jubiloso de una toronja, de una naranja, era un sol alado; en definitiva, cuando se la veía en el cielo blanco era como si el alba arrojara una granada sobre la nieve. ¡Y cuando se cimbraba al sol era más fulgurante que un querubín!
Este pájaro naranjado, decía el padre Caspar, ciertamente no podía sino vivir en la Isla de Salomón, porque era en el Cántico de aquel gran Rey donde se hablaba de una paloma que se levanta como la aurora, resplandeciente como el sol, terribilis ut castrorum acies ordinata. Era, como dice otro salmo, con las alas cubiertas de plata y las plumas con los reflejos del oro.
Con este animal, Caspar había visto otro casi igual, excepto que las plumas no eran naranjadas, sino verdiazules, y por la manera en que los dos solían ir emparejados en la misma rama, debían de ser macho y hembra. Que pudieran ser palomas lo decía su forma, y su arrullo tan frecuente. Cuál de los dos era el macho era difícil de decirse, y por otra parte había impuesto a los marineros que no los mataran.
Roberto preguntó cuántas palomas podía haber en la Isla. Por lo que sabía el padre Caspar, que todas las veces había visto una sola pelota bermellón salir disparada hacia las nubes, o siempre una pareja única entre las altas frondas, en la Isla podía haber incluso sólo dos palomas, y una sola naranjada. Suposición que hacía desvivirse a Roberto por aquella belleza peregrina. Que, si lo aguardaba, lo aguardaba siempre desde el día de antes.
Por otra parte, si Roberto quería, decía el padre Caspar, estando horas y horas al largomira, habría podido verla incluso desde el navío. Con tal de que se hubiera quitado aquellos lentes tiznados. A la respuesta de Roberto, que los ojos no se lo permitían, Caspar había hecho algunas observaciones displicentes sobre ese mal de mujerzuela, y había aconsejado los líquidos con los que se había curado su bubón (Spiritus, Olea, Flores).
No resulta claro si Roberto los usara, si se ejercitara poco a poco en mirar a su alrededor sin anteojos, primero al alba y al crepúsculo y luego a pleno día, y si aún los llevara cuando, como veremos, intenta aprender la natación. El hecho es que, de este momento en adelante, los ojos dejan de mencionarse para justificar cualquier fuga o contumacia. Así que es lícito recabar que poco a poco, quizá por la acción curativa de aquellos aires balsámicos o del agua marina, Roberto sanara de una afección que, verdadera o presunta, lo convertía en licántropo desde hacía más de diez años (si de verdad el lector no querrá insinuar que desde este momento yo lo deseo todo el tiempo en la puente y, no encontrando desmentidas entre sus papeles, con autorial arrogancia lo libro de todo mal).
Pero quizá Roberto quería curarse para ver a toda costa a la paloma. Y habríase arrojado inmediatamente a la amurada para pasar el día escudriñando árboles, si no hubiera sido distraído por otra cuestión no resuelta.
Una vez terminada la descripción de la Isla y de sus riquezas, el padre Caspar había observado que tantas amenísimas cosas no podían sino encontrarse allí, en el meridiano antípoda. Roberto había preguntado entonces:
—Reverendo padre, Vuestra Merced hame dicho que la Specola Melitense hale confirmado que está en el meridiano antípoda, y yo le creo. Mas no ha ido a levantar la Specola en todas las islas que ha encontrado en su viaje, sino en ésta solamente. ¡Y entonces, de alguna manera, antes de que la Specola se lo dijera, Vuestra Merced debía estar seguro ya de haber encontrado la longitud que buscaba!
—Tú piensas muy justo. Si yo aquí habría sin saber venido que yo aquí era aquí, no podía yo saber que era aquí… Agora explicóte. Como sabía que la Specola era único instrumento justo, para llegar donde probar la Specola, debía falsos métodos usar. Et así he fecho.