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TELLURIS THEORIA SACRA

No nos dedicaremos a reconstruir el diálogo que siguió durante dos días. Entre otras cosas porque, a partir de este punto en adelante, los papeles de Roberto se vuelven más lacónicos. Caídas quizá, bajo ojos ajenos, sus confidencias a la Señora (no tuvo jamás el ánimo de pedir confirmación de ello a su nuevo compañero), durante muchos días deja de escribir y registra de manera harto más seca lo que aprende y lo que acaece.

Bien, Roberto se encontraba ante el padre Caspar Wanderdrossel, e Societate Iesu, olim in Herbipolitano Franconiae Gymnasio, postea in Collegio Romano Matheseos Professor, y no sólo, sino también astrónomo, y estudioso de muchas otras disciplinas, en la Curia General de la Compañía. El Daphne, comandado por un capitán holandés que había intentado ya aquellos rumbos para la Vereenigde Oost-Indische Compagnie, había dejado muchos meses antes las costas mediterráneas circunnavegando África, en el intento de tocar las Islas de Salomón. Exactamente como quería hacer el doctor Byrd con el Amarilis, salvo que el Amarilis intentaba hallarlas buscando el levante por el poniente, mientras el Daphne había hecho lo contrario, pero poco importa: llégase a las Antípodas por ambas partes. En la Isla (y el padre Caspar indicaba allende la playa, detrás de los árboles) debía montarse la Specola Melitense. Qué podía ser esta Specola no estaba claro, y Caspar murmuraba a propósito de ello como de un secreto tan famoso que estaba hablando del todo el mundo.

Para llegar allí, el Daphne, su tiempo se lo había tomado. Ya se sabe cómo se iba entonces por aquellos mares. Abandonadas las Molucas, y en el intento de navegar hacia el sureste, hacia el Puerto Sancti Thomae en la Nueva Guinea, dado que debían tocarse los parajes en los que la Compañía de Jesús tenía sus misiones, el navío, impelido por una tempestad, habíase perdido en mares jamás vistos, llegando a una isla habitada por ratonazos tan grandes como un niño, con una cola larguísima, y una bolsa en el vientre, de los cuales Roberto había conocido un ejemplar embalsamado (es más, el padre Caspar le reprochaba haber tirado «uno Wunder que valía uno Pirú»).

Eran, contaba el padre Caspar, animales amistosos que rodeaban a los desembarcados tendiendo las manecillas para pedir comida, tirándoles incluso de la ropa, pero ladrones redomados a la hora de la verdad, que habían robada bizcocho de las faltriqueras de un marinero.

Séame permitido intervenir a completo crédito del padre Caspar: una isla de ese tipo existe de verdad, y no es posible confundirla con ninguna otra. Aquellos pseudocanguros se llaman Quokkas, y viven sólo allí, en la Rottnest Island, que los holandeses habían descubierto había poco, llamándola rottenest, nido de ratas. Pero como esta isla se encuentra enfrente de Perth, esto significa que el Daphne había alcanzado la costa occidental de Australia. Si pensamos que, por lo tanto, se encontraba en el paralelo treinta sur, y al oeste de las Molucas, mientras había de ir hacia el este, descendiendo un poco por debajo del Ecuador, deberíamos decir que el Daphne había perdido el rumbo.

Ojalá fuera sólo eso. Los hombres del Daphne habrán tenido que ver una costa a poca distancia de la isla, pero habrán pensado que se trataba de alguna otra islita con algún otro roedor. Muy otro buscaban, y quién sabe qué le estaban diciendo los instrumentos de a bordo al padre Caspar. Con seguridad, estaban a algún golpe de remo de aquella Tierra Incógnita y Australis que la humanidad soñaba desde hacía siglos. De lo que es difícil convencerse es de —visto que el Daphne habría llegado al fin (y lo veremos) a una latitud de diecisiete grados sur— cómo habían conseguido circunnavegar Australia, a lo menos por dos cuartos, sin verla jamás: o habían remontado hacia el norte, y entonces habían pasado entre Australia y Nueva Guinea corriendo el riesgo a cada paso de ir a arenarse en una u otra playa; o habían navegado hacia el sur, pasando entre Australia y Nueva Zelanda, y viendo siempre mar abierto.

Podría creerse que soy yo el que cuenta una novela, si no fuera porque más o menos en los meses en los que se desarrolla nuestra historia también Abel Tasman, partiendo de Batavia, había llegado a una tierra que había llamado de van Diemen, y que hoy conocemos como Tasmania; como también él buscaba las Islas de Salomón, había mantenido a la izquierda la costa meridional de aquella tierra sin imaginar que, más allá de aquélla, hubiera un continente cien veces mayor, y había ido a parar al sureste de Nueva Zelanda, la había costeado en dirección noreste y, habiéndola abandonado, tocaba las Tonga; luego llegaba grosso modo donde había llegado el Daphne,considero, aunque también allí pasaba entre las barreras coralinas y se dirigía hacia Nueva Guinea. Que era hacer carambolas como una bola de billar, pero parece que aún por muchos años los navegantes estaban destinados a llegar a dos pasos de Australia sin verla.

Tomemos, pues, por bueno el relato del padre Caspar. Siguiendo a menudo los antojos de los alisios, el Daphne había acabado en otra tormenta y había salido mal parado, tanto que habían tenido que detenerse en una isla Dios sabe dónde, sin árboles, toda arena dispuesta como un anillo alrededor de un pequeño lago central. Allí habían puesto en orden el navío, y he aquí cómo se explicaba que a bordo no hubiera ya una reserva de madera de construcción. Luego habían vuelto a navegar y al fin habían llegado a echar el ancla en aquella bahía. El capitán había enviado el esquife a tierra con una vanguardia, habíase hecho la idea de que no había habitantes, y para curarse en salud había cargado y apuntado con esmero sus pocos cañones, luego habían dado principio a cuatro empresas, todas fundamentales.

Primera, la provisión de agua y víveres, pues estaban ya extremados; segunda, la captura de animales y plantas a fin de llevarlos a la patria, para regocijo de los naturalistas de la Compañía; tercera, el abatimiento de árboles, para apercibir una nueva reserva de troncos grandes, y de tablas, y de todo tipo de material para las futuras adversidades; y por fin la construcción, en una elevación de la Isla, de la Specola Melitense, y aquél había sido el trabajo más laborioso. Habían tenido que sacar de la bodega y transportar a la orilla todos los instrumentos de carpintería y las diferentes piezas de la Specola, y todos estos tráfagos habían requerido de mucho tiempo, entre otras cosas porque no se podía desembarcar directamente en la bahía: entre el navío y la ribera extendíase, casi a la flor del agua y con unos pocos pasos demasiado estrechos, una barbacana, una falsabraga, un terraplén, un Erdwall todo hecho de corales; en fin, lo que nosotros hoy llamaríamos un arrecife coralino. Después de muchos infructuosos intentos habían descubierto que había que doblar cada vez el cabo al sur de la bahía, detrás del cual había una pequeña cala que permitía dar fondo.

—Et hete aquí por qué aquella barca por los marineros abandonada nosotros hora non vemos, aunque todavía allá atrás está, ¡heu me miserum!

Como he podido deducir aquel teutón vivía en Roma hablando latín con los hermanos de cien países, pero del vulgar no tenía una gran práctica. Así es que yo, en esta transcripción, que lo es, tendré cuidado de pintar muy al vivo su lengua.

Ultimada la Specola, el padre Caspar había empezado sus observaciones, que habían procedido con éxito durante casi dos meses. Y entre tanto, ¿qué hacía el marinaje? Dejábase llevar por la pereza, y la disciplina de a bordo suavizábase. El capitán había embarcado muchos barriles de aguardiente, que debían ser usados sólo como cordial durante las tormentas, con mucha parsimonia, o servir para trueco con los salvajes; en cambio, rebelándose a todas las órdenes, el marinaje había empezado a llevarlos a la cubierta, todos habían abusado dellos, incluso el capitán. El padre Caspar trabajaba, aquéllos vivían como brutos, y de la Specola oíanse canciones inverecundas.

Un día, el padre Caspar, ya que hacía mucho calor, mientras trabajaba él solo en la Specola, habíase quitado el hábito (había, decía con vergüenza el buen jesuíta, pecado contra la modestia, ¡que Dios pudiera ahora perdonarle visto que habíale castigado al punto!) y un insecto le había picado en el pecho. Al principio había advertido sólo una punzada, pero en cuanto volvieron a conducirle a bordo para la noche, acometióle una gran fiebre. No habló con nadie de su incidente, durante la noche tenía atronamiento de oídos y gravedad de cabeza, el capitán abrióle el hábito ¿y qué vio? Una pústula, tal y como la pueden producir las avispas, pero qué digo, incluso las moscas de grandes dimensiones. Enseguida aquella hinchazón convirtióse a sus ojos en un carbunculus, un ántrax, un furúnculo nigricante, breve, un bubón, síntoma evidentísimo de la pestis, quae dicitur bubónica, como había sido anotado inmediatamente en el diario.

El pánico se esparció a bordo. Inútil que el padre Caspar contara del insecto: el apestado miente siempre para que no se le segregue, era cosa bien sabida. Inútil que asegurara que él la peste la conocía bien, y que aquello peste no era por muchas razones. El marinaje casi habría querido arrojarlo al mar, para aislar el contagio.

El padre Caspar intentaba explicar que, durante la gran pestilencia que había asolado Milán y la Italia del Norte unos doce años antes, había sido enviado junto a otros hermanos suyos a prestar ayuda en los lazaretos, a estudiar de cerca el fenómeno. Y por ello, sabía mucho de aquella lúes contagiosa. Hay enfermedades que sorprenden sólo a los individuos, y en lugares y tiempos diferentes, como el Sudor Anglicus, otras peculiares a una sola región, como la Dysenteria Melitensis o la Elephantiasis Aegyptia, y otras, por fin, como la peste, que atacan durante largc tiempo a todos los habitantes de muchas regiones. Ahora bien, la peste se anuncia con manchas del sol, eclipses, cometas, aparición de animales subterráneos que salen de sus latíbulos, plantas que se marchitan por los miasmas: y ninguna de estas señales habíase manifestado jamás ni a bordo ni en tierra, ni en el cielo ni en el mar.

En segundo lugar, la peste está producida, sin duda, por aires fétidos que suben desde los cenagales, por el descomponerse de los muchos cadáveres durante las guerras, o incluso por invasiones de langostas que se anegan en bandadas en el mar y luego reaparecen en las riberas. El contagio se produce precisamente a través de esas emanaciones, que entran en la boca y, desde los pulmones, y a través de la vena cava, alcanzan el corazón. Pero en el curso de la navegación, excepto el hedor del agua y de la comida que, por demás, da el escorbuto y no la peste, aquellos mareantes no habían padecido ninguna emanación maléfica, antes bien, habían respirado aire puro y vientos salubérrimos.

El capitán decía que los rastros de las emanaciones permanecen adheridos a las ropas y a otros muchos objetos, y que quizá a bordo encontrábase algo que había conservado durante largo tiempo, y luego transmitido, el contagio. Y había recordado la historia de los libros.

El padre Caspar habíase llevado consigo algunos buenos libros sobre la navegación, dígase elArte de Navegar de Medina, el lyphis Batavus del Snellius y el De rebus oceanicis et orbe novo decades tres de Pedro de Anghiera, y le había contado un día al capitán que los había conseguido por una nonada, y precisamente en Milán: después de la peste, en los poyetes a lo largo de los Navilios había sido puesta en venta toda la biblioteca de un señor prematuramente desaparecido. Y ésta era su pequeña colección privada, que llevaba consigo incluso por mar.

Para el capitán era evidente que los libros, pertenecidos a un apestado, eran los agentes del contagio. La peste se transmite, como todos saben, mediante ungüentos ponzoñosos, y él había leído de personas que habían muerto mojándose el dedo con la saliva mientras hojeaban obras que habían sido ungidas, precisamente, de veneno.

El padre Caspar se afanaba: no, en Milán, él había estudiado la sangre de los apestados con un descubrimiento novísimo, un tecnasma que llámase lente o microscopio, y había visto flotar en aquella sangre como unos vermiculi, y son precisamente los elementos de ese contagium animatum,que se generan por vis naturalis de cualquier putridez, y que luego se transmiten, propagatores exigui, a través de los poros sudoríferos, o la boca, o alguna vez incluso los oídos. Ahora bien, este pululaje es cosa viva, y necesita sangre para alimentarse, no sobrevive doce y más años entre las fibras muertas del papel.

El capitán no había querido atender razones, y la pequeña y bella biblioteca del padre Caspar había acabado transportada por las corrientes. No bastaba: aunque el padre Caspar se afanara diciendo que la peste puede ser transmitida por los perros y por las moscas mas, a su ciencia, seguramente no por los ratones, todo el marinaje habíase dado a la caza de ratas, disparando por doquier, con el riesgo de provocar lumbres de agua en la bodega. Y por fin, puesto que a cabo de un día la fiebre del padre Caspar continuaba, y su bubón no daba indicios de menguar, el capitán había tomado su decisión: todos ellos habríanse trasladado a la Isla y allá habrían aguardado a que el padre o muriera o sanara, y el navío se purificara de todo influjo y flujo maligno.

Dicho y hecho, toda otra ánima viva a bordo había subido al esquife, cargada de armas y de pertrechos. Y como se preveía que, entre la muerte del padre Caspar y el período en que el navío hubiérase purificado, habrían debido pasar dos o tres meses, habían decidido que era necesario construir en tierra unas cabañas, y todo aquello que podía hacer del Daphne una fábrica había sido llevado a remolque hacia tierra.

Sin contar con la mayor parte de los barriles de aguardiente.

—Mas no han una buena cosa hecho —comentaba Caspar con amargura, y disgustándose por el castigo que el cielo habíales reservado por haberlo abandonado como un alma perdida.

En efecto, recién llegados habían ido inmediatamente a abatir a algún animal que otro en la espesura, habían encendido grandes fogatas, de noche, en la playa, y habíanse dado a las huelgas, durante tres días y tres noches.

Probablemente los fuegos habían atraído la atención de los salvajes. Aunque la Isla estaba deshabitada, en ese archipiélago vivían hombres negros como africanos, que debían de ser buenos navegadores. Una mañana, el padre Caspar había visto llegar una decena de «piragvas», que procedían quién sabe de dónde, más allá de la gran isla de occidente, y se dirigían hacia la bahía. Eran barquichuelas excavadas en un tronco como las de los Indios del Nuevo Mundo, pero dobles: una contenía el marinaje y la otra deslizábase sobre el agua como un trineo.

El padre Caspar había temido al principio que se dirigieran hacia el Daphne, pero aquéllos parecían quererlo evitar y dirigíanse hacia la calita donde habían desembarcado los marineros. Había intentado gritar para advertir a los hombres en la Isla, pero aquéllos dormían borrachos. En breve: los marineros habíanselos encontrado de repente ante ellos, asomando de los árboles.

Paráronse de un salto, los bárbaros mostraron inmediatamente intenciones belicosas, y nadie entendía ya nada, y tanto menos dónde habían dejado las armas. Sólo el capitán se adelantó y derribó a uno de los asaltantes con un tiro de su pistola. Al oír el disparo, y ver al compañero que caía muerto sin que cuerpo alguno lo hubiere tocado, los indígenas hicieron gestos de sumisión, y uno de ellos acercóse al capitán ofreciéndole un collar que llevaba al cuello. El capitán se inclinó, luego, evidentemente estaba buscando un objeto para dar a cambio, diose la vuelta para pedirles algo a sus hombres.

Haciendo de esta suerte había enseñado la espalda a los indígenas.

El padre Wanderdrossel pensaba que a los bárbaros habíales causado enseguida gran impresión, antes que el tiro, el porte del capitán, que era un gigante batavo con la barba rubia y los ojos azules, cualidades que aquellos nativos atribuían probablemente a los dioses. Mas en cuanto de aquél habían visto la espalda (pues que es evidente que aquellos pueblos salvajes no juzgaban que las divinidades tuvieran también una espalda), inmediatamente el jefe de los bárbaros, con la clava que llevaba en la mano, acometióle partiéndole la cabeza, y el capitán cayó boca abajo sin moverse ya más. Los hombres negros habíanse precipitado sobre los marineros y, sin que supieran cómo defenderse, habíanlos exterminado.

Había empezado un horrible festín que duró tres días. El padre Caspar, enfermo, siguió todo con el largomira, y sin poder hacer nada. De aquel marinaje habíase hecho carne de matadero: Caspar habíalos visto primero desnudar (con gritos de alegría de los salvajes que se repartían objetos y ropa), luego desmembrar, luego cocer, y por fin comiscar con gran calma, entre tragos de una bebida humeante y cantos que a cualquiera habríanle parecido pacíficos, si no hubieran seguido a aquella desventurada kermese.

Luego, los indígenas, saciados, habían empezado a enseñarse con el dedo el navío. Probablemente no lo asociaban a la presencia de los marineros: majestuoso cual era de árboles y de velas, incomparablemente diferente de sus canoas, no habían pensado que fuera obra de hombre. Según el padre Caspar (que consideraba conocer harto bien la mentalidad de los idólatras de todo el mundo, de los cuales le contaban los viajeros jesuítas de vuelta a Roma), lo creían un animal, y el hecho de que hubiera permanecido neutral mientras ellos se dedicaban a sus ritos de antropófagos, habíalos convencido. Por otra parte, ya Magallanes, aseguraba el padre Caspar, había contado cómo ciertos indígenas creían que los galeones, venidos volando del cielo, eran las madres naturales de los esquifes, que amamantaban dejándolos colgar de los costados, y luego destetaban arrojándolos al agua.

Empero alguien, probablemente, sugería ahora que si el animal era dócil y sus carnes jugosas como las de los marineros, valía la pena apoderarse del. Y habíanse dirigido hacia el Daphne. En ese punto, el pacífico jesuíta, para mantenerlos alejados (la Orden suya imponíale seguir viviendo ad majorem Dei gloriam y no morir para la satisfacción de algunos paganos cujus Deus venter est)prendió fuego a la mecha de un cañón, ya cargado y apuntado hacia la Isla, e hizo partir un cañonazo. El cual, con gran estruendo, y mientras el costado del Daphne aureolábase de humo como si el animal bufara de ira, había precipitado en medio de las barcas, volcando dos.

El portento había sido elocuente. Los salvajes regresaron a la Isla desapareciendo entre la espesura, y volvieron a salir a cabo de poco con coronas de flores y hojas que lanzaron al agua, cumpliendo unos gestos de obsequio, luego apuntaron la proa hacia el suroeste y desaparecieron detrás de la isla occidental. Habían pagado al gran animal irritado lo que consideraban un tributo suficiente, y seguramente no se habrían dejado ver nunca más en aquellas riberas: habían decidido que el paraje estaba inficionado por una criatura quisquillosa y vengativa.

He aquí la historia del padre Caspar Wanderdrossel. Durante más de una semana, antes de la llegada de Roberto, habíase sentido aún mal pero, gracias a preparados de su hechura («Spiritus, Olea, Flores und andere dergleichen Vegetabilische/ Animalische/ und Mineralische Medicamenten»), ya empezaba a gozar de la convalecencia cuando una noche había oído unos pasos en la puente.

Desde aquel momento, por el miedo, habíase enfermado de nuevo, había abandonado su alojamiento y habíase refugiado en aquel tabuco, llevándose consigo sus medicamentos y una pistola, sin ni siquiera entender que estaba descargada. Y de allí había salido sólo para buscar comida y agua. Al principio había robado los huevos precisamente para vigorizarse, luego habíase limitado a hurtar fruta. Habíase convencido de que el Intruso (en el relato del padre Caspar el intruso era naturalmente Roberto) era un hombre de sabiduría, curioso del navío y de su contenido, y había empezado a considerar que no era un náufrago, sino el agente de algún país hereje que quería los secretos de la Specola Melitense. Esta es la razón por la que el buen padre había dado en portarse de un manera tan infantil, con el objetivo de empujar a Roberto a que abandonara aquel bajel inficionado de demonios.

Le tocó luego a Roberto contar su propia historia y, no sabiendo lo que Caspar había leído de sus papeles, habíase demorado en particular sobre su misión y sobre el viaje del Amarilis. El relato había sobrevenido mientras, al final de aquella jornada, hervían un gallito y destapaban la última de las botellas del capitán. El padre Caspar tenía que recobrar las fuerzas y hacerse sangre nueva, y celebraban lo que ya le parecía a cada uno una vuelta al consorcio humano.

—Ridiculoso —había comentado el padre Caspar después de haber escuchado la increíble historia del doctor Byrd—. Tal bestialidad he yo jamás oído. ¿Por qué hacían ellos a él ese mal? Todo pensaba de escuchado haber sobre el misterio de la longitud, ¡mas jamás que se puede buscar usando el ungventum armarium! Si sería posible, lo inventaba un jesuita. Esto tiene ninguna relación con longitudes, yo te explicaré cómo bueno hago mi trabajo y tú ves cómo es diferente…

—Pero, en suma —preguntó Roberto—, ¿Vuestra Merced buscaba las Islas de Salomón o quería resolver el misterio de las longitudes?

—Pero todas y dos las cosas, ¿no? ¡Tú encuentras las Islas de Salomón y tú has conocido dónde está el meridiano ciento y ochenta, tú encuentras el meridiano ciento y ochenta y tú sabes dónde están las Islas de Salomón!

—¿Y por qué estas islas han de estar en este meridiano?

—Oh mein Gott, el Señor me perdona que Su Santísimo Nombre en vano he pronunciado. In primis, después que Salomón había el Templo construido, había una grosse flotte hecho, como dice el Libro de los Reyes, y esta flotte llega a la Isla de Ophir, de donde le traen (¿cómo tú dices?)… quadringenti und viginti…

—Cuatrocientos y veinte.

—Cuatrocientos y veinte talentos de oro, una muy grande riqueza: la Biblia dice muy poco para decir muchíssimo, como decir pars pro toto. Y ningún lando cerca de Israel tenía una tanto grande riqueza, quod significat que aquella flota al último confín del mundo era llegada. Aquí.

—¿Pero por qué aquí?

—Porque aquí está el meridiano ciento y ochenta, que es exactamente el que la tierra en dos separa, y por la otra parte está el primer meridiano: tú cuentas uno, dos, tres, por trescientos y sesenta grados de meridiano, y si eres a ciento y ochenta, aquí es media noche, y en aquel primer meridiano es medio día. ¿Verstanden? ¿Tú adivinas agora por qué las Islas de Salomón han sido así llamadas? Salomón dixit corta niño en dos, Salomón dixit corta Tierra en dos.

—Comprendo, si estamos en el meridiano ciento y ochenta estamos en las Islas de Salomón. ¿Y quién le dice que estamos en el meridiano ciento y ochenta?

—Pues la Specula Melitensis, ¿no? Si todas mis pruebas precedentes no bastarían, que el ciento y ochenta pasa precisamente allá, me ha demostrado la Specula.

Había arrastrado a Roberto a la cubierta indicándole la bahía:

—¿Ves aquel promontorium al norte, allá donde grandes árboles están con grandes patas que caminan sobre el aqua? ¿Et hora ves el otro promontorium en sur? Tú traza una línea entre los dos promontoria, ves que la línea pasa entre aquí y la ribera, un poco más apud la ribera que no apud la nave… ¿Vista la línea, yo digo una geistige línea que tú ves con los ojos de la imaginatione? ¡Gut, esa es la línea del meridiano!

El día siguiente el padre Caspar, que no había perdido jamás el cómputo del tiempo, advirtió que era domingo. Celebró la misa en su camarote, consagrando una partícula de las pocas hostias que le habían quedado. A continuación retomó su lección, primero en el camarote entre mapamundi y mapas, luego en la puente. Y ante las protestas de Roberto, que no podía sufrir la luz plena, había sacado de uno de sus almarios unas gafas, con los lentes ahumados, que él había usado con éxito para explorar la boca de un volcán. Roberto había empezado a ver el mundo con colores más tenues, a fin de cuentas agradabilísimos, y poco a poco estábase reconciliando con los rigores del día.

Para entender lo que sigue debo hacer una glosa, y si no la hago tampoco yo colijo. La convicción del padre Caspar era que el Daphne se encontraba entre los grados dieciséis y diecisiete de latitud sur y a ciento ochenta de longitud. En cuanto a la latitud podemos fiarnos plenamente. Pero imaginémonos por un momento que hubiera atinado también con la longitud. De los confusos apuntes de Roberto se presume que el padre Caspar calcula por trescientos sesenta grados plenos a partir de la Isla del Hierro, a dieciocho grados al oeste de Greenwich, como quería la tradición desde los tiempos de Tolomeo. Por lo tanto, si él consideraba estar en su meridiano ciento ochenta, eso significa que en realidad estaba en el ciento sesenta y dos leste (a partir de Greenwich). Ahora bien, las Salomón se encuentran bien dispuestas alrededor del meridiano ciento sesenta leste, pero entre los cinco y los doce grados de latitud sur. Por lo tanto, el Daphne se habría encontrado demasiado abajo, al oeste de las Nuevas Hébridas, en una zona donde aparecen sólo bajíos coralinos, los que se habrían convertido en los Recifs d’Entrecasteaux.

¿Podía el padre Caspar calcular a partir de otro meridiano? Seguramente. Como al final de aquel siglo dirá Coronelli en su Libro dei Globi, el primer meridiano lo colocaban «Eratóstenes en las Columnas de Hércules, Martín de Tyr en las Islas Afortunadas, Tolomeo en su Geografía siguió la misma opinión, pero en sus Libros de Astronomía lo hizo pasar por Alejandría de Egipto. Entre los modernos, Ismael Abulfeda, lo marca en Cádiz, Alfonso en Toledo, Pigafetta et Herrera han hecho lo mismo. Copérnico lo pone en Fruemburgo; Reinoldo en Monte Real, o Kónisberg; Kepler en Uraniburgo; Longomontano en Kopenhagen; Lansbergius en Goes; Riccioli en Bolonia. Los atlas de Iansonio y Blaeu en Monte Pico. Para seguir el orden de mi Geografía he puesto en este Globo el Primer Meridiano, en la parte más occidental de la Isla del Hierro, como también para seguir el decreto de Luis XIII, que con el Consejo de Geo. en 1634 lo determinó en este mismo lugar».

Si el padre Caspar hubiera decidido desatender el decreto de Luis XIII y hubiera colocado el primer meridiano, pongamos, en Bolonia, entonces el Daphne habría estado anclado más o menos entre Samoa y Tahití. Pero allí los indígenas no tienen la piel oscura como los que él decía haber visto.

¿Por qué razón dar por buena la tradición de la Isla del Hierro? Se ha de partir del principio de que el padre Caspar habla del Primer Meridiano como de una línea fija establecida por decreto divino desde los días de la Creación. ¿Por dónde habría considerado Dios natural hacerla pasar? ¿Por aquel lugar de incierta ubicación, sin duda oriental, que era el jardín del Edén? ¿Por la Última Thule? ¿Por Jerusalén? Nadie hasta entonces había osado tomar una decisión teológica, y justamente: Dios no razona como los hombres. Adán, tanto por decir, había aparecido en la Tierra cuando estaban ya el sol, la luna, el día y la noche, y por lo tanto, los meridianos.

Así pues, la solución no debía plantearse en términos de Historia sino de Astronomía Sagrada. Era necesario hacer coincidir el dictamen de la Biblia con los conocimientos que nosotros tenemos de las leyes celestes. Ahora bien, según el Génesis, Dios en primer lugar crea el cielo y la tierra, en este punto existían aún las tinieblas sobre el Abismo, y spiritus Dei fovebat aquas, aunque estas aguas no podían ser las que nosotros conocemos, que separa Dios sólo el segundo día, dividiendo las aguas que están encima del firmamento (de las cuales aún nos provienen las lluvias) de las que están debajo, es decir de los ríos y de los mares.

Lo que significa que el primer resultado de la creación era Materia Prima, informe y sin dimensiones, cualidades, propiedades, tendencias, carente de movimiento y de reposo, puro caos primordial, hyle que no era aún ni luz ni tinieblas. Era una masa mal digerida donde se confundían aún los cuatro elementos, además del frío y el calor, lo seco y lo húmedo, magma en ebullición que estallaba en gotas ardientes, como una olla de judías, como un vientre diarroico, una cañería atascada, un estanque en el que se dibujan y desaparecen círculos de agua por la emersión e inmersión subitánea de larvas ciegas. Hasta tal punto que los herejes deducían de esto que aquella materia, tan obtusa, resistente a cualquier soplo creativo, era eterna al menos cuanto Dios.

Aunque así fuere, era necesario un fíat divino para que de ella y en ella y sobre ella impusiérase la alterna vicisitud de la luz y de las tinieblas, del día y de la noche. Esta luz (y ese día) del que se habla en el segundo estadio de la Creación no era todavía la luz que conocemos nosotros, la de las estrellas y la de dos grandes luminares, que son creados sólo el cuarto día. Era luz creativa, energía divina en estado puro, como la deflagración de un barril de pólvora, que antes es sólo unos granillos negros, comprimidos en una masa opaca, y luego, de un golpe, es un propagarse de llamaradas, un concentrado de fulgor que se dilata hasta la propia extrema periferia, allende la cual créanse por contraposición las tinieblas (aunque entre nosotros la explosión acaeciera de día). Y como si de un contenido aliento, de un carbón que había parecido rubificarse por un hálito interno, de aquellagöldene Quelle des Universums hubiera nacido una escala de excelencias luminosas gradualmente degradante hacia la más irremediable de las imperfecciones; como si el soplo creador partiera de la infinita y concentrada potencia luminosa de la divinidad, tan alumbrada que nos pareciera noche oscura, abajo y abajo, a través de la relativa perfección de los Querubines y de los Serafines, a través de los Tronos y las Dominaciones, hasta los ínfimos desechos donde arrástrase la lombriz y sobrevive insensible la piedra, en el linde mismo de la Nada.

—¡Y ésta era la Offenbarung góttlicher Mayestat!

Y si el tercer día nacen ya las hierbas y los árboles y los prados, es porque la Biblia no habla aún del paisaje que nos alegra la vista, sino de una oscura potencia vegetativa, apareamientos de espermas, sobresaltos de raíces dolientes y contorcidas que buscan el sol, que, no obstante, al tercer día todavía no ha aparecido.

La vida llega al cuarto día, en el que créanse tanto la luna como el sol, como las estrellas, para dar luz a la tierra y separar el día de la noche, en el sentido en el que nosotros lo entendemos cuando computamos el curso de los tiempos. Es ese día cuando se ordena el círculo de los cielos, desde el Primer Móvil y desde las Estrellas Fijas hasta la Luna, con la tierra en el centro, piedra dura apenas esclarecida por los rayos de los astros, y en derredor una guirnalda de piedras preciosas.

Estableciendo ellos nuestro día y nuestra noche, el sol y la runa fueron el primer y no superado modelo de todos los relojes del porvenir, los cuales, simios del firmamento, marcan el tiempo humano sobre el cuadrante zodiacal, un tiempo que no tiene nada que ver con el tiempo cósmico: éste tiene dirección, un resuello ansioso hecho de ayer, hoy y mañana, y no la sosegada respiración de la Eternidad.

Detengámonos entonces en este cuarto día, decía el padre Caspar. Dios crea el sol, y cuando el sol está creado, y no antes, es natural, empieza a moverse. Pues bien, en el momento en el que el sol inicia su curso para no detenerse ya más, en ese Blitz, en ese raudo destello antes de que mueva el primer paso, está abrazado a una línea precisa que divide verticalmente la tierra en dos.

—¡Y el Primer Meridiano es donde de repente es medio día! —comentaba Roberto, que creía haber entendido todo.

—¡Nein! —reprimíalo su maestro—. ¿Tú crees que Dios es tan estúpido como tú? ¡¿Cómo puede el primer día de la Creatione a medio día empezar?! ¿Acaso empiezas tú, en prinzipio desz Heyls, la Creatione con un mal conseguido día, un Leibesfrucht, un foetus de día de solas doce horas?

No, sin duda. En el Primer Meridiano la carrera del sol habría debido empezar a la luz de las estrellas, cuando era media noche más una pizca, y antes era el No-Tiempo. En ese meridiano había tenido principio, de noche, el primer día de la Creación.

Roberto había objetado que, si en aquel meridiano era de noche, un día abortado lo habría habido por la otra parte, allá donde de repente habría aparecido el sol, sin que antes no fuera ni noche ni nada, sino sólo caos tenebroso y sin tiempo. Y el padre Caspar había dicho que el Libro Sagrado no dice que el sol haya aparecido como por encanto, y que no le disgustaba pensar (como toda lógica natural y divina imponía) que Dios había creado el sol haciéndole proceder en el cielo, durante las primeras horas, como una estrella apagada, que habríase encendido paso a paso, en el transcurrir del primer meridiano a sus antípodas. Quizá el sol habíase inflamado poco a poco, como madera joven tocada por la primera chispa de un eslabón, que al principio apenas echa humo y luego, con el soplo que la instiga, empieza a chisporrotear, para someterse, al fin, a un fuego alto y vivaz. ¿No era bello quizá imaginar al Padre del Universo soplando sobre aquella pelota aún verde, para llevarla a celebrar su victoria, doce horas después del nacimiento del Tiempo, y precisamente en el Meridiano Antípoda en el que ellos se hallaban en aquel momento?

Quedaba por definir cuál era el Primer Meridiano. Y el padre Caspar reconocía que el de la Isla del Hierro era aún el mejor candidato, visto que, Roberto lo había sabido ya por el doctor Byrd, allá la aguja de marear no hace desviaciones, y esa línea pasa por ese punto cercanísimo al Polo donde más altas son las montañas de hierro. Lo que es, sin duda, signo de estabilidad.

Entonces, para resumir, si aceptáramos que desde aquel meridiano había partido el padre Caspar, y que había encontrado la justa longitud, bastaría admitir que, trazando bien el rumbo como navegante, había naufragado como geógrafo: el Daphne no estaba en nuestras Islas Salomón sino en alguna parte al oeste de las Hébridas, y amén. Pero siento contar una historia que, como veremos, debe desarrollarse en el meridiano ciento ochenta (si no, pierde todo su sabor) y aceptar, en cambio, que se desarrolle quién sabe cuántos grados más allá o más acá.

Ensayo entonces una hipótesis y desafío a todos los lectores a que la desafíen. El padre Caspar se había equivocado a tal punto que se encontraba sin saberlo en nuestro meridiano ciento ochenta, digo en el que calculamos desde Greenwich; el último punto de salida para el mundo en que él habría podido pensar, porque era tierra de cismáticos antipapistas.

En ese caso, el Daphne hallaríase en las Fiji (donde los indígenas son precisamente muy oscuros de piel), justo en el punto donde pasa hoy nuestro meridiano ciento ochenta, y es decir, en la isla de Taveuni.

Las cuentas en parte saldrían. El perfil de Taveuni muestra una cadena volcánica como la isla grande que Roberto veía hacia el oeste. Si no fuera que el padre Caspar habíale dicho a Roberto que el meridiano fatídico pasaba justo delante de la bahía de la Isla. Ahora bien, si nos encontramos con el meridiano al leste, vemos a Taveuni a oriente, no a occidente; y si se ve al oeste una isla que parece corresponder a las descripciones de Roberto, entonces tenemos al leste seguramente islas más pequeñas (yo elegiría Qamea), pero entonces el meridiano pasaría a espaldas del que mira la Isla de nuestra historia.

La verdad es que con los datos que nos comunica Roberto, no es posible apurar dónde había ido a parar el Daphne. Y luego, todas esas islitas son como los japoneses para los europeos y viceversa: se parecen todas. Sólo he querido probar. Un día me gustaría volver a hacer el viaje de Roberto, en busca de sus huellas. Pero una cosa es mi geografía, y otra cosa es su historia.

Nuestro único consuelo es que todos estos cavilos son absolutamente insignificantes desde el punto de vista de nuestra incierta novela. Lo que el padre Wanderdrossel le dice a Roberto es que ellos están en el meridiano ciento y ochenta que es la antípoda de las antípodas, y allí en el meridiano ciento y ochenta están no nuestras Islas Salomón, sino su Isla de Salomón. ¿Qué importa, además, que esté o que no esté? Ésta será, si acaso, la historia de dos personas que creen estar, no de dos personas que están, y cuando se escuchan historias, y es dogma entre los más liberales, se ha de suspender la incredulidad.

Por tanto: el Daphne encontrábase ante el meridiano ciento y ochenta, precisamente en las Islas de Salomón, y la Isla nuestra era, entre las Islas de Salomón, la más salomónica, como salomónica es mi sentencia, para cortar de una vez por todas.

—¿Y entonces? —había preguntado Roberto al final de la explicación—. ¿De verdad piensa Vuestra Merced encontrar en esa Isla todas las riquezas de las que hablaba ese Mendaña?

—¡Mas éstas son Lügen der spanischen Monarchy! ¡Nosotros estamos ante el mayor prodigio de toda humana et sacra historia, que tú no aún entender puedes! En París mirabas las damas y seguías la ratio studiorum de los epicúreos, en vez de reflexionar sobre los grandes milagros de este nuestro Universum, ¡que el Sandísimo Nombre de su Creador fíat semper laudado!

Así pues, las razones por las que el padre Caspar había partido poco tenían que ver con los propósitos de rapiña de los diferentes navegantes de otros países. Todo nacía del hecho de que el padre Caspar estaba escribiendo una obra monumental, y destinada a permanecer más perenne que el bronce, sobre el Diluvio Universal.

Como hombre de Iglesia, pretendía demostrar que la Biblia no había mentido, mas como hombre de ciencia quería poner de acuerdo el dictamen sagrado con el resultado de las investigaciones de su tiempo. Y por ello había recogido fósiles, explorado los territorios de oriente para encontrar algo en la cima del monte Ararat, y hecho cálculos precisísimos sobre las que podían ser las dimensiones del Arca, tales que le permitieran contener todos esos animales (y nótese, siete parejas por cada uno), y al mismo tiempo tener la justa proporción entre la parte que emerge y la parte inmersa, para no irse a pique con todo ese peso o zozobrar por los embates del mar, que durante el Diluvio no debían de ser azotes de poca entidad.

Había hecho un bosquejo para enseñarle a Roberto el dibujo en sección del Arca, como un enorme edificio cuadrado, de seis pisos, los volátiles arriba para que recibieran la luz del sol, los mamíferos en cercados que pudieran brindar hospitalidad no solamente a gatitos sino también a elefantes, y los reptiles en una especie de sentina, donde entre el agua pudieran encontrar alojamiento también los anfibios. Ningún espacio para los gigantes, y por ello la especie habíase extinguido. Noé, últimamente, no había tenido el problema de los peces, los únicos que del Diluvio no tenían qué temer.

Sin embargo, estudiando el Diluvio, el padre Caspar había dado en enfrentarse con un problemaphysicus—hydrodynamicus aparentemente insoluble. Dios, lo dice la Biblia, hace llover sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches, y las aguas se levantaron sobre la tierra hasta cubrir incluso los montes más altos, se detuvieron a quince codos sobre los altísimos entre los montes, y las aguas cubrieron así la tierra durante ciento y cincuenta días. Perfectamente.

—¿Pero has tú la lluvia intentado a recoger? ¡Llueve todo un día, y tú has recogido un pequeño fondo de tonel! ¡Y si llovería por una semana, a duras penas tú llenas el tonel! Y imagina también una ungeheuere lluvia, que precisamente no puedes ni siquiera resistir bajo ella, que todo el cielo se vuelca sobre tu pobre cabeza, una lluvia peor que el huracán en que has naufragado… ¡En cuarenta días ist das unmóglich, no posible que tú llenas toda la tierra hasta los montes más altos!

—¿Quiere decir que la Biblia ha mentido?

—¡Nein! ¡Desde luego que no! ¡Pero yo tengo que demostrar dónde Dios ha toda esa agua cogido, que no es posible que la ha hecho caer del cielo! ¡Esto no basta!

—¿Y entonces?

—Et entonces dumm bin ist nicht[1], ¡estúpido soy yo no! El padre Caspar ha una cosa pensado que de ningún ser humano antes que hoy jamás pensada era. In primis, ha leído bien la Biblia que dice que Dios ha, sí, abierto todas las ventanas de los cielos pero ha también hecho romper todas las Quellen, las Fontes Abyssy Magnae, todas las fuentes del Abysso grande, Génesis siete once. Después de que el Diluvio acabado estaba, ha fuentes del abysso cerrado, ¡Génesis ocho dos! ¿Quál cosa son estas fuentes del abysso?

—¿Quál cosa son?

—¡Son las aquas que en lo más profundo del mar encuéntranse! ¡Dios no ha sólo la lluvia tomado sino también las aquas de lo más profundo del mar y halas volcado sobre la tierra! Y halas aquí tomado porque, si los montes más altos de la tierra están alrededor del Primer Meridiano, entre Jerusalem y la Isla del Hierro, sin duda deben los abyssos marinos más profundos estar aquí, en el antimeridiano, por razones de symmetria.

—Sí, mas las aguas de todos los mares del globo no bastan para recubrir los montes, si no, lo harían siempre. Y si Dios derramaba las aguas del mar sobre la tierra, cubría la tierra pero vaciaba el mar, y el mar mudábase en un gran agujero vacío, y Noé caía dentro con toda el Arca…

—Tú dices una justísima cosa. No sólo: si Dios cogía toda el aqua de la Tierra Incógnita y esa derramaba sobre la Tierra Cógnita, sin esta aqua en este hemisferio, cambiaba la tierra todo su Zentrum Cravitatis y volcábase toda, y quizá saltaba en el cielo como una pelota a la que tú das una patada.

—¿Y entonces?

—Y entonces prueba tú pensar qué tú harías si tú eras Dios.

Roberto embargado por el juego:

—Si yo era Dios —dijo, dado que considero que ya no conseguía conjugar los verbos como el Dios del buen idioma manda—, yo creaba nueva aqua.

—Tú, pero Dios no. Dios puede aqua ex nichilo[2] creare, ¿pero dónde pone ella después del Diluvio?

—Entonces Dios había puesto desde el principio de los tiempos una gran reserva de agua debajo del abismo, escondida en el centro de la tierra, y la hizo salir en aquella ocasión, sólo durante cuarenta días, como si brotara de los volcanes. Sin duda, la Biblia quiere decir esto cuando leemos que Él hizo reventar los manantiales del abismo.

—¿Tú crees? Pero de los volcanes sale el fuego. ¡Todo el Zentrum de la tierra, el corazón del Mundus Subterraneus, es una gran masa de fuego! ¡Si en el zentrum el fuego está, no puede el agua en ello estar! Si el agua estaría, fueran los volcanes fuentes —concluía.

Roberto no cejaba:

—Entonces, si yo era Dios, yo cogía el agua de otro mundo, visto que son infinitos, y la derramaba sobre la tierra.

—Tú has en París oído esos ateos que de los mundos infinitos hablan. Pero Dios ha uno solo de mundo hecho, y eso basta a su gloria. No, tú piensa mejor, y si tú no infinitos mundos tienes, y no tienes tiempo de hacerlos precisamente para el Diluvio y luego los tiras de nuevo a la Nada, ¿qué cosa haces tú?

—Entonces precisamente no sé.

—Porque tú un pequeño pensamiento tienes.

—Tendré un pequeño pensamiento.

—Sí, muy pequeño. Agora tú piensa. Si Dios el aqua tomar podría que fue ayer en toda la tierra y ponerla hoy; y mañana toda el aqua tomar que fue hoy, et es ya el doble, y ponerla pasado mañana, y así ad infinitum, ¿quizá viene el día que Él toda esta nuestra esfera llenar consigue, hasta cubrir todas las montañas?

—No se me dan bien los cálculos pero diría que a un cierto punto sí.

—¡Ja! En cuarenta días llena Él la tierra con cuarenta veces el agua que se encuentra en los mares, y si tú haces cuarenta veces la profundidad de los mares, tú cubres ciertamente las montañas: los abismos son mucho más profundos, o tanto profundos que las montañas altas son.

—¿Pero dónde cogía Dios el agua de ayer, si ayer ya había pasado?

—¡Pues aquí! Agora escuchas. Piensa que tú serías en el Primer Meridiano. ¿Puedes?

—Yo sí.

—Agora piensas que allá medio día es y digamos medio día de jueves santo. ¿Qué hora es en Jerusalem?

—Después de todo lo que he aprendido sobre el curso del sol y los meridianos, en Jerusalén el sol habrá pasado desde hace tiempo sobre el meridiano, y será media tarde entrada. Entiendo dónde quiere llevarme. Está bien: en el Primer Meridiano es medio día y en el Meridiano Ciento y Ochenta es media noche, puesto que el sol ya pasó hace doce horas.

—Gut. Por tanto aquí es media noche, por tanto la fin de jueves santo. ¿Qué acontece aquí inmediatamente después?

—Que empezarán las primeras horas del viernes santo.

—¿Y no en el Primer Meridiano?

—No, allá abajo será todavía la tarde de ese jueves.

—Wunderbar. Ergo aquí ya es viernes, et allá es aún jueves, ¿no? Y cuando allá viernes se vuelve, aquí es ya sábado. Así el Señor resucita aquí cuando allá todavía no es muerto, ¿no?

—Sí, está bien, pero no entiendo…

—Agora tú entiendes. Cuando aquí es la media noche et un minuto, una minuscularia parte de minuto, ¿tú dices que aquí es ya viernes?

—Desde luego que sí.

—Pues piensa que en ese mismo momento tú no estarías aquí en el navío sino en aquella isla que ves, a oriente de la línea del meridiano. ¿Acaso tú dices que allí ya viernes es?

—No, allí es aún jueves. Es media noche menos un minuto, menos un instante, pero del jueves.

—¡Gut! ¡En el mismo momento aquí es viernes et allá jueves!

—Claro, y… —Roberto habíase detenido sorprendido por un pensamiento—. ¡Y no sólo! Vuestra Merced me hace comprender que si en ese mismo instante yo estuviera en la línea del meridiano sería media noche en punto, mas si mirara hacia occidente vería la media noche del viernes y si mirara hacia oriente vería la media noche del jueves. ¡Vive Dios!

—Tú no dices Vivediós, bitte.

—¡Perdóneme, reverendo padre, es que es algo milagroso!

—¡Et por tanto ante un miráculo tú no usas el nombre de Dios en vano! Dices Sacro Bosco, más bien. ¡Pero el grande miráculo es que no hay miráculo! ¡Todo estaba previsto ab initio! Si el sol veinte y cuatro horas emplea en dar la vuelta de la tierra, empieza en occidente del meridiano ciento et ochenta un nuevo día, et a oriente tenemos aún el día de antes. Media noche de viernes aquí en el navío es media noche de jueves en la Isla. ¿Tú no sabes que cosa a los marineros de Magallanes ha sucedido cuando acabaron en su vuelta del mundo, como cuenta Pedro Mártir? Que son vueltos et pensaban que fuera un día antes et era en cambio un día después, y ellos creían que Dios había castigado ellos robándoles un día, porque no habían el ayuno del viernes santo observado. En cambio, era muy natural: habían hacia poniente viajado. Si desde la Amérika hacia la Asia viajas, pierdes un día, si en el sentido contrario viajas, ganas un día: he aquí el motivo que el Daphne ha facto la vía de la Asia, y vosotros estúpidos la vía de la Amérika. ¡Tú eres agora un día más viejo que yo! ¿No te hace reír?

—¡Mas si volviera a la Isla sería un día más joven! —dijo Roberto.

—Esto era mío pequeño jocus. Pero a mí no importa si tú eres más joven o más viejo. A mí importa que en este punto de la tierra una línea hay que de esta parte el día de después es, y de aquella parte el día de antes. Y no sólo a media noche, sino también a las siete, a las diez, ¡a cada hora! Dios por tanto cogía de este abysso el aqua de ayer (que tú ves allá) y la volcaba sobre el mundo de hoy, y el día después aún ¡y así en adelante! ¡Sine miraculo, naturaliter! ¡Dios había la Naturaleza predispuesto como un grande Horologium! Es como si yo habría un horologium que marca no las doce pero las veinte y cuatro horas. En este horologium muévese la lanza o saeta hacia las veinte y cuatro, et a la derecha de las veinte y cuatro era ayer et a la izquierda hoy.

—¿Pero cómo hacía la tierra de ayer para quedarse parada en el cielo, si ya no había agua en ese hemisferio? ¿No perdía su Centrum Gravitatis?

—Tú piensas con la humana conceptione del tiempo. Para nosotros los hombres existe el ayer ya no, y el mañana aún no. Tempus Dei, quod dicitur Aevum, muy diferente.

Roberto razonaba que si Dios quitaba el agua de ayer y la ponía hoy, quizá la tierra de ayer tenía una sacudida por vía de aquel maldito centro de gravedad, aunque a los hombres esto no les debía importar: en su ayer la sacudida no había tenido lugar, y tenía lugar, en cambio, en un ayer de Dios, que evidentemente sabía manejar diversos tiempos y diversas historias, como un Narrador que escriba diversas novelas, todas con los mismos personajes, haciéndoles acaecer casos diferentes de historia a historia. Como si hubiera habido un Cantar de Roldan en el que Roldan moría bajo un pino, y otro en el que se convertía en rey de Francia a la muerte de Carlos, usando la piel de Ganelón como alfombra. Pensamiento que, como se dirá, habríale acompañado más tarde durante mucho tiempo, convenciéndole de que no solamente los mundos pueden ser infinitos en el espacio, sino también paralelos en el tiempo. Pero de esto no quería hablarle al padre Caspar, que consideraba ya hereticísima la idea de los muchos mundos todos presentes en el mismo espacio y quién sabe qué habría dicho de aquella glosa suya. Se limitó, pues, a preguntar cómo había hecho Dios para mover toda aquella agua de ayer a hoy.

—¡Con la eruptione de los volcanes submarinos, natürlich! ¿Piensas? Ellos soplan abrasadores vientos, ¿y qué sucede cuando una olla de leche caliéntase? La leche hínchase, sube hacia arriba, sale de la olla, espárcese por los fogones. ¡Pero en aquel tiempo era no leche, sed aqua hirviente! ¡Grosse catastróphe!

—¿Y cómo quitó Dios toda aquella agua después de los cuarenta días?

—Si no llovía más, estaba el sol, et por tanto evaporaba el agua poco a poco. La Biblia dice que ciento y cincuenta días necesarios fueron. Si tú la veste en un día lavas et secas, secas la tierra en ciento y cincuenta. Y además mucha aqua ha en enormes lagos subterráneos refluido, que agora aún entre la superficie y el fuego zentral están.

—Casi me ha convencido —dijo Roberto, a quien no le importaba tanto cómo habíase movido aquella agua, como el hecho de que él se encontraba a dos pasos de ayer—. Mas llegando aquí, ¿qué ha demostrado Vuestra Merced que no había podido demostrar antes con la luz de la razón?

—La luz de la razón la dejas a la vieja theologia. Hoy quiere la ciencia la prueba de la experientia. Et la prueba de la experientia es que yo aquí estoy. Además antes que yo llegaba aquí he hecho muchos sondeos, et sé cuánto profundo el mar allá abajo es.

El padre Caspar había abandonado su explicación geoastronómica y habíase explayado en la descripción del diluvio. Hablaba ahora su latín erudito, moviendo los brazos para evocar los diferentes fenómenos celestes e inferiores, a grandes pasos sobre el combés. Lo había hecho precisamente mientras el cielo sobre la bahía estaba nublándose y anunciábase un temporal como los que llegaban sólo, de repente, en el mar del Trópico. Ahora bien, habiéndose roto todas las fuentes del abismo y las ventanas de los cielos, ¡qué horrendum et formidandum spectaculum habíase ofrecido a Noé y a su familia!

Los hombres se refugiaban en un principio sobre los tejados, pero sus casas eran barridas por las corrientes que llegaban de las Antípodas con la fuerza del viento divino que las había levantado y empujado; trepaban sobre los árboles, pero éstos eran arrancados como pajillas; veían aún unas cimas de antiquísimas encinas y a ellas agarrábanse, pero los vientos los zarandeaban con tal rabia que no conseguían mantener la presa. Ya en el mar que cubría valles y montes veíanse flotar cadáveres inflados, en los que los últimos pájaros espantados intentaban encaramarse como en atrocísimo nido; mas, perdiendo pronto también este último refugio, cedían extenuados entre la tempestad, las plumas pesadas, las alas ya desmayadas.

—Oh, horrenda justitiae divinae spectacula —exultaba el padre Caspar, y era nada, aseguraba, respecto de lo que nos será dado ver el día en que Cristo vuelva a juzgar a vivos y muertos…

Y al gran estruendo de la naturaleza respondían los animales del Arca, a los aullidos del viento hacían eco los lobos, al rugir de los truenos hacía de contrapunto el león, al escalofrío de las centellas bramaban los elefantes, ladraban los perros a la voz de sus congéneres moribundos, lloraban las ovejas ante los lamentos de los niños, graznaban las cornejas al graznar de la lluvia sobre el tejado del Arca, mugían los bueyes al mugir de las ondas, y todas las criaturas de la tierra y del aire con su calamitoso piar o quejumbroso maullar tomaban parte en el luto del planeta.

Fue en esta ocasión, aseguraba el padre Caspar, cuando Noé y su familia volvieron a descubrir la lengua que Adán había hablado en el Edén, y que sus hijos habían olvidado después de que los expulsaran y que los mismos descendientes de Noé habrían perdido, casi todos, el día de la gran confusión babélica, excepto los herederos de Gomer que habíanla llevado a las selvas del norte, donde el pueblo alemán habíala custodiado fielmente. Solamente la lengua alemana, ahora gritaba en su lengua materna el padre Caspar poseído, «redet mit der Zunge, donnert mit dem Himmel, blitzet mit den schnellen Wolken», o como luego inventivamente seguía, mezclando los aspérrimos sonidos de idiomas diferentes, sólo la lengua alemana habla la lengua de la naturaleza, «blitza con los Nubes, brumma con el cierfo, gruntza con el Schwaino, tzissca con el Anguicolo, maua con el Kato, schnattera con el Ansérculo, cuaquera con la Gansa, kakkakakka con la Gallina, klappera con la Cigonia, krakka con el Korbaccho, schwirra con la Hirundine!». Y al final él estaba ronco por tanto babelizar, y Roberto convencido de que la verdadera lengua de Adán, vuelta a hallar con el Diluvio, arraigase sólo en las landas del Sacro Romano Emperador.

Chorreante de sudor, el religioso había terminado su evocación. Casi como si estuviera asustado por las consecuencias de todos los diluvios, el cielo había convocado hacia sí a la tempestad, como un estornudo que parece ya ya que va a explotar y luego es contenido con un gruñido.