AGUDEZA Y ARTE DE INGENIO
Roberto tendía aún a perder tiempo, a dejar que jugara el Intruso para descubrir su juego. Volvía a poner en la puente los relojes, dábales cuerda cada día, luego corría a apercibir a los animales para impedirle al otro que lo hiciera, entonces componía todas las habitaciones y todo lo que había en la puente, de suerte que, si aquél se movía, se notara el paso. Estaba de día en cubierto, pero con la puerta entreabierta, para así poder captar cualquier ruido afuera o abajo, montaba guardia de noche, bebía aguardiente, seguía bajando al fondo del Daphne.
Una vez descubrió otros dos escondrijos además de la corrulla hacia proa: uno estaba vacío, el otro incluso demasiado lleno, tapizado de anaqueles con el margen ribeteado, para impedir que los objetos se cayeran a causa de la mar movida. Vio pieles de lagartos secadas al sol, huesos de frutas de perdida identidad, piedras de varios colores, guijarros pulidos por el mar, fragmentos de coral, insectos clavados con un alfiler encima de una tablilla, una mosca y una araña dentro de un trozo de ámbar, un camaleón embalsamado, vidrios llenos de líquido en los que flotaban serpientecillas o pequeñas anguilas, raspas enormes que creyó de ballena, la espada que debía de adornar la quijada de un pez, y un largo cuerno, que para Roberto era de unicornio, pero entiendo que era de un narval. En definitiva, un aposento que manifestaba un gusto por la recolección erudita, como en aquella época debían de encontrarse en los navíos de los exploradores y de los naturalistas.
En el centro había un cajón abierto, con paja en el fondo, vacío. Qué podía haber contenido, Roberto lo entendió volviendo a su camarote donde, como abrió la puerta, esperábale tieso un animal que, en aquel encuentro, le pareció más terrible que si hubiera sido el Intruso en carne y hueso.
Un ratón, o una rata de cloaca, pero qué digo, un gato paúl, más alto que medio hombre, con la cola muy larga que se extendía por el suelo, los ojos fijos, firme sobre dos patas, las otras dos como pequeños brazos tendidos hacia él. De pelo corto, tenía sobre el vientre una bolsa, una abertura, un saco natural del cual escudriñaba un pequeño monstruo de la misma especie. Sabemos lo que Roberto había fantaseado sobre los ratones las primeras dos noches, y se los esperaba grandes y feroces como los pueden alojar los navíos. Mas aquello colmábalas todas, sus más tremebundas expectativas. Y no creía que jamás ojo humano hubiere visto ratones de aquella hechura. Y con buena razón, puesto que veremos, después, que se trataba, como he podido deducir, de un marsupial.
Pasado el primer momento de terror, se había vuelto evidente, por la inmovilidad del invasor, que se trataba de un animal embalsamado, y embalsamado mal, o mal conservado en la bodega: la piel emanaba una hediondez de órganos descompuestos, y del dorso salían ya penachos de pienso.
El Intruso, poco antes que él entrara en el aposento de las maravillas, había substraído de allí la pieza de mayor efecto, y mientras él admiraba aquel museo, habíasela colocado en casa, esperando acaso que su víctima, perdida la razón, precipitare allende las amuradas y desapareciere en el mar. Me quiere muerto, me quiere loco, murmuraba, pero haré que se coma su rata a bocados, le pondré a él embalsamado en aquellos anaqueles, dónde te escondes maldito, dónde estás, acaso me estás mirando, para ver si me vuelvo loco, pero yo haré que enloquezcas tú, pérfido.
Había empujado el animal a la puente con la culata del mosquete y, venciendo el asco, lo había cogido con las manos y arrojado al mar.
Decidido a descubrir el escondite del Intruso, había vuelto a la leñera, prestando atención en no rodar de nuevo sobre los troncos ya diseminados por el suelo. Más allá de la leñera, había encontrado un lugar, que en el Amarilis llamaban la soda (o soute o sota), que era el pañol para el bizcocho: bajo un lienzo, bien envueltos y protegidos, había encontrado, en primer lugar, un anteojo de larga vista, muy grande, más potente que el que tenía en el camarote, quizá una Hipérbole de los Ojos destinada a la exploración del cielo. El telescopio estaba dentro de una gran palangana de metal ligero, y junto a la palangana estaban, cuidadosamente envueltos en otros paños, instrumentos de naturaleza incierta, unos brazos metálicos, un lienzo circular con argollas en la circunferencia, una suerte de yelmo, y por fin, tres vasijas panzudas que se descubrieron, por el olor, llenas de un aceite denso y rancio. Para qué pudiera servir aquel conjunto, Roberto no se lo preguntó: en aquel momento quería descubrir a una criatura viva.
Había controlado, más bien, si debajo del pañol se abría aún otro espacio. Existía, excepto que era bajísimo, tal que se podía proceder sólo a gatas. Habíalo explorado manteniendo la lámpara hacia abajo, para protegerse de los escorpiones, y por temor de incendiar el techo. Después de un breve arrastrarse había llegado al final, golpeándose la cabeza contra el duro alerce, extrema Thule del Daphne, más allá de la cual oíase chapotear el agua contra el casco. Así pues, más allá de aquel chiribitil ciego no podía haber nada más.
Luego habíase detenido, como si el Daphne no pudiera reservarle otros secretos.
Si la cosa puede resultar extraña, que en una semana y más de inactiva estada Roberto no hubiera conseguido verlo todo, baste con pensar en lo que le acontece a un niño que penetra en los desvanes o en las trasteras de una gran casa solariega, de planta desigual. A cualquier paso, se le presentan cajones de viejos libros, ropa desechada, botellas vacías, y rimas de fajinas, muebles arruinados, almarios polvorientos e inestables. El niño va, se demora descubriendo algún tesoro, vislumbra un pasaje, un pasillo lóbrego, y se figura alguna alarmante presencia, aplaza la búsqueda a otra vez, y todas las veces procede a pequeños pasos, temiendo, por un lado, adentrarse demasiado, por el otro, casi saboreando de antemano los descubrimientos futuros, oprimido por la emoción de los recentísimos, y ese desván o bodega no se acaba nunca, y puede reservarle nuevos rincones toda la infancia, y más.
Y si el niño se espantara cada vez con nuevos ruidos, o para mantenerlo alejado de aquellos meandros se le contaran cada día consejas escalofriantes —y si ese niño, por añadidura, estuviera también borracho— se entiende cómo el espacio se dilata a cada nueva aventura. No diversamente, Roberto había vivido la experiencia de aquel su territorio aún hostil.
Era de primera mañana, y Roberto soñaba otra vez. Soñaba con Holanda. Había sucedido mientras los hombres del Cardenal lo conducían a Amsterdan para embarcarlo en el Amarilis. En el viaje habían hecho una detención en una ciudad, y había entrado en la catedral. Habíale llamado la atención la nitidez de aquellas naves, tan diferentes de las de las iglesias italianas y francesas. Despojadas de ornato, sólo algunos estandartes colgados de las columnas desnudas, claras las vidrieras y sin imágenes, el sol creaba allí una atmósfera láctea, rota únicamente en la parte inferior por las pocas figuras negras de los devotos. En aquella paz, oíase un solo sonido, una melodía triste, que parecía errar por el aire ebúrneo naciendo de los capiteles o de las claves. Luego había dado en la cuenta de que en una capilla, en una de las bandas laterales del coro, otro hombre negrivestido, solo en un rincón, tocaba una pequeña flauta de pico, con los ojos abiertos de par en par al vacío.
Más tarde, cuando el músico hubo acabado, acercósele preguntándose si debía darle una limosna; aquél, sin fijarlo en el rostro, le dio las gracias por sus alabanzas, y Roberto comprendió que era ciego. Era el maestro de las campanas (Der Musicyn en Directeur van de Klok-werken, le Carillonneur, der Glockenspieler, intentó explicarle), y formaba parte de su trabajo también recrear con el sonido de la flauta a los fieles que se entretenían por la tarde en el templo y en el cementerio en torno a la iglesia. Conocía muchas melodías, y sobre cada una elaboraba dos, tres, a veces cinco variaciones siempre de mayor complejidad, y tampoco tenía necesidad de leer las notas: era ciego de nacimiento y podía moverse en aquel hermoso espacio luminoso (así dijo, luminoso) de su iglesia, viendo, dijo, el sol con la piel. Le explicó cómo su instrumento era cosa viva, que reaccionaba a las estaciones, y a la temperatura de la mañana y del atardecer, pero en la iglesia había una especie de tibieza siempre difusa que aseguraba a la madera una perfección constante. Y a Roberto diole de pensar qué idea de tibieza difusa podía tener un hombre del norte mientras se enfriaba en aquella claridad.
El músico le tocó dos veces más la primera melodía, y dijo que se llamaba «Doen Daphne d’over schoone Maeght». Rechazó todo regalo, le tocó el rostro y díjole, o por lo menos así entendió Roberto, que «Daphne» era algo dulce, que lo habría acompañado toda la vida.
Ahora Roberto, en el Daphne, abría los ojos, y a buen seguro oía venir desde abajo, a través de los resquicios de la madera, las notas de «Daphne», como si la tocara un instrumento más metálico que, sin osar variaciones, retomaba a intervalos regulares la primera frase de la melodía, como un obstinado estribillo.
Díjose inmediatamente que era ingeniosísimo emblema estar en un fluyt llamado Daphne y oír una música para flauta llamada «Daphne». Inútil hacerse la ilusión de que de un sueño se tratara. Era un nuevo mensaje del Intruso.
Una vez más habíase armado, una vez más había sacado fuerzas de la cubeta, y había seguido el sonido. Parecía proceder del tabuco de los relojes. Pero, desde que había dispersado las máquinas sobre la puente, el lugar había quedado vacío. Lo visitó de nuevo. Siempre vacío, mas la música llegaba de la pared del fondo.
Sorprendido por los relojes la primera vez, afanado por llevárselos la segunda, no había considerado nunca si el camarote llegaba hasta el casco. Si así hubiera sido, la pared del fondo habría sido curva. ¿Y lo era? La gran tela con aquella perspectiva de relojes creaba un engaño del ojo, de suerte que no se entendía a primera vista si el fondo era plano o cóncavo.
Roberto iba a arrancar la tela, y reparó en que era una cortina corrediza, como un telón. Y detrás del telón había otra puerta, también ella cerrada con cerrojo.
Con la valentía de los devotos de Baco, y como si con un tiro de espingarda pudiera tener razón de tales enemigos, apuntó la escopeta, gritó en voz alta (y Dios sabe por qué) «Nevers et Saint-Denis!», le dio una patada a la puerta, y se arrojó hacia adelante, impávido.
El objeto que ocupaba el nuevo espacio era un órgano, que tenía encima unas veinte cañas, de cuyas aberturas salían las notas de la melodía. El órgano estaba fijado a la pared y se componía de una estructura de madera sostenida por una armazón de columnitas de metal. En la parte superior estaban, en el centro, las cañas, a los lados movíanse unos pequeños autómatas. El grupo de la izquierda representaba una suerte de base circular con encima un yunque sin duda hueco, en el interior, como una campana: en derredor de la base había cuatro figuras que movían rítmicamente los brazos golpeando el yunque con pequeños martillos metálicos. Los martillitos, de diferentes pesos, producían sonidos argentinos que no desentonaban con la melodía cantada por las cañas, sino que la comentaban a través de una serie de acordes. Roberto recordó las conversaciones en París con un padre de los Mínimos, que le hablaba de sus investigaciones sobre la harmonía universal, y reconoció, más por su oficio musical que por sus facciones, a Vulcano y a los tres Cíclopes a los que, según la leyenda, referíase Pitágoras cuando afirmaba que la diferencia de los intervalos musicales depende de número, peso y medida.
A la derecha de las cañas, un angelito marcaba (con una varita, en un libro de madera que tenía entre las manos) el compás ternario en el que se basaba la melodía, precisamente, de «Daphne».
En un rellano inmediatamente inferior se extendía el teclado del órgano, cuyas teclas se levantaban y bajaban, en correspondencia de las notas emitidas por las cañas, como si una mano invisible se deslizara por encima. Debajo del teclado, allá donde normalmente el músico acciona los fuelles con el pie, estaba injertado un cilindro en el que habíanse clavado unos dientes, unos punzones, en un orden imprevisiblemente regular o regularmente imprevisto, así como las notas se disponen por subidas y bajadas, inesperadas roturas, vastos espacios blancos y espesarse de corcheas en el pentagrama de un pliego de música.
Debajo del cilindro estaba clavada una barra horizontal que sostenía unas palanquitas, las cuales, al girar el cilindro, sucesivamente tocaban sus dientes, y por un juego de varas semiescondidas accionaban las teclas; y éstas, las cañas.
Pero el fenómeno más extraordinario era la razón por la cual giraba el cilindro y las cañas recibían aliento. Al lado del órgano estaba fijada una máquina hidráulica de cristal, una cantimplora que recordaba por su forma el capullo del gusano de seda, en cuyo interior entreveíanse dos tamices, uno encima del otro, que lo dividían en tres cámaras diferentes. La cantimplora recibía un chorro de agua por un tubo que entraba desde abajo, procediendo del guardatimón abierto que daba luz a ese paraje, haciendo penetrar el líquido que (por obra de alguna bomba escondida) era aspirado evidentemente directamente del mar, mas de suerte que penetrara en el capullo mezclado con aire.
El agua entraba a la fuerza en la parte inferior del capullo como si rebullera, disponíase en torbellino contra las paredes, y ciertamente libertaba el aire que era aspirado por los dos tamices. Mediante un tubo que empalmaba la parte superior del capullo a la base de las cañas, el aire iba a transformarse en canto por artificiosos movimientos espirítales. El agua, en cambio, que habíase condensado en la parte inferior, salía a través de una canilla y corría a mover las palas de una pequeña rueda de molino, para fluir luego en un cuenco metálico subyacente, y de allí, a través de otro tubo, allende la limera.
La rueda ponía en funcionamiento una barra que, engranándose en el cilindro, le participaba su movimiento.
A Roberto, borracho, todo esto le pareció natural, tanto que se sintió traicionado cuando el cilindro dio en aflojar la marcha, y las cañas silbaron su melodía como si se les apagara en la garganta, mientras los cíclopes y el angelito cesaban sus pulsaciones. Evidentemente —aunque en sus tiempos mucho se hablara del movimiento perpetuo— la bomba escondida que regulaba la aspiración y el caudal del agua podía funcionar durante un cierto tiempo después de un primer impulso, pero luego llegaba al fin de su esfuerzo.
Roberto no sabía si sorprenderse más de ese docto tecnasma, que de otros parecidos había oído hablar, capaces de poner en movimiento danzas de muertecillos o de angelitos alados, o del hecho de que el Intruso, que otro no habría podido ser, lo hubiera puesto en marcha aquella mañana y a aquella hora.
¿Y para comunicarle qué mensaje? ¿Quizá que él estaba derrotado desde el principio? El Daphne ¿podía ocultar aún tales y tantas sorpresas, que hubiera podido transcurrir la vida intentando violarlo, sin esperanza?
Un filósofo habíale dicho que Dios conocía el mundo mejor que nosotros porque lo había hecho. Y que para adecuar, aunque fuera poco, el conocimiento divino era menester concebir el mundo como un gran edificio, e intentar medirse en construirlo. Así debía hacer. Para conocer el Daphne debía construirlo.
Se había sentado, por tanto, a la mesa y había dibujado el perfil del navío, inspirándose tanto en la estructura del Amarilis, como en lo que había visto hasta entonces del Daphne. Así pues, decíase, tenemos los alojamientos del alcázar y, debajo, la timonera; aún más abajo (pero aún en la primera puente), la cámara de oficiales y el rancho de Santa Bárbara. Éste debe de dar a popa, y allende ese límite no puede haber ya nada. Todo esto está al mismo nivel que la cocina en el castillo de proa. Después, el bauprés se apoya sobre otra parte sobrealzada y allá —si interpreto bien las apuradas perífrasis de Roberto— tenían que estar aquellos beques en los que, con las asentaderas hacia fuera, hacíanse en la época las propias necesidades. Si se bajaba debajo de la cocinilla llegábase a la despensa. La había visitado hasta el botalón, hasta los límites del tajamar, y tampoco allí podía haber nada más. Debajo había encontrado ya las jarcias y la colección de fósiles. Más allá no se podía ir.
Se volvía, por tanto, hacia atrás y se atravesaba toda la entrepuentes con la pajarera y el vergel. Si el Intruso no se transformaba a placer en forma de animal o de vegetal, allí no podía esconderse. Debajo de la caña del timón estaban el órgano y los relojes. Y también allí se llegaba a tocar el casco.
Bajando aún había encontrado la parte más amplia de la bodega, con los demás menesteres, el lastre, la madera; ya había golpeado contra el forro para controlar que no hubiera ningún falso fondo que diera un sonido hueco. La sentina no permitía, si aquel navío era normal, otros escondrijos. A menos que el Intruso no estuviera encolado a la quilla, bajo el agua, como una sanguijuela, y baboseara a bordo de noche, pero dé todas las explicaciones, y estaba dispuesto a ensayar muchas, ésta le parecía la menos científica.
En la popa, más o menos debajo del órgano, estaba el tabuco con la palangana, el telescopio y los demás instrumentos. Al examinarlo, reflexionaba, no había controlado si el espacio terminaba justo al lado del timón; por el dibujo que estaba haciendo le parecía que la hoja no le permitía imaginar otro hueco, si había dibujado bien la curva de la popa. Debajo quedaba sólo el chiribitil subterráneo, y de que allende aquél no hubiera nada más, estaba seguro.
Así pues, dividiendo la nave en compartimientos habíala llenado toda, y no le había dejado espacio para ningún nuevo pañol. Conclusión: el Intruso no tenía un lugar fijo. Se movía según que él se moviere, era como la otra cara de la luna, que nosotros sabemos que debe existir pero no la vemos jamás.
¿Quién podía vislumbrar la otra cara de la luna? Un habitante de las estrellas fijas: habría podido esperar, sin moverse, y habría sorprendido el rostro velado. Mientras él se hubiera movido con el Intruso o dejara que el Intruso eligiera las jugadas con respecto a él, jamás lo habría visto.
Debía convertirse en estrella fija y obligar al Intruso a moverse. Y pues el Intruso estaba evidentemente en la puente cuando él estaba bajo cubierta, y viceversa, debía hacerle creer que estaba bajo cubierta para sorprenderle en la puente.
Para engañar al Intruso había dejado una luz encendida en el camarote del capitán, de suerte que Aquese lo pensara ocupado en escribir. Luego había ido a esconderse en el punto más alto del castillo de proa, justo detrás de la campana, tal que, dándose la vuelta, podía controlar el paraje bajo el bauprés, y ante sí dominaba la puente y el alcázar hasta la linterna de popa. Habíase colocado al costado la escopeta y, temo, también la bota de aguardiente.
Pasó la noche reaccionando a todos los ruidos, como si tuviera que espiar aún al doctor Byrd, pellizcándose las orejas para no ceder al sueño, hasta el alba. En balde.
Entonces volvió al camarote, donde entre tanto habíase apagado la luz. Y encontró sus papeles en desorden. ¡El Intruso había pasado la noche allá abajo, quizá leyendo sus cartas a la Señora, mientras él padecía el frío de la noche y el rocío de la mañana!
El Adversario había entrado en sus recuerdos… Recordó las advenencias de Salazar: manifestando las propias pasiones había abierto un portillo en el caudal de su ánimo.
Se precipitó a la puente y púsose a abrir fuego a trochemoche, astillando un palo, y luego había disparado aún, hasta dar en la cuenta de que no estaba matando a nadie. Con el tiempo que se necesitaba entonces para volver a cargar un mosquete, el enemigo podía ir de paseo entre un tiro y otro, riéndose de ese desbarate. Que había impresionado sólo a los animales, que estaban alborotando desde abajo.
Reía, por tanto. ¿Y dónde reía? Roberto había vuelto a su dibujo y habíase dicho que no sabía nada de nada de la construcción de bajeles. El dibujo presentaba sólo la altura, la parte de abajo y la longura, no la anchura. Vista a lo luengo (nosotros diríamos, en su sección vertical) el navío no revelaba otros escondrijos posibles mas, considerándola en su anchura, otros habrían podido introducirse en medio a los tabucos ya descubiertos.
Roberto reparaba en ello sólo ahora, en aquel navío faltaban aún demasiadas cosas. Por ejemplo, no había encontrado más armas. Pues sea, las armas habíanselas llevado los marineros, si habían abandonado el navío por su voluntad. En el Amarilis estaba amontonada en la bodega mucha madera de construcción, para arreglar mástiles, timón y costados, en caso de perjuicios debidos a la intemperie, mientras aquí había encontrado bastante madera pequeña, secada desde hacía poco para alimentar el fogón de la cocina, pero nada que fuera roble, o alerce, o abeto curado. Y con la madera de carpintero faltaban los enseres de carpintería, sierras, hachas de diferentes formas, martillos y clavos…
¿Había otros tabucos? Volvió a hacer el dibujo, e intentó representar el navío no como si lo viera de lado, sino como si lo mirara desde lo alto de la gavia. Y decidió que en la colmena que iba imaginándose podía caber aún un agujero debajo del compartimiento del órgano, del cual pudiera descenderse ulteriormente sin escalera al chiribitil subterráneo. No lo suficiente como para contener todo lo que faltaba, pero en cualquier caso un escondrijo más. Si en el techo bajo del chiribitil ciego existía un pasaje, un agujero por el cual izarse a aquel novísimo espacio, desde allí podía subirse a los relojes, y desde allí recorrer todo el buque.
Roberto estaba seguro ahora de que el Enemigo no podía estar sino allí. Corrió abajo, se introdujo en el cubil, esta vez iluminando la parte alta. Y había un portillo. Resistió su primer impulso de abrirlo. Si el Intruso estaba allá arriba, lo habría esperado mientras sacaba la cabeza, y habría tenido razón del. Era menester sorprenderle desde donde no se esperaba el ataque, como se hacía en Casal.
Si allí había un hueco, lindaba con el del telescopio, y por aquél habríase debido pasar.
Subió, pasó por el pañol de los víveres, superó los instrumentos, y se halló ante una pared que —daba en la cuenta justo ahora— no era de la madera dura del forro.
La pared era bastante sutil: como ya para entrar en el lugar de donde procedía la música, había dado una patada robusta, y la madera había cedido.
Habíase encontrado en la luz feble de una ratonera, con un ventanuco contra las paredes redondas del fondo. Y allí, encima de un catre, con las rodillas casi contra la barbilla, el brazo tendido para empuñar un pistolón, estaba el Otro.
Era un viejo, con las pupilas dilatadas, con el rostro enjuto contornado por una barbita entrecana, pocos cabellos nevados, tiesos sobre la cabeza, la boca casi desdentada, las encías color arándano; érale sepultura un trapo que quizá había sido negro, ahora ya mechado de manchas descoloridas.
Apuntando la pistola, a la que casi se aferraba con ambas manos, mientras le temblaban los brazos, gritaba con voz débil. La primera frase fue en alemán, o en holandés, y la segunda, y sin duda estaba repitiendo su mensaje, fue en un esbozado italiano: signo de que había deducido el origen de su interlocutor espiando sus papeles.
—¡Si muéveste tú, yo mato!
Roberto quedóse tan sorprendido por la aparición qjje tardó en reaccionar. E hizo bien, porque tuvo modo de dar en la cuenta de que el gatillo del arma no estaba levantado, y que, por tanto, el Enemigo no estaba muy versado en las destrezas militares.
Y entonces habíase acercado con donaire, había agarrado la pistola por el cañón, y había intentado desprenderla de aquellas manos asidas a la culata, mientras la criatura emitía gritos airados y teutones.
Con esfuerzo, Roberto quitóle al fin el arma, el otro dejóse caer, y Roberto se arrodilló a su lado sujetándole la cabeza.
—Señor —dijo—, yo no quiero hacerle ningún daño. Soy un amigo. ¿Entiende? ¡Amicus!
El otro abría y cerraba la boca, pero no hablaba; se le veía sólo el blanco de los ojos, o más bien el rojo, y Roberto temió que fuera a morir. Lo cogió en brazos, lábil como era, y lo llevó a su aposentó. Ofrecióle agua, hízole tomar un poco de aguardiente, y aquél dijo:
—Gratias ago, domine —levantó la mano como para bendecirle, y en ese momento Roberto advirtió, considerando mejor la vestidura, que era un religioso.