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ESPEJO DE NAVEGANTES

El Amarilis había salido de Holanda y había hecho una rápida escala en Londres. Aquí había cargado furtivamente algo, de noche, mientras los marineros formaban un cordón entre la puente y la bodega, y Roberto no había conseguido entender de qué se trataba. Luego había zarpado hacia el suroeste.

Roberto describe divertido la compañía que había encontrado a bordo. Parecía que el capitán había puesto el mayor esmero en elegir pasajeros soñadores y estrambóticos, para usarlos como pretexto de la partida, sin preocuparse si luego los perdía durante el viaje. Dividíanse en tres formaciones: los que habían entendido que el navío habría navegado hacia poniente (como una pareja de galicianos que quería reunirse con el hijo en Brasil y un viejo judío que había hecho voto de peregrinar a Jerusalén por la vía más larga), los que todavía no tenían una idea clara sobre la extensión del globo (como algunos calaveras que habían decidido probar fortuna en las Molucas y las habrían alcanzado mejor por la vía de Levante), y por fin, otros que habían sido embaucados a lo grande, como un grupo de herejes de los valles piamonteses que querían unirse a los puritanos ingleses en las costas septentrionales del Nuevo Mundo, y no sabían que el navío se habría dirigido directamente hacia el sur, haciendo la primera escala en Recife. Cuando estos últimos habían dado en la cuenta del engaño, estaban llegando precisamente a aquella colonia, entonces en mano holandesa, y aceptaron en cualquier caso que los dejaran en aquel puerto protestante, por temor de correr mayores peligros entre los portugueses. En Recife el navío había embarcado a continuación un caballero de Malta con cara de filibustero, el cual habíase propuesto volver a encontrar una ínsula, de la que habíale hablado un veneciano y que había sido bautizada Escondida, cuya posición no conocía, y nadie más en el Amarilis había oído jamás el nombre. Signo de que el capitán sus pasajeros buscábaselos, como se suele decir, con candil.

Y tampoco se habían preocupado del bienestar de aquella pequeña muchedumbre que se apiñaba en la segunda cubierta: mientras habían atravesado el Atlántico, la comida no había faltado, y algún bastimento se había hecho en las costas americanas. Pero, después de una navegación entre larguísimas nubes hiladas de copos y un cielo celeste de azul, allende el Fretum Magellanicum, casi todos, menos los huéspedes de grado, habían estado, durante por lo menos dos meses, bebiendo agua que daba lombrices, comiendo bizcocho que olía a orina de rata. Y algunos hombres de la chusma junto con muchos pasajeros habían muerto de escorbuto.

Para hacer aguada, el navío había remontado al oeste las costas del Chile, y había dado fondo en una isla desierta que las cartas de marear llamaban Más Afuera. Habían permanecido allí tres días. El clima era sano, y la vegetación lozana, tanto que el caballero de Malta había dicho que habría sido una gran fortuna naufragar un día en aquellas riberas y vivir feliz allá, sin desear ya el regreso a la patria; y había intentado convencerse de que aquélla era Escondida. Escondida o no, si hubiera permanecido allí —decíase Roberto en el Daphne— ahora no estaría aquí, temiendo un Intruso sólo porque he visto su pie estampado en la bodega.

Luego había habido vientos contrarios, decía el capitán, y el navío había ido contra toda buena razón hacia el norte. Roberto los vientos contrarios no los había notado, antes, cuando habíase decidido aquella desviación, el navío corría a toda vela, y para descaecer el rumbo había sido necesario tomar por abante. Probablemente el doctor Byrd y los suyos necesitaban proceder a lo largo del mismo meridiano para hacer sus experimentos. El caso es que habían llegado a las islas Galápagos, donde habíanse divertido volcando sobre el lomo enormes tortugas, y cocinándolas en su misma concha. El maltés había consultado durante largo tiempo ciertos papeles suyos y había decidido que aquélla no era Escondida.

Restablecido el derrotero hacia poniente, y bajados allende el grado veinte y cinco de latitud sur, volvieron a hacer aguada en una isla de la cual los mapas no daban noticias. No presentaba otro encanto que la soledad, pero el caballero —que no soportaba la comida de a bordo y alimentaba una fuerte aversión hacia el capitán habíale dicho a Roberto qué hermoso habría sido tener a su alrededor una gavilla de bravos, valientes y desconsiderados, tomar posesión del navío, abandonar al capitán, y a quien hubiera querido seguirle, en un esquife, quemar el Amarilis, e instalarse en aquella tierra, una vez más, lejos de todo mundo conocido, para construir una nueva sociedad. Roberto le preguntó si aquélla era Escondida, y aquél meneó tristemente la cabeza.

Volviendo a subir hacia el noroeste con el favor de los alisios, habían encontrado un grupo de islas pobladas por salvajes con la piel color ámbar, con los que habían intercambiado obsequios, participando en sus fiestas, muy alegres, y animadas por doncellas que bailaban con la donosura de ciertas hierbas que agitábanse en la playa casi a flor del agua. El caballero, que no debía de haber pronunciado voto de castidad, con el pretexto de retratar a algunas de aquellas criaturas (y lo hacía con cierta habilidad), tuvo modo, sin duda, de unirse carnalmente con algunas de ellas. El marinaje quiso imitarlo, y el capitán anticipó la salida. El caballero dudaba si permanecer: le parecía un modo hermosísimo de concluir su vida, pasar sus días dibujando alia grossa. Pero luego decidió que aquélla no era Escondida.

Después plegaron aún hacia el noroeste y encontraron una isla con unos bárbaros harto pacíficos. Detuviéronse dos días y dos noches, y el caballero de Malta dio en contarles historias: contábaselas en un dialecto que ni siquiera Roberto entendía, y tanto menos ellos, pero se ayudaba con dibujos en la arena, y gesticulaba como un actor de comedias, consiguiendo el entusiasmo de los nativos, que lo celebraron como «íTusitala, Tusitala!». El caballero ponderó con Roberto lo hermoso que habría sido acabar sus propios días entre aquella gente, contándoles todos los mitos del universo.

—¿Pero es ésta Escondida? —había preguntado Roberto.

El caballero había meneado la cabeza.

Él ha muerto en el naufragio, reflexionaba Roberto en el Daphne, y yo he hallado quizá su Escondida, mas no podré contárselo jamás, ni contárselo a nadie. Quizá por eso escribía a su Señora. Para sobrevivir, hace falta contar historias.

El último castillo de viento del caballero lo formó una tarde, a poquísimos días y no lejos del lugar del naufragio. Estaban costeando un archipiélago, que el capitán había decidido no allegar, dado que el doctor Byrd parecía ansioso de proseguir de nuevo hacia el Ecuador. En el transcurso del viaje había quedado patente para Roberto que el proceder del capitán no era el de los navegantes de los que había oído contar, que tomaban nota detallada de todas las nuevas tierras, perfeccionando sus cartas de navegación, dibujando la forma de las nubes, trazando la línea de las costas, recogiendo objetos bárbaros… El Amarilis procedía como si fuera el antro viajante de un alquimista ocupado sólo de su Obra al Negro, indiferente del gran mundo que abríase ante él.

Era el ocaso, el juego de las nubes con el cielo, contra la sombra de una ísia, dibujaba por un lado unos peces esmeraldinos que navegaban sobre la cima. Por el otro llegaban enojadas bolas de fuego. Por encima, nubes grises. Inmediatamente después, un sol inflamado estaba desapareciendo detrás de la isla, pero un amplio color de rosa reflejábase sobre las nubes, sangrientas en la franja inferior. Después de pocos segundos más, el incendio tras la isla habíase dilatado hasta dominar el navío. El cielo era todo un brasero sobre un fondo de pocos hilos cerúleos. Y luego aún, sangre por doquier, como si réprobos fueran devorados por una bandada de tiburones.

—Quizá sería justo morir ahora —dijo el caballero de Malta—. ¿No os asalta el deseo de dejaros caer de una boca de cañón y deslizaras al mar? Sería rápido, y en ese momento sabríamos todo…

—Sí, pero en cuanto lo supiéramos, dejaríamos de saberlo —dijo Roberto.

Y el bajel había proseguido su viaje, adentrándose entre mares de sepia.

Los días transcurrían inconmutables. Como había previsto Mazarino, Roberto no podía tener relaciones sino con los gentileshombres. Los marineros eran galeotes que daba espanto encontrar en la cubierta de noche. Los viajeros estaban hambrientos, enfermos y orantes. Los tres ayudantes de Byrd no habrían osado sentarse a su mesa, y se escurrían silenciosos llevando a cabo las órdenes. El capitán era como si no existiera: a la tarde ya estaba borracho y, además, hablaba sólo flamenco.

Byrd era un britano delgado y enjuto con una gran cabeza pelirroja que podía servir para linterna de galeón. Roberto, que intentaba lavarse en cuanto podía, aprovechando la lluvia para enjuagar los vestidos, no le había visto jamás, en tantos meses de navegación, cambiar camisa. Afortunadamente, incluso para un joven avezado a los salones de París, la hedentina de un navío es tal que el de los propios semejantes ya no lo advierte.

Byrd era un recio bebedor de cerveza, Roberto había aprendido a hacerle frente, simulando engullir y dejando más o menos el líquido en el vaso al mismo nivel. Empero parecía que Byrd hubiere sido instruido sólo para llenar vasos vacíos. Y como siempre estaba vacío el suyo, ése llenaba, levantándolo para hacer brindis. El caballero no bebía, escuchaba y hacía alguna pregunta.

Byrd hablaba un discreto francés, como todo inglés que en aquella época quisiera viajar fuera de su isla, y había sido conquistado por los relatos de Roberto sobre el cultivo de las vides en el Monferrato.

Roberto había escuchado educadamente cómo se hacía la cerveza en Londres. Luego habían discutido del mar. Roberto navegaba por vez primera y Byrd tenía el aspecto de no querer hablar demasiado de ello. El caballero planteaba sólo preguntas que concernieran al punto en el que pudiere hallarse Escondida, y pues no suministraba ningún indicio, no obtenía respuestas.

Aparentemente, el doctor Byrd hacía aquel viaje para estudiar las flores, y Roberto lo había puesto a prueba sobre aquel argumento. Byrd, desde luego, no era ignaro de asuntos herbarios, y esto le dio manera de demorarse en largas explicaciones, que Roberto demostraba escuchar con interés. En cada tierra, Byrd y los suyos recogían de verdad vegetales, aunque no con el esmero de estudiosos que hubieran emprendido el viaje con esa finalidad, y muchas veladas transcurrieron examinando lo que habían encontrado.

Los primeros días, Byrd había intentado conocer el pasado de Roberto, y del caballero, como si sospechara de ellos. Roberto había dado la versión concordada en París: saboyano, había combatido en Casal en el flanco de los Imperiales, habíase metido en problemas primero en Turín, y luego en París con una serie de duelos, había tenido la desventura de herir a un protegido del Cardenal, y por tanto había elegido la vía del Pacífico para poner mucha agua entre sí mismo y sus perseguidores. El caballero contaba muchísimas historias, algunas se desarrollaban en Venecia, otras en Irlanda, otras aun en la América meridional, pero no se entendía cuáles eran suyas y cuáles de los demás.

Por fin, Roberto había descubierto que a Byrd gustábale hablar de mujeres. Había inventado furibundos amoríos con furibundas cortesanas, y al doctor le brillaban los ojos, y se prometía que un día visitaría París. Luego se refrenó, y observó que los papistas son todos corruptos. Roberto hizo notar que muchos entre los saboyanos eran casi hugonotes. El caballero se santiguó y volvió a tomar el discurso sobre las mujeres.

Hasta el desembarco en Más Afuera, la vida del doctor parecía haberse desarrollado según ritmos regulares, y si había hecho observaciones a bordo era mientras los demás estaban en tierra. Durante la navegación entreteníase de día en cubierta, se quedaba levantado con sus comensales hasta la madrugada y dormía, sin duda, de noche. Su alojamiento era contiguo al de Roberto, tratábase de dos saeteras angostas separadas por un tabique, y Roberto velaba despierto escuchando.

En cuanto entraron en el Pacífico, los hábitos de Byrd mudaron. Después de la parada en Más Afuera, Roberto lo había visto alejarse cada mañana de siete a ocho, mientras antes acostumbraban encontrarse a aquella hora para un desayuno. Durante todo el período en que el navío se había dirigido hacia el norte, hasta la isla de las tortugas, Byrd alejábase, en cambio, hacia las seis de la mañana. En cuanto el navío hubo dirigido de nuevo la proa hacia el oeste, había anticipado la madrugada hacia las cinco, y Roberto oía a uno de los ayudantes cuando iba a despertarle. Luego, gradualmente, se había despertado a las cuatro, a las tres, a las dos.

Roberto podía controlarlo porque había llevado consigo un pequeño reloj de arena. Al anochecer, como un remolón, pasaba cerca de la bitácora donde, junto a la brújula que flotaba en su aceite de ballena, había una tablilla en la que el piloto, partiendo de las últimas observaciones, marcaba la posición y la hora presuntas. Roberto tomaba buena nota, luego iba a darle la vuelta a su reloj, y volvía a hacerlo cuando le parecía que la hora iba a acabar. Así, incluso retrasándose después de cenar, podía calcular siempre la hora con cierta certeza. De esa manera, habíase convencido de que Byrd se alejaba cada día un poco antes, y si seguía a ese ritmo, un buen día habríase apartado a media noche.

Después de lo que había aprendido Roberto, tanto de Mazarino como de Colbert y de sus hombres, no hacían falta muchas luces para deducir que las fugas de Byrd correspondían al sucesivo transcurrir de los meridianos. Así pues, era como si desde Europa alguien, cada día al medio día de las Canarias o a una hora fija de otro lugar, lanzara una señal, que Byrd iba a recibir a alguna parte. ¡Conociendo la hora a bordo del Amarilis, Byrd podía así conocer la propia longitud!

Habría sido suficiente seguir a Byrd cuando se alejaba. No era fácil. Mientras desaparecía de buena mañana era imposible seguirle inobservado. Cuando Byrd empezó a ausentarse en las horas oscuras, Roberto oía perfectamente cuándo se alejaba, pero no podía irle detrás inmediatamente. Esperaba, entonces, un poco, y luego trataba de encontrar sus huellas. Todo esfuerzo habíase demostrado vano. No digo de las muchas veces que, intentando un camino en la obscuridad, Roberto acababa entre las hamacas del marinaje, o tropezaba con los peregrinos; pero más y más veces se había topado con alguien que a aquella hora habría debido dormir: así pues, alguien vigilaba siempre.

Cuando se encontraba con una de estas espías, Roberto aludía a su habitual insomnio y salía a cubierta, consiguiendo no despertar sospechas. Desde hacía tiempo se había hecho la fama de un mal acondicionado que soñaba de noche con los ojos abiertos y pasaba el día con los ojos cerrados. Pero cuando luego daba en la puente, donde se encontraba con el marinero de turno con el que cambiar alguna palabra, si por casualidad conseguían entenderse, la noche estaba ya perdida.

Esto explica por qué los meses pasaban, Roberto estaba cerca t de descubrir el misterio del Amarilis, y todavía no había tenido modo de husmear donde habría querido.

Con todo, había empezado, desde el principio, a intentar inducir a Byrd a alguna confidencia. Y había imaginado un método que Mazarino no había sido capaz de sugerirle. Para satisfacer sus curiosidades, planteaba de día preguntas al caballero, que no sabía contestarle. Le hacía notar entonces que lo que él preguntaba era de gran importancia, si él hubiera querido encontrar de verdad Escondida. Así el caballero por la noche le hacía las mismas preguntas al doctor.

Una noche en el combés miraban las estrellas y el doctor había observado que debía de ser media noche. El caballero, instruido por Roberto pocas horas antes, había dicho:

—Quién sabe qué hora es en este momento en Malta…

—Fácil —habíasele escapado al doctor. Luego habíase corregido—: Es decir, muy difícil, amigo mío.

El caballero se había asombrado de que no se pudiera deducirlo del cálculo de los meridianos:

—¿No tarda el sol una hora en recorrer quince grados de meridiano? Así pues, basta con decir que estamos a tantos grados de meridiano del Mediterráneo, dividir por quince, conocer como conocemos nuestra hora, y saber qué hora es allá abajo.

—Vuestra Merced parece uno de aquesos astrónomos que se pasan la vida cotejando cartas de navegación sin navegar jamás. Si no, sabría que es imposible saber en qué meridiano nos hallamos.

Byrd había repetido más o menos lo que Roberto ya sabía, pero el caballero ignoraba. Sobre esto, sin embargo, Byrd se había mostrado locuaz:

—Nuestros antiguos pensaban tener un método infalible trabajando sobre los eclipses lunares. Vuestras Mercedes saben qué es un eclipse: es un momento en el que el sol, la tierra y la luna están en una sola línea y la sombra de la tierra se proyecta sobre la cara de la luna. Como es posible prever el día y la hora exacta de los eclipses futuros, y basta tener consigo las tablas del Regiomontano, supongan que saben que un determinado eclipse deberá producirse en Jerusalén a las doce de la noche, y Vuestras Mercedes lo observan a las diez. Sabrán entonces que de Jerusalén les separan dos horas de distancia y que, por tanto, su punto de observación está a treinta grados de meridiano al oeste de Jerusalén.

—Perfecto —dijo Roberto—, ¡alabados sean los antiguos!

—Ya, pero este cálculo funciona hasta un cierto punto. El gran Colón, en el curso de su segundo viaje, calculó sobre un eclipse mientras estaba anclado en el mar de Hispaniola, y cometió un error de 23 grados al oeste, lo que significa ¡hora y media de diferencia! ¡Y en el cuarto viaje, de nuevo con un eclipse, equivocóse de dos horas y media!

—¿Se equivocó él o se había equivocado Regiomontano? —preguntó el caballero.

—¡Quién sabe! En un navío, que no deja de moverse incluso cuando está anclado, siempre es difícil hacer mediciones perfectas. O quizá sepan que Colón quería demostrar a toda costa que había alcanzado el Asia y, por tanto, su deseo llevábale a errar, para demostrar que había llegado mucho más lejos de lo que estaba… ¿Y las distancias lunares? Han estado muy de moda en los últimos cien años. La idea tenía (¿cómo podría decir?) cierto Wit. Durante su curso mensual, la luna hace una revolución completa de oeste a este contra el camino de las estrellas, y es, pues, como la saetilla de un reloj celeste que recorra el cuadrante del Zodíaco. Las estrellas se mueven a través del cielo de este a oeste a unos 15 grados por hora, mientras en el mismo período la luna se mueve 14 grados y medio. Así pues la luna se diferencia, con respecto a las estrellas, de medio grado cada hora. Ahora bien, los antiguos pensaban que la distancia entre la luna y una fixed sierre, cómo se dice, una estrella fija, en un instante particular, era la misma para cualquier observador desde cualquier punto de la Tierra. Luego bastaba con conocer, gracias a las acostumbradas tablas o ephemerides, y observando el cielo con la astronomers staffe, the Crosse…

—¿La ballestilla?

—Precisamente, con esta cross uno calcula la distancia entre la luna y aquella estrella en una determinada hora de nuestro meridiano de origen, y sabe que, a la hora de su observación en el mar, en la ciudad tal es la hora tal. Una vez conocida la diferencia de tiempo, la longitud se encuentra. Pero, pero… —y Byrd había hecho una pausa para cautivar aún más a sus interlocutores—, está la Parallaxes. Es una cosa muy complicada que no me atrevo a explicarles, debido a la diferencia de refracción de los cuerpos celestes a diferentes alturas sobre el horizonte. Así pues, con la parallaxes la distancia encontrada aquí no sería la misma que encontrarían nuestros astrónomos allá abajo en Europa.

Roberto se acordaba de haberles oído a Mazarino y a Colbert un asunto de paralajes, y de aquel señor Morin que creía haber encontrado un método para calcularlas. Para poner a la prueba el saber de Byrd le había preguntado si los astrónomos no podían calcular las paralajes. Byrd había contestado que se podía, aunque era algo dificilísimo, y el riesgo de error grandísimo.

—Y además —había añadido—, yo soy un profano, y de estas cosas sé poco.

—Así pues, no queda sino buscar un método más seguro —había sugerido entonces Roberto.

—¿Sabe Vuestra Merced lo que dijo su Vespucio? Dijo: en cuanto a la longitud es cosa harto ardua que pocas personas entienden, excepto las que saben abstenerse del sueño para observar la conjunción de la luna y de los planetas. Y dijo: es por la determinación de las longitudes por lo que a menudo he sacrificado el sueño y acortado mi vida diez años… Tiempo perdido, digo yo. But now behold the skie is over cast with cloudes; wherfore let us haste to our lodging, and ende our talke.

Algunas noches después le pidió al doctor que le indicara la Estrella Polar. Éste había sonreído: desde aquel hemisferio no podía verse, y era menester hacer referencia a otras estrellas fijas.

—Otra derrota para los buscadores de longitudes —había comentado—. Así no pueden recurrir ni siquiera a las variaciones de la aguja magnética.

Luego, instado por sus amigos, había repartido una vez más el pan de su saber.

—La aguja de la brújula debería apuntar siempre hacia el norte y, por tanto, en dirección de la Estrella Polar. Y sin embargo, excepto en el meridiano de la Isla del Hierro, en todos los demás lugares se separa del recto polo de la Tramontana, doblándose ahora hacia la parte de levante, ahora hacia la de poniente, según los climas y las latitudes. Si, por ejemplo, desde las Canarias uno se adentra hacia Gibraltar, cualquier marinero sabe que la aguja se inclina más de seis grados de rumbo hacia Maestral, y desde Malta a Trípoli de Barbaria hay una variación de dos tercios de rumbo a la izquierda;

y Vuestras Mercedes saben perfectamente que el rumbo es una cuarta de viento. Ahora bien, estas desviaciones, hase dicho, siguen reglas fijas según las diferentes longitudes. Así pues, con una buena tabla de las desviaciones podrían saber dónde se encuentran. Pero…

—¿Aún un pero?

—Desgraciadamente sí. No existen buenas tablas de las declinaciones de la aguja magnética; quien las ha ensayado ha fracasado, y hay buenas razones para suponer que la aguja no varía de forma uniforme según la longitud. Y además estas variaciones son muy lentas, y por mar es difícil seguirlas, cuando luego, el navío no cabecee de suerte tal que altere el equilibrio de la aguja. Quien se fía de la aguja es un loco.

Otra noche, cenando, el caballero, que rumiaba una media frase dejada caer sin parecer por Roberto, había dicho que quizá Escondida era una de las Islas de Salomón, y había preguntado si estaban cerca.

Byrd habíase encogido de hombros:

—¡Las Islas de Salomón! Ça n’existe pas!

—¿No llegó a ellas el capitán Draque? —preguntaba el caballero.

—¡Necedades! Drak descubrió New Albion, en toda otra parte.

—Los españoles en Casal hablaban de ello como de cosa conocida, y decían que las habían descubierto ellos —dijo Roberto.

—Lo dijo aquel Mendaña hace setenta y pico años. Y dijo que estaban entre los grados siete y once de latitud sur. Como decir entre París y Londres. Pero ¿a qué longitud? Queirós decía que están a mil quinientas leguas de Lima. Ridículo. Bastaría escupir desde las costas del Perú para alcanzarlas. Recientemente un español dijo que se trata de siete mil quinientas millas desde el mismo Perú. Demasiado, quizá. Tengan la bondad de mirar estos mapas, algunos los han renovado recientemente, reproduciendo los más antiguos, y otros se nos proponen como el último descubrimiento. Observen, Vuestras Mercedes, algunos colocan las islas en el meridiano doscientos y diez, otros en el doscientos y veinte, otros más en el doscientos y treinta, por no hablar de quien las imagina en el ciento y ochenta. Aunque uno de ellos tuviera razón, los demás llegarían a un error de cincuenta grados, ¡que es más o menos la distancia entre Londres y las tierras de la Reina de Saba!

—Es realmente digna de admiración la cantidad de cosas que sabe, doctor —había dicho el caballero, colmando el deseo de Roberto, que iba a decirlo él—, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que tratar de hallar la longitud.

El rostro del doctor Byrd, sembrado de pecas blancuzcas, de golpe habíase sonrojado. Se había llenado el jarro de cerveza, lo había trincado sin respirar.

—Oh, curiosidades de naturalista. En la práctica, no sabría por dónde empezar si tuviera que decirles dónde estamos.

—Mas —había considerado poder aventurar Roberto—, junto a la caña del timón he visto una tabla donde…

—Oh, sí —habíase recobrado enseguida el doctor—, desde luego un navío no va al azar. They pricke the Carde. Registran el día, la dirección de la aguja y su declinación, de dónde sopla el viento, la hora del reloj de a bordo, las millas recorridas, la altura del sol y de las estrellas, y por ende la latitud, y de eso obtienen la longitud que suponen. Habrán visto, Vuestras Mercedes, alguna vez en popa un marinero que arroja al agua un cordel con una tablilla asegurada en una punta. Es el loch o, como algunos dicen, la barquilla. Se deja correr el cordel, el cordel tiene unos nudos cuya distancia expresa medidas fijas, con un reloj al lado se puede saber en cuánto tiempo hase cubierto una distancia determinada. De tal manera, si todo procediere regularmente, se sabría siempre a cuántas millas se halla uno del último meridiano conocido, y de nuevo, con cálculos oportunos, se conocería aquel sobre el que se está pasando.

—Ve Vuestra Merced que hay un medio —había dicho triunfante Roberto, que ya sabía lo que le habría contestado el doctor.

Que el loch es cosa que se usa cuando no hay nada mejor, visto que podría decirnos de verdad cuánto camino se ha realizado sólo si el navío procediera en línea recta. Pero como un navío procede como quieren los vientos, cuando los vientos no son favorables, el navío debe moverse por un trecho a estribor y por un trecho a babor.

—Sir Humphrey Gilbert —dijo el doctor—, más o menos en los tiempos de Mendaña, por las partes de Terranova, mientras quería proceder a lo largo del paralelo cuarenta y siete, encountered winde alwayes so scant, vientos, cómo decir, tan perezosos y avaros, que movióse largo tiempo y alternativamente entre el paralelo cuarenta y uno y el cincuenta y uno, corriendo por diez grados de latitud, mis señores, ¡lo que sería como si una inmensa sierpe de agua fuera de Napóles a Portugal, primero tocando Le Havre con la cabeza y Roma con la cola, y encontrándose luego con la cola en París y la cabeza en Madrid! Y por tanto es menester calcular las desviaciones, echar cuentas, y estar muy atentos; lo que un marinero no hace jamás, y tampoco puede tener a un astrónomo al lado todo el día. Desde luego, pueden hacerse conjeturas, sobre todo si se va por una ruta conocida, y se juntan los resultados encontrados por los demás. Por ello, desde las costas europeas hasta las costas americanas las cartas de marear dan unas distancias meridianas bastante seguras. Otrosí, desde tierra, también las observaciones sobre los astros algún buen resultado pueden darlo, y sabemos en qué longitud se encuentra Lima. Y también en este caso, amigos míos —decía alegremente el doctor—, ¿qué acontece? —Y miraba con socarronería a los otros dos—. Acontece que este señor —y ponía el dedo sobre un mapa— coloca Roma a treinta grados este a partir del meridiano de las Canarias, pero estotro —y agitaba el dedo como para amenazar paternalmente a quien había dibujado el otro mapa—, ¡este otro señor coloca Roma a cuarenta grados! Y este manuscrito contiene también la relación de un flamenco que sabe mucho, el cual advierte al rey de España que nunca ha habido acuerdo sobre la distancia entre Roma y Toledo, «por los errores tan enormes, como se conoce por esta línea que muestra la diferencia de las distancias» etcétera, etcétera. Y he aquí la línea: si se fija el primer meridiano en Toledo (los españoles creen vivir siempre en el centro del mundo), para Mercator, Roma estaría veinte grados más al este, pero está a veinte y dos para Ticho Brahe, casi a veinte y cinco para Regiomontanus, a veinte y siete para el Clavius, a veinte y ocho para el buen Tolomeo, y para el Origanus, a treinta. Y tantos errores sólo para medir la distancia entre Roma y Toledo. Imaginen entonces lo que sucede con rutas como éstas, donde quizá hemos sido los primeros en tocar ciertas islas, y las relaciones de los demás viajeros son harto indeterminadas. Y añadan que si un holandés ha hecho observaciones justas no se lo dice a los ingleses, ni éstos a los españoles. En estos mares, cuenta el olfato del capitán, que con su pobre loch arguye, pongamos, estar en el meridiano doscientos y veinte, y a lo mejor está a treinta grados más allá o más acá.

—Entonces —intuyó el caballero—, quien encontrara una manera de establecer los meridianos ¡sería el señor de los océanos!

Byrd se sonrojó de nuevo, lo fijó como para entender si hablaba a propósito, luego sonrió como si quisiera morderlo:

—Inténtenlo Vuestras Mercedes.

—Pobre de mí, yo renuncio —dijo Roberto levantando las manos en señal de rendición.

Y por aquella noche, la conversación acabó entre grandes carcajadas.

Durante muchos días Roberto no consideró oportuno volver a hacer referencia al discurso sobre las longitudes. Cambió de argumentó, y para poderlo hacer tomó una decisión intrépida. Con el cuchillo hirióse la palma de una mano. Luego la vendó con los jirones de una camisa que por entonces habíase consumido al agua y a los vientos. Por la noche enseñóle la herida al doctor:

—No tengo ningún juicio, había colocado el cuchillo en el costal, y fuera de su funda, así, hurgando, me he cortado. Quema mucho.

El doctor Byrd examinó la herida con la mirada del hombre de arte, y Roberto rogaba a Dios que trajera una bacía a la mesa y diluyera vitriolo en ella. En cambio, Byrd limitóse a decir que no le parecía nada grave y le aconsejó que la lavara bien por la mañana. Pero por un golpe de suerte, vino en su socorro el caballero:

—¡Vaya, sería menester tener el ungüento armario!

—¿Y qué diablos es? —preguntó Roberto.

Y el caballero, como si hubiera leído todos los libros que Roberto ya conocía, se puso a elogiar las virtudes de aquella substancia. Byrd callaba. Roberto, después de la buena tirada del caballero, hizo correr sus dados a su vez:

—¡Pues son cuentos de dueñas! Como la fábula de la mujer embarazada que vio a su amante descabezado y alumbró un niño con la cabeza separada del busto. ¡O como esas campesinas que para castigar al perro que deja sus excrementos en la cocina cogen un tizón y lo clavan en las heces, esperando que el animal sienta quemar las asentaderas! ¡Caballero, no hay persona en su juicio que crea en estas historiettesl

Había dado en el blanco, y Byrd no consiguió callar.

—Ah no, señor mío, la historia del perro y de su caca es tan verdadera que alguien hizo lo mismo con un señor que por porfía exoneraba el vientre delante de su casa, ¡y les aseguro que ese tal aprendió a temer aquel lugar! Naturalmente es necesario repetir la operación más y más veces, y por tanto ¡necesitan un amigo, o enemigo, que exonere el vientre ante el umbral de Vuestras Mercedes muy a menudo!

Roberto se reía buenamente como si el doctor bromeara, y con ello le inducía, picado, a aducir buenas razones. Que luego eran, más o menos, las de D’Igby. Pero ya el doctor se había enfervorizado:

—Ya lo creo que sí, mi señor, que tanto se hace el filósofo y desprecia el saber de los cirujanos. Le diré a Vuestra Merced incluso, pues de mierda estamos hablando, que quien tiene mal huelgo debería mantener la boca abierta de par en par sobre el muladar, y al final se encontraría curado: ¡el hedor de todo eso es mucho más fuerte que el de su garganta, y el más fuerte atrae y llévase al más débil!

—¡Vuestra Merced me está revelando cosas extraordinarias, doctor Byrd, y estoy admirado de su sabiduría!

—Aún podría decir más. En Inglaterra, cuando un hombre es mordido por un perro, mátase al animal, aunque no sea rabioso. Podría llegar a serlo, y el germen de la rabia canina, permaneciendo en el cuerpo de la persona que fue mordida, atraería hacia sí los espíritus de la hidrofobia. ¿Han visto alguna vez a las campesinas derramando la leche sobre las ascuas? Arrojan inmediatamente después un puñado de sal. ¡Gran sabiduría la del vulgo! La leche cayendo sobre los carbones se transforma en vapor, y por la acción de la luz y del aire, este vapor, acompañado por átomos de fuego, se extiende hasta el lugar donde se halla la vaca que ha dado la leche. Ahora bien, la teta de vaca es un órgano muy glanduloso y delicado, y ese fuego la calienta, la endurece, produce en ella úlceras, y como la ubre está cerca de la vejiga, irrita también a ésta, provocando la anastomosis de las venas que confluyen en ella, de suerte que la vaca orina sangre.

Dijo Roberto:

—El caballero nos había hablado de ese ungüento armario como cosa útil a la medicina, ahora Vuestra Merced nos hace entender que podría usarse también para procurar perjuicios.

—Sin duda, y es por eso por lo que ciertos secretos han de esconderse a los más, para que no se haga mal uso dellos. Sí, mi señor, la polémica sobre el ungüento, o sobre el polvo, o sobre eso que nosotros los ingleses llamamos el Weapon Salve, es rica de controversias. El caballero nos ha hablado de un arma que, oportunamente tratada, provoca alivio en la herida. Pero cojan la misma arma y colóquenla junto al fuego y el herido, incluso si estuviera a millas de distancia, se desgañitaría de dolor. Y si sumergen la hoja, aún manchada de sangre, en el agua helada, el herido será presa de calofríos.

Aparentemente aquella conversación no le había dicho a Roberto cosas que ya no supiera, incluido que el doctor Byrd sobre el Polvo de Simpatía sabía mucho. Con todo, el discurso del doctor se había detenido demasiado sobre los efectos peores del polvo, y no podía ser una casualidad. Pero qué tenía que ver todo esto con el arco de meridiano, eso era otro cantar.

Hasta que una mañana, aprovechando que un marinero se había caído de una entena fracturándose el cráneo, que en el combés había alboroto, y que el doctor había sido llamado a curar al desventurado, Roberto habíase escurrido en la bodega.

Casi a tientas había conseguido encontrar el camino justo. Quizá había sido la suerte, quizá el animal quejábase más de lo normal aquella mañana: Roberto, poco más o menos allá donde, más tarde, en el Daphne habría descubierto las cubetas de aguardiente, encontróse ante un atroz espectáculo.

Bien defendido de las miradas indiscretas, y en un cuartucho construido a su medida, sobre un manto de harapos, yacía un perro.

Quizá era de raza, pero el sufrimiento y las privaciones lo habían reducido a pellejo y huesos. Y con todo, sus verdugos mostraban la intención de mantenerlo vivo: habíanle apercibido de comida y agua en abundancia, e incluso comida no canina, sin duda substraída a los pasajeros.

Yacía sobre un costado, con la cabeza abandonada y la lengua fuera. En el costado abríase una amplia y horrenda herida. Fresca y gangrenosa al mismo tiempo, mostraba dos grandes labios rosáceos, y exhibía en el centro, a lo largo de toda su hendidura, un alma purulenta que parecía secretar requesón. Y Roberto comprendió que la herida presentábase así porque la mano de un cirujano, en vez de coser los labios, había hecho de suerte que permanecieran abiertos y espaciados, fijándolos a la piel.

Hija bastarda del arte, aquella herida había sido no sólo procurada, sino curada con iniquidad, de suerte que no se cicatrizara, y el perro siguiera padeciendo, quién sabe desde cuándo. No sólo, sino que Roberto divisó también, en torno y dentro de la llaga, los residuos de una substancia cristalina, como si un médico (¡un médico, tan cruelmente avisado!) cada día la rociara con una sal irritante.

Impotente, Roberto había acariciado al miserable, que ahora gañía dócil. Habíase preguntado cómo podría socorrerle, pero tocándolo más fuerte lo había hecho sufrir más. Con todo, su piedad estábase dejando vencer por un sentimiento de victoria. No había duda, aquél era el secreto del doctor Byrd, la carga misteriosa embarcada en Londres.

Por lo que Roberto había visto, lo que podía deducir un hombre que supiera lo que él sabía era que el perro había sido herido en Inglaterra y Byrd cuidábase mucho de que permaneciera siempre llagado. Alguien en Londres, cada día a una hora fija y convenida, hacía algo al arma culpable, o a un paño empapado de la sangre del animal, provocándole la reacción. Quizá de alivio, quizá de pena aún mayor, pues el doctor Byrd bien había dicho que con el Weapon Salve también podía hacerse daño.

De esa forma, a bordo del Amarilis se podía saber en un momento determinado qué hora era en Europa. ¡Conociendo la hora del lugar de tránsito, era posible calcular el meridiano!

No quedaba sino esperar a la prueba de los hechos. En aquel período Byrd se alejaba siempre alrededor de las once: estaban, por tanto, acercándose al antimeridiano. Roberto habría debido esperarle escondido junto al perro, hacia esa hora.

Fue afortunado, si de Fortuna puede hablarse para con esa otra fortuna que habría llevado aquel navío, y a todos aquellos que lo habitaban, al último de los infortunios. Aquella tarde el mar estaba ya muy agitado, y eso había dado modo a Roberto de acusar náuseas y sobresaltos de estómago, y de refugiarse en cama, desertando la cena. A la primera obscuridad, cuando nadie pensaba todavía en montar la guardia, había bajado furtivo a la bodega, llevando sólo un eslabón y una cuerda embreada con la que iluminaba el camino. Habíase allegado al perro y había visto, encima de su cubil, un sollado cargado de brazadas de paja, que servía para renovar los jergones apestados de los pasajeros. Habíase abierto camino entre aquel material, y habíase excavado un nicho, desde el cual no podía ver ya al perro, pero podía espiar a quien le estaba delante, y seguramente escuchar todos los discursos.

Había sido una espera de horas, hechas más largas por los gemidos del desdichadísimo animal, pero por fin había escuchado otros ruidos y divisado unas luces.

A cabo de poco, veíase testigo de un experimento que tenía lugar a pocos pasos de él, presentes el doctor y sus tres ayudantes.

—¿Estás anotando, Cavendish?

—Aye, aye, doctor.

—Así pues, esperemos. Se queja demasiado esta noche.

—Siente el mar.

—Quieto, quieto, Hakluyt —decía el doctor que estaba calmando al perro con alguna hipócrita caricia—. Hemos hecho mal en no fijar una secuencia fija de acciones. Habría que empezar siempre por el lenitivo.

—No estaría tan seguro, doctor, algunas noches a la hora justa duerme, y hay que despertarlo con una acción irritante.

—Atentos, me parece que se agita… Quieto, Hakluyt… ¡Sí, se agita! —El perro estaba emitiendo ahora inhumanos gañidos—. Han expuesto el arma al fuego, ¡registra la hora Withrington!

—Aquí son las once y media, más o menos.

—Controla los relojes, deberían pasar unos diez minutos.

El perro siguió aullando durante un tiempo interminable. Luego emitió un sonido diferente, que se apagó en un «grr grr», que tendía a debilitarse, hasta que dejó lugar al silencio.

—Bien —estaba diciendo el doctor Byrd—, ¿qué hora es, Withrington?

—Debería corresponder. Falta un cuarto a media noche.

—No cantemos victoria. Esperemos el control.

Siguió otra espera interminable, luego el perro, que evidentemente se había adormecido al experimentar alivio, gritó de nuevo como si le hubieran pisado la cola.

—¿Tiempo, Withrington?

—La hora ha transcurrido, faltan pocos granillos de arena.

—El reloj da ya la media noche —dijo una tercera voz.

—Me parece que basta. Ahoja señores —dijo el doctor Byrd—, espero que cesen inmediatamente la irritación, el pobre Hakluyt no lo aguanta. Agua y sal, Hawlse, y la venda. Quieto, quieto, Hakluyt, ahora estarás mejor… Duerme, duerme, escucha a tu amo que está aquí, se ha acabado… Hawlse, el somnífero en el agua.

—Aye, aye, doctor.

—Aquí está, bebe Hakluyt, quieto, vamos, bebe la agüilla buena…

Un tímido gruñir aún, luego silencio de nuevo.

—Excelente, señores —estaba diciendo el doctor Byrd—, si este maldito navío no se zarandease de esta manera indecente, podríamos decir que hemos tenido una buena velada. Mañana por la mañana, Hawlse, la sal habitual sobre la herida. Saquemos las sumas, señores. En el momento decisivo, estábamos aquí próximos a la media noche, y en Londres nos señalaban que era mediodía. Estamos en el antimeridiano de Londres, y por tanto en el ciento y noventa y ocho de las Canarias. Si las Islas de Salomón están, como quiere la tradición, en el antimeridiano de la Isla del Hierro, y si estamos en la latitud justa, navegando hacia el oeste con un buen viento en popa deberíamos allegar a Sant Christoval, o como rebauticemos a esa maldita isla. Habremos encontrado lo que los españoles buscan desde hace décadas y tendremos en nuestras manos, al mismo tiempo, el secreto del Punto Fijo. La cerveza, Cavendish, tenemos que brindar a Su Majestad, que Dios siempre lo salve.

—Dios salve al rey —dijeron a una voz los otros tres.

Y eran evidentemente los cuatro, hombres de buen corazón, fieles aún a un monarca que en aquellos días, si todavía no había perdido la cabeza, estaba por lo menos a punto de perder su reino.

Roberto hacía trabajar su mente. Cuando había visto al perro por la mañana, había dado en la cuenta de que acariciándolo se sosegaba y que, habiéndolo tocado él a un cierto punto de forma brusca, había aullado de dolor. Poco bastaba, en un navío agitado por el mar y el viento, para provocar en un cuerpo enfermo sensaciones diferentes. Quizá aquellos malvados creían recibir el mensaje de lejos, y en cambio el perro sufría y sentía alivio según que los embates de las olas lo molestaran o lo acunaran. O aun, si existían, como decía Saint-Savin, los conceptos sordos, con el movimiento de las manos Byrd hacía reaccionar al perro según sus propios deseos inconfesados. ¿No había dicho él mismo de Colón que había errado queriendo demostrar que había llegado más lejos? ¿Así pues el destino del mundo estaba vinculado al modo en que aquellos insensatos estaban interpretando el lenguaje de un perro? ¿Un gruñir del vientre de aquel pobrecillo podía hacer decidir a aquellos miserables que estaban acercándose o alejándose del lugar anhelado por españoles, franceses, holandeses y portugueses igualmente miserables? ¿Y él estaba implicado en aquella aventura para suministrar a Mazarino, o al jovenzuelo Colbert, la forma de poblar los navíos de Francia con perros atormentados?

Los demás ya se habían alejado. Roberto había salido de su escondite y se había demorado, a la luz de su cuerda embreada, ante el perro durmiente. Le había acariciado la cabeza. Veía en aquel pobre animal todo el sufrimiento del mundo, furioso cuento de un idiota. Su lenta educación, desde los días de Casal hasta aquel momento, a tanta verdad habíale conducido. Oh, si se hubiera quedado náufrago en la ínsula desierta, como quería el caballero, si como el caballero quería hubiera dado fuego al Amarilis, si hubiera detenido su camino en la tercera ínsula, entre las salvajes color tierra de Siena, o en la cuarta se hubiera convertido en el bardo de aquella gente. ¡Si hubiera encontrado la Escondida donde esconderse de todas las manos aleves de un mundo despiadado!

No sabía entonces que la fortuna habríale reservado de ahí a poco una quinta isla, quizá la Última.

El Amarilis parecía fuera de sí, y aferrándose a cualquier cosa había vuelto a su alojamiento, olvidando los males del mundo para sufrir el mal del mar. Luego el naufragio, del que se ha hablado. Había llevado a cabo con éxito su misión: único sobreviviente, él llevaba consigo el secreto del doctor Byrd. Pero ya no podía revelárselo a nadie. Y quizá era un secreto de nada.

¿No habría debido reconocer que, salido de un mundo insano, había encontrado la verdadera salud? El naufragio habíale concedido el don supremo, el exilio, y una Señora que nadie ya podía substraerle…

Mas la Isla no le pertenecía y permanecía lejana. El Daphne no le pertenecía, y otro reclamaba su posesión. Quizá para continuar, allí, investigaciones no menos brutales que las del doctor Byrd.