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CURIOSIDADES INAUDITAS

Si el Daphne, como el Amarilis, había sido enviado en búsqueda del punto fijo, entonces el Intruso era peligroso. Roberto sabía ya de la lucha sorda entre los Estados de Europa para apoderarse de aquel secreto. Tenía que prepararse muy bien y jugar con astucia. Evidentemente, el Intruso al principio había actuado de noche, luego habíase movido al descubierto cuando Roberto había empezado a velar, aunque fuera en el camarote, durante el día. ¿Tenía pues que desconcertar sus designios, hacerle la impresión de que dormía de día y de que velaba de noche? Para qué, aquél habría mudado hábito. No, más bien debía impedirle toda previsión, volverlo inseguro sobre sus propios designios, hacerle creer que dormía cuando velaba y dormir cuando aquél creía que estaba despierto…

Habría debido intentar imaginar qué pensaba él que él pensaba, o qué pensaba que él pensaba que él pensaba… Hasta aquel momento el Intruso había sido su sombra, ahora Roberto habría debido convertirse en la sombra del Intruso, aprender a seguir las huellas de quien caminaba detrás de las suyas. ¿Mas no habría podido continuar al infinito aquese mutuo acecho, el uno enfilando una escalera cuando el otro bajaba por la opuesta, el uno en la bodega cuando el otro estaba vigilante en la cubierta, el otro precipitándose a la segunda cubierta cuando el uno volvía a subir, a lo mejor, por el exterior a lo largo de las amuradas?

Cualquier persona sensata habría decidido inmediatamente proseguir con la exploración del resto del navío, pero no olvidemos que Roberto ya no era sensato. Había cedido una vez más al aguardiente, y convencíase de que lo hacía para darse fuerzas. A un hombre a quien el amor había inspirado siempre la espera, aquel bebedizo no podía inspirar la decisión. Procedía, pues, lentamente, creyéndose una exhalación. Creía dar un salto, y andaba a gatas. Tanto más que aún no osaba salir al descubierto de día, y sentíase fuerte de noche. Ahora que la noche había bebido, y actuaba como un haragán. Que era lo que su enemigo quería, decíase por la mañana. Y para cobrar valor, enganchábase a la espita.

En cualquier caso, hacia la tarde del quinto día había decidido llevarse a aquella parte de la bodega que todavía no había visitado, por debajo del pañol de los bastimentos. Daba en la cuenta de que en el Daphne habíase aprovechado al máximo el espacio, y entre la segunda puente y la bodega habían sido montados mamparos y cucharros, con la finalidad de obtener compartimentos conectados por escalas de tojines; y había entrado en la corrulla de las jarcias, tropezando con rollos de cuerdas de todo tipo, aún impregnadas de agua marina. Había bajado aún más abajo y había dado en la secunda carina, entre cajones y envoltorios de diferentes tipos.

Halló más comida y otros barriles de agua dulce. Debía alegrarse por ello, pero lo hizo sólo porque habría podido conducir su caza hasta el infinito, con el placer de retrasarla. Que es el placer del miedo.

Detrás de los barriles de agua encontró otros cuatro de aguardiente. Subió a la despensa y volvió a controlar las cubetas de allá arriba. Eran todas de agua, signo de que el barril de aguardiente que allí había encontrado el día de antes había sido llevado de abajo a arriba, con la finalidad de tentarle.

Antes que preocuparse por la emboscada, volvió a bajar a la bodega, llevó arriba otro barril de licor, y siguió bebiendo.

Luego regresó a la bodega, imaginémonos en qué estado, y se detuvo sintiendo el hedor de la podredumbre que había calado la sentina. Más abajo no se podía ir.

Debía ir, por tanto, hacia atrás, hacia la popa, pero la lámpara estaba apagándose y había tropezado con algo, comprendiendo que estaba procediendo entre el lastre, precisamente allá donde en el Amarilis el doctor Byrd había hecho construir el alojamiento para el perro.

Precisamente en la bodega, entre manchas de agua y desechos de la comida estibada, divisó la huella de un pie.

Estaba ya tan seguro de que un Intruso estaba a bordo, que su único pensamiento fue que por fin había obtenido la prueba de no estar borracho, que es la prueba que los borrachos buscan a cada paso. En cualquier caso, la evidencia era evidente, si así podía llamarse ese avanzar entre obscuridad y reflejos de linterna. Seguro ya de que el Intruso existía, no pensó que, después de tanto ir y venir, la huella podía haberla dejado él mismo. Volvió a subir, decidido a dar batalla.

Era el ocaso. Era la primera puesta de sol que veía, después de cinco días de noches, albas y auroras. Pocas nubes negras casi paralelas bordeaban la Isla más lejana para espesarse a lo largo de la cima, y de allí flameaban como saetas, hacia el sur. La costa destacábase sombría contra el mar ya color tinta clara, mientras el resto del cielo aparecíase de un color manzanilla, mortecino y enervado, como si el sol no estuviera celebrando allá atrás su sacrificio, antes se adormeciera lentamente y pidiera al cielo y al mar que acompañaran en voz baja este su acostarse.

Roberto tuvo, en cambio, un regreso de espíritus guerreros. Decidió confundir al enemigo. Fue al tabuco de los relojes y transportó sobre la cubierta todos los que podía, colocándolos como barras y bolillos de un juego de trucos, uno contra la mayor, tres en el alcázar, uno contra el cabestrante, otros más alrededor del trinquete, y uno en cada puerta y escotilla, de manera que quien intentara pasar en la obscuridad habríase topado con ellos.

Luego había cargado los relojes mecánicos (sin considerar que actuando de esa guisa hacíalos perceptibles al enemigo que quería sorprender) y dado la vuelta a las clepsidras. Miraba una y otra vez la puente sembrada de máquinas del Tiempo, orgulloso de su ruido, seguro de que éste habría alterado al Enemigo y habría retrasado su camino.

Después de haber predispuesto esos inofensivos garlitos, cayó víctima de ellos él el primero. Mientras descendía la noche en un mar serenísimo, iba de una a otra de aquellas moscas de metal, escuchando su zumbido de muerta esencia, contemplando esas gotitas de eternidad consumirse una a una, recelando desa horda de polillas sin boca voraces (así escribe, de verdad), esas ruedas dentadas que le desgarraban el día en jirones de instantes y consumían la vida en una música de muerte.

Recordaba una frase del padre Emanuel, «¡qué Espectáculo jubilosísimo si a través de una Ventanilla del Pecho pudieran traslucirse los movimientos del Corazón, como en los Reloxes!» Se quedaba siguiendo, a la luz de las estrellas, el lento rosario de granos de arena murmurado por una clepsidra, y meditaba sobre aquellos haces de momentos, sobre aquellas sucesivas anatomías del tiempo, sobre aquellas fisuras por las cuales a cada instante gotean las horas.

Pero del ritmo del tiempo que pasa sacaba el presagio de la propia muerte, a la cual estábase aproximando movimiento a movimiento, acercaba el ojo miope para descifrar ese logogrifo de fugas, con trémulo tropo transformaba una máquina de agua en un fluido féretro, y al final renegaba contra aquellos astrólogos burladores, capaces de preanunciarle sólo las horas ya pasadas.

Y quién sabe qué más habría escrito si no hubiera experimentado la necesidad de abandonar sus mirabilia poética, como antes había dejado sus mirabilia chronometrica: y no por voluntad propia sino porque, teniendo en las venas más aguardiente que vida, había dejado que gradualmente aquel tic tac convirtiérase para él en una tosigosa canción de cuna.

La mañana del sexto día, despertado por las últimas máquinas aún jadeantes, vio, en medio de los relojes, todos fuera de su lugar, escarbar a dos pequeñas grullas (¿eran grullas?) que, picoteando inquietas, habían tirado y quebrantado una clepsidra de las más bellas.

El Intruso, en absoluto amedrentado (y en efecto, ¿por qué debía estarlo, él que sabía perfectamente quién estaba a bordo?), burla absurda por absurda burla, había libertado de la entrecubiertas a los dos animales. Para transformar mi navío, lloraba Roberto, para demostrar que es más poderoso que yo…

Y por qué aquellas grullas, preguntábase acostumbrado a ver todos los acontecimientos como signo y todos los signos como empresa. ¿Qué habrá querido significar? Intentaba recordar el sentido simbólico de las grullas, en la medida que recordaba del Picinelli o del Valeriano, y no encontraba respuesta. Ahora bien, nosotros sabemos perfectamente que no había ni fin ni concepto en aquel Serrallo de los Estupores. El Intruso ahora estaba saliéndose de seso como él; pero Roberto no podía saberlo, e intentaba leer lo que no era sino un garabato arrebatado.

Te atrapo, te atrapo maldito, había gritado. Y, aún somnoliento, había echado mano de la espada y se había abalanzado de nuevo hacia la bodega, rodando por el pie de carnero y yendo a parar en un paraje aún inexplorado, entre atados de fajinas y montones de pequeños troncos cortados recientemente. Al caer había golpeado los troncos, y revolcándose con ellos dio con la cara en un enjaretado, respirando de nuevo el olor asqueroso de la sentina. Y vio, a la altura del ojo, moverse unos escorpiones.

Era probable que con la madera hubieran sido estibados también algunos insectos, y no sé si eran precisamente escorpiones, pero Roberto así los vio, introducidos naturalmente por el Intruso para que lo envenenasen. Para substraerse a ese peligro, habíase puesto a renquear hacia arriba por la escalerilla; encima de aquellos leños corría y permanecía en el lugar, antes, perdía el equilibrio y tenía que aferrarse a la escala. Por fin había conseguido subir y habíase descubierto un corte en un brazo.

Se había herido sin duda con su misma espada. Y he aquí que Roberto, en vez de pensar en la herida, vuelve a la leñera, busca afanosamente entre los baos su arma, que estaba manchada de sangre, se la lleva al alcázar y vierte aguardiente sobre la hoja. Luego, no obteniendo alivio, reniega de todos los principios de su ciencia y vierte el licor sobre el brazo. Invoca a algunos santos con demasiada familiaridad, corre afuera, donde está empezando un gran aguacero, bajo el cual las grullas desaparecen volando. El buen chaparrón lo despierta: se preocupa por los relojes, corre aquí y allá para ponerlos al abrigo, se hace de nuevo daño, en un pie que le queda atrapado en una rejilla, vuelve a cubierto a coxcojita en un pie como una grulla, se desnuda y, por toda reacción a esos acontecimientos sin sentido, se pone a escribir mientras la lluvia primero se espesa, luego se calma, vuelve una que otra hora de sol, y desciende al fin la noche.

Y mejor para nosotros que escriba, así podemos entender qué le había acaecido y qué había descubierto en el transcurso de su viaje en el Amarilis.