17

LA DESEADA CIENCIA DE LAS LONGITUDES

Era —por fin una fecha a la que aferramos— la noche del 2 de diciembre de 1642. Salían de un teatro, donde Roberto había recitado calladamente entre el público su papel amoroso. Lilia, a la salida, habíale estrechado furtivamente la mano susurrando:

—Señor de la Grive, así pues, os habéis vuelto tímido. No lo erais aquella noche. Y por tanto, mañana de nuevo, en la misma escena.

Había salido loco de turbación, invitado a tal convite en un lugar que no podía conocer, solicitado a repetir lo que jamás había osado. Y sin embargo ella no había podido tomarlo por otro, pues que habíalo llamado por su nombre.

Oh, escribe haberse dicho, hoy los arroyos remontan hacia el hontanar, blancos corceles escalan las torres de Nuestra Señora de París, un fuego sonríe ardiente en el hielo, ha podido acaecer que Ella me invitara. Mas no, hoy la sangre se derrama de la roca, una culebra se aparea con una osa, hase vuelto negro el sol, porque mi amada hame ofrecido una copa de la que nunca podré beber, ya que no sé dónde es el festín…

A un paso de la felicidad, corría desesperado a casa, el único paraje en el que estaba seguro de que ella no estaba.

Se pueden interpretar de forma bastante menos misteriosa las palabras de Lilia: simplemente le estaba recordando aquella lejana locución suya sobre el Polvo de Simpatía, le estaba incitando a que dijera más, en ese mismo salón de Arthénice donde ya había hablado. Desde entonces ella le había visto silencioso y adorante, y eso no respondía a las reglas del juego, reguladísimo, de la seducción. Le estaba llamando al orden, diríamos hoy, de su deber mundano. Ea, estábale diciendo, aquella noche no fuisteis tímido, volved a hollar las mismas tablas, yo os aguardo en tal celada. Ni otro reto podríamos esperarnos de una preciosa.

Y en cambio Roberto había comprendido: «Sois tímido, y con todo y eso, hace algunas noches no lo fuisteis, y me…» (me imagino que los celos impedían y alentaban a un tiempo a Roberto a que imaginara la continuación de esa frase). «Por tanto, mañana de nuevo, en la misma escena, en el mismo paraje secreto.»

Es natural que, habiendo tomado su fantasía la senda más espinosa, él hubiera pensado inmediatamente en el cambio de persona, en alguien que se había hecho pasar por él, y en lugar suyo hubiera obtenido de Lilia lo que él habría trocado con la vida. Así pues, volvía a aparecer Ferrante y todos los hilos de su pasado volvían a anudarse. Alter ego maligno, Ferrante habíase introducido también en aquella historia, jugando sobre sus ausencias, sus retrasos, sus salidas anticipadas y, en el momento adecuado, había cosechado el premio de la oración de Roberto sobre el Polvo de Simpatía.

Y mientras se acongojaba, había oído llamar a la puerta. ¡Esperanza, sueño de hombres despiertos! Habíase precipitado a abrir, convencido de verla a ella en el umbral: era, en cambio, un oficial de la guardia del Cardenal, con dos hombres de escolta.

—El señor de la Grive, supongo —había dicho. Y luego presentándose como el capitán de Bar—: Lamento lo que voy a hacer. Vuesa Merced está arrestado, y le ruego que me entregue su espada. Si me sigue Vuesa Merced con buena educación, subiremos como dos buenos amigos al coche que nos espera, y no recibirá merma su vergüenza.

Había dejado entender que no conocía las razones de su arresto, deseando que se tratara de una equivocación. Roberto lo había seguido mudo, formulando el mismo voto, y al final del viaje, pasado con muchas excusas a manos de un guardián adormecido, habíase encontrado en una celda de la Bastilla.

Permaneció allí dos noches gélidas, visitado sólo por pocas ratas (próvida preparación al viaje en el Amarilis) y por un corchete que, a todas las preguntas, respondía que por aquel lugar habían pasado tantos huéspedes ilustres que había cesado de preguntarse por qué llegaban; y si llevaba siete años allí un gran señor como Bassompierre, no era cuestión que Roberto empezara a quejarse a cabo de pocas horas.

Concedidos aquellos dos días para saborear lo peor, la tercera noche había vuelto de Bar, habíale dado modo de lavarse, y habíale anunciado que tenía que comparecer ante el Cardenal. Roberto entendió, por lo menos, que era un prisionero de Estado.

Habían llegado al palacio bien entrada la noche, y ya por el movimiento del portón se adivinaba que era noche de excepción. Las escaleras estaban invadidas por gentes de todas las condiciones que corrían en direcciones opuestas; en una antesala, gentileshombres y hombres de iglesia entraban afanados, remondaban educadamente el pecho contra las paredes hermoseadas por frescos, adoptaban un aire dolorido, y entraban en otra sala, de la que salían fámulos llamando en voz alta a siervos que no se hallaban, y haciendo señas a todos de que guardaran silencio.

En aquella sala fue introducido también Roberto, y vio sólo personas de espaldas que asomábanse a la puerta de otra estancia, de puntillas, sin hacer ruido, como para ver un triste espectáculo. De Bar miró en su derredor buscando a alguien; al fin le hizo un gesto a Roberto de que permaneciera en un rincón, y se alejó.

Otra guardia que estaba intentando hacer salir a muchos de los presentes, con diferentes miramientos según la condición, viendo a Roberto con la barba larga, el vestido deslucido por el arresto, habíale preguntado rudamente qué hacía allá. Roberto había replicado que le aguardaba el Cardenal, y la guardia había contestado que por desventura de todos era el Cardenal el que era aguardado por Alguien mucho más importante.

De todas maneras, lo había dejado donde estaba, y poco a poco, ya que de Bar (ahora el único rostro amigo que le hubiera quedado) no volvía, Roberto se allegó al concurso de gente y, un poco esperando y un poco empujando, alcanzó el umbral de la última habitación.

Allá abajo, en un lecho, apoyado a una gran nevada de almohadas, había visto y reconocido a la sombra de aquel que toda Francia temía y poquísimos amaban. El gran Cardenal estaba rodeado de médicos con trajes oscuros, que más que en él parecían interesarse en su debate, un monacillo secábale los labios, en los que endebles accesos de tos formaban una espuma rojiza, bajo las mantas adivinábase la laboriosa respiración de un cuerpo ya devorado, una mano asomaba de una blusa, aferrando un crucifijo. El monacillo prorrumpió de repente en un sollozo. Richelieu volvió la cabeza con fatiga, intentó una sonrisa y murmuró:

—¿Creías pues que yo era inmortal?

Mientras Roberto se estaba preguntando quién podía haberle convocado al lecho de un moribundo, se armó un gran revuelo a sus espaldas. Algunos susurraron el nombre del párroco de Saint-Eustache, y mientras todos hacían ala entró un cura con su séquito, trayendo el óleo santo.

Roberto sintióse tocar al hombro, y era de Bar:

—Vamos —habíale dicho—, el Cardenal os espera.

Sin entender, Roberto le había seguido a lo largo de un pasillo. De Bar le había introducido en una sala, haciéndole gesto de que siguiera esperando, luego habíase retirado.

La sala era amplia, con un gran globo terráqueo en el centro, y un reloj sobre un mueblecito en un rincón, contra un cortinaje rojo. A la izquierda del cortinaje, debajo de un gran retrato de cuerpo entero de Richelieu, Roberto había divisado por fin a una persona de espaldas, en hábitos cardenalicios, de pie, absorto en escribir sobre un facistol. El purpurado habíase vuelto apenas, de escorzo, haciéndole seña de que se acercara, y, como Roberto lo hiciere, habíase encorvado sobre el plano de escritura, poniendo la mano izquierda en guisa de mampara en las márgenes de la hoja, aunque, a la distancia respetuosa a la que todavía se mantenía, Roberto no habría podido leer nada.

Luego el personaje diose la vuelta, entre un drapear de púrpuras, y estuvo erguido durante algún segundo, casi reproduciendo el ademán del gran retrato que tenía a sus espaldas, la derecha apoyada en el lecturín, la izquierda a la altura del pecho, con la palma melindrosamente hacia arriba. A continuación sentóse en un sitial junto al reloj, se acarició con coquetería los bigotes y la perilla y preguntó:

—¿El señor de la Grive?

El señor de la Grive hasta entonces había estado convencido de que soñaba, en una pesadilla, con ese mismo Cardenal que estaba apagándose una decena de metros más allá, pero ahora lo veía rejuvenecido, con las facciones menos afiladas, como si sobre el pálido rostro aristocrático del retrato alguien hubiera sombreado la tez y redibujado el labio con líneas más marcadas y sinuosas; luego, aquella voz con acento extranjero habíale despertado el antiguo recuerdo de aquel capitán que doce años antes galopaba en medio de las opuestas formaciones en Casal.

Roberto se encontraba ante el Cardenal Mazarino, y entendía que, lentamente, en el curso de la agonía de su protector, el hombre estaba asumiendo sus funciones, y ya el oficial había dicho «el Cardenal», como si otros ya no los hubiere.

Hizo para responder a la primera pregunta, mas daría en la cuenta en breve de que el Cardenal aparentaba preguntar, y en realidad afirmaba, suponiendo que, en cualquier caso, su interlocutor no podía sino asentir.

—Roberto de la Grive —confirmó, en efecto, el Cardenal—, de los señores Pozzo de San Patricio. Conocemos el castillo, como conocemos bien el Montferrato. Tan fértil que podría ser Francia. Vuestro padre, en los días de Casal, se batió con honor, y nos fue más leal que vuestros otros compatriotas.

Decía nos como si en aquella época fuera ya criatura del Rey de Francia.

—También vos en aquella ocasión os condujisteis bravamente, nos fue referido. ¿No creéis que tanto más, y paternalmente, debamos resentimos de que, huésped de este reino, del huésped no hayáis observado los deberes? ¿No sabíais que en este reino las leyes se aplican por igual a los súbditos y a los huéspedes? Naturalmente, naturalmente, no olvidaremos que un gentilhombre es siempre un gentilhombre, cualquiera que sea el delito que haya cometido: gozaréis de los mismos beneficios concedidos a Cinq-Mars, cuya memoria no parecéis execrar como se debería. Moriréis también vos de cuchilla y no de cuerda.

Roberto no podía ignorar un asunto del que hablaba toda Francia. El marqués de Cinq-Mars había intentado convencer al rey de que despidiera a Richelieu, y Richelieu había convencido al rey de que Cinq-Mars conspiraba contra el reino. En Lyon, el condenado había intentado comportarse con jactanciosa dignidad ante el verdugo, pero éste había hecho tan indigno escarnio de su pescuezo que el gentío desdeñado había hecho escarnio del.

Comoquiera que Roberto, aturdido, hiciera ademán de hablar, el Cardenal le previno con un gesto de la mano:

—Ea, San Patricio —dijo, y Roberto argüyó que usaba este nombre para recordarle que era extranjero; y por otra parte, le estaba hablando en francés, mientras habría podido hablarle en italiano—. Habéis sucumbido a los vicios de esta ciudad y de este país. Como suele decir Su Eminencia el Cardenal, la ligereza ordinaria de los franceses les mueve a desear el cambio a causa del tedio que prueban por las cosas presentes. Algunos de estos gentileshombres ligeros, que el rey proveyó a aligerar también de la cabeza, os han seducido con sus propósitos de subversión. Vuestro caso no ha menester que moleste a tribunal alguno. Los Estados, cuya conservación debe sernos extremadamente cara, padecerían breve ruina si en materia de crímenes que tienden a su subversión se requirieran pruebas claras como las requeridas en los casos comunes. Ha dos noches se os vio entreteneros con amigos de Cinq-Mars, que pronunciaron, una vez más, propósitos de alta traición. Quien os vio entre aquesos es digno de crédito, pues habíase introducido allá por orden nuestra.

Y esto basta. Ea pues —previno aburrido—, no os hemos hecho venir aquí para oír protestas de inocencia, por tanto calmaos y escuchad.

Roberto no se tranquilizó, pero sacó algunas conclusiones: en el mismo momento en el que Lilia le tocaba la mano, a él se le veía en otro lugar conjurando contra el Estado. Mazarino estaba tan convencido de ello que la idea se convertía en un hecho. Se susurraba por doquier que la ira de Richelieu todavía no se había sosegado y muchos temían ser elegidos como nuevo ejemplo. Roberto, comoquiera que hubiere sido elegido, estaba perdido en cualquier caso.

Roberto habría podido reflexionar sobre el hecho de que a menudo, no sólo dos noches antes, habíase demorado en alguna conversación a la salida del salón Rambouillet; que no era imposible que entre aquellos interlocutores hubiera habido algún íntimo de Cinq-Mars; que si Mazarino, por alguna razón suya, quería perderle, habríale bastado interpretar de manera maliciosa cualquier frase referida por una espía… Pero naturalmente las reflexiones de Roberto eran otras y confirmaban sus temores: alguien había tomado parte en una reunión sediciosa haciendo alarde tanto de su rostro como de su nombre.

Razón de más para no intentar defensas. Seguíale siendo inexplicable sólo la razón por la cual, si ya estaba condenado, el Cardenal se incomodara de informarle de su suerte. Él no era el destinatario de un mensaje, sino el grifo, la adivinanza misma que otros, aún inciertos sobre la determinación del rey, habrían de descifrar. Esperó en silencio una explicación.

—Ved, San Patricio, que si no estuviéramos ilustrados por la dignidad eclesiástica con la que el Pontífice, y el deseo del Rey, nos honraron hace un año, diríamos que la Providencia guió vuestra imprudencia. Hace tiempo que estábase observándoos, preguntándonos cómo habríamos podido solicitaros un servicio que no teníais ningún deber de prestar. Acogimos vuestro paso falso de tres noches ha como una singular dádiva del Cielo. Agora podríais sernos deudor, y nuestra posición cambia, por no hablar de la vuestra.

—¿Deudor?

—De la vida. Naturalmente, no está en nuestro poder perdonaros, empero está en nuestra facultad interceder. Digamos que podríais substraeros a los rigores de la ley con la fuga. Pasado un año, o incluso más, la memoria del testigo sin duda se habrá confundido, y podrá jurar sin mancilla para su honor que el hombre de tres noches ha no erais vos; y podría apurarse que a esa hora jugabais en otro lugar a biribís con el capitán de Bar. Entonces (no decidimos, notad, presumimos, y podría suceder también lo contrario, mas confiamos estar en lo justo) se os hará justicia plena y se os devolverá incondicionada libertad. Sentaos, os ruego —dijo—. Debo proponeros una misión.

Roberto se sentó:

—¿Una misión?

—Y delicada. En el curso de la cual, no os lo escondemos, tendréis algunas ocasiones de perder la vida. Pero esto es un negocio: se os libra de la certidumbre del verdugo, y se os dejan muchas oportunidades de regresar sano, si sois astuto. Un año de trabajos, digamos, a cambio de una vida entera.

—Eminencia —dijo Roberto, que por lo menos veía disiparse la imagen del verdugo—, por lo que entiendo es inútil que jure, sobre mi honor o sobre la Cruz, que…

—Careceríamos de cristiana piedad si excluyéramos en absoluto que vos sois inocente y nos víctima de un equívoco. Pero el equívoco estaría en tal acuerdo con nuestros designios que no veríamos razón de desenmascararlo. No querréis, con todo eso, insinuar que os estamos proponiendo un trueque deshonesto, como quien dijere o inocente a la cuchilla o reo confeso, y mendazmente, a nuestro servicio…

—Lejos de mí tal intención irrespetuosa, Eminencia.

—Sea pues. Os ofrecemos algún riesgo posible, pero gloria cierta. Y os diremos cómo recayó nuestra mirada sobre vos, sin que antes nos fuera conocida vuestra presencia en París. La ciudad, veis, habla mucho de lo que sucede en los salones, y todo París chismeó hace tiempo de una velada durante la cual brillasteis ante los ojos de muchas damas. Todo París, no os ruboricéis. Aludimos a aquella velada en la que expusisteis con brío las virtudes de un así nombrado Polvo de Simpatía, y de modo (¿es así como se dice en esos lugares, no es verdad?) que a ese argumento las ironías confirieran sal, las paronomasias garbo, las sentencias solemnidad, las hipérboles riqueza, los parangones perspicuidad…

—Oh Eminencia, refería cosas aprendidas…

—Admiro la modestia, pero parece ser que habéis manifestado un buen conocimiento de algunos secretos naturales. Así pues, me sirve un hombre de par sabiduría, que no sea francés, y que sin comprometer a la corona pueda insinuarse en un navío, con partida de Amsterdam, con la intención de descubrir un nuevo secreto, de alguna forma vinculado al uso de ese polvo.

Previno una vez más una objeción de Roberto:

—No temáis, necesitamos que sepáis bien qué buscamos, para que podáis interpretar incluso los signos más inciertos. Os queremos bien adoctrinado sobre el argumento, pues que os vemos ya tan bien dispuesto a complacernos. Tendréis un maestro de talento, y no os dejéis engañar por su corta edad.

Alargó una mano y dio una sacudida a una cuerda. No se oyó sonido alguno pero el gesto debía de haber hecho resonar en otro lugar una campana u otra señal. Eso dedujo Roberto, en una época en la que los grandes señores aún parlaban para llamar a los siervos a grandes voces.

En efecto, a cabo de poco entró con deferencia un mancebo que no demostraba más de veinte años.

—Bien llegado Colbert, ésta es la persona de la que os hablábamos hoy —díjole Mazarino, y luego a Roberto—: Colbert, que se inicia de forma prometedora en los secretos de la administración del Estado, lleva considerando desde tiempo un problema que tiene mucha importancia para el Cardenal de Richelieu, y en consecuencia, para nos. Quizá sepáis, San Patricio, que antes de que el Cardenal tomara el timón de este gran bajel cuyo Luis XIII es el capitán, la marina francesa era nula ante la de nuestros enemigos, tanto en la guerra como en la paz. Ahora podemos estar orgullosos de nuestros arsenales, de la flota de Levante como de la de Poniente, y recordaréis con qué éxito, no ha más de seis meses, el marqués de Brézé pudo formar ante Barcelona cuarenta y cuatro bajeles, catorce galeras, y ya no recuerdo más cuántas otras naos. Hemos asegurado nuestras conquistas en la Nueva Francia, nos hemos asegurado el dominio de La Martinica y de Guadalupe, y de muchas de esas Islas del Perú, como ama decir el Cardenal. Hemos empezado a establecer compañías comerciales, aunque aún sin pleno éxito; desgraciadamente, en las Provincias Unidas, en Inglaterra, Portugal y España no hay familia noble que no tenga a uno de los suyos buscando fortuna en el mar; no así en Francia, para nuestra desventura. Prueba de ello es que sabemos quizá bastante del Nuevo Mundo, pero poco del Novísimo. Enseñad, Colbert, a nuestro amigo cómo se presenta todavía vacía de tierras la otra parte de ese globo.

El joven movió el globo y Mazarino sonrió con melancolía:

—Por desventura, esta extensión de aguas no está vacía a causa de una naturaleza madrastra; está vacía porque sabemos demasiado poco de su generosidad. Y con todo, después del descubrimiento de un derrotero occidental por las Molucas, está en juego, precisamente, este vasto paraje no explorado que se extiende entre la costa oeste del continente americano y las últimas tierras orientales del Asia. Hablamos del océano denominado Pacífico, como quisieron llamarlo los portugueses, en el cual, sin duda, extiéndese la Tierra Incógnita Austral, cuya conócense pocas islas y pocas vagas costas, aunque lo bastante para saberla nodriza de fabulosas riquezas. Y en aquellas aguas corren agora y desde ha tiempo demasiados aventureros que no hablan nuestra lengua. Nuestro amigo Colbert, con lo que yo no considero sólo juvenil antojo, acaricia la idea de una presencia francesa en esos mares. Tanto más cuanto presumimos que el primero en poner pie en una Tierra Austral fue un francés, el señor de Gonneville, y diez y seis años antes de la empresa de Magallanes. No obstante, aquel esforzado gentilhombre, o eclesiástico que fuere, omitió registrar en las cartas de navegación el lugar en el que dio fondo. ¿Podemos pensar que un buen francés fuera tan incauto? No, a buen seguro, es que en aquella época remota no sabía cómo resolver plenamente un problema. Pero este problema, y os asombraréis de saber cuál, permanece un misterio también para nosotros.

Hizo una pausa, y Roberto comprendió que, al conocer tanto el Cardenal como Colbert, si no la solución, por lo menos el nombre del misterio, la pausa era sólo en su honor. Creyó bien representar el papel del espectador fascinado y preguntó:

—¿Y cuál es el misterio, de gracia?

Mazarino miró a Colbert con aire de inteligencia y dijo:

—Es el misterio de las longitudes.

Colbert asintió con gravedad.

—Para la solución de este problema del Punto Fijo —continuó el Cardenal—, ha ya setenta años, Felipe II de España ofrecía una fortuna, y más tarde Felipe III prometía seis mil ducados de renta perpetua y dos mil de vitalicio, y los Estados Generales de Holanda treinta mil florines. Ni nosotros hemos escatimado ayudas en dinero a excelentes astrónomos… A propósito, Colbert, ese doctor Morin, hace ocho años que lo tenemos a la espera…

—Mas Vuestra Eminencia en persona dícese convencido de que ésta de la paralaje lunar es una quimera…

—Sí, pero para sostener su dudosísima hipótesis, ha estudiado eficazmente y criticado las otras. Hagámosle participar en este nuevo proyecto, podría dar luces al señor de San Patricio. Que se le ofrezca una pensión, nada hay como el dinero para estimular las buenas inclinaciones. Si su idea contuviere un grano de verdad, tendríamos la manera de asegurarnos mejor dello y, entre tanto, evitaremos que,

sintiéndose abandonado en la patria, ceda a las instancias de los holandeses. Nos parece que son precisamente los holandeses los que, habiendo visto titubeantes a los españoles, han empezado a tratar con ese Galilei, y nosotros haríamos bien no quedándonos fuera del asunto…

—Eminencia —dijo Colbert vacilante—, le agradará recordar que el tal Galilei murió a principios de este año…

—¿De verdad? Roguemos a Dios que sea dichoso, más de lo que le ha sido dado en vida.

—Y, de todas maneras, también su solución pareció durante largo tiempo definitiva, pero no lo es…

—Nos habéis precedido venturosamente, Colbert. Supongamos que tampoco a la solución de Morin se le dé un ardite. Pues bien, sostengámosle igualmente, hagamos que se vuelva a encender la discusión sobre sus ideas, estimulemos la curiosidad de los holandeses: hagamos de suerte que se deje tentar, y habremos puesto durante algún tiempo a los adversarios sobre una pista falsa. Habrán sido dineros bien gastados en cualquier caso. Pero de esto ya se ha dicho bastante. Seguid, os lo ruego, mientras San Patricio aprende, aprenderemos nos también.

—Vuestra Eminencia hame enseñado todo lo que yo sé —dijo Colbert sonrojándose—, pero su bondad me alienta a empezar. —Al decir así debía de sentirse ya en territorio amigo: levantó la cabeza, que siempre había mantenido gacha, y acercóse con desenvoltura al mapamundi—: Señores, en el océano, donde si acaso se encuentra una tierra no se sabe cuál es, y si se va hacia una tierra conocida es menester proceder durante días y días en medio de la extensión de las aguas, el navegante no tiene otros puntos de referencia además de los astros. Con instrumentos que ya hicieron ilustres a los antiguos astrónomos, de un astro se fija su altura en el horizonte, se deduce su distancia del Zenit y, conociendo la declinación, dado que la distancia zenital más o menos la declinación dan la latitud, se sabe instantáneamente en qué paralelo se encuentra, es decir, cuánto está al norte o al sur de un punto conocido. Me parece claro.

—Al alcance de un niño —dijo Mazarino.

—Debería creerse —siguió Colbert— que igualmente puédase determinar también cuánto está a levante o a poniente del mismo punto, es decir, en qué longitud, o sea, en qué meridiano. Como dice Sacrobosco, el meridiano es un círculo que pasa por los polos de nuestro mundo, y en el Zenit de nuestra cabeza. Y se llama meridiano porque, por doquiera que esté el hombre y en cualquier tiempo del año, cuando el sol alcanza su meridiano, allí será para ese hombre medio día. Por desgracia, por un misterio de la naturaleza, cualquier medio elegido para definir la longitud hase revelado siempre falaz. ¿Qué importa, podría preguntar el profano? Mucho.

Estaba tomando confianza, hizo girar el mapamundi mostrando los contornos de Europa:

—Quince grados de meridiano, aproximadamente, separan París de Praga; poco más de veinte, París de las Canarias. ¿Qué dirían Vuestras Mercedes del comandante de un ejército de tierra que creyera batirse en la Montaña Blanca y en vez de matar protestantes degollara a los doctores de la Sorbona en la Montagne Sainte-Geneviéve?

Mazarino sonrió abriendo las manos, como para hacer votos de que cosas de ese tipo sucedieran sólo en el meridiano justo.

—El drama —siguió Colbert— es que errores de esa magnitud se cometen con los medios que todavía usamos para determinar las longitudes. Y así acaece lo que le acaeció hace casi un siglo a ese español Mendaña, que descubrió las Islas de Salomón, tierras bendecidas por el cielo con los frutos del suelo y el oro del subsuelo. Ese Mendaña fijó la posición de la tierra que había descubierto, y volvió a la patria para anunciar el acontecimiento. En menos de veinte años preparáronsele cuatro galeones para volver allí e instaurar definitivamente el dominio de sus majestades cristianísimas, como dicen allá abajo, ¿y qué sucedió? Mendaña no consiguió volver a encontrar aquella tierra. Los holandeses no permanecieron inactivos, a principios de este siglo constituían su Compañía de las Indias, creaban en Asia la ciudad de Batavia como punto de salida para muchas expediciones hacia levante y tocaban una Nueva Holanda; y otras tierras, probablemente a oriente de las Islas de Salomón, descubrían, entretanto, los piratas ingleses, a los que la Corte de San Jacobo no ha vacilado en otorgar cuartos de nobleza. Pero de las Islas de Salomón nadie volverá a encontrar el rastro, y se comprende que algunos ya se inclinen a considerarlas una leyenda. Legendarias o menos que fueren, Mendaña desde luego las tocó, salvo que fijó propriamente la latitud pero impropriamente la longitud. Y aun si, por ayuda celestial, hubiérala fijado según verdad, los otros navegantes que buscaron esa longitud (y él mismo, en su segundo viaje) no sabían con claridad cuál era la suya. Y es que aunque supiéramos dónde está París, si no consiguiéramos establecer si estamos en España o entre los Persas, bien lo ve, señor, que nos moveríamos como ciegos que guían a otros ciegos.

—Realmente —osó decir Roberto—, a duras penas consigo creer, con todo lo que he oído sobre los avances del saber en este nuestro siglo, que aún sepamos tan poco.

—No le enumero a Vuestra Merced los métodos propuestos, desde el que se basa en los eclipses lunares hasta el que considera las variaciones de la aguja magnética, sobre el cual todavía recientemente se afanó nuestro Le Tellier, por no mencionar el método del loch, sobre el cual tantas garantías ha prometido nuestro Champlain… Todos se han revelado insuficientes, y lo serán hasta que Francia no tenga un observatorio, en el cual someter a prueba tantas hipótesis. Naturalmente, un medio seguro lo hay: tener a bordo un reloj que mantenga la hora del meridiano de París, determinar en el mar la hora del lugar, y deducir por la diferencia la desviación de longitud. Este es el globo en el que vivimos, y pueden ver cómo la sabiduría de los antiguos lo subdividió en trescientos y sesenta grados de longitud, haciendo partir normalmente el cómputo del meridiano que atraviesa la Isla del Hierro en las Canarias. En su carrera celeste, el sol (y que sea él quien se mueve o, como se quiere hoy, la tierra, poco importa para tal fin) recorre en una hora quince grados de longitud, y cuando en París es, como en este momento, media noche, a ciento y ochenta grados del meridiano de París es medio día. Así pues, con tal de que uno sepa a buen seguro que en París los relojes marcan, pongamos, medio día, determina que en el paraje donde se encuentra son las seis de la mañana, calcula la diferencia horaria, traduce cada hora en quince grados, y sabrá que está a noventa grados de París, y por tanto, más o menos, aquí —e hizo girar el globo indicando un punto del continente americano—. Mas si no es difícil determinar la hora del lugar de la observación, es bastante difícil mantener a bordo un reloj que siga marcando la hora justa después de meses de navegación en una nave sacudida por los vientos, cuyo movimiento induce al error incluso a los más ingeniosos de los instrumentos modernos, por no hablar de los relojes de arena y de agua, que para funcionar bien deberían descansar sobre un plano inmóvil.

El Cardenal lo interrumpió:

—No creemos que de momento el señor de San Patricio deba saber más, Colbert. Haréis que reciba otras luces durante el viaje hacia Amsterdam. Después de lo cual no seremos ya nosotros quien le enseñemos, sino él, confiamos, quien nos enseñe a nosotros. En efecto, querido San Patricio, el Cardenal, cuyo ojo ha visto y sigue viendo siempre, esperamos por mucho tiempo, más lejos que el nuestro, había dispuesto desde hace tiempo una red de informadores leales, que debían viajar a los demás países, y frecuentar los puertos, e interrogar a los capitanes que se aprestan o vuelven de un viaje, para saber lo que los demás gobiernos hacen y saben que nosotros no sabemos, pues, y me parece evidente, el Estado que descubriere el secreto de las longitudes, e impidiere que la fama se apropiare del, obtendría una gran ventaja sobre todos los demás. Agora —y aquí Mazarino hizo otra pausa, una vez más acariciándose los bigotes, y uniendo luego las manos como para concentrarse e implorar a un tiempo apoyo del cielo—, agora hemos venido a saber que un médico inglés, el doctor Byrd, ha excogitado un nuevo y prodigioso medio para determinar el meridiano, basado en el uso del Polvo de Simpatía. Cómo, querido San Patricio, no nos lo preguntéis, que yo a duras penas conozco el nombre de este asunto diabólico. Sabemos con seguridad que se trata de este polvo, pero no sabemos nada sobre el método que Byrd pretende seguir, y nuestro informador no está versado, desde luego, en magia natural. Lo que es cierto es que el almirantazgo inglés le ha permitido armar un bajel que deberá arrostrar los mares del Pacífico. El asunto es de tal magnitud que los ingleses no han fiado en presentarlo como navío suyo. Pertenece a un holandés que se finge extravagante y sostiene querer volver a hacer el camino de dos compatriotas suyos, que hace casi veinte y cinco años descubrieron un nuevo paso entre el Atlántico y el Pacífico, allende el Estrecho de Magallanes. Como el costo de la aventura podría dejar sospechar interesados apoyos, el holandés está cargando públicamente mercaderías y buscando pasajeros, como quien se apercibe de hacer frente al gasto. Casi de casualidad estarán también el doctor Byrd y tres ayudantes suyos, que dícense colectores de flora exótica. En verdad, ellos tendrán el control total de la empresa. Y entre los pasajeros estaréis vos, San Patricio, y proveerá a todo nuestro agente de Amsterdam. Seréis un gentilhombre saboyano que, perseguido por un edicto por todas las tierras, considera juicioso desaparecer durante larguísimo tiempo por mar. Como veis, ni siquiera tenéis que mentir. Seréis endebilísimo de salud; y que vos tengáis de verdad una dolencia en los ojos, como nos dicen, es otro toque que perfecciona nuestro designio. Seréis un pasajero que transcurrirá casi todo el propio tiempo en cubierto, con alguna cataplasma sobre el rostro, y por lo demás, no verá más allá de su propia nariz. Pero vagaréis divagando desvagado, y mantendréis en realidad los ojos abiertos, y los oídos bien aguzados. Sabemos que comprendéis el inglés, y fingiréis ignorarlo, de suerte que los enemigos hablen libremente en vuestra presencia. Si alguien a bordo entiende el italiano o el francés, haced preguntas, y recordad lo que os dicen. No despreciéis el comercio con hombres del montón, que por unos maravedís se sacan las entrañas. Pero que la moneda sea poca, que parezca un regalo, y no una recompensa, si no recelarán. No preguntaréis jamás de manera directa, y después de haber preguntado hoy, con palabras diferentes volveréis a hacer la misma pregunta mañana, de suerte que si ese tal antes mintió, sea movido a contradecirse: los hombres de poco se olvidan de los embustes que han dicho, e inventan opuestos el día siguiente. Por lo demás, reconoceréis a los embusteros: mientras se ríen forman como dos hoyuelos en las mejillas, y llevan uñas muy cortas; e igualmente guardaos de los de baja estatura, que dicen falacias por vanidad. En cualquier caso, que vuestros diálogos con ellos sean breves, y no hagáis la impresión de obtener satisfacción: la persona con la que deberéis hablar de verdad es el doctor Byrd, y será natural que intentéis hacerlo con el único que os es igual por educación. Es hombre de doctrina, hablará francés, acaso italiano, sin duda latín. Vos estáis enfermo, y le pediréis consejo y alivio. No haréis como aquellos que comen moras o tierra roja pretendiendo escupir sangre, sino que haréis que os observe el pulso después de cenar, que siempre a esa hora parece que uno tiene fiebre, y le diréis que nunca pegáis ojo de noche; esto justificará el que podáis ser sorprendido en alguna parte y bien despierto, lo que deberá suceder si sus experiencias se hacen con las estrellas. Aqueste Byrd debe de ser un obseso, como por lo demás todos los hombres de ciencia: que se os ocurran ideas peregrinas y habladle dellas, como si le confiarais un secreto, de suerte que él tienda a hablar desa peregrina idea que es su secreto. Mostraos interesado, pero simulando entender poco o nada, para que él os lo cuente mejor una segunda vez. Repetid lo que ha dicho como si hubierais entendido, y cometed errores, así que, por vanidad, tienda a corregiros, explicando con toda suerte de detalles aquello sobre lo que debería callar. No afirméis jamás, aludid siempre: las alusiones se lanzan para sondar los ánimos, e investigar los corazones. Deberéis inspirarle confianza: si se ríe a menudo, reíd con él, si es bilioso, comportaos como bilioso, pero admirad siempre su saber. Si es colérico y os ofende, soportad la ofensa, que bien sabéis que habéis empezado a castigarlo aun antes de que os ofendiera. En la mar los días son largos y las noches no tienen fin, y no hay nada que consuele del aburrimiento a un inglés como muchos jarros de aquesa cerveza de la que los holandeses apercíbense siempre en sus bodegas. Os fingiréis devoto desa bebida e incitaréis a vuestro nuevo amigo a que trasiegue más que vos. Un día podría entrarle algún recelo, y hacer registrar vuestro camarote. Por eso no pondréis ninguna observación por escrito, pero podréis llevar un diario en el que hablaréis de vuestra mala fortuna, o de la Virgen y de los Santos o de la amada que desesperáis volver a ver; y que en ese diario aparezcan anotaciones sobre las cualidades del doctor, elogiado como único amigo que habéis encontrado a bordo. Del no aleguéis frases que conciernan a nuestro objeto, sino sólo observaciones sentenciosas, no importa cuáles: por desabridas que sean, si las ha sentenciado, no las consideraba tales, y os quedará agradecido de haberlas recordado. En definitiva, no estamos aquí para proponeros un breviario del buen informador secreto: no son cosas en las que esté versado un hombre de iglesia. Fiad en vuestro estro, sed astutamente cauto y cautelosamente astuto, haced que la agudeza de vuestra mirada sea inversa a su fama y proporcional a vuestra prontitud.

Mazarino se levantó, para hacer comprender al huésped que el coloquio había finalizado, y para dominarle un instante antes de que él se levantara.

—Seguiréis a Colbert. Os dará otras instrucciones y os encomendará a las personas que os conducirán a Amsterdam para el embarco. Id y buena suerte.

Iban a salir cuando el Cardenal volvió a llamarlos:

—Ah, olvidábasenos, San Patricio. Habréis comprendido que de aquí al embarco seréis seguido paso a paso, pero os preguntaréis cómo es que no tememos que después, a la primera escala, no sintáis la tentación de poner tierra en medio. No lo tememos porque no os conviene. No podríais volver aquí, donde seríais siempre un bandido, o exiliaros en alguna tierra allá abajo, con el temor constante de que nuestros agentes os encontraran. En ambos casos, deberíais renunciar a vuestro nombre y a vuestro estado. No se nos ocurre ni siquiera la sospecha de que un hombre de vuestra calidad pueda venderse a los ingleses. ¿Qué venderíais, además? El ser vos una espía es un secreto que, para venderlo, deberíais ya revelarlo, y una vez revelado no valdría ya nada, sino una puñalada. En cambio, volviendo, con indicios incluso modestos, tendréis derecho a nuestra gratitud. Haríamos mal en licenciar a un hombre que habrá demostrado saber afrontar bien una misión tan difícil. El resto dependerá de vos. La gracia de los grandes, una vez adquirida, debe tratarse con cuidado, para no perderla, y alimentarse con servicios, para así perpetuarse: decidiréis entonces si vuestra lealtad hacia Francia será de tal especie que os aconseje dedicar vuestro futuro a su rey. Dicen que hales acaecido a otros, nacer en otro lugar y hacer fortuna en París.

El Cardenal estaba proponiéndose como modelo de lealtad premiada. Pero para Roberto, sin duda, en ese momento, no era una cuestión de recompensas. El Cardenal habíale hecho vislumbrar una aventura, nuevos horizontes, y habíale infundido una sabiduría del vivir cuya ignorancia, quizá, le había hurtado hasta entonces la consideración ajena. Quizá era un bien aceptar la invitación de la suerte, que lo alejaba de sus penas. En cuanto a la otra invitación, la de tres noches antes, todo habíasele aclarado mientras el cardenal empezaba su discurso. Si Otro había tomado parte en una conjura, y todos creían que era él, Otro sin duda había conjurado para inspirarle a Ella la frase que lo había torturado de regocijo y enamorado de celos. Demasiados Otros, entre él y la realidad. Y entonces, tanto mejor aislarse en los mares, donde habría podido poseer a la amada de la única manera que le era concedido. Al fin, la perfección del amor no es ser amado, sino ser Amante.

Hincó una rodilla y dijo:

—Eminencia, soy vuestro.

O, por lo menos, así quisiera yo, pues no me parece comedido hacerle dar un salvoconducto que recite «C’est par mon ordre et pour le bien de l’état que le porteur du présent a fait ce qu’il a fait».