DISCURSO SOBRE EL POLVO DE SIMPATÍA
¿Cómo se había metido en aquella maraña?
Roberto deja vislumbrar muy poco sobre los años que pasaron entre su retorno a la Griva y su ingreso en la sociedad parisina. Por alusiones sueltas, se deduce que se quedó asistiendo a la madre, hasta el umbral de sus veinte años, discutiendo de mala gana con los capataces de siembras y cosechas. En cuanto la madre hubo seguido al marido a la tumba, Roberto se descubrió extraño a ese mundo. Debería haber encomendado entonces el feudo a un pariente, asegurándose una sólida renta, y haber corrido el mundo.
Había mantenido relaciones epistolares con alguno de los conocidos en Casal, quedando aguijoneado por ampliar sus conocimientos. No sé cómo llegó a Aix-en-Provence, pero sin duda estuvo allí, visto que recuerda con gratitud dos años pasados junto a un gentilhombre del lugar, versado en todas las ciencias, con una rica biblioteca no sólo de libros sino de objetos de arte, monumentos antiguos y animales embalsamados. En casa de su anfitrión de Aix es donde debe de haber conocido a ese maestro, que cita siempre con devoto respeto como el Canónigo de Digne, y a veces como le doux prétre. Fue con sus cartas de creencia con las que, en fecha no precisada, había afrontado por fin París.
Aquí había entrado inmediatamente en trato con los amigos del Canónigo, y habíale sido concedido frecuentar uno de los lugares más señalados de la ciudad. Cita a menudo un gabinete de los hermanos Dupuy, y lo recuerda como un lugar en el que su mente cada tarde abríase cada vez más, en comunicación con hombres de saber. Pero hallo también mención de otros gabinetes que visitaba en aquellos años, ricos de colecciones de medallas, cuchillos de Turquía, piedras de ágata, rarezas matemáticas, conchas de las Indias…
En qué encrucijada vagaba en el risueño abril (o quizá mayo) de su edad, dícennoslo las citas frecuentes de enseñanzas que a nosotros nos parecen disonantes. Pasaba los días aprendiendo del Canónigo cómo se podía concebir un mundo hecho de átomos, conforme al magisterio de Epicuro, y no obstante, querido y gobernado por la providencia divina; pero, inducido por su mismo amor por Epicuro, pasaba las veladas con amigos que epicúreos se decían, y sabían alternar las discusiones sobre la eternidad del mundo con la compañía de bellas señoras de pequeña virtud.
Cita repetidamente una banda de amigos desenfadados que, con todo, no ignoraban a los veinte años lo que los demás se preciarían de saber a los cincuenta, Linières, Chapelle, Dassoucy, sofo y poeta que corría el mundo con el laúd en bandolera, Poquelin, que traducía a Lucrecio pero soñaba con llegar a ser autor de comedias bufas, Hércules Saviniano, que se había batido valerosamente en el asedio de Arras, componía declaraciones de amor para amantes de fantasía y hacía gala de intimidad afectuosa con jóvenes gentiles-hombres, de los cuales jactábase de haber ganado el mal italiano; y, al mismo tiempo, mofaba de un compañero de bacanales «qui se plasoit á l’amour des masles», y decía burlón que era menester disculparlo por su recato, que le llevaba a esconderse siempre tras la espalda de sus amigos.
Sintiéndose acogido en una sociedad de espíritus fuertes, se convertía, si no en sabio, en menospreciador de la insipiencia, que reconocía tanto en los gentileshombres de corte como en ciertos burgueses enriquecidos que tenían bien expuestas cajas vacías encuadernadas con cordobanes levantinos, y los nombres de los mejores autores estampados en oro en el lomo.
En definitiva, Roberto había entrado en el círculo de aquellas honnêtes gens que, aunque no procedían de la nobleza de la sangre, sino de la noblesse de robe, constituían la sal de aquel mundo. Pero era joven, anhelante de nuevas experiencias y, a pesar de sus frecuentaciones eruditas y las correrías libertinas, no había permanecido insensible a la fascinación de la nobleza.
Durante largo tiempo, había admirado desde fuera, paseando a la caída de la tarde por la calle Saint-Thomas del Louvre, el palacio Rambouillet, con su hermosa fachada modulada por cornisas, frisos, arquitrabes y pilares, en un juego de ladrillos rojos, piedra blanca y pizarra oscura.
Miraba las ventanas iluminadas, veía entrar a los huéspedes, imaginaba la belleza ya famosa del jardín interior, figurábase los aposentos de aquella pequeña corte que todo París celebraba, instituida por una mujer de gusto que había considerado poco exquisita la otra corte, sometida al capricho de un rey incapaz de apreciar las finezas del espíritu.
Por fin, Roberto había intuido que como cisalpino habría gozado de un cierto crédito en la casa de una señora nacida de madre romana, de una prosapia más antigua que la misma Roma, que se remontaba a una familia de Alba Longa. No era azar el que, unos quince años antes, huésped de honor en esa casa, el caballero Marino hubiérales enseñado a los franceses las vías de la nueva poesía, destinada a deslucir el arte de los antiguos.
Había conseguido hacerse acoger en aquel templo de la elegancia y del intelecto, de gentileshombres y précieuses (como íbase diciendo entonces), doctos sin pedantería, galantes sin libertinaje, jocosos sin vulgaridad, puristas sin ridiculez. Roberto se encontraba a su espacio en esa compañía: parecíale que se le permitía respirar el ambiente de la gran ciudad y de la corte sin tener que plegarse a los dictados de prudencia que habíanle sido conculcados en Casal por el señor de Salazar. No se le pedía que se uniformara a la voluntad de un poderoso, sino que ostentara su diversidad. No que simulara, sino que se midiera —aun siguiendo algunas reglas de buen gusto— con personajes mejores que él. No se le pedía que demostrara cortesanería, sino audacia, que exhibiera sus habilidades en la buena y educada conversación, y que supiera decir con levedad pensamientos profundos… No se sentía un siervo sino un duelista, al que se le reclamaba un denuedo cabalmente mental.
Estábase educando para eludir la afectación, para usar en todas las cosas la habilidad de esconder el arte y la fatiga, de suerte que lo que hacía o decía pareciera un don espontáneo, intentando convertirse en maestro de aquello que en Italia llamaban sprezzata disinvoltura y en España, despejo.
Acostumbrado a los espacios de la Griva, fragrantes de espliego, entrando en el hotel de Arthénice, Roberto movíase ahora entre gabinetes en los que aleaba siempre el perfume de un sinnúmero de corbeilles, como si fuera siempre primavera. Las pocas moradas gentilicias que había conocido estaban hechas de habitaciones sacrificadas por una escalera central; en la de Arthénice, las escaleras habían sido colocadas en un ángulo del fondo del patio, para que todo lo demás fuera una sola fuga de salas y gabinetes, con puertas y ventanas altas, una enfrente de la otra; los aposentos no eran todos hastiosamente rojos, o color cuero curtido, sino de varios colores, y la Chambre Bleue de la Anfitriona tenía tejidos de ese color en la pared, ornados de oro y plata.
Arthénice recibía a los amigos recostada en su aposento, entre mamparas y juegos de gruesos tapices para proteger a los huéspedes del frío: ella no podía soportar ni la luz del sol ni el ardor de los braseros. El fuego y la luz diurna recalentábanle la sangre en las venas y le ocasionaban la pérdida de los sentidos. Una vez, habían olvidado un brasero bajo su lecho, y había contraído una erisipela. Tenía en común con ciertas flores el que, para conservar su frescura, no quieren estar ni siempre a la luz ni siempre a la sombra, y necesitan que los jardineros les procuren una estación particular. Umbrátil, Arthénice recibía en la cama, las piernas en un saco de piel de oso, y se arrebujaba con tantos gorros de noche que decía con agudeza que volvíase sorda por San Martín y reconquistaba el oído en Pascua.
Con eso y todo, aunque ya no joven, aquella Anfitriona era el retrato mismo de la gracia; grande y bien hecha, las facciones del rostro admirables. No podía describirse la luz de sus ojos, que no movía a pensamientos descorteses sino que inspiraba un amor entreverado a temor, purificando los corazones que había encendido.
En aquellas salas, la Anfitriona dirigía, sin imponerse, discursos sobre la amistad o sobre el amor, pero tocábanse con la misma levedad cuestiones de moral, de política, de filosofía. Roberto descubría las virtudes del otro sexo en sus expresiones más suaves, adorando a distancia inaccesibles princesas, la bella Mademoiselle Paulet llamada «la Lionne» por su fiera cabellera, y damas que a la belleza sabían unir ese espíritu que las Academias vetustas reconocían sólo a los hombres.
A cabo de algunos años de aquella escuela, estaba preparado para encontrar a la Señora.
La primera vez que la vio fue una tarde en la que se le apareció con vestiduras oscuras, velada como una luna púdica que se escondiera tras el raso de las nubes. Le bruit, esa única forma que en la sociedad parisina ocupaba lugar de verdad, díjole de ella cosas contrastantes, que sufría una cruel viudez mas no de un marido, sino de un amante, y que hacía alarde de aquella pérdida para remachar su soberanía sobre el bien perdido. Alguien habíale susurrado que escondía el rostro porque era una bellísima Egipcia, llegada de Morea.
Fuere cual fuere la verdad, con el solo movimiento de su vestidura, con el acercarse leve de sus pasos, con el misterio de su rostro celado, el corazón de Roberto fue suyo. Iluminábase de aquellas tinieblas radiantes, imaginábala alborado pájaro de la noche, vibraba con el prodigio por el cual la luz se hacía sombría y la oscuridad fúlgida, la tinta leche, el ébano marfil. El ónix centelleaba en sus cabellos, el tejido ligero, que descubría encubriendo los perfiles de su rostro y de su cuerpo, tenía la misma argentina refulgencia que las estrellas.
Pero de repente, y aquella misma velada del primer encuentro, el velo habíasele caído por un instante de la frente y había podido vislumbrar bajo aquella hoz de luna el luminoso abismo de sus ojos. Dos corazones amantes mirándose dicen más cosas de las que dirían en un día todas las lenguas de este universo, habíase ufanado Roberto, seguro de que ella lo había mirado, y que mirándolo lo había visto. Y regresado a casa, habíale escrito.
Señora:
El fuego en el que habéisme abrasado espira tan grácil humo que no podréis negar haber sido ofuscada, alegando aquesos ennegrecidos vapores. La sola potencia de vuestra mirada hame arrebatado de las manos las armas del orgullo y hame llevado a implorar que pidáis mi vida. ¡Cuánto he prestado yo mismo ayuda a vuestra victoria, yo, que empecé a combatir como quien quiere ser vencido; yo, que ofrecía vuestra acometida la parte más inerme de mi cuerpo: un corazón que ya lloraba lágrimas de sangre, prueba de que vos habíais privado ya de agua mi casa, para hacerla presa del incendio que vuestra si breve atención prendió!
Había encontrado la carta tan espléndidamente inspirada en los dictámenes de la máquina aristotélica del padre Emanuel, tan adecuada para revelarle a la Señora la naturaleza de la única persona capaz de tanta ternura, que no consideró indispensable firmarla. No sabía todavía que las preciosas coleccionaban cartas de amor como encajes y herretes, más curiosas de sus conceptos que de su autor.
No tuvo en las semanas y en los meses siguientes ninguna señal de respuesta. La Señora, mientras tanto, había abandonado primeramente las vestiduras oscuras, luego el velo, y habíasele aparecido al fin en el candor de su piel no moruna, en su rubia cabellera, en el triunfo de sus niñas ya no fugaces, ventanas de la Aurora.
Pero ahora que podía cruzar libremente sus miradas, sabía que las interceptaba mientras dedicábanse a otros; extasiábase con la música de palabras que no le estaban dirigidas. No podía vivir sino en su luz, pero estaba condenado a permanecer en el cono opaco de otro cuerpo que absorbía sus rayos.
Una noche había aferrado su nombre, oyendo que alguien la llamaba Lilia; era sin duda su nombre precioso de preciosa, y sabía bien que esos nombres conferíanse por juego: la marquesa misma había sido llamada Arthénice anagramando su verdadero nombre, Cathérine, mas decíase que los maestros de aquella ars combinatoria, Racan y Malherbe, habían excogitado también Éracinthe y Carinthée. Y sin embargo, consideró que Lilia y no otro nombre podía darse a su Señora, verdaderamente lilial en su perfumada blancura.
Desde ese momento, la Señora fue para él Lilia, y como Lilia dedicábale amorosos versos, que luego destruía inmediatamente temiendo que fueran desiguales homenajes: ¡Huyendo vas Lilia de mí, / oh tú, cuyo nombre ahora /y siempre es hermosa flor /fragrantísimo esplendor / del cabello de la Aurora!… Pero no le hablaba, sino con la mirada, lleno de litigioso amor, pues que más se ama y más se es propenso al rencor, experimentando calofríos de fuego frío excitado por flaca salud, con el ánimo jovial como pluma de plomo, arrollado por aquellos queridos efectos de amor sin afecto; y seguía escribiendo cartas que enviaba sin firma a la Señora, y versos para Lilia, que guardaba celosamente para sí y releía cada día.
Escribiendo (y no enviando) Lilia, Lilia, vida mía / ¿adonde estás? ¿A dó ascondes / de mi vista tu belleza? / ¿O por qué no, di, respondes/ a la voz de mi tristeza?, multiplicaba sus presencias. Siguiéndola de noche, mientras volvía a casa con su doncella (Voy siguiendo ¡a fuerza de mi hado / por este campo estéril y ascondido…), había descubierto dónde vivía. Acechaba en los aledaños de aquella casa a la hora del paseo diurno, y poníase a la zaga cuando salía. A cabo de algunos meses podía repetir de memoria el día y la hora en que ella había mudado el peinado de sus cabellos (poetizando de aquellos amados lazos del alma, que erraban sobre la cándida frente como lascivas serpezuelas) y recordaba ese mágico abril en el que ella había estrenado una mantellina color retama, que le confería un paso espigado de pájaro solar, mientras caminaba al primer aire de primavera.
A veces, después de haberla seguido como una espía, volvía sobre sus pasos a la carrera, dando la vuelta a la manzana, y aflojaba el paso sólo al doblar la esquina, en la cual, como por azar, habríasela encontrado de frente; entonces cruzábase con ella con un trépido saludo. Ella le sonreía discreta, sorprendida por aquel caso, y otorgábale un gesto fugitivo, como exigían las conveniencias. Él se quedaba en medio de la calle como una estatua de sal, salpicado de agua por las carrozas de paso, postrado por aquella batalla de amor.
En el transcurso de muchos meses, Roberto había conseguido producir cinco, cinco de aquellas victorias: consumíase con cada una como si fuera la primera y la postrera, y convencíase de que, frecuentes como habían sido, no podían ser efecto de la fortuna, y que quizá no él, sino ella, había instruido el azar.
Romeo de esta fugitiva tierrasanta, enamorado voluble, quería ser el viento que le agitaba los cabellos, el agua matutina que le besaba el cuerpo, la camisola que la regalaba de noche, el libro que ella acariciaba de día, el guante que le entibiaba la mano, el espejo que podía admirarla en cualquier pose… Una vez, supo que habíanle regalado una ardilla, y se soñó animalillo curioso que, bajo sus caricias, le insinuaba el hociquito inocente entre los virginales pechos, mientras con la cola le acariciaba la mejilla.
Turbábase por el atrevimiento al que el ardor lo empujaba, traducía imprudencia y remordimiento en versos intranquilos, luego se decía que un hombre de bien puede estar enamorado como un loco, mas no como un necio. Sólo dando prueba de espíritu en la Chambre Bleue se habría jugado su destino de amante. Novicio de aquellos ritos afables, había entendido que se conquista a una preciosa sólo con la palabra. Escuchaba entonces los discursos de los salones, en los que los gentileshombres se empeñaban como en un torneo, pero todavía no se sentía preparado.
Fue el trato con los doctos del gabinete Dupuy el que le sugirió cómo los principios de la nueva ciencia, aún ignorados en sociedad, podían convertirse en símiles de movimientos del corazón. Y fue el encuentro con el señor D’Igby el que le inspiró el discurso que le habría llevado a la perdición.
El señor D’Igby, o por lo menos así le llamaban en París, era un inglés que había conocido primero en casa de los Dupuy, y luego encontrado una tarde en un salón.
No habían transcurrido tres lustros desde que el duque de Bouquinquant demostrara que un inglés podía tener le roman en teste y ser capaz de amables locuras: habíanle dicho que tenía Francia una reina bella y altanera, y a ese sueño había dedicado la vida, hasta morir por él, viviendo durante largo tiempo sobre un navío en el que había erigido un altar para la amada. Cuando se supo que D’Igby, y precisamente por orden de Bouquinquant, una docena de años antes había tomado parte en la guerra de corso contra España, el universo de las preciosas lo había encontrado encantador.
Por lo que respecta al círculo de los Dupuy, los ingleses no eran populares: identificábaselos con personajes como Robertus a Fluctibus, Medicinae Doctor, Eques Auratus y Armígero Oxoniense, con tra el cual habíanse redactado varios libelos, desaprobando su excesiva confianza en las operaciones ocultas de la naturaleza. Pero se recibía en la misma tertulia a un eclesiástico espiritado como al señor Gaffarel, que en cuanto a creer en curiosidades inauditas no cedía la mano a ningún británico, y D’Igby, por otra parte, habíase revelado, en cambio, capaz de discutir con gran doctrina sobre la necesidad del Vacío; y en un grupo de filósofos naturales que tenían en horror a quien tuviera horror del Vacío.
Si acaso, su crédito había recibido un golpe entre algunas nobles señoras, a las que había recomendado un afeite de su invención, que a una dama habíale procurado unas verrugas, y alguien había murmurado que, víctima de una cocción suya de víboras, había muerto, precisamente algunos años antes, la amada esposa Venicia. Eran sin duda habladurías de envidiosos, tocados por ciertos discursos sobre otros remedios suyos para la piedra, compuestos de líquido de estiércol de vaca y liebres degolladas por perros. Discursos que no podían obtener gran aplauso en corrillos en los que estaban eligiéndose esmeradamente, para los discursos de las señoras, palabras que no contuvieran sílabas con sonido ni siquiera vagamente obsceno.
D’Igby, una tarde, en un salón, había citado algunos versos de un poeta de sus tierras:
Nuestras almas,
Si dos han de ser,
Entonces como firmes compases gemelos
Sean: alma, el fijo pie,
Sin mostrar intención de moverse,
Mas si el otro avanza, le acompaña.
Y aunque en el centro se pose
Cuando aquél lejos vague,
Con atención escuchará,
y se inclinará y crecerá
Erguido cuando a casa
El otro vuelva.
Así quiero que seas conmigo,
Quien, como el otro pie, correr
Oblicuo debe; tu firmeza
Traza mi círculo exacto
Y fin me hace ser Donde comencé.
Roberto había escuchado mirando fijamente a Lilia, que le daba la espalda, y había decidido que de Ella habría sido para la eternidad el otro pie del compás, y que era necesario aprender el inglés para leer otras cosas de aquel poeta, que tan bien interpretaba sus tremores. En aquellos tiempos, nadie en París hubiera querido aprender una lengua tan bárbara; acompañando a D’Igby a su posada, Roberto comprendió que éste experimentaba dificultades para expresarse en buen italiano, aun habiendo viajado por la Península, y sentíase humillado por no controlar suficientemente un idioma indispensable a todo hombre educado. Habían decidido frecuentarse y hacerse mutuamente facundos en sus propias lenguas de origen.
Así había nacido una sólida amistad entre Roberto y este hombre, que se había revelado rico de conocimientos médicos y naturales.
Había tenido una infancia terrible. Su padre había estado implicado en la Conspiración de la Pólvora, y había sido ajusticiado. Coincidencia no corriente, o quizá consecuencia justificada por insondables movimientos del alma, D’Igby habría dedicado su vida a la meditación sobre otro polvo. Había viajado mucho, primero ocho años por España, luego tres por Italia, donde, otra coincidencia, había conocido al preceptor carmelita de Roberto.
D’Igby era también, como querían sus transcursos de corsario, buen espadachín, y en pocos días habríase divertido en jugar de esgrima con Roberto. Estaba aquel día con ellos también un mosquetero, que había empezado a medirse con un alférez de la compañía de los cadetes; tirábase sin intención seria, y los esgrimidores estaban muy atentos, empero, en un determinado momento, el mosquetero había intentado una treta de aviso con demasiado ímpetu, obligando al adversario a defenderse con una sagita, y había sido herido en el brazo, de forma harto fea.
Inmediatamente habíale vendado D’Igby con una de sus ligas, para mantener cerradas las venas, mas a cabo de pocos días la herida amenazaba gangrenarse, y el cirujano decía que era preciso cortar el brazo.
Había sido entonces cuando D’Igby había ofrecido sus servicios, advirtiendo, con todo, que habrían podido considerarle un embaucador, y rogando a todos que le otorgaran su confianza. El mosquetero, que ya no sabía a qué santo acogerse, había respondido con un refrán español:
—Hágase el milagro, y hágalo el diablo.
D’Igby le pidió pues algún trozo de tela donde hubiere sangre de la herida, y el mosquetero le dio un paño que lo había protegido hasta el día de antes. D’Igby habíase hecho traer una palangana de agua y había vertido en ella polvo de vitriolo, diluyéndolo rápidamente. Luego había metido el paño en la bacía. De improviso, el mosquetero, que en el ínterin habíase distraído, se estremeció aferrándose el brazo herido; y dijo que de golpe habíale cesado la comezón, y advertía incluso una sensación de frescura en la llaga.
—Bien —había dicho D’Igby—, agora no ha Vuestra Merced sino de mantener la herida limpia, lavándola cada día con agua y sal, de suerte que pueda recibir la adecuada influencia. Yo expondré esta palangana, de día en la ventana, y de noche en el rincón del hogar, así que se mantenga siempre a una temperatura moderada.
Como quiera que Roberto atribuía la inesperada mejoría a alguna otra causa, D’Igby con una sonrisa de inteligencia había tomado el paño y lo había secado en la chimenea, e inmediatamente el mosquetero había vuelto a quejarse, de suerte que fue menester volver a mojar el paño en la solución.
La herida del mosquetero había sanado a cabo de una semana.
Creo que, en una época en la que las desinfecciones eran someras, el mero hecho de lavar cada día la herida era ya una causa suficiente de curación, pero no se puede censurar a Roberto si pasó los días siguientes interrogando al amigo sobre aquella cura, que además recordábale la hazaña del carmelita, a la que había asistido en su infancia. Salvo que el carmelita había aplicado el polvo sobre el arma que había provocado el daño.
—En efecto —había contestado D’Igby—, la disputa sobre el unguentum armarium dura desde ha mucho, y el primero que habló dello fue el gran Paracelso. Muchos usan una pasta grasa, y estiman que su acción se ejerce mejor sobre el arma. Empero, como vos entendéis, arma que ha herido o paño que ha vendado son la misma cosa, pues que el preparado debe aplicarse allá donde haya rastros de sangre del herido. Muchos, viendo tratar el arma para curar los efectos del golpe, han pensado en una operación de magia, ¡mientras que mi Polvo de Simpatía tiene sus propios fundamentos en las operaciones de la naturaleza!
—¿Por qué Polvo de Simpatía?
—También aquí el nombre podría mover a engaño. Muchos han hablado de una conformidad o simpatía que vincularía entre ellas las cosas. Agripa dice que para suscitar el poder de una estrella será preciso referirse a las cosas que le son semejantes y que entonces reciben su influencia. Y llama simpatía a esta atracción mutua de las cosas entre sí. Como con la brea, con el azufre o con el aceite prepárase la madera para recibir a la llama, así, empleando cosas conformes a la operación y a la estrella, un beneficio particular se reverbera sobre la materia justamente dispuesta por medio del alma del mundo. Para influir sobre el sol habría que actuar, pues, sobre el oro, solar por naturaleza, y sobre aquellas plantas que se dirigen hacia el sol, o que pliegan, o cierran sus hojas en el ocaso para volverlas a abrir al alba, como el loto, la peonía, la celidonia. Pero éstas son consejas, no basta una analogía de este tipo para explicar las operaciones de la naturaleza.
D’Igby había hecho partícipe a Roberto de su secreto. El orbe, es decir, la esfera del aire, está llena de luz, y la luz es una substancia material y corpórea; noción que Roberto había acogido bien, pues en el gabinete Dupuy había oído que también la luz no era sino polvo finísimo de átomos.
—Es evidente que la luz —decía D’Igby—, saliendo incesantemente del sol y arrojándose a gran velocidad en líneas rectas por doquier, donde encuentra algún obstáculo en su camino por la oposición de cuerpos sólidos y opacos, refléjase ad angulos aequales, y torna a tomar otro curso, hasta que se desvía hacia otro lado por el encuentro con otro cuerpo sólido, y así sigue hasta que se apaga. Como en el juego de la pelota, donde la bola empujada contra una pared rebota de ésta contra la pared de enfrente, y a menudo lleva a término todo un circuito, volviendo al punto del cual había salido. Ahora bien, ¿qué acontece cuando la luz cae sobre un cuerpo? Los rayos rebotan desprendiendo algunos átomos del cuerpo, pequeñas partículas, así como la pelota podría llevar consigo parte del enlucido fresco de la pared. Y pues estos átomos están formados por los cuatro Elementos, la luz con su calor incorpora las partes viscosas, y transpórtalas lejos. Prueba dello es que si intentáis secar un paño húmedo en el fuego veréis que los rayos que el paño refleja llevan consigo una especie de niebla acuosa. Estos átomos vagantes son como unos caballeros sobre corceles alados que van por el espacio hasta que el sol, en el ocaso, retira sus Pegasos y los deja sin cabalgadura. Y entonces tornan a precipitarse en masa hacia la tierra de la que proceden. Pero estos fenómenos no suceden sólo con la luz, sino también, por ejemplo, con el viento, que no es sino un gran río de átomos consímiles, atraídos por los cuerpos sólidos terrestres…
—Y el humo —sugirió Roberto.
—Desde luego. En Londres se obtiene el fuego del carbón de piedra que procede de Escocia, que contiene una gran cantidad de sal volátil muy agria; esta sal transportada por el humo se dispersa en el aire, arruinando los muros, los lechos y los muebles de color claro. Cuando se mantiene cerrado un aposento durante algunos meses, después encuéntrase en él un polvo negro que recubre todas las cosas, así como se ve uno blanco en los molinos y en las panaderías de los horneros. Y en primavera todas las flores aparecen sucias de grasa.
—¿Mas cómo es posible que tantos corpúsculos se dispersen por el aire, y el cuerpo que los emana no se resienta de mengua alguna?
—Hay quizá mengua, y lo advertiréis cuando hagáis evaporar agua, pero con relación a los cuerpos sólidos no damos en la cuenta, como no damos en la cuenta con el almizcle o con otras substancias fragantes. Cualquier cuerpo, por pequeño que sea, puede dividirse en nueve partes, sin llegar nunca al final de su división. Considerad la sutilidad de los corpúsculos que se sueltan de un cuerpo vivo, gracias a los cuales nuestros perros ingleses, guiados por el olfato, son capaces de seguir la pista de un animal. ¿Acaso la zorra, al final de su carrera, nos parece más pequeña? Ahora bien, precisamente en virtud de tales corpúsculos, verifícanse los fenómenos de atracción que algunos celebran como Acción a Distancia, que a distancia no es, y por tanto no es magia, sino que se da por el continuo comercio de átomos. Y así acontece con la atracción por succión, como la del agua o el vino mediante una cantimplora, con la atracción de la imán sobre el hierro, o la atracción por filtración, como cuando ponéis una tira de algodón en un vaso lleno de agua, dejando colgar fuera del vaso buena parte de la tira, y veis el agua subir por encima del borde y gotear en el suelo. Y la última atracción es la que tiene lugar por trámite del fuego, que atrae el ambiente circundante con todos los corpúsculos que turbinan en él: el fuego, actuando según el propio natural, arrastra consigo al aire que le está en derredor, como el agua de un río arrastra el lodo de su lecho. Y dado que el aire es húmedo y el fuego enjuto, he aquí que se unen el uno al otro. Luego, para ocupar el lugar del aire que el fuego hase llevado, es menester que llegue otro aire de las cercanías, si no, se crearía el vacío.
—¿Negáis entonces el vacío?
—En absoluto. Digo que, en cuanto lo encuentra, la naturaleza intenta llenarlo de átomos, en una lucha por conquistar todas sus regiones. Y si así no fuere, mi Polvo de Simpatía no podría actuar, como en cambio os ha demostrado la experiencia. El fuego provoca con su acción una constante afluencia de aire y el divino Hipócrates purificó de la peste toda una provincia haciendo encender por doquier grandes hogueras. Siempre en tiempo de pestilencia, mátanse gatos y palomas y otros animales calientes que transpiran espíritus continuamente, de suerte que el aire ocupe el lugar de los espíritus liberados en el curso de esa evaporación, al modo que los átomos apestados se adhieran a las plumas y al pelo de esos animales, tal y como el pan sacado del horno atrae hacia sí la espuma de los toneles y altera el vino si se lo coloca sobre la tapa del tonel. Como sucede, por demás, si exponéis al aire una libra de crémor tártaro calcinado y enardecido a deber, que dará diez libras de buen aceite de tártaro. El médico del Papa Urbano VIII contóme la historia de una monja romana a la que, por los demasiados ayunos y oraciones, habíasele calentado el cuerpo a tal punto que los huesos habíanse enjugado completamente. Ese calor interior atraía, en efecto, el aire que se corporizaba en los huesos como hace en el crémor tártaro, y salía en el punto donde reside el desahogo de la serosidad, y es decir, por la vejiga, de suerte que la pobre santa daba más de doscientas libras de orina en veinte y cuatro horas, milagro que todos aceptaban como prueba de su santidad.
—Mas si todo atrae a todo, ¿por cuál motivo los elementos y los cuerpos permanecen divididos y no se da la colisión de cualquier fuerza con cualquier otra?
—Pregunta aguda. Así como los cuerpos que tienen igual peso únense con más facilidad, y el aceite se une más fácilmente con el aceite que con el agua, debemos concluir que lo que mantiene firmemente juntos a los átomos de una misma naturaleza es su rareza o densidad, como los filósofos que vos frecuentáis bien podrían deciros.
—Y hánmelo dicho, probándomelo con las diversas especies de sal: que como quiera que se las muela o coagule, vuelven a tomar siempre su forma natural, y la sal común se presenta siempre en cubos con caras cuadradas, el salitre en columnas de seis caras, y la sal amoníaca en hexágonos de seis puntas como la nieve.
—Y la sal de la orina fórmase en pentágonos, a partir de los cuales el señor Davidson explica la forma de cada una de las ochenta piedras encontradas en la vejiga del señor Pelletier. Pero si los cuerpos de forma análoga se mezclan con mayor afinidad, con mayor razón se atraerán con más fuerza que los demás. Por ello, si os quemáis una mano, obtendréis alivio del sufrimiento manteniéndola un poco delante del fuego.
—Mi preceptor, una vez que un campesino fue mordido por una víbora, mantuvo sobre la herida la cabeza de la víbora…
—Cierto, el veneno, que estaba filtrando hacia el corazón, volvía hacia su fuente principal donde había mayor cantidad. Si en tiempo de peste lleváis con vos, en un bote, polvo de sapos, o incluso un sapo y una araña viva, o también arsénico, esa substancia venenosa atraerá hacia sí la infección del aire. Y las cebollas secas fermentan en el granero cuando las de la huerta comienzan a asomar.
—Y esto explica también los antojos de los niños: la madre desea fuertemente algo y…
—Sobre este punto iría con más cautela. A veces fenómenos análogos tienen causas diferentes y el hombre de ciencia no debe prestar fe a cualquier superstición. Pero volvamos a mi Polvo. ¿Qué sucedió cuando sometí durante algunos días a la acción del Polvo el paño manchado de la sangre de nuestro amigo? En primer lugar, el sol y la luna atrajeron desde gran distancia los espíritus de la sangre que se hallaban en el paño, gracias al calor del ambiente, y los espíritus del vitriolo que estaban en la sangre no pudieron evitar cumplir el mismo recorrido. Por otra parte, la herida seguía echando una gran abundancia de espíritus calientes e ígneos, atrayendo hacia sí el aire circundante. Ese aire atraía a otro aire y éste otro aún, y los espíritus de la sangre y del vitriolo, esparcidos a gran distancia, por fin empalmaban con ese aire, que llevaba consigo otros átomos de la misma sangre. Ahora bien, como los átomos de la sangre, los procedentes del paño y los procedentes de la llaga encontrábanse, expulsando el aire como un inútil compañero de viaje, y eran atraídos a su sede mayor, la herida; unidos a ellos, los espíritus del vitriolo penetraban en la carne.
—¿Acaso no habríais podido poner directamente el vitriolo sobre la llaga?
—Habría podido, teniendo al herido delante. ¿Pero, y si el herido estuviere lejos? Añádase que si hubiera puesto directamente el vitriolo sobre la llaga, su fuerza corrosiva habríala irritado mucho más, mientras que, transportado por el aire, el vitriolo cede solamente su parte dulce y balsámica, capaz de remansar la sangre; y se usa también en los colirios para los ojos.
Y Roberto había aguzado el oído, haciendo en el futuro tesoro de aquellos consejos, lo que ciertamente explica el empeoramiento de su mal.
—Por otra parte —había añadido D’Igby—, no se ha de usar, desde luego, el vitriolo normal, como usábase una vez, haciendo más daño que bien. Yo me procuro vitriolo de Chipre, y antes lo calcino al sol: la calcinación le quita la humedad superflua, y es como si dél hiciera un caldo corto; y luego, la calcinación hace aptos a los espíritus de esta substancia a ser transportados por el aire. Por fin, añádole alquitira, que cicatriza más rápidamente la herida.
Me he demorado sobre lo que Roberto había aprendido de D’Igby porque este descubrimiento había de marcar su destino.
Es menester decir, a desdoro de nuestro amigo, y él lo confiesa en sus cartas, que no fue presa de tanta revelación por razones de ciencia natural, sino siempre y una vez más por amor. En otras palabras, aquella descripción de un universo atestado de espíritus que se trababan según sus afinidades, parecióle una alegoría del enamoramiento, y se dedicó a frecuentar gabinetes de lectura buscando todo lo que podía encontrar sobre el ungüento armario, que por aquella época era ya mucho, y muchísimo habría sido en los años por venir. Aconsejado por monseñor Gaffarel (en voz baja, que no lo oyeran los otros tertulianos de los Dupuy, que en estas cosas creían poco) leía el Ars Magnesia de Kirkerio, el Tractatus de magnética vulnerum curatione del Goclenius, el Fracastoro, el Discursus de unguentum armario de Fludd, y el Hopolochrisma spongus de Foster. Hacíase sabio para traducir su sabiduría en poesía y poder un día brillar elocuente, mensajero de la simpatía universal, allá donde era continuamente humillado por la elocuencia de los demás.
Durante muchos meses —tanto debería de haber durado su obstinada búsqueda, mientras no procedía un solo paso en el camino de la conquista— Roberto había practicado una especie de principio de la doble, antes, de la múltiple verdad, idea que en París muchos consideraban temeraria y prudente al mismo tiempo. Discutía de día sobre la posible eternidad de la materia, y de noche se consumía los ojos sobre tratadillos que le prometían, aunque fuera en términos de filosofía natural, ocultos milagros.
En las grandes empresas hase de buscar no tanto el crear las ocasiones, como aprovechar las que se presentan. Una velada, en casa de Arthénice, después de una animada disertación sobre la Astrée, la Anfitriona había incitado a los presentes a que consideraran qué tenían en común el amor y la amistad. Roberto entonces había tomado la palabra, observando que el principio del amor, ya fuere entre amigos o entre amantes, no era disconforme de aquél según el cual actuaba el Polvo de Simpatía. Al primer gesto de interés, había repetido los relatos de D’Igby, excluyendo sólo la historia de la santa urinante, luego había dado en ponderar sobre el tema, olvidando la amistad y hablando sólo de amor.
—El amor obedece a las mismas leyes que el viento, y los vientos resiéntense siempre de los parajes de los que proceden, y si proceden de vergeles y jardines, pueden oler a jazmín, o a menta o a romero, y así a los navegantes vuélvenlos ansiosos de tocar la tierra que tantas promesas les envía. No diversamente los espíritus amorosos embriagan la nariz del corazón enamorado —(y perdonémosle a Roberto el desdichadísimo tropo)—. Es el corazón amado un laúd, que hace consonar las cuerdas de otro laúd, tal y como el sonido de las campanas actúa sobre la superficie de los cursos de agua, sobre todo de noche, cuando, en ausencia de otro rumor, genérase en el agua el mismo movimiento que habíase generado en el aire. Le acontece al corazón amante lo que al tártaro, que a veces despide fragrancia de agua de rosa, cuando se lo abandone para que se diluya en la obscuridad de un sótano durante la estación de las rosas, y el aire, lleno de átomos de rosas, mudándose en agua por la atracción del cristal de tártaro, lo perfuma. Ni le es obstáculo la crueldad de la amada. Un tonel de vino, cuando las viñas están en flor, fermenta y echa a la superficie una flor suya blanca, que permanece hasta que caen las flores de las vides. Con todo, el corazón amante, más porfiado que el vino, cuando se florea al florecer del corazón amado, cultiva su retoño incluso cuando la fuente hase agotado.
Le pareció captar una mirada enternecida de Lilia, y siguió:
—Amar es como tomar un Baño de Luna. Los rayos que proceden de la luna son los del sol, reflejados hasta nosotros. Concentrando los rayos del sol con un espejo, se potencia su fuerza calefactiva. Concentrando los rayos de la luna en una aljofaina de plata, se verá que su fondo cóncavo refleja sus rayos refrigerativos por el rocío que contienen. Parece insensato lavarse en una aljofaina vacía: y sin embargo, nos encontramos con las manos humedecidas, y es remedio infalible contra las carúnculas.
—Señor de la Grive —había dicho alguien—, ¡el amor no es una medicina para las verrugas!
—Oh, a buen seguro no —habíase recobrado Roberto, ya imparable—, pero he dado ejemplos que vienen de las cosas más viles para recordar a Vuestras Mercedes cómo también el amor depende de un solo polvo de corpúsculos. Que es manera de decir cómo el amor participa de las mismas leyes que gobiernan tanto a los cuerpos sublunares como a los celestes, excepto que de estas leyes, es la más noble de las manifestaciones. El amor nace de la vista, y a primera vista se enciende: ¿y qué es el ver sino el acceso de una luz reverberada por el cuerpo que se mira? Viéndolo, mi cuerpo es penetrado por la parte mejor del cuerpo amado, la más aérea, que por el conducto de los ojos llega directamente al corazón. Y así pues, amar a primera vista es beber los espíritus del corazón de la amada. El gran Arquitecto de la naturaleza, cuando compuso nuestro cuerpo, colocó espíritus internos, al modo de centinelas, para que refirieran sus descubrimientos al propio general, es decir, a la imaginación, señora de la familia corpórea. Y si ella es vulnerada por cualquier objeto, acontece lo que sobreviene cuando se oyen tocar a las violas, que nos llevamos su melodía en la memoria, y la oímos incluso en el sueño. Nuestra imaginación construye un simulacro, que delicia al amante, mas no lo despedaza por ser precisamente y sólo simulacro. De esto derívase que cuando un hombre es sorprendido por la vista de la persona amable, cambia color, se sonroja y descaece, según que aquellos ministros que son los espíritus internos vayan rápida o lentamente hacia el objeto para luego regresar a la imaginación. Estos espíritus no van sólo al cerebro, sino directamente al corazón por el gran conducto que desde ahí arrastra al cerebro los espíritus vitales que allá se convierten en espíritus animales; y siempre a través de este conducto, la imaginación envía al corazón una parte de los átomos que ha recibido de algún objeto externo, y son estos átomos los que producen esa ebullición de los espíritus vitales, que a veces dilatan el corazón, y a veces lo conducen al síncope.
—Vuestra Merced nos dice que el amor procede como un movimiento físico, no diversamente de como enflorece el vino; pero no nos dice cómo es que el amor, a diferencia de otros fenómenos de la materia, es virtud electiva, que escoge. ¿Por qué razón, pues, el amor nos hace esclavos de una y no de otra criatura?
—¡Precisamente por esto he reconducido las virtudes del amor al principio mismo del Polvo de Simpatía, es decir, que átomos iguales y de igual forma atraen átomos iguales! Si yo bañara con ese polvo el arma que ha herido a Pílades no curaría la herida de Orestes. Por lo tanto, el amor une sólo a dos seres que de alguna manera tenían ya la misma naturaleza, un espíritu noble a un espíritu igualmente noble y un espíritu vulgar a un espíritu igualmente vulgar; pues que acaece que amen también los villanos, como las pastorcillas, y nos lo enseña la admirable historia del señor d’Urfé. El amor revela un acuerdo entre dos criaturas que ya estaba trazado desde el principio de los tiempos, así como el Destino había decidido desde siempre que Píramo y Tisbe estuvieran unidos en una sola morera.
—¿Y el amor infeliz?
—Yo no creo que exista verdaderamente un amor infeliz. Hay solamente amores que no han llegado todavía a una perfecta sazón, donde por alguna razón la amada no ha captado el mensaje que dimana de los ojos del amante. Y, sin embargo, el amante sabe a tal punto qué semejanza de naturaleza le ha sido revelada que, en virtud de esta fe, sabe esperar, incluso toda la vida. Él sabe que la revelación para ambos, y la unión, podrá actuarse incluso después de la muerte, cuando, evaporados los átomos de cada una de las dos médulas que se deshacen en la tierra, se reúnan en algún cielo. Y quizá, como un herido, que sin saber que alguien está rociando de Polvo el arma que lo vulneró, goza de nueva salud y alivio del dolor, quién sabe cuántos corazones amantes gozan agora de alivio repentino del espíritu, sin saber que su felicidad es obra del corazón amado, vuelto amante a su vez, que ha dado arranque a la conjunción de los átomos gemelos.
Debo decir que toda esta compleja alegoría estaba en pie hasta cierto punto, y quizá la Máquina Aristotélica del padre Emanuel habría demostrado su inestabilidad. Pero aquella noche todos quedaron convencidos de aquel parentesco entre el Polvo, que cura el dolor, y el amor, que además de curar, más a menudo procura dolor.
Fue por esto por lo que la historia de este discurso sobre el Polvo de Simpatía, y sobre la Simpatía del Amor, dio durante algunos meses, y quizá más, la vuelta a París, con los resultados que diremos.
Y fue por esto por lo que Lilia, al final de la oración, sonrió una vez más a Roberto. Era una sonrisa de parabién, diciendo mucho de admiración, pero nada es más natural que creer ser amados. Roberto entendió la sonrisa como una aceptación de todas las cartas que había enviado. Demasiado acostumbrado a los tormentos de la ausencia, abandonó la reunión, satisfecho de aquella victoria. Hizo mal, y veremos más adelante la razón. Desde entonces osó ciertamente dirigirle la palabra a Lilia, pero siempre tuvo como respuesta procederes contrarios. A veces susurraba: «precisamente como se decía hace algunos días». A veces, en cambio, murmuraba: «y con todo habíais dicho una cosa bien diferente». Y a veces prometía, desapareciendo: «mas volveremos a hablar dello, tened constancia».
Roberto no entendía si ella, por descuido, a turno imputábale los dichos y los hechos de otro, o provocábale con coquetería.
Lo que había de acontecerle lo habría empujado a componer aquellos raros episodios en una historia mucho más inquietante.