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DECLARACIÓN Y USO DEL RELOJ

Creo que ésta es la razón por la que desde hace lo menos cien páginas hablo yo de tantos trabajos que precedieron al naufragio en el Daphne, pero en el Daphne no hago que acontezca nada. Si las jornadas a bordo de un navío desierto son vacías, no puedo cargar yo con ello, puesto que todavía no está escrito que valga la pena transcribir esta historia; y tampoco Roberto. Si acaso, a él podríamos reprocharle que perdiera un día (entre una cosa y otra, llevamos apenas unas treinta horas desde que dio en la cuenta de que habíanle robado los huevos) alejando el pensamiento de la única posibilidad que habría podido hacer más sabrosa su estancia. Como bien pronto habríale resultado claro, era inútil considerar al Daphne demasiado inocente. En aquel leño andaba, o estaba al acecho, alguien o algo que no era sólo él. Ni siquiera en aquella nave podía concebirse un asedio en estado puro. El enemigo estaba en casa.

Habría debido sospecharlo la noche misma de su cartográfico abrazo. Recobrándose, había sentido sed, la garrafa estaba vacía, y había ido a buscar un barril de agua. Los que había colocado para recoger el agua llovediza eran pesados, pero había unos más pequeños en la despensa. Allá se fue, cogió el primero a la mano —reflexionando más tarde, admitió que estaba demasiado a la mano— y, una vez en el camarote, lo colocó sobre la mesa, enganchándose a la espita.

No era agua, y tosiendo advirtió que el barril contenía aguardiente. No sabía decir cuál, aunque como buen campesino podía decir que no era de vino. No había encontrado desagradable la bebida, y abusó de ella con inesperada alegría. No se le ocurrió pensar que, si los barriles de la despensa eran todos de aquel tipo, habría debido preocuparse por sus bastimentos de agua pura. Ni se preguntó cómo era posible que la segunda noche hubiera sacado el líquido de la primera cubeta de la reserva y la hubiera encontrado llena de agua dulce. Sólo más tarde convencióse de que alguien había colocado, después, aquel regalo insidioso de suerte que él lo cogiera el primero. Alguien que lo quería en estado de embriaguez, para tenerlo en su poder. Si éste era el plan, Roberto lo siguió con demasiado entusiasmo. No creo que hubiera bebido mucho, pero para un catecúmeno de su especie, unos vasos eran incluso demasiado.

De todo el relato que sigue se desprende que Roberto vivió los acontecimientos sucesivos en estado de alteración, y que así lo habría hecho en los días por venir.

Como se conviene a los borrachos, se adormeció, empero atormentado por una sed aún mayor. En este sueño pastoso volvíale a las mientes una última imagen de Casal. Antes de marcharse había ido a saludar al padre Emanuel y lo había encontrado montando y embalando su máquina poética, para regresar a Turín. Partido del padre Emanuel, habíase topado con los carros en los que los españoles y los imperiales estaban amontonando las piezas de sus máquinas obsidionales.

Eran aquellas ruedas dentadas las que poblaban su sueño: oía un herrumbrar de pestillos, un rascar de goznes, y eran ruidos que aquella vez no podía producir el viento, visto que el mar estaba liso como el aceite. Molesto, como los que al despertar sueñan que sueñan, habíase esforzado por abrir los ojos, y había oído aún aquel ruido, que procedía o de la entrepuentes o de la bodega.

Levantándose, sentía un gran dolor de cabeza. Para curarlo no tuvo mejor idea que engancharse aún a la cubeta, y separóse della en peor estado que antes. Se armó, errando muchas veces en ensartar el cuchillo en el cinto, se hizo numerosos signos de la cruz, y descendió tambaleando.

Debajo del, ya lo sabía, estaba la caña de timón. Descendió más, al término de la escalerilla: si se dirigía hacia la proa, habría entrado en el vergel. Hacia la popa había una puerta cerrada que todavía no había violado. De aquel paraje procedía ahora, fortísimo, un teclear multíplice y desigual, como un sobreponerse de muchos ritmos, entre los cuales podía distinguir ya un tic tic ya un toc toc y un tac tac, pero la impresión de conjunto era tictic-toc-tictic-tac. Era como si detrás de aquella puerta hubiera una legión de avispas y abejorros, y todos volaran furiosamente siguiendo trayectorias diferentes, golpeándose contra las paredes y rebotando los unos contra los otros. Tanto que dábale miedo abrir, temiendo ser arrollado por los átomos enloquecidos de aquel panal.

Después de muchas vacilaciones, se decidió. Usó la culata de la escopeta, hizo saltar el candado y entró.

El tabuco tomaba luz de otra porta y albergaba relojes.

Relojes. Relojes de agua, de arena, relojes de sol abandonados contra las paredes, pero sobre todo relojes mecánicos dispuestos en varios rellanos y cajones, relojes movidos por el lento descender de pesas y contrapesos, por ruedas que hincábanle el diente a otras ruedas, y éstas a otras más, hasta que la última mordisqueaba las dos aletas desiguales de una espiga vertical, y le hacía cumplir dos medias vueltas en direcciones opuestas, de suerte que ésta, en su indecente contonearse, moviera a modo de balancín una varilla horizontal ligada a la extremidad superior; relojes de muelle donde un conoide acanalado desenrollaba una cadenilla, arrastrada por el movimiento circular de un barrilete que iba apropiándose de ella eslabón por eslabón.

Algunos de estos relojes celaban su mecanismo bajo las apariencias de aherrumbrados adornos y corroídas obras de cincel, mostrando sólo el lento movimiento de sus agujas; pero la mayor parte exhibía su rechinante herrería, y recordaba a aquellas Danzas de la Muerte donde la única cosa viva son unos huesos descarnados que ríen malignos agitando la guadaña del Tiempo.

Todas estas máquinas estaban activas, las clepsidras más grandes mascujando aún arena, las más pequeñas ya casi llenas en su mitad inferior, y para el resto un chirriar de dientes, un mascar asmático.

A quien entraba por primera vez debíale parecer que aquel campo de relojes dilatábase al infinito: el fondo del aposentillo estaba cubierto por una tela que representaba una fuga de cámaras habitadas sólo por otros relojes. Incluso substrayéndose a esa magia, y considerando sólo los relojes, por así decir, en carne y hueso, había de qué aturdirse.

Puede parecer increíble —para vosotros que leéis con desafición esta historia— pero un náufrago, entre los vapores del aguardiente y en un navío deshabitado, si encuentra cien relojes que cuentan casi al unísono la historia de su tiempo interminable, piensa antes en la historia que en su autor. Y eso estaba haciendo Roberto, examinando uno por uno aquellos pasatiempos, juguetes para su senil adolescencia de condenado a larguísima muerte.

El estruendo del cielo llegó después, como Roberto escribe, cuando despuntando de aquella pesadilla se rindió a la necesidad de encontrarle una causa: si los relojes estaban en marcha, alguien tenía que haberlos puesto en actividad: incluso si su cuerda hubiere sido concebida para durar largo tiempo, de habérsela dado antes de su llegada, ya los habría oído cuando pasó junto a aquella puerta.

Si se hubiere tratado de un solo mecanismo, habría podido pensar que estaba dispuesto para el funcionamiento y bastaba con que alguien le diera un golpe de arranque; ese golpe había sido apercibido por un movimiento del navío, o por un pájaro marino que había entrado por la porta y habíase apoyado en una palanca, en una manivela, dando principio a una secuencia de acciones mecánicas. ¿No mueve, a veces, un fuerte viento las campanas? ¿No ha sucedido acaso que se dispararan hacia atrás cerraduras que no habían sido empujadas adelante hasta el final de su recorrido?

Un pájaro no puede cargar de una sola vez decenas de relojes. No. Que hubiera existido o no Ferrante era una cosa, pero un Intruso en aquella nave lo había.

Éste había entrado en aquel tabuco y había dado cuerda a sus mecanismos. Por qué razón lo había hecho era la primera pregunta, pero la menos urgente. La segunda era dónde se había refugiado luego.

Era menester, por tanto, volver a bajar a la bodega: Roberto se decía que ya no podía evitar hacerlo, pero al repetirse su firme propósito, retrasaba su actuación. Entendió que no estaba del todo en sí, subió a la cubierta a mojarse la cabeza con agua de lluvia, y con la mente más despejada se dispuso a ponderar sobre la identidad del Intruso.

No podía ser un salvaje procedente de la Isla, y ni siquiera un marinero supérstite, que todo habría hecho (sorprenderle a pleno día, intentar matarle de noche, pedir gracia) salvo alimentar pollos y dar cuerda a juguetes mecánicos. Se escondía pues en el Daphne un hombre de paz y de sabiduría, quizá el morador de la cámara de los mapas. Entonces, si estaba, y visto que estaba antes que él, era un Legítimo Intruso. Pero la bella antítesis no aplacaba su ansia rabiosa.

Si el Intruso era Legítimo, ¿por qué se escondía? ¿Por temor del ilegítimo Roberto? Y si se escondía, ¿por qué hacía patente su presencia arquitectando aquel concierto horario? ¿Acaso era hombre de mente perversa que, temeroso del e incapaz de encararle abiertamente, queríalo perder llevándolo a la locura? Pero ¿a qué pro hacía tal cosa, visto que, igualmente náufrago en aquella isla artificial, no habría podido obtener sino ventajas de la alianza con un compañero de desventura? Quizá, se dijo una vez más Roberto, el Daphne escondía otros secretos que Aquél no quería revelar a nadie.

Oro, pues, y diamantes, y todas las riquezas de la Tierra Incógnita o de las Islas de Salomón de las que habíale hablado Colbert.

Fae al evocar las Islas de Salomón cuando Roberto tuvo una suerte de revelación. ¡Pues claro, los relojes! ¿Qué hacían tantos relojes en un galeón en derrota por mares en los que la mañana y la noche están definidos por el curso del sol y nada más se ha de saber? ¡El Intruso había llegado hasta aquel remoto paralelo para buscar también él, como el doctor Byrd, el Punto Fijo!

Claro que era así. Por una exorbitante coyuntura, Roberto, partido de Holanda para seguir, espía del Cardenal, las maniobras secretas de un inglés, casi clandestino en una nave holandesa, en búsqueda del punto fijo, encontrábase ahora en la nave (holandesa) de Otro, de quién sabe qué país, entregado al descubrimiento del mismo secreto.