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DISCURSO DE ARMAS Y LETRAS

También en Casal soñaba con espacios abiertos, y con el amplio llano en el que había visto por primera vez a la Novarese. Ahora ya no estaba enfermo, y por tanto, más lúcidamente pensaba que no habríala vuelto a encontrar jamás, porque él habría muerto de allí a poco, o quizá estaba ya muerta ella.

En efecto, no estaba muñéndose, antes, poco a poco, recobraba la salud, pero no lo advertía y tomaba los desmayos de la convalecencia por el desvanecerse de la vida. Saint-Savin había ido a verle a menudo, apercibíalo con la gaceta de los acontecimientos cuando estaba presente el padre Emanuel (que lo miraba con recelo, como si fuera a robarle esa alma), y cuando el padre había de alejarse (pues en el convento se iban concentrando las negociaciones) disputaba como filósofo sobre la vida y la muerte.

—Mi buen amigo, Espínola va a morir. Estáis invitado ya a los festejos que haremos por su despedida de este mundo.

—La próxima semana estaré muerto también yo…

—No es verdad, sabría reconocer el rostro de un moribundo. Mas haría mal en apartaros del pensamiento de la muerte. Antes, aprovechad de la enfermedad para llevar a cabo este buen ejercicio.

—Señor de Saint-Savin, habláis como un eclesiástico.

—En absoluto, yo no os digo que os preparéis para la otra vida, sino que uséis bien esta única vida que os es dada, para arrostrar, cuando venga, la única muerte de la que jamás tendréis experiencia. Es necesario meditar antes, y muchas veces, sobre el arte de morir, para después conseguir hacerlo bien una sola vez.

Quería levantarse, y el padre Emanuel se lo impedía, porque no creía que estuviera aún preparado para volver al estruendo de la guerra. Roberto le hizo entender que estaba impaciente de volver a ver a alguien. El padre Emanuel juzgó necio que su cuerpo tan enjugado dejárase apocar por el pensamiento de un cuerpo ajeno, e intentó hacerle parecer digna de menosprecio la estirpe femenina:

—Aquesse vanísimo Mundo Femenino —le dijo—, que llevan encima ciertas Atlantes modernas, rueda en torno al Deshonor, y tiene los Signos del Cáncer y del Capricornio por Trópicos. El Espejo, que es su Primer Móvil, nunca está tan obscuro como quando reflexa las Estrellas de aquellos Ojos lascivos, convertidas, por el exhalar de los Vapores de los Amantes dementados, en Metheores, que anuncian calamidades para la Honradez.

Roberto no apreció la alegoría astronómica, ni reconoció a la amada en el retrato de aquellas brujas mundanas. Quedóse en cama, pero exhalaba aún más los vapores de su prendamiento.

Otras noticias le llegaban, entre tanto, del señor de la Saleta. Los casaleses estaban preguntándose si no debían permitir a los franceses el acceso a la ciudadela: habían entendido por fin que, si habían de impedir al enemigo que entrara, era menester unir las fuerzas. Pero el señor de la Saleta dejaba entender que, ahora más que nunca, mientras la ciudad parecía a punto de caer, ellos, mostrando colaborar, revisaban en su corazón el pacto de alianza.

—Es preciso —había dicho— ser cándidos como palomas con el señor de Toiras, pero astutos como serpientes en el caso de que su rey quisiere vender después Casal. Es menester combatir, de forma que si Casal se salva sea también por mérito nuestro; aunque sin propasarse, que si cae, la culpa sea sólo de los franceses. —Y había añadido, como amaestramiento de Roberto—: El hombre prudente no debe uncirse a un solo carro.

—Los franceses dicen que sois mercaderes: ¡nadie repara en vosotros cuando combatís y todos ven que estáis vendiendo a usura!

—Para vivir mucho es un bien valer poco. El vaso agrietado es el que no se rompe nunca del todo y acaba por cansar a fuerza de durar.

Una mañana, a primeros de septiembre, descendió sobre Casal un aguacero liberador. Sanos y convalecientes habíanse llevado todos al aire libre, a tomar la lluvia, que debía lavar todos los rastros del contagio. Era más una manera de recobrar ánimos que una curación, y el morbo siguió ensañándose aún después de la tormenta. Las únicas noticias consoladoras concernían al trabajo que la peste estaba igualmente llevando a cabo en el campo enemigo.

Capaz ahora de sostenerse en pie, Roberto aventuróse fuera del convento y a un cierto punto vio en el umbral de una casa marcada con la cruz verde que la declaraba lugar contagioso, a Anna Maria o Francesca Novarese. Estaba flaca como una figura de la Danza de la Muerte. De nieve y granada que era, habíase reducido a una sola amarillez, aun cuando no olvidada, en las facciones consumidas, de sus antiguas gracias. Roberto acordóse de una frase de Saint-Savin:

—¿Seguís acaso con vuestras genuflexiones después de que la vejez ha hecho de ese cuerpo un espectro, capaz ya sólo de recordaros la inminencia de la muerte?

La muchacha lloraba sobre el hombro de un capuchino, como si hubiera perdido a una persona querida, quizá a su francés. El capuchino, con el rostro más gris que la barba, la sostenía apuntando el dedo huesudo hacia el cielo como si dijera «un día, allá arriba…».

El amor se vuelve cosa mental sólo cuando el cuerpo desea y el deseo es inculcado. Si el cuerpo está débil e incapaz de desear, la cosa mental se desvanece. Roberto se descubrió tan débil que era incapaz de amar. Exit Anna Maria (Francesca) Novarese.

Volvió al convento y púsose a guardar cama de nuevo, decidido a morirse de verdad: sufría en demasía por no sufrir ya. El padre Emanuel lo incitaba a que tomara aire fresco. Pero las noticias que le traían de fuera no le infundían ganas de vivir. Además de la peste, estaba la carestía, antes, algo peor, una caza ensañada a la comida que los casaleses aún ocultaban y no querían dar a los aliados. Roberto dijo que si no podía morir de peste quería morir de hambre.

Por fin, el padre Emanuel tuvo razón de él, y lo echó a la calle. Mientras daba la vuelta a la esquina, se topó con un grupo de oficiales españoles. Hizo ademán de huir, y aquéllos lo saludaron ceremoniosamente. Entendió que, saltados varios baluartes, los enemigos habíanse atestado ya en varios puntos del área habitada, por lo que podía decirse que no el campo estaba asediando a Casal, sino que Casal estaba asediando a su castillo.

En el fondo de la calle se encontró con Saint-Savin.

—Querido la Grive —dijo éste—, habéis enfermado francés y habéis sanado español. Esta parte de la ciudad está ya en manos enemigas.

—¿Y nosotros podemos pasar?

—¿No sabéis que se ha firmado una tregua? Y, además, los españoles quieren el castillo, no a nosotros. En la parte francesa el vino escasea y los casaleses lo sacan de sus cantinas como si fuera sangre de Nuestro Señor. No podréis impedir a los buenos franceses que frecuenten ciertas tabernas de esta parte, donde ya los taberneros importan excelente vino de la comarca. Y los españoles nos acogen como a grandes señores. Salvo que es necesario respetar las conveniencias: si se quiere entablar contiendas, tenemos que hacerlo en nuestra casa con compatriotas nuestros, porque en esta parte es menester comportarse con cortesía, como se usa entre enemigos. Por ello confieso que la parte española es menos divertida que la francesa, por lo menos para nosotros. Mas reunios con nosotros. Esta noche querríamos cantarle la serenata a una señora que habíanos celado sus virtudes hasta el otro día, cuando la vi asomarse un instante a la ventana.

Así, aquella noche Roberto volvió a encontrar cinco caras conocidas de la corte de Toiras. No faltaba ni siquiera el abate, que para la ocasión habíase engalanado de encajes y puntillas, y de un tahalí de raso.

—El Señor nos perdone —decía con aventada hipocresía—, pero también es preciso despejar el espíritu si queremos seguir cumpliendo nuestro deber…

La casa estaba en una plaza, en la parte ahora española, pero los españoles a aquella hora debían de estar todos en los figones. En el rectángulo de cielo dibujado por los techos bajos y por las altas frondas de los árboles que bordeaban la plaza, la luna dominaba serena, apenas picada, y reflejábase en el agua de una fuente, que murmuraba en el centro de aquel absorto cuadrado.

—Oh dulcísima Diana —había dicho Saint-Savin—, cuán tranquilas deben de estar agora, y apaciguadas, tus ciudades y tus aldeas, que no conocen la guerra, puesto que los Selenitas viven de una natural felicidad suya, ignaros del pecado…

—No blasfeme, señor de Saint-Savin —habíale dicho el abate—, porque aunque la luna estuviere habitada, como ha devaneado en esa reciente novela suya el señor de Moulinet, y como las Escrituras no nos enseñan, desdichadísimos serían aquellos habitantes, que no han conocido la Encarnación.

—Y sumamente cruel habría sido el Señor Dios, privándoles de tamaña revelación —había rebatido Saint-Savin.

—No intente penetrar Vuestra Merced los misterios divinos. Dios no ha concedido la predicación de su Hijo ni siquiera a los indígenas de las Américas, pero en su bondad les envía agora a los misioneros, a que les lleven la luz.

—¿Y entonces por qué el señor Papa no envía también misioneros a la luna? ¿Acaso los Selenitas no son hijos de Dios?

—¡No diga necedades!

—No reparo en que me ha tachado de necio, señor abate, pero sepa que bajo esta necedad se oculta un misterio, que sin duda el señor Papa no quiere revelar. Si los misioneros descubrieren moradores sobre la luna, y los vieren mirando hacia otros mundos que están al alcance de su ojo y no del nuestro, veríales preguntarse si acaso en aquellos mundos también viven otros seres semejantes a nosotros. Y deberían preguntarse también si no serán las estrellas fijas otros tantos soles rodeados por sus lunas y por otros planetas suyos, y si los habitantes de esos planetas no ven también ellos otras estrellas a nosotros desconocidas, que serían otros tantos soles con otros tantos planetas y así en adelante hasta el infinito…

—Dios nos ha hecho incapaces de pensar el infinito, y por tanto, acontentaos humanas gentes con el quía.

—La serenata, la serenata —susurraban los demás—. Esa es la ventana.

Y la ventana se presentaba soflamada de una luz rosada que procedía del interior de una fantaseable alcoba. Pero los dos contendientes habíanse excitado ya.

—Y añada Vuestra Merced —insistía burlón Saint-Savin—, que si el mundo fuere finito y estuviere rodeado por la Nada, sería finito también Dios: al ser su tarea, como Vuestra Merced dice, estar en el cielo y en la tierra y por doquier, no podría estar donde no hay nada. La Nada es un no-lugar. O si no, para ampliar el mundo debería ampliarse a sí mismo, naciendo por vez primera allá donde antes no era, lo que contradice su pretensión de eternidad.

—¡Basta, señor! Está negando la eternidad del Eterno, y eso no se lo permito. ¡Ha llegado el momento de que le mate, de que su denominado espíritu fuerte no pueda debilitarnos más!

Y desenvainó la espada.

—Si así lo quiere Vuestra Merced —dijo Saint-Savin saludando y poniéndose en guardia—. Pero yo no le mataré: no quiero escamotear soldados a mi rey. Simplemente le desfiguraré, para que tenga que sobrevivir llevando una máscara, como hacen los comediantes italianos, dignidad que le conviene. Le haré una cicatriz desde el ojo hasta el labio, y le daré esa buena estocada de mal cirujano sólo después de haberle impartido, entre una treta y otra, una lección de filosofía natural.

El abate había asaltado intentando herir enseguida con grandes estocadas, gritándole que era un insecto venenoso, una pulga, un piojo que era menester aplastar sin piedad. Saint-Savin había parado, habíalo acometido a su vez, habíalo empujado contra un árbol, pero filosoficando a cada lance.

—¡Ay, zambullidas y hurgonazos son tretas vulgares de quien está cegado por la ira! Carece Vuestra Merced de una Idea de la Destreza. Pero carece también de Caridad, despreciando pulgas y piojos. Es Vuestra Merced animal demasiado pequeño para poder imaginar el mundo como un gran animal, cual nos lo mostraba ya el divino Platón. Intente pensar que las estrellas son mundos con otros animales menores, y que los animales menores sirven recíprocamente de mundo a otros pueblos; y entonces no encontrará contradictorio pensar que también nosotros, y los caballos, y los elefantes, somos mundos para las pulgas y los piojos que nos habitan. Ellos no nos perciben, por nuestra magnitud, y así nosotros no percibimos mundos mucho mayores, por nuestra pequeñez. Quizá haya agora un pueblo de piojos que toma al cuerpo de Vuestra Merced por un mundo, y cuando uno dellos lo ha recorrido de la frente a la nuca, sus compañeros dicen del que ha osado llevarse a los confines de la tierra conocida. Este pequeño pueblo toma sus pelos por las selvas de su país, y cuando yo le haya avisado, verá sus heridas como lagos y mares. Cuando se peina toman esta agitación por el flujo y reflujo del océano, y peor para ellos que su mundo sea tan mudadizo, por la propensión de Vuestra Merced a peinarse a cada instante como una hembra, y ahora que le corto esa borlilla tomarán su grito de rabia por un huracán, ¡ajá!

Y habíale descosido un aderezo, llegando casi a rasgarle el jubón bordado.

El abate espumaba de rabia, habíase llevado al centro de la plaza, mirándose a sus espaldas para asegurarse de que tenía espacio para las fintas que ahora intentaba, luego reculando para cubrirse el dorso con la fuente.

Saint-Savin parecía bailarle los compases sin acometer:

—Levante la cabeza señor abate, mire la luna, y reflexione que si su Dios hubiere sabido hacer el alma inmortal, bien hubiere podido hacer el mundo infinito. Pero si el mundo es infinito, lo será tanto en el espacio como en el tiempo, luego será eterno, y cuando haya un mundo eterno, que no necesita creación, entonces será inútil concebir la idea de Dios. Oh, qué bella befa, señor abate, si Dios es infinito no puede limitar su potencia: Él no podría jamás ab opere cessare, y por lo tanto será infinito el mundo; ¡mas si es infinito el mundo, ya no habrá Dios, así como dentro de poco no le quedarán borlas a su jubón!

Y uniendo el decir al hacer, había cortado algún colgante de los que el abate iba harto orgulloso, luego había estrechado la guardia manteniendo la punta un poco más alta; y mientras el abate intentaba ajustar la medida, había dado un golpe seco atajando el acero del rival. El abate casi había dejado caer la espada, agarrándose con la izquierda la muñeca dolorida.

Había gritado:

—¡Es menester al fin que te degüelle, impío, blasfemador, Vientre de Dios, por todos los malditos santos del Paraíso, por la sangre del Crucificado!

La ventana de la dama habíase abierto, alguien se había asomado y había gritado. Ya los presentes habían olvidado la meta de su empresa, y movíanse en torno a los dos duelistas, que a grandes voces daban la vuelta a la fuente, mientras Saint-Savin desconcertaba al enemigo con una serie de remisos y naturales.

—No llame en su ayuda a los misterios de la Encarnación, señor abate —motejaba—. Su santa romana iglesia hale enseñado que esta bola de fango nuestra es el centro del universo, el cual gira a su alrededor haciéndole de juglar y tocándole la música de las esferas. Atención, hácese empujar demasiado contra la fuente, se está mojando el faldón, como un viejo enfermo de mal de piedra… Pero si en el gran vacío vagan infinitos mundos, como dijo un gran filósofo que sus pares quemaron en Roma, muchísimos habitados por criaturas como nosotros, y si todas ellas hubieren sido creadas por su Dios, ¿qué haríamos entonces con la Redención?

—¡Qué hará Dios contigo, réprobo! —había gritado el abate, parando con esfuerzo una treta de tajo rompido.

—¿Acaso Cristo se ha encarnado una sola vez? ¿Así pues el pecado original hase dado una sola vez en este globo? ¡Qué injusticia! O para los demás, privados de la Encarnación, o para nosotros, pues que en ese caso en todos los otros mundos los hombres serían perfectos como nuestros progenitores antes del pecado, y gozarían de una felicidad natural sin el peso de la Cruz. O si no, infinitos Adanes cometieron infinitamente su primera culpa, tentados por infinitas Evas con infinitas manzanas, y Cristo viose obligado a encarnarse, a predicar y a padecer en el Calvario infinitas veces, y quizá aún lo esté haciendo, y si los mundos son infinitos, infinita será su tarea. Infinita su tarea, infinitas las formas de su suplicio: si allende la Galaxia hubiere una tierra donde los hombres tuvieren seis brazos, como entre nosotros en la Tierra Incógnita, el hijo de Dios no habría sido clavado a una cruz sino a una madera en forma de estrella; lo que me parece digno de un autor de comedias.

—¡Basta ya, pondré fin yo, a su comedia! —gritó el abate fuera de sí, y se arrojó sobre Saint-Savin librando sus últimos golpes.

Saint-Savin los defendió con algunas buenas sagitas, luego fue un instante. Mientras el abate tenía aún la espada levantada después de una parada de primera intención, hizo un compás como para ganar los grados del perfil, fingió caerse hacia adelante. El abate retrocedió de lado, esperando herirle en la caída. Pero Saint-Savin, que no había perdido el control de sus piernas, habíase levantado como un rayo, dándose fuerza con la izquierda apoyada en tierra, y la derecha había relampagueado uñas arriba: era la Treta de la Gaviota. La punta de la espada había marcado el rostro del abate, desde la raíz de la nariz hasta el labio, partiéndole el bigote izquierdo.

El abate blasfemaba, como ningún epicúreo habría osado jamás, mientras Saint-Savin colocábase en posición de saludo, y los espectadores aplaudían aquella treta de maestro.

Pero justo en aquel momento, desde el fondo de la plaza, llegaba una patrulla española, quizá atraída por los ruidos. Por instinto, los franceses habían llevado la mano a la espada, los españoles vieron seis enemigos armados y gritaron a la traición. Un soldado apuntó el mosquete y disparó. Saint-Savin cayó herido en el pecho. El oficial dio en la cuenta de que cuatro personas, en vez de emprender batalla, acudían junto al caído arrojando las armas, miró al abate con el rostro cubierto de sangre, entendió que había estorbado un duelo, dio una orden a los suyos, y la patrulla desapareció.

Roberto se inclinó sobre su pobre amigo.

—¿Habéis visto —articuló con esfuerzo Saint-Savin—, habéis visto, la Grive, mi golpe? Reflexionad y ejercitaos. No quiero que el secreto muera conmigo…

—Saint-Savin, amigo mío —lloraba Roberto—, ¡no debéis morir de una forma tan necia!

—¿Necia? He batido a un necio y muero en el campo, y por el plomo enemigo. En mi vida elegí una sabia medida… Siempre hablar seriamente causa enfado. Siempre chancear, desprecio. Siempre filosofar, entristece; y siempre satirizar, desazona. He desempeñado el papel de todos los personajes, según el tiempo y la ocasión, y alguna vez he sido incluso el loco de corte. Pero esta noche, si contáis bien la historia, no habrá sido una comedia, sino una hermosa tragedia. Y no os aflijáis porque yo muera, Roberto —y por primera vez le llamaba por su nombre—, une heure aprés la mort notre âme évanoüie, sera ce qu’elle estoit une heure avant la vie… Hermosos versos, ¿no es verdad?

Expiró. Decidiendo por una noble mentira, a la cual consintió también el abate, corrióse la voz de que Saint-Savin habla muerto en un choque «on unos lansquenetes que se estaban acercando al castillo. Toiras y todos los oficiales lo lloraron como a un valiente. El abate contó que en el choque había sido herido, y se dispuso a recibir un beneficio eclesiástico a su vuelta a París.

En poco tiempo, Roberto había perdido el padre, la amada, la salud, el amigo, y quizá la guerra.

No consiguió encontrar consuelo en el padre Emanuel, demasiado ocupado por sus conciliábulos. Se puso de nuevo al servicio del señor de Toiras, última imagen familiar, y llevando sus órdenes fue testigo de los últimos acontecimientos.

El 13 de septiembre llegaron al castillo mensajeros del rey de Francia, del duque de Saboya, y el capitán Mazzarini. También la armada de socorro estaba tratando con los españoles. No última bizarría de aquel asedio, los franceses pedían una tregua para poder llegar a tiempo para salvar la ciudad; los españoles concedíansela porque también su campo, devastado por la peste, estaba en crisis, se acentuaban las deserciones y Espínola estaba reteniendo la vida con los dientes. Toiras se vio imponer por los nuevos llegados los términos del concierto, que le permitían seguir defendiendo Casal mientras Casal estaba ya tomada: los franceses se habrían atestado en la Ciudadela, abandonando la ciudad y el propio castillo a los españoles, por lo menos hasta el 15 de octubre. Si para aquella fecha la armada de socorro no hubiere llegado, los franceses se habrían ido también de allí, definitivamente derrotados. Si no, los españoles habrían devuelto ciudad y castillo.

De momento, los sitiadores habrían avituallado a los sitiados. Desde luego, no es la manera en que a nosotros nos parece que debía marchar un asedio en aquellos tiempos, pero era la manera en que, en aquellos tiempos, se aceptaba que marchara. No era hacer la guerra, era jugar a los dados, interrumpiendo cuando el adversario tenía que ir a hacer aguas. O apostar por el caballo ganador. Y el caballo era aquella armada, cuyas dimensiones aumentaban poco a poco sobre las alas de la esperanza, pero que nadie había visto aún. Se vivía en Casal, en la Ciudadela, como en el Daphne: imaginando una Isla lejana, y con los intrusos en casa.

Si las vanguardias españolas se habían portado bien, ahora entraba en la ciudad el grueso de los tercios, y los casaleses tuvieron que vérselas con endiablados que requisaban todo, violaban a las mujeres, apaleaban a los hombres, y se concedían los placeres de la vida en la ciudad después de meses en los bosques y en los campos. Igualmente dividida entre conquistadores, conquistados y atrincherados en la ciudadela, la peste.

El 25 de septiembre corrió la voz de que había muerto Espínola. Regocijo en la Ciudadela, desbarate entre los conquistadores, huérfanos también ellos como Roberto. Fueron días más descoloridos que los pasados en el Daphne, hasta que, el 22 de octubre, se anunció la armada de socorro, ya en Asti. Los españoles habíanse puesto a armar el castillo y a alinear baterías en la ribera del Po, sin mantener fe (renegaba Toiras) al acuerdo, por el cual, a la llegada de la armada, habrían debido abandonar Casal. Los españoles, por boca del señor de Salazar, recordaban que el acuerdo fijaba como fecha extrema el 15 de octubre, y en cualquier caso, eran los franceses los que habrían debido ceder la Ciudadela desde hacía una semana.

El 24 de octubre desde los espaltes de la ciudadela se notaron grandes movimientos entre los tercios enemigos, Toiras se dispuso a sostener con sus cañones a los franceses que llegaban; en los días siguientes, los españoles empezaron a embarcar sus equipajes en el río para mandarlos a Alejandría, y ello en la Ciudadela pareció un buen signo. Pero los enemigos, al río, empezaban también a echar puentes de barcas para prepararse la retirada. Y a Toiras esto le pareció tan poco elegante, que se puso a batirlos con la artillería. Por despecho, los españoles arrestaron a todos los franceses que se encontraban aún en la ciudad, y cómo era posible que todavía los hubiera, confieso que se me escapa, pero así refiere Roberto, y de ese asedio ya estoy preparado para esperarme de todo.

Los franceses estaban próximos, y se sabía que Mazzarini estaba empleándose a fondo para impedir el choque, por mandato del Papa. Movíase de un ejército a otro, volvía para conferir en el convento del padre Emanuel, marchábase a caballo para llevar contraproposiciones a los unos y a los otros. Roberto lo veía siempre y sólo de lejos, cubierto de polvo, pródigo de bonetadas con todos. Ambas partes, mientras tanto, estaban paradas, porque la primera que se hubiera movido habría recibido jaque mate. Roberto llegó a preguntarse si por ventura la armada de socorro no era una invención de aquel joven capitán, que estaba haciendo soñar el mismo sueño a sitiadores y sitiados.

De hecho, desde junio celebrábase una reunión de los electores imperiales en Ratisbona, y Francia había enviado a sus embajadores, entre los cuales figuraba el padre José. Y mientras se repartían ciudades y regiones, habíase llegado a un convenio sobre Casal desde el 13 de octubre. Mazzarini habíalo sabido bien pronto, como dijo el padre Emanuel a Roberto, y se trataba sólo de convencer dello tanto a los que estaban llegando como a los que estaban esperándolos. Los españoles noticias habían recibido más de una, pero una decía lo contrario de la otra; los franceses también sabían algo, pero temían que Richelieu no estuviera de acuerdo. Y, de hecho, no lo estaba, mas desde aquellos días el futuro Cardenal Mazarino se las ingeniaba para hacer marchar las cosas a su manera y a espaldas del que se habría convertido luego en su protector.

Así estaban las cosas cuando el 26 de octubre los dos ejércitos se encontraron frente a frente. Hacia levante, al filo de las colinas de Fregene, habíase dispuesto la armada francesa; de cara, con el río a la izquierda, en el llano entre las murallas y las colinas, el ejército español, que Toiras estaba batiendo desde atrás.

Una fila de carros enemigos estaba saliendo de la ciudad, Toiras había reunido a la poca caballería que le había quedado y habíala lanzado fuera de las murallas, para detenerlos. Roberto había implorado tomar parte en la acción, pero no le había sido concedido. Ahora se sentía como sobre el combés de un bajel del que no podía desembarcar, observando un gran trecho de mar y las montuosidades de una Isla que le era negada.

Habíase oído, de repente, disparar, quizá las dos vanguardias estaban llegando a contacto: Toiras había decidido la salida, para ocupar en dos frentes a los tercios de Su Majestad Católica. Las tropas iban a salir de las murallas, cuando Roberto, desde los baluartes, vio un caballero negro que, sin cuidarse de las primeras balas, corría en medio de los dos ejércitos, justo en la línea de fuego, agitando un papel y gritando, así refirieron luego los espectadores: «¡Paz, paz!»

Era el capitán Mazzarini. En el curso de sus últimas peregrinaciones entre una y otra ribera, había convencido a los españoles de que aceptaran los acuerdos de Ratisbona. La guerra había terminado. Casal quedábase en manos de Nevers, franceses y españoles comprometíanse a dejarla. Mientras las formaciones se deshacían, Roberto saltó sobre el fiel Pañufli y corrió al lugar del choque fallido. Vio gentileshombres con armaduras doradas absortos en elaborados saludos, parabienes, pasos de danza, mientras se aparejaban mesitas de fortuna para sellar los pactos.

El día después empezaban las partidas, primero los españoles, luego los franceses, pero con algunas confusiones, encuentros casuales, cambios de regalos, ofrecimientos de amistad, mientras en la ciudad sé pudrían al sol los cadáveres de los apestados, sollozaban las viudas, algunos burgueses descubríanse tan ricos de monedas sonantes como de mal francés, sin haber yacido, no obstante, sino con sus propias mujeres.

Roberto intentó volver a encontrar a sus campesinos. De la armada de la Griva ya no había noticias. Algunos debían de haber muerto de peste, los demás habíanse dispersado. Roberto pensó que habían vuelto a casa, y por ellos quizá su madre había conocido la muerte del marido. Se preguntó si no debería acompañarla en ese momento, pero ya no entendía cuál era su deber.

Es difícil decir si habían sacudido mayormente su fe los mundos infinitamente pequeños e infinitamente grandes en un vacío sin Dios y sin regla, que Saint-Savin habíale hecho vislumbrar, las lecciones de prudencia de Saleta y Salazar, o el arte de las Heroicas Empresas que el padre Emanuel le dejaba como única ciencia.

Por la forma en que lo evoca en el Daphne, considero que en Casal, mientras perdía tanto al padre como a sí mismo en una guerra de demasiados y ningún significado, Roberto había aprendido a ver el universo mundo como una insegura urdimbre de enigmas, detrás de la cual no había ya un Autor; o, si lo había, parecía perdido en rehacerse a sí mismo desde demasiadas perspectivas.

Si allá había intuido un mundo sin centro, hecho sólo de solos perímetros, aquí se sentía de verdad en la más extrema y perdida de las periferias; porque si un centro existía, estaba ante él, y era él su satélite inmóvil.