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EL MAPA DE LA TERNURA

La noche del veinte y nueve de junio un gran estruendo había despertado a los sitiados, seguido por un redoble de tambores: había estallado la primera mina que los enemigos habían conseguido hacer volar bajo las murallas, haciendo saltar una media luna y sepultando a veinte y cinco soldados. El día después, hacia las seis de la tarde, habíase oído como un temporal hacia poniente, y hacia oriente había aparecido un cuerno de la abundancia, más blanco que el resto del cielo, con la punta que se alargaba y acortaba. Era un cometa, que había turbado a los hombres de armas e inducido a los habitantes a encerrarse en casa. En las semanas siguientes habían saltado otros puntos de las murallas, mientras desde los espaltes, los sitiados tiraban en balde, porque ya los adversarios se movían bajo tierra, y las contraminas no conseguían desanidarlos.

Roberto vivía aquel naufragio como un pasajero extraño. Pasaba largas horas dialogando con el padre Emanuel sobre la mejor manera de describir los fuegos del cerco, pero frecuentaba cada vez más a Saint-Savin para elaborar con él metáforas de par prontitud que describieran los fuegos de su amor, cuyo fracaso no había osado confesar. Saint-Savin apercibíale de una escena donde su caso galante podía desenvolverse felizmente; padecía, callando, la ignominia de elaborar con el amigo otras cartas, que luego fingía remitir, releyéndolas, en cambio, cada noche como si el diario de tantos suspiros estuviera dirigido por ella a él. Novelaba sobre situaciones en las que la Novarese, perseguida por los lansquenetes, caíale extenuada entre los brazos, él desbarataba a los enemigos y la conducía exhausta a un jardín, donde gozaba de su salvaje gratitud. Ante pensamientos tales abandonábase en su cama, se recobraba después de un largo desmayo y componía sonetos para la amada.

Habíale enseñado uno a Saint-Savin que había comentado:

—Lo considero de una gran porquería, si me lo permitís, mas consolaos: la mayor parte de los que se definen poetas en París hacen cosas mucho peores. No poeticéis sobre vuestro amor, la pasión os veda esa divina frialdad que era la gloria de Catulo.

Se descubrió de humor melancólico y se lo dijo a Saint-Savin:

—Alegraos —comentó el amigo—, la melancolía no es borra sino flor de la sangre, y genera a los héroes porque, lindando con la locura, los induce a las acciones más denodadas.

Pero Roberto sentíase inducido a nada, y poníase melancólico de no ser bastantemente melancólico.

Sordo a los gritos y a los cañonazos, oía voces de alivio (hay crisis en el campo español, dizque la armada francesa avanza), alegrábase porque a mediados de julio una contramina por fin había conseguido causar gran mortandad de muchos españoles; pero entre tanto, evacuábanse muchas medias lunas, y a mediados de julio, las vanguardias enemigas ya podían batir directamente la ciudad. Se enteraba de que algunos casaleses intentaban pescar en el Po y, sin cuidarse de si recorría calles expuestas a los tiros enemigos, corría a ver, con el temor de que los imperiales le dispararan a la Novarese.

Pasaba haciéndose sitio entre los soldados en rebelión, cuyo contrato no preveía que excavaran trincheras; pero los casaleses se negaban a hacerlo por ellos, y Toiras veíase obligado a prometer un sobresueldo. Se cumplimentaba, como todos, sabiendo que Espinola había enfermado de peste, gozaba viendo un grupo de desertores napolitanos que habían entrado en la ciudad, abandonando por miedo el campo adversario insidiado por el morbo, oía al padre Emanuel decir que aquello podía convertirse en causa de contagio…

A mediados de septiembre, apareció la peste en la ciudad, Roberto no se preocupó, si no temiendo que la Novarese la hubiera contraído, y se despertó una mañana con la fiebre alta. Consiguió enviar a alguien para que avisara al padre Emanuel, y fue hospedado a escondidas en su convento, evitando uno de aquellos lazaretos de fortuna donde los enfermos morían deprisa y sin alboroto para no distraer a los demás, ocupados en morir de pirotecnia.

Roberto no pensaba en la muerte: tomaba la fiebre por el amor y soñaba con tocar las carnes de la Novarese mientras ajaba los pliegues del jergón, o acariciaba las partes sudadas y dolientes de su cuerpo.

Potencia de una memoria demasiado icástica, aquella noche en el Daphne, mientras la oscuridad avanzaba, el cielo realizaba sus lentos movimientos, y la Cruz del Sur había desaparecido en el horizonte, Roberto no sabía ya si ardía de recobrado amor por la Diana guerrera de Casal o por la Señora igualmente lejana a su vista.

Quiso saber dónde habría podido huir ella, y corrió a la cámara de los instrumentos náuticos donde le parecía que había un mapa de aquellos mares. Lo encontró, era grande, de colores, e inacabado, porque entonces muchos mapas no acabábanse por necesidad: el navegante de una nueva tierra, dibujaba las costas que había visto, pero dejaba incompleto el contorno, no sabiendo nunca cómo y cuándo y dónde extendíase aquella tierra; por lo cual, las cartas de navegación del Pacífico parecían a menudo arabescos de playas, atisbos de perímetros, hipótesis de volúmenes, y definidos veíanse solamente los pocos islotes circunnavegados, y el curso de los vientos conocidos por experiencia. Algunos, para hacer reconocible una isla, no hacían sino dibujar con mucha precisión la forma de las cimas y de las nubes que la dominaban, para que resultaran identificables así como se reconoce de lejos a una persona por el ala del sombrero, o por el paso aproximado.

Ahora bien, en aquel mapa estaban visibles los lindes de dos costas enfrentadas, divididas por un canal orientado de sur a norte, y una de las dos costas casi terminaba con varias sinuosidades que definían una isla, y podía ser su Isla; empero más allá de un largo trecho de mar, había otros grupos de islas presuntas, con una conformación harto parecida, que podían igualmente representar el lugar en el que él estaba.

Nos equivocaríamos si pensáramos que a Roberto le embargaba curiosidad de geógrafo; demasiado habíalo educado el padre Emanuel a desconcertar lo visible a través de la lente de su anteojo de larga vista aristotélico. ¡Demasiado habíale enseñado Saint-Savin a fomentar el deseo a través del lenguaje, que transforma a una muchacha en cisne y un cisne en mujer, el sol en un caldero y un caldero en sol! Entrada la noche, encontramos a Roberto desvariando sobre el mapa ya transformado en el anhelado cuerpo mujeril.

Si es error de los amantes escribir el nombre amado en la arena de la playa, que luego deslavan y roban las olas, como amante prudente sentíase él, que había encomendado el cuerpo amado a los arcos de los senos y de los golfos, los cabellos al fluir de las corrientes por los meandros de los archipiélagos, el trasudor estival del semblante al reflejo de las aguas, el misterio de los ojos al azul de una amplitud desierta. De suerte que el mapa repetía más veces las facciones del cuerpo amado, en diferentes abandonos de bahías y promontorios. Ansioso naufragaba con la boca en el mapa, bebía aquel océano de voluptuosidad, acariciaba un cabo, no osaba penetrar un estrecho, con la mejilla tendida sobre la hoja respiraba el aliento de los vientos, habría querido sorber los veneros y hontanares, abandonarse sediento a desecar los estuarios, hacerse sol para besar las orillas, marea para endulzar el arcano de las desembocaduras…

Pero no gozaba de la posesión, sino de la privación: mientras en su desvarío tocaba ese vago trofeo de erudito pincel, quizá Otros, en la Isla verdadera —allá donde extendíase en formas donosas que el mapa aún no había sabido capturar— mordían sus frutos, se bañaban en sus aguas… Otros, gigantes estupefactos y feroces, aproximaban en ese instante la tosca mano a su seno, deformes Vulcanos señoreaban aquella delicada Afrodita, rozaban sus bocas con la misma estulticia con la que el pescador de la Isla no Encontrada, allende el último horizonte de las Canarias, arroja sin saberlo la más rara entre las perlas…

Ella en otra mano amante… Era este pensamiento la ebriedad suprema, en la que Roberto se atormentaba, gañendo su enastada impotencia. Y en este frenesí, a gatas sobre la mesa como para asir al menos la extremidad de una falda, la mirada resbaló de la representación de aquel cuerpo pacífico, muellemente undoso, a otro mapa, en el que el desconocido autor había intentado acaso representar los conductos igníferos de los volcanes de la tierra occidental: era un portulano de nuestro globo entero, todo penachos de humo en la cima de las prominencias de la corteza, y en el interior, un enredo de venas adustas; y de ese globo se sintió de improviso imagen viviente, bramó espirando lava por todos los poros, eructando la linfa de su satisfacción insatisfecha, perdiendo por fin los sentidos —destruido por árida hidropesía (así escribe)— sobre aquella anhelada carne austral.