12

LAS PASIONES DEL ALMA

En aquel derrumbarse de todas las ilusiones, Roberto cayó presa de una manía amorosa.

Estábamos ya a finales de junio, y hacía bastante calor; habíanse difundido desde hacía unos diez días las primeras voces de un caso de peste en los reales españoles. En la ciudad empezaban a escasear las municiones, a los soldados distribuíanseles ya sólo catorce onzas de pan muy negro, y para conseguir una pinta de vino (que es menos de media azumbre) de los casaleses había que pagar ya tres florines, que son casi doce reales. Habíanse alternado Salazar en la ciudad y Saleta en el campo para tratar de la ranción —así llamaban el rescate— de oficiales prendidos por una parte y por otra en el transcurso de los choques, y los rescatados debían obligarse a no volver a tomar las armas. Hablábase otra vez de aquel capitán en ascenso en el mundo diplomático, Mazzarini, a quien el Papa había encomendado la negociación.

Alguna esperanza, alguna salida y un jugar a destruirse recíprocamente las minas, así era como se desenvolvía aquel asedio indolente.

A la espera de los conciertos, o de la armada de socorro, los espíritus belicosos habíanse sedado. Algunos casaleses habían decidido salir fuera de las murallas para segar aquellos campos de trigo que se habían salvado de los carros y de los caballos, indiferentes a los cansinos escopetazos que los españoles tiraban de lejos. Pero no todos iban desarmados: Roberto vio a una campesina alta y leonada que a ratos interrumpía su trabajo de hoz, inclinábase entre las espigas, levantaba una escopeta, la embrazaba como soldado viejo, apretando la culata contra la mejilla roja, y apuntaba hacia los que estorbaban. Los españoles, hastiados por los tiros de aquella Ceres guerrera, habían respondido, y un tiro le había dado al sesgo en una muñeca. Sangrando ahora retrocedía, sin dejar de cargar y disparar, gritando algo hacia el enemigo. Mientras estaba ya casi bajo las murallas, unos españoles la apostrofaron:

—¡Puta de los franceses! A lo que ella respondía:

—Si, a sun la pütan’na dei francés, ma ad vui no!

Aquella figura virginal, aquella quintaesencia de belleza opima y de furia marcial, unida a aquella sospecha de impudicia con la que el insulto habíala enriquecido, atizaron los sentidos del adolescente.

Aquel día había recorrido las calles de Casal para renovar aquella visión; había interrogado a unos campesinos, había sabido que la muchacha se llamaba según algunos Anna Maria Novarese, Francesca según otros, y en una taberna habíanle dicho que tenía veinte años, que venía de la comarca, y que tenía amoríos con un soldado francés. «L’é brava la Francesca, se l’è, brava», decían con sonrisas de inteligencia, y a Roberto la amada parecióle aún más deseable en cuanto, una vez más, adulada por aquellos guiños licenciosos.

Algunas tardes después, pasando por delante de una casa, la divisó en una habitación oscura en el cuarto bajo. Estaba sentada junto a la ventana para tomar un airecillo que mitigaba apenas el bochorno monferrín, aclarada por una lámpara, invisible desde fuera, que descansaba cerca del alféizar. De buenas a primeras no la había reconocido porque sus hermosos cabellos estaban recogidos en la cabeza, y sólo dos mechones colgaban encima de las orejas. Se divisaba tan sólo el rostro un poco inclinado, singular purísimo óvalo, rociado por algún aljófar de sudor, única verdadera lámpara en aquella penumbra.

Estaba trabajando en la costura sobre una mesita baja, en la que posaba la mirada atenta, de suerte que no dio en la cuenta del joven, que se había retraído a atisbarla de lado, agazapándose contra el muro. Con el corazón que le golpeaba en el pecho, Roberto veía el labio, sombreado por una pelusilla rubia. De repente, ella había alzado una mano aún más luminosa que el rostro, para llevarse a la boca un hilo oscuro: lo había introducido entre los labios rojos descubriendo los dientes blancos y lo había cortado de una vez, con acción de fiera gentil, sonriendo risueña de su benigna crueldad.

Roberto habría podido esperar toda la noche, mientras respiraba apenas, por el temor de ser descubierto y por el ardor que lo helaba. Pero poco después, la muchacha apagó la lámpara, y la visión se disipó.

Había pasado por aquella calle los días siguientes, sin volver a verla, excepto una sola vez, aunque no estaba seguro porque, si era ella, estaba sentada con la cabeza gacha, el cuello desnudo y sonrosado, una cascada de cabellos que le cubrían el rostro. Una matrona estaba a sus espaldas, navegando por aquellas olas leoninas con un peine de pastora, y de vez en cuando lo dejaba para asir con los dedos un animalillo fugitivo, cuya vida bulliciosa torcíanle sus unas con un golpe seco. Roberto, no nuevo a los ritos del despiojamiento, descubría, en cambio, por vez primera, su belleza, e imaginaba poder poner las manos entre aquellas ondas de seda, apretar las yemas sobre aquella nuca, besar esos surcos, destruir él mismo aquellos rebaños de mirmidones que los contaminaban.

Tuvo que alejarse de aquel embeleso por el sobrevenir de gentío que alborotaba la calle, y fue la última vez que aquella ventana le reservó amorosas visiones.

Otras tardes y otras noches divisó aún a la matrona, y a otra muchacha, pero no a ella. Llegó a la conclusión de que aquella no era su casa, sino la de una pariente, a la que había ido sólo para hacer alguna labor. Dónde pudiere estar ella, por largos días dejó de saberlo.

Comoquiera que la languidez amorosa es licor que cobra mayor fuerza cuando se trasiega en los oídos de un amigo, mientras recorría Casal sin fruto, y adelgazaba en la búsqueda, Roberto no había conseguido esconder su estado a Saint-Savin. Habíaselo revelado por vanidad, porque todos los amantes se adornan de la belleza de la amada y de esta belleza está seguramente seguro.

—Pues bien, amad —había reaccionado Saint-Savin con descuido—. No es cosa nueva. Parece ser que los humanos se deleitan con ello, a diferencia de los animales.

—¿Los animales no aman?

—No, las máquinas simples no aman. ¿Qué hacen las ruedas de un carro a lo largo de una cuesta? Ruedan hacia abajo. La máquina es un peso, y el peso pende, y depende de la ciega necesidad que lo empuja a la bajada. Así el animal: pende hacia el concúbito y no se sosiega hasta que no lo obtiene.

—¿Acaso no me habíais dicho ayer que también los hombres son máquinas?

—Sí, pero la máquina humana es más compleja que la máquina mineral y que la animal, y se complace de un movimiento oscilatorio.

—¿Y entonces?

—Entonces vos amáis, y por tanto deseáis y no deseáis. El amor nos hace enemigos de nosotros mismos. Teméis que alcanzar el fin os decepcione. Os deleitáis in limine, como dicen los teólogos, gozáis del retraso.

—No es verdad, yo… ¡yo la quiero inmediatamente!

—Si así fuere, seríais aún y solamente un rústico. Pero tenéis espíritu. Si la quisierais ya la habríais tomado; y seríais un bruto. No, vos queréis que vuestro deseo se inflame, y que entretanto se encienda también el suyo. Si el suyo se inflamare a tal punto que la indujere a concederse inmediatamente, con toda probabilidad ya no la querríais. En la espera prospera el amor. La Espera va caminando por los espaciosos campos del Tiempo hacia la Ocasión.

—¿Pues qué hago entretanto?

—¡Cortejadla!

—Mas… Ella todavía no sabe nada, y debo confesaros que tengo dificultades en acercarme a ella…

—Escribidle una carta y decidle de vuestro amor.

—¡Si jamás he escrito cartas de amor! Antes, me avergüenzo de decir que jamás he escrito cartas.

—Cuando la naturaleza déjanos a lo mejor, acojámonos al arte. Os la dictaré yo. Un gentilhombre se complace a menudo en redactar cartas para una dama que no ha visto nunca, y yo no soy menos. No amando sé hablar de amor mejor que vos, a quien el amor os hace mudo.

—Mas yo creo que cada persona ama de forma diferente… Sería un artificio.

—Si le revelarais vuestro amor con el acento de la sinceridad, resultaríais torpe.

—Mas le diría la verdad…

—La verdad es una doncella tan vergonzosa cuanto hermosa, y por esto anda siempre tapada.

—¡Es que yo quiero decirle mi amor, no el que vos describiríais!

—Pues bien, para ser creído, fingid. No existe perfección sin el esplendor de la maquinación.

—Mas ella entendería que la carta no está hablando de ella.

—No temáis, creerá que lo que dicto ha sido concebido a su medida. Adelante, sentaos y escribid. Dejad sólo que encuentre la inspiración.

Saint-Savin movíase por la habitación como si, dice Roberto, estuviera remedando el vuelo de una abeja que regresa al panal. Casi danzaba, con los ojos vagarosos, como si tuviera que leer en el aire ese mensaje, que aún no existía. Luego empezó.

—Señora…

—¿Señora?

—¿Y qué querríais decirle? ¿Acaso «oye tú, putilla casalesa»?

—Puta de los franceses —no pudo refrenarse de murmurar Roberto, aterrorizado de que Saint-Savin por juego se hubiera acercado tanto, si no a la verdad, por lo menos a la calumnia.

—¿Qué habéis dicho?

—Nada. Está bien. Señora. ¿Y luego?

—Señora: en la admirable arquitectura del Universo, estaba ya escrito desde el natal día de la Creación que yo os habría encontrado y amado. Mas desde la primera línea de esta carta siento que mi alma tanto rebosa que habrá abandonado mis labios y mi pluma antes que haya acabado.

—… Acabado. Pero no sé si será comprensible para…

—Lo verdadero es tanto más grato cuanto más híspido de dificultades, y más apreciada es la revelación que harto nos haya costado. Elevemos antes el tono. Digamos entonces… Señora…

—¿Aún?

—Sí. Señora: a una dama en hermosura par a Alcidiana, érale sin duda necesaria, como a aquesta Heroína, demora inexpugnable. Por encantamiento fuisteis transportada a otro lugar y vuestra provincia convirtióse en una segunda ínsula Errante que el viento de mis suspiros hace retroceder a la par que me aproximo, provincia antípoda, tierra de hielos inabordable. Os veo perplejo, la Grive: ¿aún os parece mediocre?

—No, es que… yo diría lo contrario.

—No temáis —dijo Saint-Savin tergiversando—, no faltarán contrapuntos de contrarios. Prosigamos. Quizá vuestras gracias os dan derecho a permanecer lejana cual a Dioses se conviene. ¿Mas desconocéis acaso la favorable acogida que a nuestros sahumerios e inciensos ellos deparan? No rechacéis pues mi adoración, que si vos poseéis en sumo grado esplendor y belleza, haríais de mí ser impío impidiéndome adorar en vuestra persona dos entre los mayores atributos divinos… ¿Suena mejor así?

En ese punto, Roberto pensaba que el único problema era que la Novarese supiera leer. Franqueado aquel baluarte, cualquier cosa que hubiere leído sin duda habríala arrobado, visto que estaba arrobándose él al escribirlo.

—Dios mío —dijo—, debería de enloquecer…

—Enloquecerá. Continuad. Lejos de haber perdido mi corazón cuando os hice obsequio de mi libertad, hállomelo desde aquel día harto más grande, a tal punto multiplicado que, como si uno solo no bastara para amaros, está reproduciéndose por todas mis arterias donde lo siento palpitar…

—Oh Dios…

—No perdáis la calma. Estáis hablando de amor, no estáis amando. Perdonad Señora el furor de un desesperado, o mejor, no os deis pena: no hase oído jamás que los soberanos hubieren de rendir cuentas de la muerte de sus esclavos. Soy contento de recibirla; porque no podéisme hacer mayores mercedes, que mi fin sea causado por vuestra hermosura y si os dignáredes de odiarme, aqueso me dirá que no os era yo indiferente. Así la muerte, con la que creéis castigarme, me será causa de gozo. Sí, la muerte. Si amor es entender que dos almas fueron creadas para ser unidas, cuando advierte la una que la otra no siente, no le cumple en el mundo ya más vivir muriendo; y partiéndose mi alma, de mi cuerpo vivo aún por poco, os da noticia.

—…Por poco ¿os da?

—Noticia.

—Dejadme tomar aliento. Se me calienta la cabeza…

—Controlaos. No confundáis el amor con el arte.

—¡Es que yo la amo! La amo, ¿entendéis?

—Yo no. Por eso os habéis encomendado a mí. Escribid sin pensar en ella. Pensad, veamos, en el señor de Toiras…

—¡Os lo ruego!

—No adoptéis ese aire. Es un hombre guapo, al fin y al cabo. Pero escribid. Señora…

—¿Otra vez?

—Otra vez. Señora: habéisme destinado a morir ciego, pues ¿no habéis hecho dos alquitaras de mis ojos, para destilarme la vida? Y sólo vos podíais obrar tal maravilla, que más mis ojos se humedecen y más abrasan. Quizá no formara mi padre el cuerpo mío de la misma arcilla que dio vida al primer hombre, sino de cal, pues que el agua que vierto me consume. ¿Y cómo es posible que consumido aún viva, hallando nuevas aguas para seguir consumiéndome?

—¿No es exagerado?

—En las ocasiones grandiosas ha de ser grandioso también el pensamiento.

Roberto ya no protestaba. Parecíale haberse transformado en la Novarese, y experimentaba lo que ella habría debido experimentar leyendo aquellas páginas. Saint-Savin dictaba.

—Habéis dejado en mi corazón, al abandonarlo, a una insolente, que es vuestra imagen, y que anda jactándose de tener sobre mí poder de vida y muerte. Y vos os habéis alejado de mí cual soberano se aleja del lugar del suplicio, no sea importunado por las solicitudes de gracia. Si mi alma y mi amor se componen de dos puros suspiros, cuando yo muera, conjuraré a la Agonía para que sea el de mi amor el que me abandone por último, y habré realizado, como postrero regalo, milagro del que deberíais estar orgullosa, que al menos por un instante seréis suspirada por un cuerpo ya muerto.

—Muerto. ¿Acabado?

—No, dejadme pensar, hace falta un cierre que contenga una pointe…

—¿Una puan qué?

—Sí, un acto del intelecto que parezca expresar la correspondencia inaudita entre los objetos, más allá de cualquier creencia nuestra, de suerte que en este placentero juego del espíritu se extravíe felizmente cualquier deferencia hacia la substancia de las cosas.

—No entiendo…

—Entenderéis. Ya está: invirtamos de momento el sentido de la apelación: en efecto aún no habéis muerto, démosle la posibilidad de acudir en socorro de este moribundo. Escribid. Podríais quizá, Señora, salvarme todavía. Os he hecho obsequio de mi corazón. ¿Mas cómo puedo vivir sin el motor mismo de la vida? No os pido que me lo devolváis, que sólo en vuestro cautiverio goza de la más sublime de las libertades: os ruego, enviadme a cambio el vuestro, que no encontrará tabernáculo mejor dispuesto para acogerlo. Para vivir, vos no necesitáis dos corazones, y el mío late por vos tan fuerte que os asegura el más sempiterno de los fervores.

Luego haciendo media pirueta e inclinándose como un actor que esperara el aplauso:

—¿No es bello?

—¿Bello? Pues lo encuentro… qué decir… ridículo. ¿Acaso no os parece ver a esta señora corriendo por Casal a tomar y entregar corazones, como un paje?

—¿Queréis que ame a un hombre que habla como un burgués cualquiera? Firmad y sellad.

—No pienso en la dama, pienso que si se la enseñara a alguien, moriría de vergüenza.

—No lo hará. Guardará la carta en su seno y todas las noches encenderá un pábilo junto al lecho para releerla, y cubrirla de besos. Firmad y sellad.

—Pero imaginemos, digo por decir, que ella no supiere leer. Tendrá que hacer que alguien se la lea…

—¡Pero señor de la Grive! ¿Me estáis diciendo acaso que os habéis encaprichado de una villana? ¿Que habéis dilapidado mi inspiración para poner en embarazo a una rústica? No nos queda sino batirnos.

—Era un ejemplo. Una broma. Pues háseme enseñado que el hombre prudente debe ponderar los casos, las circunstancias y entre los posibles también los más imposibles…

—Veo que estáis aprendiendo a exprimiros como se conviene. Pero habéis ponderado mal y elegido el más risible entre los posibles. En cualquier caso, no quiero forzaros. Borrad si queréis la última frase y continuad como os diré…

—Pero si borro tendré que volver a escribir la carta.

—Sois también haragán. Mas el sabio debe sacar partido de las desventuras. Borrad… ¿ya? Bien.

Saint-Savin había mojado el dedo en una jarra, luego había dejado caer una gota sobre el párrafo borrado, obteniendo una pequeña mancha de humedad, cuyos contornos difuminados poco a poco se oscurecían por la negrura de la tinta que el agua había hecho retroceder sobre la hoja.

—Y ahora escribid. Perdonad Señora, si no he tenido el valor de dejar con vida un pensamiento que, robándome una lágrima, me ha espantado por su osadía. Así acontece, que un fuego etneo puede generar un dulcísimo arroyo de aguas salobres. Mas, oh Señora, mi corazón es como la concha marina, que al beber el bello sudor del alba genera la perla, y crece una con ella. Al pensamiento de que vuestra indiferencia quisiera sustraerle a mi corazón aljófar tan celosamente alimentado, el corazón se me escapa por los ojos… Sí, la Grive, así está indudablemente mejor, hemos reducido los excesos. Mejor acabar atenuando el énfasis de amante, para gigantizar la conmoción de la amada. Firmad, sellad y hacédsela llegar. Luego esperad.

—Esperar, ¿qué?

—El norte de la Brújula de la Prudencia consiste en desplegar las velas al viento del Momento Favorable. En estas cosas la espera nunca hace daño. La presencia mengua la fama y la lejanía la acrecienta. Estando lejos seréis tenido por un león, y estando presente podríais convertiros en un ratoncito alumbrado por la montaña. Sois sin duda rico de buenísimas prendas. Pero las prendas pierden lucimiento si se tocan demasiado, mientras la fantasía llega más lejos que la vista.

Roberto había dado las gracias y había corrido a su casa escondiendo la carta en el pecho como si la hubiera robado. Temía que alguien le hurtara el fruto de su hurto.

La encontraré, se decía, me inclinaré y entregaré la carta. Luego se agitaba en el lecho pensando en la manera en que ella la habría leído con los labios. Ya estaba imaginando a Anna María Francesca Novarese como dotada de todas aquellas virtudes que Saint-Savin habíale atribuido. Declarando, aunque por voz ajena, su amor, habíase sentido aún más amante. Haciendo algo contra su genio había sido seducido por el Ingenio. Él ahora amaba a la Novarese con la misma exquisita violencia de la que decía la carta.

Habiéndose puesto en busca de aquella de la cual estaba tan dispuesto a permanecer alejado, mientras algunos cañonazos llovían sobre la ciudad, descuidado del peligro, algunos días después habíala divisado en una esquina, cargada de espigas como una criatura mitológica. Con gran tumulto interior había corrido a su encuentro, no sabiendo bien qué habría hecho o dicho.

Acercándose a ella tembloroso, se había parado delante y le había dicho:

—Señora…

—A mi? —había contestado riendo la muchacha, y luego—: E alura?

—Y pues —no había sabido decir nada mejor Roberto—, ¿podríais decirme por qué parte se va al Castillo?

Y la muchacha moviendo hacia atrás la cabeza, y la gran masa de cabellos:

—Ma da la, no?

Y había doblado la esquina.

En aquella esquina, mientras Roberto dudaba de si seguirla, había caído silbando una bala de cañón, derribando el murete de un jardín, y levantando una nube de polvo. Roberto había tosido, había esperado que el polvo se aclarara y había comprendido que, caminando con demasiada vacilación por los espaciosos campos del Tiempo, había perdido la Ocasión.

Para castigarse, rasgó con contrición la carta y dirigióse hacia casa, mientras los jirones de su corazón se apelotillaban en el suelo.

Su primer e impreciso amor lo había convencido para siempre de que el objeto amado reside en la lejanía, y creo que esto marcó su destino de amante. Durante los días siguientes había vuelto a todas las esquinas (donde recibiera una noticia, donde adivinara un rastro, donde oyera hablar de ella y donde la viera) para recomponer un paisaje de la memoria. Había dibujado así un Casal de la propia pasión, transformando callejuelas, fuentes, plazas, en el Río de la Inclinación, en el Lago de la Indiferencia, o en el Mar de la Enemistad; había hecho de la ciudad herida el País de la propia Ternura insaciada, isla (ya entonces, presagio) de su soledad.