ARTE DE PRUDENCIA
¿Las veía porque había naufragado de verdad en los límites del jardín del Edén o porque había salido del vientre de aquel navío como de un embudo infernal? Quizá ambas cosas. Ese naufragio, devolviéndolo al espectáculo de otra naturaleza, lo había librado del Infierno del Mundo en el que había entrado, perdiendo las ilusiones de la infancia, en los días de Casal.
Había sido allá, una vez más, donde, después de haber entrevisto la historia como lugar de muchos caprichos, e intrigas incomprensibles de la Razón de Estado, Saint-Savin habíale hecho comprender cómo la gran máquina del mundo era falaz, atormentada por las nequicias del Azar. Se había acabado en pocos días el sueño de gestas heroicas de su adolescencia, y con el padre Emanuel había entendido que había que enfervorizarse por las Heroicas Empresas. Y que se puede emplear una vida no para combatir a un gigante sino para nombrar de demasiadas maneras a un enano.
Abandonado el convento, habíase acompañado del señor de la Saleta, el cual, a su vez, acompañaba al señor de Salazar fuera de las murallas. Y para llegar a la que Salazar llamaba la Puerta de Estopa, estaban recorriendo un trecho de baluarte.
Los dos gentileshombres estaban elogiando la máquina del padre Emanuel y Roberto ingenuamente había preguntado de qué podía valer tanta ciencia para regular el destino de un asedio.
El señor de Salazar habíase echado a reír.
—Mi joven amigo —había dicho—, todos nosotros estamos aquí, y en atención a monarcas diferentes, para que esta guerra se resuelva según justicia y honor. Pero ya no son tiempos en los cuales se pueda cambiar el curso de las estrellas con la espada. Terminó el tiempo en que los gentileshombres creaban a los reyes; agora son los reyes los que crean a los gentileshombres. Antes la vida de corte era una espera del momento en el que el gentilhombre habríase demostrado tal en la guerra. Agora todos los gentileshombres que adivináis allá abajo -indicaba a las tiendas españolas-, y aquí abajo —e indicaba los acantonamientos franceses—, viven esta guerra para poder volver a su lugar natural, que es la corte, y en la corte, amigo mío, ya no se lucha por igualar al rey en virtud, sino para obtener su favor. Hoy en Madrid se ven hidalgos que la espada no la han desenvainado jamás, y no se alejan de la ciudad: la dejarían, mientras se empolvan en los campos de la gloria, en las manos de burgueses adinerados y de una nobleza de toga que en estos tiempos incluso un monarca tiene muy en cuenta. Al guerrero no le queda sino abandonar el valor para seguir a la prudencia.
—¿La prudencia? —había preguntado Roberto.
Salazar lo había invitado a mirar hacia el llano. Las dos partes estaban empeñadas en perezosas escaramuzas y veíanse nubes de polvo levantarse a la entrada de las minas, allá donde caían las balas de los cañones. Hacia el noroeste los imperiales estaban empujando un mantelete: tratábase de un carro sólido, arqueado en los lados, que acababa en el frente en un parapeto de duelas de roble, acorazadas con trancas de hierro tachonadas. En esa fachada abríanse troneras de las que sobresalían espingardas, culebrinas y arcabuces, y de lado se entreveían a los lansquenetes atrincherados a bordo. Híspida de cañones delante y de aceros a los lados, chirriante de cadenas, la máquina emitía a veces resoplidos de fuego por una de sus gargantas. Cierto es que los enemigos no pretendían emplearla inmediatamente, pues era artilugio que había de llevarse debajo de las murallas cuando las minas hubieran hecho ya su oficio, pero igualmente cierto era que la exhibían para aterrorizar a los sitiados.
—Ve Vuesa Merced —decía Salazar—, que la guerra la decidirán las máquinas, carro falcado o mina que fueren. Algunos de nuestros valerosos compañeros, de ambas partes, que han ofrecido el pecho al adversario, cuando no hayan muerto por error, no lo han hecho por vencer, sino para ganarse reputación que gastar a la vuelta a la corte. Los más valientes entre ellos tendrán el juicio de elegir empresas que causen fragor, pero calculando la proporción entre lo que arriesgan y lo que pueden ganar…
—Mi padre… —empezó Roberto, huérfano de un héroe que no había calculado nada.
Salazar lo interrumpió:
—El padre de Vuesa Merced era precisamente un hombre de los tiempos pasados. No crea que no los echo de menos, pero ¿puede valer aún la pena llevar a cabo un gesto animoso, cuando se hablará más de una bella retirada que de una gallarda acometida? ¿No acába de ver una máquina de guerra dispuesta a resolver la suerte de un asedio más de lo que no hicieron un tiempo las espadas? ¿Y no hace años y años que las espadas han dejado ya el lugar al arcabuz? Nosotros llevamos aún las corazas, pero un pícaro puede aprender en un día a horadar la coraza del gran Bayardo.
—Pues entonces ¿qué le ha quedado al gentilhombre?
—El juicio, señor de la Grive. El éxito ya no tiene el color del sol, sino que crece a la luz de la luna, y nadie ha dicho nunca que esta segunda lumbrera resultara desagradable al creador de todas las cosas. Jesús mismo ponderó, en el huerto de los olivos, de noche.
—Mas luego tomó una decisión según la más heroica de las virtudes, y sin prudencia…
—Pero nosotros no somos el Hijo primogénito del Eterno, somos los hijos del siglo. Acabado este asedio, si una máquina no le ha quitado la vida, ¿qué hará Vuesa Merced? ¿Volverá quizá a sus campos, donde nadie le dará ocasión de resultar digno de su padre? Con los pocos días que Vuesa Merced lleva moviéndose en medio de hidalgos parisinos demuestra ya haber sido conquistado por sus costumbres. Vuesa Merced querrá probar fortuna en la gran ciudad, y sabe bien que es allí donde deberá gastar ese halón de braveza que la larga inacción entre estas murallas le habrá concedido. Buscará también Vuesa Merced la fortuna y deberá ser hábil para obtenerla. Si aquí ha aprendido a esquivar la bala de un mosquete, allá deberá aprender a saber esquivar la envidia, los celos, la cudicia, batiéndose con armas pares con sus adversarios, es decir, con todos. Y por tanto tenga a bien escucharme. Ha media hora que Vuesa Merced me interrumpe diciendo lo que piensa, y con aire de preguntar quiere demostrarme que me engaño. No lo haga nunca más, sobre todo con los poderosos. A veces la confianza en la propia sagacidad y el sentimiento de tener que atestiguar la verdad podrían empujar a dar un buen aviso a quien es más que Vuesa Merced. No lo haga jamás. Todo vencimiento es odioso, y del dueño, o necio, o fatal. Gustan de ser ayudados los príncipes, pero no excedidos. Vuesa Merced será prudente también con los iguales. No se ha de humillarlos con las propias virtudes. Nunca hable de sí: o se ha de alabar, que es desmerecimiento, o se ha de vituperar, que es poquedad. Permítase algún venial desliz: será como un echar la capa al toro de la envidia, para salvar la inmortalidad. Deberá ser bastante y parecer poco. El avestruz no aspira a elevarse en el aire, exponiéndose a ejemplar despeño: deja descubrir poco a poco la belleza de sus plumas. Y sobre todo, si Vuesa Merced tiene pasiones, no las ponga en muéstra, por muy nobles que se las represente. No se ha de permitir a todos el acceso al propio corazón. Un silencio prudente y cauto es la teca del juicio.
—¡Vuesa Merced me está diciendo que el primer deber de un gentilhombre es aprender a simular!
Intervino sonriendo el señor de la Saleta:
—Vea, querido Roberto, el señor de Salazar no dice que el sabio debe simular. Sugiere, si he entendido bien, que debe aprender a disimular. Si simula lo que no se es, se disimula lo que se es. Si Vuesa Merced alardea de lo que no ha hecho, es un simulador, pero si evita, sin hacerlo notar, dar a conocer completamente lo que ha hecho, entonces disimula. Es virtud sobre virtud disimular la virtud. El señor de Salazar está enseñando a Vuesa Merced una forma prudente de ser virtuoso, o de ser virtuoso según prudencia. Desde que el primer hombre abrió los ojos y conoció que estaba desnudo, procuró ocultarse incluso a la vista de su Artífice: así la solercia en encubrir casi nació con el mundo mismo. Disimular es extender un velo compuesto de tinieblas honestas, del cual no se forma el falso sino que se da un cierto descanso a lo verdadero. La rosa parece bella porque a primera vista disimula ser cosa tan caduca, y aunque de la belleza mortal se use afirmar que no parece cosa terrena, no es sino un cadáver disimulado por el favor de la edad. En esta vida, no siempre se debe ser de corazón abierto, y las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir. La disimulación no es engaño. Es industria de no hacer ver las cosas como son. Y es industria difícil: para sobresalir en ella hace falta que los demás no reconozcan nuestra excelencia. Si alguien fuera célebre por su capacidad de camuflarse, como los actores, todos sabrían que no es lo que finge ser. Pero de los excelentes disimuladores que han sido y son, no se tiene noticia alguna.
—Y note Vuesa Merced —añadió el señor de Salazar—, que invitándole a disimular no se le invita a permanecer mudo como un majadero. Al contrario. Será menester aprender a hacer con la palabra aguda lo que no se puede hacer con la palabra abierta; a moverse en un mundo, que privilegia la apariencia, con todas las agilidades de la elocuencia, a ser tejedor de palabras de seda. Si los dardos traspasan el cuerpo, las palabras pueden traspasar el alma. Haga que sea naturaleza en Vuesa Merced lo que en la máquina del padre Emanuel es arte mecánico.
—Pero señor —dijo Roberto—, la máquina del padre Emanuel me parece una imagen del Ingenio, que no pretende herir o seducir, sino descubrir y revelar conexiones entre las cosas, y por tanto, convertirse en nuevo instrumento de verdad.
—Eso para los filósofos. Pero para los necios use Vuesa Merced el Ingenio para asombrar, y obtendrá aprobación. Los hombres gustan de ser sorprendidos. Si el destino y la fortuna de Vuesa Merced se deciden no en el campo, sino en los salones de la corte, un buen punto obtenido en la conversación será más provechoso que una bizarra acometida en batalla. El hombre prudente, con una frase elegante, se quita de enredo, y sabe usar la lengua con la ligereza de una pluma. La mayor parte de las cosas se puede pagar con las palabras.
—Le esperan en la puerta, Salazar —dijo Saleta.
Y así, para Roberto, tuvo fin aquella inesperada lección de vida y de sabiduría. No quedó edificado, pero sí agradecido a sus dos maestros. Habíanle explicado muchos misterios del siglo, de los cuales en la Griva nunca nadie habíale dicho nada.