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GEOGRAFÍA LA MÁS CURIOSA

Roberto comprendía ahora que el padre Emanuel actuaba en el fondo como si fuera un secuaz de Demócrito y Epicuro: acumulaba átomos de conceptos y los componía en guisas diferentes para formar con ellos muchos objetos. Y así como el Canónigo sostenía que un mundo hecho de átomos no estaba en contraste con la idea de una divinidad que los dispusiera juntos según razón, así el padre Emanuel de aquel polvo de conceptos aceptaba sólo las composiciones realmente agudas. Quizá habría hecho lo mismo si se hubiera dedicado a hacer escenas para un teatro: ¿no sacan, acaso, los comediógrafos acontecimientos inverosímiles, e ingeniosos, de trozos de cosas verosímiles pero sin sabor, para satisfacernos con inesperados hircocervos de acciones?

Y si así era, ¿no acontecía acaso que esa concurrencia de circunstancias que había creado tanto su naufragio como la condición en la que encontrábase el Daphne —al ser verisímil cualquier mínimo acontecimiento, el tufo y el chirriar del casco del barco, el olor de las plantas, las voces de los pájaros— contribuía a bosquejar la impresión de una presencia que no era sino el efecto de un engaño percibido sólo por la mente, como la risa de los prados y las lágrimas del rocío? Así pues, el fantasma de un intruso escondido era composición de átomos de acciones, como el del hermano perdido, ambos formados con los fragmentos de su propio rostro y de sus deseos o pensamientos.

Y precisamente mientras oía contra los cristales una llovizna ligera que estaba refrigerando el estival y meridiano calor, decíase: es natural, yo, y no otro, he subido a este navío como un intruso, yo perturbo este silencio con mis pasos. Y heme aquí que, casi temeroso de haber quebrantado un sagrario ajeno, he forjado otro yo que vaga bajo las mismas puentes. ¿Qué pruebas tengo de que ese tal exista? ¿Una que otra gota de agua sobre las hojas? ¿Y no podría, tal y como agora llueve, haber llovido la noche pasada, puesto que fuera poco? ¿El alpiste? ¿No podrían los pájaros haber movido escarbando el que ya había, haciéndome pensar que alguien hubiera echado más? ¿La ausencia de los huevos? ¡Si justo ayer vi un jerifalte devorar un ratón volador! Yo estoy poblando una bodega que todavía no he visitado y lo hago quizá para tranquilizarme, pues me aterra encontrarme abandonado entre cielo y mar. Señor Roberto de la Grive, repetíase, tú estás solo, y solo podrías permanecer hasta el fin de tus días, y este fin también podría estar próximo: los bastimentos a bordo son muchos, mas para semanas y no para meses. Y, entonces, ve más bien a poner en la puente algún vaso para recoger la mayor cantidad de agua pluvial que pudieres, y aprende a pescar desde la borda, soportando el sol. Y un día u otro tendrás que encontrar la manera de llegar a la Isla, y vivir allí como único morador. En esto has de pensar, y no en historias de intrusos y de ferrantes.

Había cogido unos barriles vacíos y los había dispuesto en el alcázar, soportando la luz filtrada por las nubes. Dio en la cuenta, al hacer este trabajo, de que aún estaba muy débil. Bajó de nuevo, colmó de comida a los animales (quizá para que nadie más estuviera tentado de hacerlo en lugar suyo), y renunció, una vez más, a bajar aún más abajo. Se recogió, pasando algunas horas echado, mientras la lluvia no daba indicios de que fuera a menguar. Hubo algún golpe de viento y por primera vez advirtió que estaba en una casa natátil que se movía como una cuna, mientras un golpear de cuarteles animaba la amplia mole de aquel regazo boscoso.

Apreció esta última metáfora y se preguntó cómo habría leído el padre Emanuel el navío en cuanto manantial de Divisas Enigmáticas. Luego pensó en la Isla y la definió como inaccesible proximidad. El bello concepto le mostró, por segunda vez en el día, la disímil semejanza entre la Isla y la Señora, y estuvo en vela hasta entrada la noche escribiéndole lo que he conseguido obtener en este capítulo.

El Daphne había cabeceado durante toda la noche, y su movimiento, junto con el undoso de la bahía, habíase sosegado de primerísima mañana. Roberto había vislumbrado, desde la ventana, los signos de un alba fría pero tersa. Acordándose de aquella Hipérbole de los Ojos evocada el día de antes, se dijo que habría podido observar la ribera con el anteojo de larga vista que había visto en el camarote de al lado: el mismo borde de la lente y la escena limitada habríanle atenuado los reflejos solares.

Con que apoyó el instrumento en el alféizar de una ventana de la galería y fijó audazmente los límites extremos de la bahía. La Isla presentábase clara, la cima alborotada por un vellón de lana. Como había aprendido a bordo del Amarilis, las islas del océano retienen la humedad de los alisios y la condensan en copos nebulosos, de suerte que, a menudo, los navegantes reconocen la presencia de una tierra antes de divisar sus costas, por las bocanadas del elemento aéreo que la tierra mantiene como amarradas.

De los alisios habíale contado el doctor Byrd, que los llamaba Trade-Winds, pero los franceses decían alisées: hállanse en esos mares los grandes vientos que dictan ley a los huracanes y a las bonanzas, y con ellos juguetean los alisios, que son vientos del antojo, de modo que los mapas representan su vagamundear en forma de una danza de curvas y corrientes, de disparatadas carolas y airosos extravíos. Los alisios se insinúan en el curso de los vientos mayores y los desbaratan, los cortan de través, los entrelazan de carreras. Son lagartijas que colean por sendas imprevistas, se chocan y se esquivan mutuamente, como si en el Mar del Contrario valieran sólo las reglas del arte y no las de la naturaleza. De cosa artificial los alisios tienen figura y más que de las disposiciones armónicas de las cosas que vienen del cielo o de la tierra, como la nieve y los cristales, toman forma de aquellas volutas que los arquitectos imponían a columnas y capiteles.

Que aquél era un mar del artificio, Roberto sospechábalo desde hacía tiempo, y ello le explicaba por qué allá abajo los cosmógrafos habían imaginado siempre seres contrarios a la naturaleza, que caminaban patas arriba.

Desde luego, no podían ser los artistas, que en las cortes de Europa construían grutas incrustadas de lapislázuli, con fuentes movidas por secretos motores, los que habían inspirado a la naturaleza cuando inventaba las tierras de aquellos mares; ni podía haber sido la naturaleza del Polo Desconocido la que había inspirado a aquellos artistas. Es que, decíase Roberto, tanto el Arte como la Naturaleza gustan de maquinar, y otra cosa no hacen los mismos átomos cuando se agregan agora así agora otrosí. ¿Hay prodigio más artificioso que la tortuga, obra de un orfebre de mil y mil años ha, escudo de Aquiles pacientemente nielado que aprisiona a una serpiente con las patas?

En nuestras tierras, se decía, todo lo que es vida vegetal tiene la fragilidad de la hoja con su vena y de la flor que dura el espacio de una mañana, mientras aquí lo vegetal parece cuero, materia densa y oleaginosa, escama dispuesta a resistir rayos de soles arrebatados. Cualquier hoja —en estos lugares donde los moradores salvajes, sin duda, no conocen el arte de los metales y de las arcillas— podría convertirse en instrumento, cuchilla, copa, espátula, y las hojas de las flores son de laca. Todo lo que es vegetal es aquí fuerte, debilísimo todo lo que es animal, a juzgar por los pájaros que he visto, hilados en cristal discolor, mientras en nuestras tierras es animal la fuerza del caballo o la obtusa solidez del buey…

¿Y las frutas? Entre nosotros lo encarnado de la manzana, colorada de salubridad, distingue su sabor amigo, mientras es el livor del hongo el que nos revela su ponzoña. Aquí, en cambio, bien lo vi ayer, y durante el viaje del Amarilis, dase festivo juego de contrarios: el albo mortuorio de una fruta asegura vivaces dulzuras, mientras las frutas más rubicundas pueden segregar filtros letales.

Con el anteojo exploraba la ribera y divisaba entre tierra y mar aquellas raíces trepadoras, que parecían retozar hacia el aire libre, y macollas de frutas oblongas que a buen seguro revelaban su amelazada madurez apareciéndose como bayas inmaduras. Y reconocía, en otras palmas, cocos amarillos como melones de estío, mientras sabía que habrían celebrado su sazón al tomar color de tierra muerta.

Así pues, para vivir en ese terrestre Más Allá (habría debido recordarlo, si hubiere querido llegar a pactos con la naturaleza) era preciso proceder al contrario del proprio instinto, al ser el instinto probablemente un hallazgo de los primeros gigantes que intentaron adaptarse a la naturaleza de la otra parte del globo y, creyendo que la naturaleza más natural era aquella a la que ellos se adaptaban, la pensaban naturalmente nacida para adaptarse a ellos. Por ello creyeron que el sol era pequeño como se les aparecía a ellos, e inmensos veían ciertos tallos de hierba que miraban con el ojo prono a la tierra.

Vivir en las Antípodas significa, pues, reconstruir el instinto, saber hacer de maravilla naturaleza, y de naturaleza maravilla, descubrir lo mudadizo que es el mundo, que en una primera mitad sigue ciertas leyes y en la otra leyes opuestas.

Oía de nuevo el despertar de los pájaros, allá abajo y, a diferencia del primer día, advertía cuánto aquellos cantos eran efecto de arte, si proporcionados al piar de sus tierras: eran gorgores, silbos, borbullones, chisporreteos, chasquidos de lengua, gañidos, atenuados golpes de mosquete, enteras escalas cromáticas de picos, y a veces, oíase como un gritar de ranas agazapadas entre las hojas de los árboles, en homérico parlotear.

El anteojo permitíale divisar husos, balas plumosas, calofríos negros o de confusa tinta, que se tiraban de un árbol más alto apuntando hacia el suelo con la demencia de un ícaro que quisiere apresurar la propia ruina. De repente, parecióle incluso que un árbol, quizá de naranjitas de la China, descerrajara en el aire uno de sus frutos, una madeja de azafrán encendido que salió muy pronto del ojo redondo del anteojo. Convencióse de que era efecto de un reflejo y no volvió a pensar más en ello, o por lo menos así lo creyó. Veremos más adelante que, por lo que atañe a pensamientos oscuros, tenía razón Saint-Savin.

Pensó que aquellos volátiles de innatural naturaleza eran emblema de consorcios parisinos que había dejado hacía muchos meses: en aquel universo desprovisto de humanos en el que, si no los únicos seres vivos, desde luego los únicos seres hablantes eran los pájaros, se encontraba como en aquel salón, donde a su primer ingreso había captado sólo una confusa charla en lengua ignota, de la que adivinaba con timidez el sabor. Aunque, como diría yo, el saber de aquel sabor, al final debía de haberlo absorbido bien, si no, no habría sabido disputar como ahora hacía. Pero, acordándose de que allí había encontrado a la Señora y que si, por tanto, existía un lugar supremo entre todos era aquél y no éste, concluyó que no allí se imitaba a los pájaros de la Isla, sino que aquí en la Isla los animales intentaban igualar aquella humanísima Lengua de los Pájaros.

Pensando en la Señora y en su lejanía, que el día de antes había comparado con la lejanía inaccesible de la tierra de occidente, volvió a mirar la Isla, de la cual el anteojo descubría sólo pálidos y circunscritos indicios, tal como sucede con las imágenes que se ven en esos espejos convexos que, reflejando un solo lado de una pequeña habitación, sugieren un cosmos esférico infinito y atónito.

¿Cómo se le habría presentado la Isla si un día se hubiera llegado a ella? Por la escena que veía desde su palco, y por los especímenes de los que había encontrado testimonio en la nave, ¿acaso era ése el Edén donde los arroyos manan leche y miel, entre un triunfo abundante de frutos y animales mansos? ¿Qué buscaban si no en aquellas islas del opuesto sur los arrojados que mareaban entre ellas desafiando las tempestades de un océano ilusoriamente pacífico? ¿No era esto lo que el Cardenal quería cuando le había enviado en misión a descubrir el secreto del Amarilis, la posibilidad de llevar los lises de Francia a una Tierra Incógnita que renovara finalmente las ofrendas de un valle no tocado ni por el pecado de Babel, ni por el diluvio universal, ni por el primer yerro adamítico? Leales debían de ser allí los seres humanos, oscuros de piel pero cándidos de corazón, indiferentes a las montañas de oro y a los bálsamos de los que eran inconsiderados custodios.

Mas si así era, ¿no era acaso renovar el error del primer pecador querer violar la virginidad de la Isla? Justamente, quizá la Providencia habíale querido casto testigo de una belleza que no habría debido turbar jamás. ¿No era ésta la manifestación del amor más cabal, tal y como se lo profesaba a su Señora, amar de lejos renunciando al orgullo del dominio? ¿Es amor el que aspira a la conquista? Si la Isla debía aparecérsele como una cosa sola con el objeto de su amor, a la Isla debía el mismo recato que a éste había donado. Los mismos frenéticos celos que había experimentado cada vez que había temido que un ojo ajeno hubiera amenazado aquel santuario de la esquivez, no debían entenderse como pretensión de un derecho propio, sino como negación del derecho de cada uno, tarea que su amor imponíale como guardián de aquel Grial. Y a la misma castidad debía sentirse obligado con respecto a la Isla que, cuanto más anhelaba llena de promesas, tanto menos habría debido querer tocar. Lejos de la Señora, lejos de la Isla, de ambas habría debido sólo hablar, queriéndolas inmaculadas para que inmaculadas pudieran mantenerse, tocadas por la sola caricia de los elementos. Si existía belleza en algún lugar, su mira era permanecer sin mira.

¿Era de verdad así la Isla que veía? ¿Quién lo alentaba a descifrar así su jeroglífico? Se sabía que, desde los primeros viajes a estas islas, que las cartas de marear asignaban a lugares imprecisos, se abandonaban en ellas a los amotinados y se convertían en prisiones con barrotes de aire, en las que los mismos condenados eran alcaides de sí mismos, dedicados a castigarse los unos a los otros. No llegar a ellas, no descubrir su secreto, no era deber, sino derecho de eludir horrores sin fin.

O no, la única realidad de la Isla era que en su centro se erguía, invitante en sus colores tenues, el Árbol del Olvido, comiendo cuyos frutos Roberto habría podido encontrar la paz.

Desmemoriarse. Pasó así la jornada, indolente en apariencia, activísimo en el esfuerzo de convertirse en tabla rasa. Y, como le acontece a quien se imponga olvidar, cuantos más esfuerzos hacía, más su memoria se animaba.

Intentaba poner en práctica todas las recomendaciones que había oído. Se imaginaba en una estancia abarrotada de objetos que le recordaban algo, el velo de su dama, los folios en que había hecho presente su imagen a través de los lamentos por su ausencia, los muebles y los tapices del palacio en que la había conocido, y representábase a sí mismo en el acto de tirar todas aquellas cosas por la ventana, hasta que la estancia (y con ella su mente) se hubiere quedado desnuda y vacía. Realizaba esfuerzos desmedidos para arrastrar hasta el alféizar vajillas, almarios, sitiales y panoplias, y al contrario de lo que le habían dicho, a medida que se deprimía en aquellos trabajos, la figura de la Señora se multiplicaba y, desde ángulos distintos, lo seguía en aquellos conatos suyos con una sonrisa maliciosa.

Así, pasando el día en arrastrar enseres, no había olvidado nada. Al contrario. Hacía días que pensaba en su propio pasado fijando la mirada en la única escena que tenía delante, la del Daphne, y el Daphne estábase transformando en un Teatro de la Memoria, como lo concebían en sus tiempos, donde todo elemento recordábale un episodio antiguo o reciente de su historia: el bauprés, la llegada después del naufragio, cuando había comprendido que no habría vuelto a ver a la amada; las velas recogidas, mirando las cuales había soñado con Ella perdida, Ella perdida; la galería, desde la que exploraba la Isla lejana, la lejanía de Ella… Pero había dedicado a la amada tantas meditaciones que, mientras hubiere permanecido allí, cada rincón de aquella casa marina habríale recordado, momento por momento, todo lo que quería olvidar.

La verdad de tal cosa era algo en lo que había reparado saliendo a la puente, para hacerse distraer por el viento. Era aquél su bosque, a donde iba como a los bosques van los amantes infelices; he aquí su naturaleza ficticia, plantas pulidas por carpinteros de Amberes, ríos de tela tosca al viento, cavernas calafateadas, estrellas de astrolabios. Y así como los amantes, revisitando un lugar, identifican a la amada con cada flor, con cada susurro de hojas y abejas, pues bien, ahora él habría muerto de amor acariciando la boca de un cañón…

¿No celebraban acaso los poetas a su dama elogiando los labios de rubíes, los ojos de carbón, el seno de mármol, el corazón de diamante? Bien, también él —forzado en aquella mina de abetos ya fósiles— habría tenido pasiones sólo minerales, gúmena ensortijada de nudos habríale parecido su cabellera, esplendor de cáncamos sus ojos olvidados, secuencia de imbornales sus dientes lucientes de fragrante saliva, cabria traqueante su cuello ornado de collares de cáñamo, y habría encontrado la paz forjándose la ilusión de haber amado la obra de un constructor de juguetes mecánicos.

Luego se arrepintió de su dureza al fingir la dureza de ella, se dijo que al petrificar sus facciones petrificaba su deseo, que quería, en cambio, vivo e insatisfecho; y, había anochecido, dirigió los ojos al amplio cóncavo del cielo punteado de constelaciones indescifrables. Sólo contemplando cuerpos celestes habría podido concebir los celestes pensamientos que convienen a quien, por celeste decreto, haya sido condenado a amar a la más celestial de las humanas criaturas.

La reina de los bosques, que con blanca vestidura enalba las selvas y platea los campos, todavía no habíase asomado al extremo de la Isla, cubierta de duelo. El resto del cielo estaba encendido y visible y, en el límite suroeste, casi al filo del mar, allende la gran tierra, divisó un grumo de estrellas que el doctor Byrd habíale enseñado a reconocer: era la Cruz del Sur. Y de un escritor olvidado, del cual su preceptor carmelita habíale hecho aprender de memoria algunos versos, Roberto recordaba una visión que había fascinado su infancia, la de un peregrino por los reinos de la ultratumba que despuntando precisamente en aquella región incógnita, había visto aquellas cuatro estrellas, no divisadas jamás sino por los primeros (y últimos), moradores del Paraíso Terrenal.