LA DOCTRINA CURIOSA DE LOS INGENIOS DE AQUEL TIEMPO
Suspendiendo un instante la onda de los recuerdos, Roberto había dado en la cuenta de que había evocado la muerte del padre no con el designio piadoso de mantener abierta aquella llaga de Filoctetes, sino por puro accidente, mientras desenterraba el espectro de Ferrante, despertado por el espectro del Intruso del Daphne. Los dos le parecían ya tan de puro gemelos que decidió eliminar al más débil para tener razón sobre el más fuerte.
En definitiva, se dijo, ¿diose en aquellos días de sitio que yo tuviera aún indicios de Ferrante? No. Antes bien, ¿qué aconteció? Que de su inexistencia me convenció Saint-Savin.
En efecto, Roberto había trabado amistad con el señor de Saint-Savin. Habíale vuelto a ver en el funeral, y había recibido una manifestación de afecto de su parte. Ya no embargado por el vino, Saint-Savin era un caballero cabal. Pequeño de estatura, nervioso, pronto, con la cara marcada, quizá por los desenfrenos parisinos que relataba, no debía de tener aún treinta años.
Habíase disculpado por sus intemperancias en aquella cena, no de lo que había dicho, sino de sus maneras descorteses al decirlo. Y se había hecho narrar casos del señor Pozzo, y Roberto le fue grato de que, por lo menos, simulara tanto interés. Le contó cómo el padre le había enseñado lo que sabía de esgrima, Saint-Savin hizo varias preguntas, se apasionó ante la mención de cierta treta, desenvainó la espada, allá en medio de una plaza, y quiso que Roberto le enseñara el lance. O lo conocía ya o era harto veloz, porque lo paró con destreza, mas reconoció que era astucia de alta escuela.
Para dar las gracias, indicó sólo una treta suya a Roberto. Hízole ponerse en guardia, se intercambiaron algunas fintas, esperó al primer asalto, de repente, pareció resbalar al suelo y, mientras Roberto suspenso se descubría, ya se había levantado como de milagro y habíale hecho saltar un botón de la casaca, como prueba de que habría podido herirle si hubiera empujado más a fondo.
—¿Os gusta, amigo mío? —dijo mientras Roberto saludaba dándose por vencido—. Es el Coup de la Mouette, o de la Gaviota, como decís vosotros. Si un día vais por mar veréis que estos pájaros bajan derechamente como si cayeran, pero en cuanto están a ras del agua vuelven a levantarse con alguna presa en el pico. Es una treta que requiere largo ejercicio, y no siempre sale. No le salió, conmigo, al matasiete que la había inventado. Y así me regaló la vida y su secreto. Creo que sintió más perder el segundo que la primera.
Habrían continuado durante mucho tiempo si no se hubiera congregado una pequeña multitud de burgueses.
—Detengámonos —dijo Roberto—, no quisiera que alguien observara que he olvidado mi luto.
—Estáis honrando mejor agora a vuestro padre —dijo Saint-Savin—, recordando sus enseñanzas, que antes cuando escuchabais un mal latín en la iglesia.
—Señor de Saint-Savin —habíale dicho Roberto—, ¿no teméis acabar en la hoguera?
Saint-Savin púsose sombrío por un instante.
—Cuando tenía más o menos vuestra edad admiraba al que fueme hermano mayor. Como a un filósofo antiguo llamábale Lucrecio, y era filósofo también él, y religioso por añadidura. Acabó en la hoguera en Tolosa, pero antes arrancáronle la lengua y lo ahogaron. Así pues, ved que si nosotros los filósofos somos raudos de lengua no es sólo, como decía aquel señor la otra noche, para darnos bon ton. Es para sacarle su partido antes de que nos la arranquen. Es decir, dejadas las burlas, para romper con los prejuicios y descubrir la razón natural de las cosas.
—¿Entonces vos de verdad no creéis en Dios?
—No encuentro motivos para ello en la naturaleza. Ni soy el único. Estrabón nos dice que los galicianos no tenían noción alguna de un ser superior. Cuando los misionarios tuvieron que hablar de Dios a los indígenas de la Indias Occidentales, cuéntanos Acosta (que bien era jesuíta), tuvieron que usar la palabra española Dios. No lo creeréis, mas en su idioma no existía ningún término adecuado. Si la idea de Dios no es conocida en estado de naturaleza, debe de tratarse, pues, de una invención humana… Pero no me miréis como si no tuviera sanos principios y no fuera un fiel servidor de mi rey. Un verdadero filósofo no demanda en absoluto subvertir el orden de las cosas. Lo acepta. Pide sólo que le sea permitido cultivar los pensamientos que consuelan a un ánimo fuerte. Para los demás, suerte que haya papas y obispos que refrenan a las muchedumbres de la rebelión y del delito. El orden del Estado exige una uniformidad de la conducta, la religión es necesaria al pueblo y el sabio debe sacrificar parte de su independencia para que la sociedad se mantenga firme. Por lo que a mí respecta, creo ser un hombre probo: soy fiel a los amigos, no miento, sino cuando hago una declaración de amor, amo la sabiduría y hago, por lo que dicen, buenos versos. Por esto las damas me juzgan galante. Quisiera escribir novelas, que están muy de moda, mas pienso en muchas, y no me apresto a escribir ninguna…
—¿En qué novelas pensáis?
—A veces miro la Luna, e imagino que aquellas manchas son cavernas, ciudades, ínsulas, y los lugares que resplandecen son aquellos donde el mar recibe la luz del sol como el cristal de un espejo. Quisiera contar la historia de su rey, de sus guerras y de sus revoluciones, o de la infelicidad de los amantes de allá arriba, que en el curso de sus noches suspiran mirando nuestra Tierra. Me gustaría contar de la guerra y de la amistad entre las varias partes del cuerpo, los brazos que dan batalla a los pies, y las venas que hacen el amor con las arterias, o los huesos con la médula. Todas las novelas que quisiera hacer me persiguen. Cuando estoy en mi aposento me parece que están todas en derredor mío, como unos Diablillos, y que una me tira de una oreja, la otra de la nariz, y que cada una me dice «señor, hágame, soy bellísima». Luego doy en la cuenta de que puede contarse una historia igualmente bella inventando un duelo original: por ejemplo, batirse, y convencer al rival de que reniegue de Dios, y entonces traspasarle el pecho de suerte que muera réprobo. Alto, señor de la Grive, fuera la espada una vez más, así, parad. ¡Ajá! Ponéis los talones en la misma línea: está mal, se pierde la firmeza de la pierna. La cabeza no hay que mantenerla derecha, porque la distancia entre el hombro y la cabeza ofrece una superficie exagerada a los acometimientos del adversario…
—Es que yo cubro la cabeza con una treta de segunda intención.
—Error, en esa posición se pierde fuerza. Y luego, yo he abierto con un asalto a la tudesca, y vos os habéis puesto en guardia a la italiana. Mal. Cuando hay una levada que combatir es menester imitarla lo más posible. Pero no me habéis dicho de vos, y de vuestras peripecias antes de venir a parar a este valle de polvo.
No hay nada como un adulto capaz de brillar por perversas paradojas que pueda fascinar a un joven, el cual al punto quisiera emularlo. Roberto abrióle su corazón a Saint-Savin, y para hacerse interesante, visto que sus primeros diez y seis años de vida ofrecíanle bien pocas ocasiones, contóle de su obsesión por el hermano ignoto.
—Habéis leído demasiadas novelas —díjole Saint-Savin—, e intentáis vivir una, porque la tarea de una novela es enseñar deleitando, y lo que enseña es a reconocer las insidias del mundo.
—¿Y qué me enseñaría la que vos llamáis la novela de Ferrante?
—La Novela —explicóle Saint-Savin— debe tener siempre por fundamento un equívoco, o de una persona, o de una acción, o lugar, o tiempo, o de una circunstancia, y de estos equívocos fundamentales deben nacer otros muchos equívocos, episodios, enredos, y acontecimientos, y finalmente no esperados y agradables conocimientos. Digo equívocos como la muerte no verdadera de un personaje, o cuando una persona es muerta en lugar de otra, o los equívocos de cantidad, como cuando una mujer cree muerto al propio amante y se casa con otro, o de cualidad, cuando yerra el juicio de los sentidos, o como cuando se da sepultura a alguien que parece muerto, y está, en cambio, bajo el imperio de una poción somnífera; o aún, equívocos de relación, como cuando al uno se le presume injustamente matador del otro; o de instrumento, como cuando se finge degollar a alguien usando un arma tal que, al tiempo de herir, la punta no entre en la garganta, antes sí se retire dentro del mango y apretando una esponja empapada de sangre haga parecer una herida mortal… Por no hablar de las falsas misivas, de las fingidas voces, de las cartas no recaudadas en tiempo y lugar, o recibidas la una por la otra, o uno por otro. Y de estas estratagemas, la más celebrada, pero demasiado común, es la que lleva a tomar una persona por otra, y dar razón del trastrueque mediante el Sosia… El Sosia es un reflejo que el personaje arrastra a sus espaldas o que le precede en toda circunstancia. Grande y bella maquinación, por la cual el lector se identifica con el personaje cuyo obscuro temor de un Hermano Enemigo comparte. Mas ved cómo también el hombre es máquina, y es suficiente activar una rueda en la superficie para hacer girar otras ruedas en el interior: el Hermano y la animadversión no son sino el reflejo del temor que cada uno tiene de sí, y de los recesos del propio ánimo, donde anidan deseos inconfesados, o como se está diciendo en París, conceptos sordos y no expresados. Pues que hase demostrado que existen pensamientos imperceptibles, que impresionan el ánimo sin que el ánimo dé en la cuenta, pensamientos clandestinos cuya existencia está demostrada por el hecho de que, por poco que cada uno se examine a sí mismo, no dejará de reparar que está llevando en el corazón amor y odio, o gozo o congoja, sin que pueda recordar netamente ninguno de los pensamientos que los hicieron nacer.
—Por tanto, Ferrante… —aventuró Roberto. Y Saint-Savin concluyó:
—Por tanto, Ferrante está en lugar de vuestros miedos y de vuestras vergüenzas. A menudo, los hombres, para no decirse a sí mismos que son los autores de su destino, ven ese destino como una novela, animada por un autor caprichoso y truhán.
—¿Mas qué debería significarme esta parábola que me habría construido sin saberlo?
—¿Quién lo sabe? Quizá no amabais a vuestro padre tanto como creéis, temíais su rigor, con el que os quería virtuoso, y le habéis atribuido una culpa, para luego castigarlo no con las vuestras, sino con las culpas de otros.
—¡Señor, estáis hablando con un hijo que todavía está llorando al propio padre amadísimo! ¡Creo que es mayor pecado enseñar el desprecio de los padres que el de Nuestro Señor!
—¡Vamos, vamos, querido la Grive! El filósofo tiene que tener el valor de criticar todas las enseñanzas fementidas que hánsenos inculcado, y entre éstas está el absurdo respeto por la vejez, como si la mocedad no fuera el supremo entre los bienes y las virtudes. En conciencia, cuando un hombre mozo es capaz de concebir, juzgar y actuar, ¿no es acaso más hábil en gobernar una familia que no un sexagenario lelo, a quien la nieve de la cabeza ha helado la fantasía? La que nosotros honramos como prudencia en nuestros mayores, no es sino temor cerval de la acción. ¿Querréis someteros a estotro cuando la pereza ha debilitado sus músculos, endurecido sus arterias, evaporado sus espíritus y chupado la médula de sus huesos? Si vos adoráis a una mujer ¿no es quizá a causa de su belleza? ¿Seguís acaso con vuestras genuflexiones después de que la vejez ha hecho de ese cuerpo un espectro, capaz sólo de recordaros la inminencia de la muerte? Y si así os comportáis con vuestras amantes, ¿por qué no deberíais hacer lo mismo con vuestros venerables ancianos? Me diréis que ese venerable anciano es vuestro padre y que el Cielo os promete larga vida si lo honráis. ¿Quién lo ha dicho? Unos ancianos judíos que entendían que podían sobrevivir al desierto sólo aprovechando el fruto de sus lomos. Si creéis que el Cielo os va a dar un solo día de vida más porque habéis sido la oveja de vuestro padre, os engañáis. ¿Creéis acaso que un reverente saludo que haga que la pluma de vuestro sombrero se arrastre a los pies del progenitor puede curaros de un absceso maligno, o cicatrizaros la señal de una estocada, o libraros de una piedra en la vejiga? Si así fuera, los médicos no prescribirían esas inmundas pociones suyas, mas para libraros del mal italiano os recomendarían cuatro reverencias antes de cenar a vuestro señor padre, y un beso a vuestra señora madre antes de acostaros. Me diréis que sin ese padre vos no habríais nacido, ni él sin el suyo, y así en adelante hasta Melquisedec. Pues es él quien os debe algo a vos, no vos a él: vos pagáis con muchos años de lágrimas un momento suyo de placentero solaz.
—Vos no creéis en lo que decís.
—Pues bien, no. Casi nunca. Pero el filósofo es como el poeta. Este último compone cartas ideales para una ninfa ideal, sólo para sondear gracias a la palabra los recesos de la pasión. El filósofo pone a prueba la frialdad de su mirada, para ver hasta qué punto se puede mellar la rocafuerte de la mojigatería. No quiero que mengüe el respeto hacia vuestro padre, ya que vos me decís que os ha dado buenas enseñanzas. Pero no os entristezcáis sobre vuestro recuerdo. Os veo echar lágrimas…
—Oh, esto no es el dolor. Debe de ser la herida en la cabeza, que me ha debilitado los ojos…
—Bebed café.
—¿Café?
—Juro que dentro de poco estará de moda. Es una panacea. Os lo procuraré. Deseca los humores fríos, destruye las ventosidades, corrobora el hígado, es compostura soberana contra la hidropesía y la sarna, refresca el corazón, quita los dolores de estómago. Indícase su vapor precisamente contra las fluxiones de los ojos, el zumbido de las orejas, el romadizo, o resfriado, o pesadez de la nariz, como lo queráis llamar. Y, además, enterrad con vuestro padre al incómodo hermano que os habíais creado. Y, sobre todo, encontraos un amante.
—¿Una amante?
—Será mejor que el café. Sufriendo por una criatura viva, mitigaréis las congojas por una criatura muerta.
—Jamás he amado a una mujer —confesó Roberto, encendiéndosele el rostro.
—No he dicho una mujer. Podría ser un hombre.
—¡Señor de Saint-Savin! —gritó Roberto.
—Se ve que venís del campo.
En el colmo de la turbación, Roberto habíase disculpado, diciendo que dolíanle ya demasiado los ojos; y había puesto fin a ese encuentro.
Para hacerse una razón de todo lo que había oído, se dijo que Saint-Savin habíase tomado juego del: como en un duelo, había querido mostrarle cuántas tretas se conocían en París. Y Roberto había quedado como un provinciano. No sólo, sino que tomando en serio aquellos discursos había pecado, lo que no habría sucedido si hubiéralos echado en burlas. Estilaba la lista de los delitos que había cometido escuchando aquellos muchos propósitos contra la fe, las usanzas, el estado, el respeto debido a la familia. Y al pensar en su yerro embargóle otra angustia: habíase acordado de que el padre suyo había muerto pronunciando una blasfemia.