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PAVANE LACHRYME

La historia es tan límpida como oscura. Mientras se sucedían pequeñas escaramuzas, que tenían la misma función que puede desempeñar, en el juego del ajedrez, no la jugada, sino la mirada que comenta el indicio de movimiento por parte del adversario, para hacerle desistir de una apuesta ganadora, Toiras había decidido que se debía intentar una salida más substanciosa. Estaba claro que el juego se hacía entre espías y contraespías: en Casal habíase corrido la voz de que la armada de socorro estaba aproximándose, guiada por el rey en persona, con el señor de Montmorency que llegaba de Asti y con los mariscales de Créqui y de la Forcé desde Ivrea. Falso, como Roberto aprendía por las iras de Toiras cuando recibía un correo desde el norte: en este intercambio de mensajes, Toiras hacía saber a Richelieu que ya no le quedaban vituallas y el cardenal respondíale que el señor Agencourt había inspeccionado en su momento los almacenes y decidido que Casal habría podido resistir óptimamente durante todo el verano. La armada se habría movido en agosto, aprovechando en su camino las cosechas recién concluidas.

Roberto se asombró de que Toiras instruyera a unos corsos para que desertaran y fueran a referir a Espínola que la armada era esperada sólo hacia septiembre. Pero le oyó explicar a su estado mayor:

—Si el Espínola cree tener tiempo, tiempo se tomará para construir sus minas, y nosotros lo tendremos para construir contraminas. Si, en cambio, piensa que la llegada de los socorros es inminente, ¿qué le queda? No, desde luego, dirigirse contra la armada francesa, porque sabe que no tiene fuerzas suficientes; tampoco esperarla, porque luego sería sitiado a su vez; tampoco hacer retorno a Milán y preparar una defensa del Milanesado, porque el honor le impide retirarse. No le quedaría entonces sino conquistar inmediatamente Casal. Mas como no puede hacerlo con un ataque frontal, deberá gastar una fortuna solicitando traiciones. Y desde ese momento, todo amigo se convertiría para nosotros en enemigo. Mandemos pues espías al Espínola para convencerle del retraso de los refuerzos, permitámosle construir minas allá donde no nos estorben demasiado, destruyámosle las que de verdad nos amenazan, y dejemos que se agote en este juego. Señor Pozzo, Vuestra Merced conoce el terreno: ¿dónde debemos concederle tregua y dónde tenemos que bloquearlo a toda costa?

El viejo Pozzo, sin mirar los mapas (que le parecían demasiado engalanados para ser verdaderos) e indicando con la mano desde la ventana, explicó cómo en ciertos parajes el terreno era notoriamente desmoronadizo, infiltrado por las aguas del río, y ahí Espínola podría excavar todo lo que quisiere que sus minadores habríanse sofocado engullendo babosas. Mientras, en otros parajes, excavar galerías era un placer, y allí era preciso batir con la artillería y hacer salidas.

—Está bien —dijo Toiras—, mañana, por tanto, les obligaremos a moverse para defender sus posiciones fuera del baluarte San Carlos, y luego los cogeremos por sorpresa fuera del baluarte San Jorge.

Preparóse bien el juego, con instrucciones precisas a todas las compañías. Y como Roberto había demostrado tener bella escritura, Toiras lo mantuvo ocupado desde las seis de la tarde hasta las dos de la madrugada dictándole mensajes, luego pidióle que durmiera vestido en un arquibanco delante de su aposento, para recibir y controlar las respuestas, y despertarle si surgía algún percance. Lo cual sucedió más de una vez desde las dos hasta el alba.

La mañana siguiente, las tropas estaban a la espera en las estradas en cubierta de la contraescarpa y dentro de las murallas. A un gesto de Toiras, que controlaba la empresa desde la ciudadela, un primer contingente, harto numeroso, movióse en la dirección engañosa: primero, una vanguardia de alabarderos y mosqueteros, con una reserva de cincuenta mosquetones que seguíanlos a poca distancia, luego, de manera descarada, un cuerpo de infantería de quinientos hombres y dos compañías de caballería. Era un gran desfile, y con la clarividencia de lo que fue, se entendió que los españoles habíanlo tomado por tal.

Roberto vio a treinta y cinco hombres que bajo el mando del capitán Columbat lanzábanse en concierto desordenado contra una trinchera, y al capitán español que asomaba de la barricada y hacíales un gran saludo. Columbat y los suyos, por educación, habíanse detenido y habían respondido con igual cortesía. Después de lo cual los españoles daban signos de retirarse y los franceses marcaban el paso; Toiras hizo expedir un cañonazo desde las murallas sobre la trinchera, Columbat entendió la invitación, ordenó el asalto, la caballería siguió atacando la trinchera desde sendos flancos, los españoles de mala gana volviéronse a colocar en posición y fueron arrollados. Los franceses estaban como enloquecidos y algunos, mientras daban heridas, gritaban los nombres de los amigos muertos en las salidas precedentes, «¡esto por Bessiéres, esto por la casina del Bricchetto!» La excitación era tal que, cuando Columbat quiso agrupar el escuadrón no lo consiguió, y los hombres estaban ensañándose aún sobre los caídos, mostrando en dirección de la ciudad sus trofeos, aretes, cinturones, asadores de sombreros agitando las picas.

No se produjo enseguida el contraataque, y Toiras cometió el error de juzgarlo un error, mientras tratábase de un cálculo. Considerando que los imperiales estarían ocupados enviando otras tropas para contener aquel asalto, invitábalos con otros cañonazos, pero aquéllos se limitaron a tirar contra la ciudad y una bala arruinó la iglesia de San Antonio, justo al lado del cuartel general.

Toiras consideróse satisfecho, y dio orden al otro grupo de que se moviera desde el baluarte San Jorge. Pocas compañías, pero bajo el mando del señor de la Grange, vigoroso como un adolescente a pesar de sus cincuenta y cinco años. Y, espada en ristre, la Grange había comandado la carga contra una capilla abandonada, a lo largo de la cual corrían los trabajos de una trinchera ya avanzada, cuando, de improviso, detrás de un refosero había asomado el grueso de la armada enemiga, que desde hacía horas esperaba esa cita.

—Traición —había gritado Toiras bajando a la puerta, y había mandado a la Grange que se retirara.

Poco después, un abanderado del regimiento Pompadour habíale conducido, atado con una cuerda por las muñecas, un mancebo casales, que había sido sorprendido en una pequeña torre cerca del castillo mientras con un trapo blanco hacía señales a los sitiadores. Toiras había hecho que se tumbara en el suelo, habíale introducido el pulgar de la mano derecha bajo el gatillo levantado de su pistola, había apuntado el cañón hacia su mano izquierda, había puesto el dedo en la llave y habíale preguntado:

—Et alors?

El muchacho había entendido al vuelo el mal quite y había empezado a hablar: la noche de antes, hacia la media noche, delante de la iglesia de Santo Domingo, un cierto capitán Gambero habíale prometido seis pistolas de oro, dándole tres de adelanto, si hacía lo que luego había hecho, en el momento en que las tropas francesas se movían desde el baluarte San Jorge. Es más, el mancebo tenía el aspecto de pretender las pistolas restantes, sin entender bien el arte militar, como si Toiras tuviera que complacerse con su servicio. Y a un cierto punto, había reparado en Roberto y habíase puesto a gritar que el mal afamado Gambero era él.

Roberto estaba atónito, el padre Pozzo habíase abalanzado sobre el vil calumniador y habríalo ahogado si algunos gentileshombres del séquito no lo hubieran contenido. Toiras había recordado inmediatamente que Roberto había estado toda la noche a su lado y que, aunque de buena catadura, nadie habría podido tomarlo por un capitán. Entre tanto, otros habían apurado que un capitán Gambero existía de verdad, en el regimiento Bassiani, y lo habían llevado a empellones y espaldarazos ante Toiras. Gambero pregonaba su inocencia y, en efecto, el muchacho prisionero no lo reconocía, pero por prudencia, Toiras hizo que lo encerraran. Como último elemento de desorden, alguien había ido a referir que, mientras las tropas de la Grange se retiraban, desde el baluarte San Jorge alguien habíase dado a la fuga, alcanzando las líneas españolas, acogido por manifestaciones de júbilo. No se sabía decir mucho, salvo que era mozo, y vestido a la española con una cofia de red en el cabello. Roberto pensó inmediatamente en Ferrante. Pero lo que más le impresionó fue el aire de recelo con que los comandantes franceses miraban a los italianos en el séquito de Toiras.

—¿Basta una canalla para detener a un ejército? —oyó que su padre preguntaba, mientras señalaba a los franceses que se retiraban.

—Perdóneme querido amigo —dijo Pozzo hacia Toiras—, es que aquí se les está viniendo a las mientes que nosotros los de estas partes somos todos un poco como ese calandrajo de Gambero, ¿o voy descaminado? —Y mientras Toiras profesábale aprecio y amistad, pero con aire distraído, dijo—: Ya es suficiente. Se me hace que están todos cagados y a mí esta historia se me ataruga. Estoy hasta la coronilla de esos españoles de mierda y si me lo permiten me cargo a dos o tres, así, para hacer ver que nosotros sabemos bailar la chacona cuando es menester, y cuando nos da, no miramos a nadie a la cara. Mordioux!

Había salido por la puerta y cabalgaba como una furia, la espada en ristre, contra las formaciones enemigas. No quería, evidentemente, ponerlas en fuga, pero habíale parecido oportuno actuar por su cuenta, para hacérselo ver a los demás.

Como prueba de intrepidez fue buena, como empresa militar pésima. Una bala le dio en la frente y lo abatió sobre la grupa de su Pañufli. Una segunda descarga se alzó contra la contraescarpa, y Roberto sintió un golpe violento en la sien, como una piedra, y vaciló. Le habían dado de refilón, pero se liberó de los brazos de quien lo estaba sosteniendo. Gritando el nombre de su padre habíase erguido, y había divisado a Pañufli que, incierto, galopaba con el cuerpo del amo, exánime, en una tierra de nadie.

Se llevó, una vez más, los dedos a la boca y emitió su silbido. Pañufli oyó y volvió hacia las murallas, pero despacio, con un pequeño trote solemne, para no apear de la silla a su caballero que ya no le apretaba imperiosamente los ijares. Había retornado relinchando su pavana por el señor difunto, devolviéndole el cuerpo a Roberto, que había cerrado aquellos ojos aún abiertos y limpiado aquel rostro rociado de sangre ya coagulada, mientras a él la sangre aún viva le surcaba la mejilla.

Quién sabe si el tiro no le tocó un nervio: el día después, recién salido de la catedral de San Evasio en la que Toiras había querido exequias solemnes para el señor Pozzo de San Patricio de la Griva, costábale trabajo soportar la luz del día. Quizá los ojos estaban enrojecidos por las lágrimas, el hecho es que desde aquel momento, empezaron a dolerle. Hoy en día los estudiosos de la psiquis dirían que, habiendo entrado su padre en la sombra, en la sombra quería entrar también él. Roberto poco sabía de la psiquis, pero esta figura de discurso podría haberle atraído, al menos a la luz, o a la sombra, de lo que acaeció a continuación.

Considero que Pozzo murió por un punto de honor, lo que me parece soberbio, pero Roberto no conseguía apreciarlo. Todos le elogiaban el heroísmo del padre, él hubiera debido soportar el luto con braveza, y sollozaba. Recordando que el padre le decía que un hidalgo debe acostumbrarse a soportar con ojo seco los golpes de la adversa fortuna, disculpábase por su debilidad (ante el padre que ya no podía pedirle razón), repitiéndose que era la primera vez que se convertía en huérfano. Creía tener que acostumbrarse a la idea, y todavía no había entendido que a la pérdida de un padre es inútil acostumbrarse, porque no sucederá una segunda vez: tanto vale dejar la herida abierta.

Empero, para dar un sentido a lo que había sucedido, no pudo sino recurrir una vez más a Ferrante. Ferrante, siguiéndole de cerca, había vendido al enemigo los secretos de los que él estaba en conocimiento, y luego desvergonzadamente había alcanzado las filas adversarias para regodearse con el merecido galardón: el padre, que había entendido, había querido lavar de aquella manera el honor mancillado de la familia, y reverberar sobre Roberto el lustre de su propia valentía, para purificarlo de aquella media tinta de recelo que acababa de difundirse sobre él, inculpado. Para no hacer inútil su muerte, Roberto le debía la conducta que todos en Casal se esperaban del hijo del héroe.

No podía hacer de otra forma: era ya el señor legítimo de la Griva, heredero del nombre y de los bienes de familia, y Toiras no osó emplearlo en pequeñas tareas; ni podía llamarlo a las grandes. Así, habiéndose quedado solo, para poder sostener su nuevo papel de huérfano ilustre, encontróse que estaba aún más solo, sin ni siquiera el apoyo de la acción: en lo más vivo de un cerco, aliviado de todo compromiso, preguntábase cómo emplear sus días de cercado.