GRAN ARTE DE LA LUZ Y DE LA SOMBRA
Después de haber dedicado su carta a los primeros recuerdos del asedio, Roberto había encontrado algunas botellas de vino de España en el camarote del capitán. No podemos reconvenirle si, encendido el fuego y preparada una sartén de huevos con migajas de pescado ahumado, descorchara una botella y se concediera una cena opípara en una mesa casi aderezada con arte. Si náufrago debía permanecer durante mucho tiempo, para no embrutecerse habría debido atenerse a las buenas costumbres. Acordábase de que en Casal, cuando las heridas y las enfermedades estaban induciendo ya a los mismos oficiales a comportarse como náufragos, el señor de Toiras había pedido que, por lo menos en la mesa, cada uno recordara lo que había aprendido en París:
—Presentarse con la ropa limpia, y no beber después de cada bocado, y limpiarse antes los mostachos y la barba, y no relamerse los dedos, y no escupir en el plato, y no sonarse la nariz con el mantel. ¡No somos imperiales, Señores!
Habíase despertado la mañana después con el canto del gallo, pero había holgazaneado durante mucho tiempo. Cuando, en la galería, había vuelto a entreabrir la ventana, entendió que habíase levantado con retraso respecto del día de antes, y el alba estaba ya cediendo a la aurora: detrás de las colinas se acentuaba ahora lo róseo del cielo entre un desvanecerse de nubes.
Como pronto los primeros rayos habrían iluminado la playa volviéndola insoportable para la vista, Roberto había pensado en mirar allá donde el sol todavía no dominaba, y a lo largo de la galería habíase llegado al otro bordo del Daphne, hacia la tierra occidental. Se le presentó inmediatamente como un quebrado perfil turquesa que, con el pasar de pocos minutos, estábase dividiendo ya en dos franjas horizontales: un cepillo de espesura y palmeras claras fulguraba bajo la mancha lóbrega de las montañas, sobre la cual dominaban aún obstinadas las nubes de la noche. Lentamente éstas, negrísimas todavía en el centro, estaban disgregándose en los bordes en una mixtura blanca y rosa.
Era como si el sol, en vez de herirlas de frente, estuviera industriándose en nacer desde su interior, y ellas, aun desmayándose de luz en las márgenes, hinchiéranse turgentes de calina, rebelándose a licuarse en el cielo para transformarlo en espejo fiel del mar, ahora prodigiosamente claro, deslumbrado por manchas centelleantes, como si por él bancos de peces dotados de interna lámpara transitaran. En breve, sin embargo, las nubes habían cedido a la invitación de la luz, y habíanse alumbrado a sí mismas, abandonándose sobre las cumbres, y por un extremo, se adherían a las laderas condensándose y depositándose como nata, esponjosa allá donde rebosaba hacia abajo, más compacta en la cima, en la que formaban un ventisquero; y por el otro, al transformarse su nevado vértice en una lava sola de hielo, estallaban en el aire cual setas, exquisitas erupciones en un país de Jauja.
Lo que veía podía bastar, quizá, para justificar su naufragio: no tanto por el placer que esa móvil actitud de la naturaleza le provocaba, sino por la luz que aquella luz arrojaba sobre palabras que había oído al Canónigo de Digne.
Hasta entonces, en efecto, habíase preguntado a menudo si no estaba soñando. Lo que le estaba acaeciendo no solía sucederles a los humanos, o podía a lo sumo recordarle los libros de la infancia: cual criatura de sueño eran tanto el navío como los seres que en él había encontrado. De la misma substancia de la que están hechos los sueños parecían las sombras que desde hacía tres días lo envolvían y, con el entendimiento frío, daba en la cuenta de que incluso los colores que había admirado en el vergel y en la pajarera habíanle resultado brillantes sólo a sus ojos asombrados, cuando en realidad se manifestaban sólo a través de aquel lustre de viejo laúd que recubría todos los objetos del navío, en una luz que ya había acariciado baos y cuadernas de maderas curadas, encostradas de aceites, barnices y breas… ¿No habría podido ser, por tanto, un sueño también el gran teatro de celestes artificios que él creía ver ahora en el horizonte?
No, se dijo Roberto, el dolor que esta luz procura agora a mis ojos me dice que no sueño, sino que veo. Las niñas de mis ojos sufren por la tempestad de átomos que, como desde un gran bajel de guerra, me bombardean desde aquella ribera, y no es la visión sino este encuentro del ojo con el polvorear de la materia que lo golpea. Es verdad, habíale dicho el Canónigo, que no es que los objetos desde lejos te envíen, como quería Epicuro, unos simulacros perfectos que manifiestan la forma externa y la naturaleza oculta. Tú obtienes sólo signáculos, indicios, para obtener la conjetura que llamamos visión. Pero el hecho mismo de que él, poco antes, hubiera nombrado mediante varios tropos lo que creía ver, creando en forma de palabras lo que aquese algo aún informe sugeríale, le confirmaba que, precisamente, estaba viendo. Y entre las muchas certidumbres cuya ausencia lamentamos, una sola está presente, y es que todas las cosas se nos aparecen como se nos aparecen, y no es posible que no sea absolutamente verdadero que se nos aparecen precisamente así.
Viendo y estando seguro de ver, Roberto tenía la única seguridad sobre la cual los sentidos y la razón podían contar, esto es, la certeza de que él veía algo: y ese algo era la única forma de ser de la que podía hablar, no siendo el ser sino el gran teatro de lo visible dispuesto en la cuenca del Espacio. Lo cual mucho nos declara sobre aquel siglo singular.
Él estaba vivo, en estado de vigilia, y allá al fondo, isla o continente que fuere, había una cosa. Qué podía ser, no lo sabía: así como los colores dependen tanto del objeto del cual reciben la impresión, por la luz que de ellos se refleja, como del ojo que los fija, así la tierra más lejana se le aparecía como verdadera en su ocasional y transitorio connubio de la luz, de los vientos, de las nubes, de sus ojos exaltados y afligidos. Quizá mañana, o dentro de pocas horas, aquella tierra habría sido diferente.
Lo que él veía no era sólo el mensaje que el cielo le enviaba, sino el resultado de una amistad entre el cielo, la tierra y la posición (y la hora, y la estación, y el ángulo) desde la cual él miraba. A buen seguro, si el navío hubiera echado anclas a lo largo de otra diagonal de la rosa de los vientos, el espectáculo habría sido diferente, el sol, la aurora, el mar y la tierra habrían sido otro sol, otra aurora, un mar y una tierra gemelos pero disformes. Aquella infinidad de los mundos de la que le hablaba Saint-Savin no había que buscarla solamente allende las constelaciones, sino en el centro mismo de aquella burbuja del espacio de la cual él, puro ojo, era ahora origen de infinitas paralajes.
Le concederemos a Roberto, entre tantos trabajos, no haber conducido más allá de tal signo sus especulaciones fueren de metafísica, fueren de física de los cuerpos; también porque veremos que lo hará más tarde y más de lo debido; aunque ya en este punto nos lo encontramos meditando que, si podía existir un solo mundo en el que aparecieran islas diferentes (muchas en ese momento para muchos robertos que miraran desde muchos navíos dispuestos en diferentes grados de meridiano), entonces en este solo mundo podían aparecer y mezclarse muchos robertos y muchos ferrantes. Quizá aquel día en el castillo habíase movido, sin advertirlo, pocas brazas respecto del monte más alto de la Isla del Hierro, y había visto el universo habitado por otro Roberto, no condenado a la conquista del fuerte de extramuros, o salvado por otro padre que no había matado al español gentil.
Pero ante estas consideraciones, Roberto, sin duda, se retiraba para no confesar que aquel cuerpo lejano, que se hacía y deshacía en metamorfosis voluptuosas, habíase convertido para él en anagrama de otro cuerpo, que habría querido poseer; y, puesto que la tierra le sonreía lánguida, habría querido alcanzarla y confundirse con ella, pigmeo dichoso en los senos de aquella airosa giganta.
No creo, sin embargo, que fuera el pudor, sino el miedo de la luz en demasía el que le indujo a recogerse. Y quizá otro señuelo. En efecto, había oído a las gallinas anunciar nueva provisión de huevos, y ocurriósele la idea de concederse para la noche también un pollastro asado. Empero tomóse su tiempo para aderezarse, con las tijeras del capitán, bigotes, barba y cabellos, todavía de náufrago. Había decidido vivir su naufragio como un retiro en la quinta del campo, que ofrecíale una reposada suite de albas, auroras, y (de antemano saboreaba) ocasos.
Bajó, entonces, menos de una hora después que las gallinas hubieran cantado, y reparó inmediatamente en que, si habían puesto huevos (y no podían haber mentido cantando), de huevos él no veía ni rastro. No sólo, sino que todos los pájaros tenían nuevos granos, bien repartidos, como si todavía no hubieran escarbado en ellos.
Embargado por una sospecha, había vuelto al vergel, para descubrir que, como el día de antes y aún más que el día de antes, las hojas estaban lustrosas de rocío, las campánulas recogían agua límpida, la tierra en las raíces estaba húmeda, el lodo aún más fangoso: señal pues de que alguien en el curso de la noche había ido a regar las plantas.
Caso curioso, su primer movimiento fue de celos: alguien tenía señorío de su mismo navío y le escamoteaba esos cuidados y esas ventajas a las que tenía derecho. Perder el mundo para conquistar un navío abandonado, y después dar en la cuenta de que alguien más lo habitaba, le sonaba tan insoportable como temer que su Señora, inaccesible término de su deseo, pudiera convertirse en presa del deseo ajeno.
Luego sobrevino una más razonada perturbación. Así como el mundo de su infancia estaba habitado por Otro que lo precedía y lo seguía, evidentemente el Daphne tenía dobles fondos y repositorios que él no conocía todavía, y en los que vivía un huésped escondido, que recorría sus mismas sendas en cuanto él habíase alejado, o un instante antes de que él las recorriera.
Corrió a esconderse él, en sus aposentos, como el avestruz africano, que ocultando la cabeza cree borrar el mundo.
Para alcanzar el alcázar había pasado ante el umbral de una escalera que conducía a la bodega: ¿qué se celaba allá abajo, si en la entrepuentes había encontrado una isla en miniatura? ¿Era aquél el reino del Intruso? Nótese que estaba portándose ya con el navío como con un objeto de amor que, en cuanto se lo descubre y se descubre quererlo, todos aquellos que antes lo hubieran tenido se convierten en usurpadores. Y es entonces cuando Roberto confiesa, escribiéndole a la Señora, que la primera vez que él la había visto, y la había visto precisamente siguiendo la mirada de otro que se posaba en ella, había experimentado el estremecimiento de quien vislumbra un gusano en una rosa.
Darían ganas de sonreír ante tal acceso de celos por un buque con olor a pescado, humo y heces, pero Roberto estaba perdiéndose ya en un inestable laberinto donde cada bifurcación lo llevaba de nuevo y siempre a una sola imagen. Sufría tanto por la Isla que no tenía como por la nave que lo tenía —inabordables ambas, la una por su distancia, la otra por su enigma— ambas ocupando el lugar de una amada que lo eludía alentándolo con promesas que él se hacía solo. Y yo no sabría explicar, si no, esta carta en la que Roberto se difunde en quejumbrosos ornamentos sólo para decir, a fin de cuentas, que Alguien lo había privado de la comida matutina.
Señora:
¿Cómo puedo esperar merced de quien en vivo fuego de amor me abrasa? ¿Mas a quién sino a Vos puedo poner a parte de mi pena, buscando alivio, si no en vuestro oído, por lo menos en estas mis sin fruto mensajeras? Mirad que si amor es una medicina que a todos ¡os dolores remedia con un dolor aún mayor, ¿no podré entenderlo acaso como pena que por rigor mata toda otra pena, y de todas las penas se convierte en fármaco, salvo de sí misma? Ya que si alguna vez vi belleza, y deséela, no fue sino sueño de la Vuestra, ¿por qué habría de dolerme de que otra belleza séame igualmente sueño? Peor sería si aquélla hiciere mía, y me llenare de satisfacción, dejando de padecer con vuestra imagen: que de bien escasa medicina habría gozado, y el mal hallaríase acrecentado por el remordimiento de tamaña infidelidad. Mejor fiar en vuestra imagen, más aún agora que he entrevisto, una vez más, un enemigo cuyos rasgos no conozco y quisiere quizá no conocer jamás. Para ignorar ese espectro odiado, me ampare vuestro amado fantasma. Que de mí haga amor fragmento insensible, mandrágora, manantial de piedra que lave llorando toda congoja…
Pero, atormentándose como se atormenta, Roberto no se convierte en manantial de piedra, e inmediatamente conduce la congoja que advierte a la otra congoja experimentada en Casal, y con unos efectos, como veremos, mucho más aciagos.