EL LABERINTO DEL MUNDO
Parece ser que Roberto evoca ese episodio embargado por un momento de filial piedad, fantaseando un tiempo feliz en el que una figura protectora podía substraerlo al extravío de un asedio, pero no puede evitar recordar lo que sucedió a continuación. Y no lo juzgo un simple accidente de la memoria. Ya he dicho que considero que Roberto hace colidir aquellos acontecimientos lejanos con su experiencia en el Daphne para encontrar nexos, razones, signos del destino. Ahora diría que el recorrer con el pensamiento los días de Casal le sirve, en el navío, para rastrear las fases por las cuales, mancebo, estaba aprendiendo lentamente que el mundo se articulaba por enajenadas arquitecturas.
Como decir que, por una parte, el encontrarse ahora suspendido entre cielo y mar podía parecerle sólo el desarrollo más consecuente de aquellos tres lustros suyos de peregrinaciones en un territorio hecho de atajos ahorquillados; y por otra parte, creo, precisamente al reconstruir la historia de sus desasosiegos, intentaba encontrar confortación para su estado presente, como si el naufragio lo hubiera devuelto a aquel paraíso terrenal que había conocido en la Griva, y del que habíase alejado llegándose entre las murallas de la ciudad asediada.
Ahora Roberto ya no estaba a despiojarse en los reales de los soldados, sino en la mesa de Toiras, en medio de gentileshombres que venían de París, y los escuchaba, sus fanfarronadas, las evocaciones de otras campañas, los discursos fatuos y brillantes. De estas conversaciones —y desde la primera noche— había sacado razón de creer que el asedio de Casal no era la empresa a la cual había creído aprestarse.
Había ido allí para dar vida a sus sueños caballerescos, alimentados por los libros que había leído en la Griva: ser hidalgo y llevar, por fin, una espada en el cinto significaba para él convertirse en un paladín que desharía agravios y entuertos, o se pondría en toda suerte de ocasiones y peligros por una palabra de su rey, o por la salvación de una dama. Después de la llegada, las santas tropas a las que se había unido habíanse revelado un tropel de pueblerinos desganados, dispuestos a volver la espalda al primer choque.
Ahora había sido admitido en una concurrencia de valientes que lo acogían como par suyo. Mas él sabía que su hazaña era efecto de un equívoco, y que no había huido porque estaba aún más atemorizado que los fugitivos. Y lo que es peor es que, mientras los presentes, después que el señor de Toiras habíase alejado, se quedaban hasta noche cerrada y daban rienda suelta a las charlas, él estaba dando en la cuenta de que el asedio mismo no era sino un capítulo de una historia sin sentido.
Así pues, don Vicente de Mantua había muerto dejándole el ducado a Nevers, pero habría bastado con que cualquier otro hubiera conseguido ser el último en verle, y toda aquella historia habría sido diferente. Por ejemplo, también Carlos Manuel preciábase de algún derecho sobre el Monferrato por causa de una sobrina (se desposaban todos entre ellos) y quería, desde hacía tiempo, adjudicarse aquel marquesado que era como una espina en el flanco de su ducado, donde penetraba como una cuña hasta pocas decenas de millas de Turín. Por eso, inmediatamente después de la designación de Nevers, Gonzalo de Córdoba, aprovechando de las ambiciones del duque saboyano para defraudar las de los franceses, habíale sugerido que se uniera a los españoles para tomar con ellos al Monferrato, y luego partírselo a medias. El emperador, que tenía ya demasiados problemas con el resto de Europa, no había dado su consentimiento a la invasión pero ni siquiera habíase pronunciado contra Nevers. Gonzalo y Carlos Manuel habíanse resuelto, y uno de los dos había empezado a apoderarse de Alba, Trino y Moncalvo. Bueno sí, estúpido no, el emperador había puesto Mantua bajo secuestro, encomendándosela a un comisario imperial.
El compás de espera había de valer para todos los pretendientes, aunque Richelieu habíalo tomado como un desaire para Francia. O le resultaba cómodo tomárselo así, pero no se movía porque todavía estaba asediando a los protestantes de la Rochela. España veía con favor aquella matanza de un puñado de herejes, pero dejaba que Gonzalo sacara provecho de ello para sitiar con ocho mil hombres Casal, defendida por poco más de doscientos soldados. Y aquél había sido el primer asedio del Casal.
Mas como el emperador daba la impresión de no ceder, Carlos Manuel habíase olido el mal quite y, mientras seguía colaborando con los españoles, ya tomaba contactos secretos con Richelieu. Entre tanto, la Rochela caía, Richelieu recibía los parabienes de la corte de Madrid por esa bella victoria de la fe, daba las gracias, volvía a reunir su ejército y, con Luis XIII a la cabeza, hacíale atravesar el Monginebra en febrero del año 29, y abocábalo ante Susa. Carlos Manuel reparaba en que, jugando en dos mesas, corría el riesgo de perder no sólo el Monferrato sino también Susa e, intentando vender lo que le estaban quitando, ofrecía Susa a cambio de una ciudad francesa.
Un comensal de Roberto recordaba en tono divertido la historia. Richelieu con un gran sarcasmo había hecho que le preguntaran al duque si prefería Orléans o Poitiers, y entre tanto un oficial francés se presentaba en la guarnición de Susa y pedía albergue para el rey de Francia. El comandante saboyano, que era hombre de ingenio, había contestado que probablemente su alteza el duque habríase sentido honradísimo de brindar hospedaje a su majestad, empero, pues que su majestad había venido con una compañía de tal amplitud, era menester que se le permitiera avisar antes a su alteza. Con la misma elegancia, el mariscal de Bassompierre caracoleando sobre la nieve habíase descubierto ante su rey y, advirtiéndole que los violines habían entrado y los comediantes estaban en la puerta, pedíale el permiso para dar principio a la representación. Richelieu celebraba la misa de campo, la infantería francesa atacaba, y Susa era conquistada.
Estando así las cosas, Carlos Manuel decidía que Luis XIII era huésped suyo gratísimo, iba a darle la bienvenida, y pedíale sólo que no perdiera tiempo en Casal, que ya estaba ocupándose él dello, y que lo ayudara, en cambio, a conquistar Génova. Invitábasele cortésmente a que no dijera desatinos y poníasele en la mano una bella pluma de oca para firmar un tratado en el que permitía a los franceses que hicieran sus comodidades en el Piamonte: como propina obtenía que le dejaran Trino y que se le impusiera al duque de Mantua que le pagara un alquiler anual por el Monferrato:
—Ansí Nevers —decía el comensal—, para haber lo suyo ¡pagaba el alquiler a quien jamás lo había poseído!
—¡Y pagó! —reíase otro—. Quel con!
—Nevers siempre ha pagado por sus locuras —había dicho un abate, que a Roberto habíale sido presentado como el confesor de Toiras—. Nevers es un loco de Dios que cree ser San Bernardo. Ha pensado siempre y únicamente en reunir a los príncipes cristianos en una nueva cruzada. Son tiempos en que los cristianos se matan entre ellos, figurémonos quién se ocupa ya de los infieles. ¡Señores de Casal, si de esta amable ciudad queda alguna piedra, Vuestras Mercedes deberán esperarse que el nuevo señor les invite a todos a Jerusalén!
El abate sonreía divertido, aderezándose los bigotes rubios y bien cuidados, y Roberto pensaba: eso es, esta mañana iba a morir por un loco, y a este loco le dicen loco porque sueña, como yo soñaba, con los tiempos de la bella Melisenda y del Rey Leproso.
Ni tampoco los acontecimientos sucesivos permitían a Roberto desembrollarse entre las razones de aquella historia. Traicionado por Carlos Manuel, Gonzalo de Córdoba entendía que había perdido la campaña, reconocía el acuerdo de Susa, y recogía a sus ocho mil hombres en el Milanesado. Una guarnición francesa se instalaba en Casal, otra en Susa, el resto del ejército de Luis XIII volvía a pasar los Alpes para ir a liquidarse a los últimos hugonotes en el Languedoc y en el valle del Ródano.
Pero nadie entre aquellos gentileshombres tema intención de mantener fe a los pactos, y los comensales lo contaban como si fuera algo completamente natural, antes, algunos asentían observando que «la Raison d’Estat, ah, la Raison d’Estat». Por razones de estado, Olivares —Roberto entendía que era algo así como un Richelieu español, aunque menos sonreído por la fortuna— daba en la cuenta de la reputación que había perdido, despachaba de mala manera a Gonzalo, ponía en su lugar a Ambrosio Espínola y mandaba decir que la ofensa hecha a España iba en detrimento de la Iglesia.
—Historias —observaba el abate—, Urbano VIII había favorecido la sucesión de Nevers.
Y Roberto a preguntarse qué tenía que ver el Papa con asuntos que no tenían ninguna pertinencia con cuestiones de fe.
Entre tanto el emperador, y quién sabe lo que Olivares lo apremiaría, y de qué mil maneras, acordábase de que Mantua estaba aún bajo comisariato, y que Nevers no podía ni pagar ni no pagar por algo que todavía no le correspondía; perdía la paciencia y mandaba veinte mil hombres a sitiar la ciudad. El Papa, al ver que mercenarios protestantes hacían correrías por Italia, pensaba inmediatamente en otro saco de Roma, y enviaba tropas a la frontera del Mantuano. El Espínola, más ambicioso y resuelto que Gonzalo, decidía volver a sitiar Casal, pero esta vez en serio. En definitiva, concluía Roberto, para evitar las guerras no habría que hacer jamás tratados de paz.
En diciembre del año 29, los franceses volvían a franquear los Alpes. Carlos Manuel, según los pactos, habría debido dejarlos pasar, pero así, para dar prueba de lealtad, volvía a proponer sus pretensiones sobre el Monferrato y solicitaba seis mil soldados franceses para sitiar Génova, que desde luego era su idea fija. Richelieu, que lo consideraba una serpiente, no decía ni que sí ni que no. Un capitán, que vestía en Casal como si estuviera en la corte, evocaba una jornada del pasado febrero:
—Una gran fiesta, amigos míos, faltaban los músicos del palacio real, ¡mas había cajas y clarines! ¡Su Majestad, seguido por el ejército, cabalgaba ante Turín con un traje negro bordado de oro, una pluma en el sombrero y la coraza bien reluciente!
Roberto se esperaba el relato de un gran asalto, pero no, también aquello había sido sólo un desfile; el rey no atacaba, hacía por sorpresa una desviación hacia Pinarolo y apropiábase della, o volvíase a apropiar, visto que algún centenar de años antes había sido ciudad francesa. Roberto tenía una vaga idea de dónde estaba Pina-rolo, y no entendía por qué razón había que tomar a ésta para liberar Casal.
—¿Acaso nosotros estamos sitiados en Pinarolo? —preguntábase.
El Papa, preocupado por los visos que estaban tomando las cosas, mandaba un representante suyo a Richelieu para recomendarle que devolviera la ciudad a los Saboya. Los comensales habíanse prodigado en chismes sobre aquel enviado, un tal Julio Mazzarini: un siciliano, un plebeyo romano, qué va, encarecía las cosas el abate, el hijo natural de uno de la Ciociaria de oscura cuna, convertido en capitán no se sabe cómo, que servía al Papa pero que estaba haciendo toda suerte de cosas para ganarse la confianza de Richelieu, que a aquesas alturas desvivíase por él. Y era menester no perderlo de vista, ya que en aquel momento estaba, o iba a salir en dirección de Ratisbona, que está en los quintos infiernos, y era allá donde decidíanse los destinos de Casal, no con una que otra mina o contramina.
Entre tanto, como Carlos Manuel intentaba cortarles las comunicaciones a las tropas francesas, Richelieu apoderábase también de Annecy y Chambery, y saboyanos y franceses chocaban en Avigliana. En esta lenta partida, los imperiales amenazaban Francia entrando en Lorena, Wallenstein estaba moviéndose en ayuda de los Saboya, y en julio, un puñado de imperiales transportados sobre barcazas había capturado por sorpresa una esclusa en Mantua, el ejército al completo había entrado en la ciudad, la había saqueado durante setenta horas, vaciando el palacio ducal de cabo a cabo y, así, para tranquilizar al Papa, los luteranos de la armada imperial habían despojado todas las iglesias de la ciudad. Sí, precisamente aquellos lansquenetes que Roberto había visto, llegados para ayudar a Espínola.
El ejército francés todavía estaba ocupado en el norte y nadie sabía decir si habría llegado a tiempo antes de que Casal cayera. No quedaba sino esperar en Dios, había dicho el abate:
—Señores, es virtud política saber que hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos y los divinos como si no hubiese humanos.
—Esperemos pues en los medios divinos —había exclamado un gentilhombre, pero con tono poquísimo compungido, y agitando el cáliz tanto que hizo caer el vino sobre la casaca del abate.
—Vuestra Merced me ha manchado de vino —había gritado el abate descaeciendo su color natural, que era la manera en la que se airaban en aquella época.
—Haga —había respondido el otro—, como si le hubiera sucedido durante la consagración. Vino aquél, vino éste.
—Señor de Saint-Savin —había gritado el abate levantándose y llevando la mano a la espada—, ¡no es la primera vez que Vuestra Merced deshonra su nombre blasfemando sobre el de Nuestro Señor! ¡Habría hecho mejor, Dios me perdone, quedándose en París a infamar damas, como es costumbre de Vuestras Mercedes los pirronianos!
—Vamos —había contestado Saint-Savin, evidentemente borracho—, nosotros, los pirronianos, de noche íbamos a bailarles la música a las damas, y los hombres ahigadados que querían jugar alguna mala pasada uníanse a nosotros. Mas, cuando la dama no se asomaba, bien sabíamos que no lo hacía por no dejar el lecho que le estaba calentando el eclesiástico de familia.
Los demás oficiales habíanse levantado y refrenaban al abate que quería desenvainar la espada. El señor de Saint-Savin está alterado por el vino, decíanle, había que concederle algo a un hombre que aquellos días habíase batido bien, y un poco de respeto por los compañeros muertos había poco.
—Pues sea —había concluido el abate abandonando la sala—, señor de Saint-Savin, invito a Vuestra Merced a que termine la noche recitando un De Profundis por nuestros amigos que han entregado el alma, y me consideraré satisfecho.
El abate había salido, y Saint-Savin, sentado justo al lado de Roberto, habíase apoyado sobre su hombro y había comentado:
—Los perros y los pájaros de río no hacen más ruido que el que hacemos nosotros aullando un De Profundis. ¿Por qué tantos retoques y tantas misas para resucitar a los muertos?
Había vaciado de golpe la copa, había amonestado a Roberto con el dedo levantado, como para educarlo a una vida recta y a los sumos misterios de nuestra santa religión:
—Que Vuestra Merced esté orgulloso: hoy ha acariciado una bella muerte, y condúzcase en el futuro con la misma negligencia, sabiendo que el alma muere con el cuerpo. Y vaya, pues, Vuestra Merced a la muerte después de haber gozado la vida. Somos animales entre los animales, hijos todos de la materia, salvo que estamos más inermes. Mas ya que, a diferencia de las fieras, sabemos que debemos morir, preparémonos a ese momento gozando de la vida que nos ha sido dada por el azar y por azar. Que la sabiduría nos enseñe a emplear nuestros días para beber y conversar amablemente, como conviene a los gentileshombres, despreciando las almas ruines. ¡Camaradas, la vida está en deuda con nosotros! Estamos pudriéndonos en Casal, y hemos nacido demasiado tarde para disfrutar de los tiempos del buen rey Enrique, cuando en el Louvre te encontrabas con bastardos, monos, locos y bufones de corte, con enanos y cul-de-jatte, con músicos y poetas, y el Rey divertíase con ellos. Ahora, jesuítas lascivos como machos cabríos truenan contra quien lee a Rabelais y a los poetas latinos, y querríannos a todos virtuosos para matar a los hugonotes. Señor Dios, la guerra es bella, pero quiero batirme por mi placer y no porque mi rival coma carne el viernes. Los paganos eran más cuerdos que nosotros. También ellos tenían tres dioses, pero por lo menos, su madre Cibeles no pretendía haberlos parido quedándose virgen.
—Señor —había protestado Roberto, mientras que los demás reían.
—Señor —había contestado Saint-Savin—, la primera prenda de un hombre de bien es el desprecio de la religión, que nos quiere temerosos de la cosa más natural del mundo, que es la muerte, aborrecedores de lo único bello que el destino nos ha dado, que es la vida, y aspirantes a un cielo donde de eterna beatitud viven sólo los planetas, que no gozan ni de premios ni de condenas, sino de su eterno movimiento, en brazos del vacío. Que Vuestra Merced sea fuerte como los sabios de la antigua Grecia y mire a la muerte con ojo firme y sin miedo. Jesús sudó demasiado esperándola. ¿Qué tenía que temer, por otra parte, pues habría resucitado?
—Ya basta, señor de Saint-Savin —habíale casi prevenido un oficial tomándolo por el brazo—. No dé mal ejemplo a este nuestro joven amigo, que todavía no sabe que en París hoy día la impiedad es la forma más exquisita del bon ton, y podría tomarle demasiado en serio. Y váyase a dormir también Vuestra Merced, señor de la Grive. Sepa que el buen Dios es tan socorredor que perdonará también al señor de Saint-Savin. Como decía aquel teólogo, fuerte es un rey que todo lo acaba, más fuerte una mujer que todo lo recaba, pero aún más fuerte el vino que ahoga la razón.
—Cita a medias, señor —había farfullado Saint-Savin mientras dos de sus camaradas lo arrastraban fuera casi en volandas—, esta frase atribúyesele a la Lengua, que había añadido: aún más fuerte es, con todo y eso, la verdad y yo que la mantengo. Y mi lengua, aunque la mueva ya con esfuerzo, no callará. El sabio no debe atacar la mentira sólo a golpes de espada sino también a golpes de lengua. Amigos, ¿cómo podéis llamar socorredora a una divinidad que quiere nuestra infelicidad eterna sólo para calmar su cólera de un instante? ¿Nosotros hemos de perdonar a nuestro prójimo y él no? ¿Y deberíamos amar a un ser tan cruel? El abate me ha llamado pirroniano, pero nosotros los pirronianos, si así él quiere, nos preocupamos de consolar a las víctimas de la impostura. Una vez, con tres compadres, repartimos entre las damas unos rosarios con medallitas obscenas. ¡Si supierais lo devotas que se volvieron desde aquel día!
Había salido, acompañado por las risotadas de toda la brigada, y el oficial había comentado:
—Si no Dios, por lo menos nosotros le perdonamos su lengua, visto que tiene una tan bella espada. —Luego a Roberto—: Téngalo Vuestra Merced por amigo, y no lo contraríe más de lo debido. Ha dejado en el sitio a más franceses él, en París, por un punto de teología, que los españoles que mi compañía ha pasado por las armas en estos días. No quisiera tenerlo junto a mí en misa, pero me consideraría afortunado de tenerlo a mi lado en el campo.
Educado así a las primeras dudas, otras debía conocer Roberto el día después. Había vuelto a esa ala del castillo donde había dormido las primeras dos noches con sus monferrines, para coger su saco, pero le costaba trabajo orientarse entre patios y pasillos. Por uno de éstos procedía, reparando en que había equivocado el camino, cuando vio en el fondo un espejo plúmbeo de suciedad, en el cual se divisó a sí mismo. Acercándose dio en la cuenta de que aquel sí mismo tenía, sí, su rostro, pero vistosos vestidos a la española, y llevaba los cabellos recogidos en una cofia de red. No sólo, sino que aquel sí mismo, a un cierto punto, ya no estaba de frente, sino que desaparecía de lado.
No se trataba, por tanto, de un espejo. Reparó, en efecto, en que era un ventanal, con los cristales empolvados, que asomaba a una explanada exterior, de donde se descendía por una escalera hacia el patio. Así pues, no se había visto a sí mismo sino a alguien más, muy parecido a él, de quien ahora había perdido el rastro. Naturalmente, pensó inmediatamente en Ferrante. Ferrante lo había seguido, o precedido a Casal, quizá estaba en otra compañía del mismo regimiento, o en uno de los regimientos franceses y, mientras él arriesgaba su vida en el fuerte, aquél obtenía de la guerra quién sabe cuáles ventajas.
En esa edad, Roberto inclinábase ya a sonreír de sus fantasías pueriles sobre Ferrante, y reflexionando sobre su visión convencióse bien pronto de que había visto sólo a alguien que podía vagamente asemejársele.
Quiso olvidar lo acaecido. Durante años había rumiado acerca de un hermano invisible, aquella noche había creído verlo pero, precisamente (se dijo intentando con la razón contradecir a su corazón), si alguien había visto, no era figmento, y puesto que Ferrante era figmento, aquél que había visto no podía ser Ferrante.
Un maestro de lógica habría objetado a aquel paralogismo, pero por el momento a Roberto podía bastarle.