LA FORTIFICACIÓN DEMONSTRADA
¿Por qué Roberto evoca Casal para describir sus primeros días en el navío? Desde luego, existe el gusto del símil: cercado una vez y cercado la otra, aunque a un hombre de su siglo le pediríamos algo mejor. En todo caso, de la semejanza debían fascinarle las diferencias, fecundas, de elaboradas antítesis: en Casal había entrado por su elección, para que los otros no entraran, y al Daphne había sido arrojado, y anhelaba sólo salir. Yo diría, más bien, que mientras vivía una historia de penumbras, recorría con el pensamiento una sucesión de acciones convulsivas vividas a pleno sol, de suerte que las rutilantes jornadas del sitio, que la memoria le devolvía, lo compensaran de ese su pálido vagamundear. Y quizá haya más. En la primera parte de su vida, Roberto había tenido sólo dos períodos en los cuales había aprendido algo del mundo y de los modos de habitarlo, me refiero a los pocos meses del asedio y a los últimos años en París: ahora estaba viviendo su tercera edad de formación, quizá la postrera, al final de la cual la madurez habría coincidido con la disolución, y estaba intentando conjeturar su secreto mensaje viendo el pasado como figura del presente.
Casal había sido, al principio, una historia de salidas. Roberto se la cuenta a la Señora, transfigurando, como para decirle que, incapaz como había sido de expugnar la tan guardada fortaleza de su nieve intacta, herida pero no encendida por la llama de sus dos soles, a la viva llama de otro sol había sido, en cambio, capaz de confrontarse con quien ponía cerco a su ciudadela monferrina.
La mañana siguiente a la llegada de los de la Griva, Toiras había enviado unos oficiales aislados, carabina al hombro, a observar qué estaban instalando los napolitanos sobre la colina conquistada el día de antes. Los oficiales habíanse acercado demasiado, había seguido un intercambio de disparos, y un joven lugarteniente del regimiento Pompadour había sido muerto. Sus compañeros lo trajeron dentro de las murallas, y Roberto vio el primer muerto matado de su vida.
Toiras decidió hacer ocupar las casas a las que aludiera el día de antes.
Podía seguirse bien, desde los baluartes, la avanzada de diez mosqueteros, que a un cierto punto habíanse dividido para ensayar una tenaza sobre la primera casa. De las murallas salió un cañonazo que pasó sobre sus cabezas y fue a destechar la casa: como una bandada de insectos, salieron algunos españoles que se dieron a la fuga. Dejáronlos escapar los mosqueteros, apoderáronse de la casa, atrincheráronse en ella, y abrieron un fuego de estorbo hacia la colina.
Era oportuno que la operación se repitiera sobre otras casas: incluso desde los baluartes podía verse ahora que los napolitanos habían empezado a excavar trincheras ribeteándolas con vigas y gaviones. Pero éstas no circunscribían la colina, se adelantaban hacia la llanura. Roberto vino a saber que así se empezaban a construir las minas. Una vez llegadas a las murallas, habrían sido estibadas, en el ultimísimo trecho, con pipas de pólvora. Era preciso impedir continuamente que los trabajos de excavación alcanzaran un nivel suficiente para proceder bajo tierra, si no, a partir de aquel punto los enemigos habrían trabajado bien amparados. El juego estaba todo allí, prevenir desde fuera y al descubierto la construcción de las galerías, y excavar galerías de contramina mientras no llegara la armada de socorro, y mientras hubieran durado las vituallas y municiones. En un asedio no hay nada más que hacer: estorbar a los demás, y esperar.
La mañana después, como prometido, fue el turno del fuerte. Roberto se encontró embrazando su escopeta en medio de un ayuntamiento indisciplinado de gente que en Lù, en Coccaro, o en Odalengo, no tenía ganas de trabajar, y de corsos taciturnos, abarrotados en barcazas para cruzar el Po, después de que dos compañías francesas hubieran tocado ya la otra ribera. Toiras con su séquito observaba desde la ribera derecha, y el viejo Pozzo le hizo al hijo un gesto de saludo, primero indicando un «anda, anda» con la mano, luego llevando el índice a que estirara el pómulo, para decir «ojo».
Las tres compañías acampáronse en el fuerte. La construcción no había sido completada, y parte del trabajo ya hecho habíase caído en pedazos. La tropa pasó la jornada atrincherando los huecos en las murallas, pero el fuerte estaba bien protegido por un foso, allende el cual fueron enviadas algunas centinelas. Al caer la noche, el cielo era tan claro que las centinelas dormitaban, y ni siquiera los oficiales juzgaban probable un ataque. Y en cambio, de repente, oyóse tocar a la carga y vieron aparecer a la caballería española.
Roberto, colocado por el capitán Bassiani detrás de algunas balas de paja que colmaban un trecho derrumbado del recinto, no tuvo tiempo de entender lo que sucedía: cada caballero llevaba tras de sí un mosquetero y, como llegaron junto al foso, los caballos empezaron a costearlo en círculo, mientras los mosqueteros disparaban eliminando a las pocas centinelas, luego todos los mosqueteros habían saltado de la grupa, rodando en el foso. Mientras los jinetes se disponían en hemiciclo ante la entrada, obligando a los defensores a cubrirse con un fuego nutrido, los mosqueteros ganaban incólumes la puerta y las brechas menos defendidas.
La compañía italiana, que estaba de guardia, había descargado las armas y habíase dispersado presa del pánico, y por esto habría de llevarse gran escarnio, mas tampoco las compañías francesas supieron comportarse mejor. Entre el principio del ataque y la escalada de las murallas habían pasado pocos minutos, y los hombres fueron sorprendidos por los atacantes, ya dentro del cerco, cuando todavía no se habían armado.
Los enemigos, aprovechando la interpresa, estaban haciendo una matanza de la guarnición, y eran tan numerosos que mientras algunos se empeñaban en derribar a los defensores aún de pie, otros lanzábanse ya a despojar a los caídos. Roberto, después de haber disparado sobre los mosqueteros, mientras recargaba con fatiga, por el hombro aturdido a causa de la coz de la escopeta, había sido sorprendido por la carga de los caballos, y los cascos de un animal que le pasaba por encima de la cabeza, a través de la brecha, habíanle sepultado bajo el desmoronamiento de la barricada. Fue una fortuna: protegido por la paja caída, habíase librado del primer y mortal impacto, y ahora, escudriñando desde su pajar, veía con horror a los enemigos rematar a los heridos, cortar un dedo para llevarse un anillo, una mano por un brazal.
El capitán Bassiani, para reparar la mancilla de sus hombres en fuga, todavía estaba batiéndose animosamente, pero fue rodeado y hubo de rendirse. Desde el río habían dado en la cuenta de que la situación era crítica, y el coronel la Grange, que acababa de abandonar el fuerte después de una inspección para volver a Casal, intentaba lanzarse en socorro de los defensores, refrenado por sus oficiales, que aconsejaban, en cambio, pedir refuerzos en la ciudad. De la ribera derecha salieron otras barcas, mientras, despertado de sobresalto, llegaba al galope Toiras. Se comprendió en poco tiempo que los franceses estaban en fuga, y lo único era ayudar con tiros de cobertura a los que se habían salvado para que alcanzaran el río.
En esta confusión, viose al viejo Pozzo que, en ascuas, iba y venía cual lanzadera entre el estado mayor y el amarradero de las barcas, buscando a Roberto entre los que se habían librado. Cuando estuvo casi seguro de que ya no había más barcas por llegar, oyósele emitir un: «¡Oh, críspolis!» Luego, como hombre que conocía los caprichos del río, y haciendo pasar por mentecatos a los que hasta entonces habíanse afanado remando, había elegido un punto delante de los islotes y había empujado el caballo al agua, espolándolo. Atravesando un bajío estuvo en la otra ribera sin que tuviera el caballo ni siquiera que nadar, y arrojóse como un loco, la espada alzada, hacia el fuerte.
Un grupo de mosqueteros enemigos le salió al encuentro, mientras ya el cielo se aclaraba, y sin entender quién era aquel solitario: el solitario los atravesó, eliminando por lo menos a cinco con fendientes seguros, topó con dos caballeros, hizo que el caballo se empinara, inclinóse de lado evitando un golpe y de golpe irguióse haciendo con el acero un círculo en el aire: el primer adversario abandonóse sobre la silla con los intestinos colgantes a lo largo de las botas mientras el caballo huía, el segundo quedóse con los ojos abiertos de par en par, buscándose con los dedos una oreja que, unida a la mejilla, colgábale por debajo de la barbilla.
Pozzo llegó bajo el fuerte, y los invasores, ocupados en despojar a los últimos fugitivos heridos por la espalda, no entendieron ni siquiera de dónde venía. Entró en el recinto llamando en voz alta al hijo, arrolló a otras cuatro personas mientras llevaba a cabo una especie de torneo blandiendo la espada hacia todos los puntos cardinales; Roberto, asomando de repente de entre la paja, lo vio de lejos, y antes que al padre reconoció a Pañufli, el caballo paterno con el que jugaba desde hacía años. Metióse dos dedos en la boca y emitió un silbido que el animal conocía bien, y, en efecto, habíase encabritado ya, irguiendo las orejas, y estaba arrastrando al padre hacia la brecha. Pozzo vio a Roberto y gritó:
—¿Pero será sitio donde meterse? ¡Monta, insensato!
Y mientras Roberto saltaba sobre la grupa, aferrándose a su cintura, dijo:
—Miseria, a ti nunca se te encuentra donde has de estar.
Luego, incitando a Pañufli, se echó al galope hacia el río.
En ese punto algunos de los saqueadores cayeron en la cuenta de que aquel hombre en aquel lugar estaba fuera de lugar, y lo señalaron gritando. Un oficial, con la coraza abollada, seguido por tres soldados, intentó cortarle el paso. Pozzo lo vio, hizo como si se desviara, luego tiró las riendas y exclamó:
—¡Lo que se dice el destino!
Roberto miró hacia adelante y reparó en que era el español que les había dejado pasar dos días antes, También él había reconocido a su presa, y con los ojos brillantes avanzaba con la espada levantada.
El viejo Pozzo pasó rápidamente la espada a la izquierda, extrajo la pistola del cinturón, y extendió el brazo, todo de una manera tan rápida que sorprendió al español, que arrastrado por el ímpetu estaba casi a su altura. Pero no disparó enseguida. Tomóse el tiempo de decir:
—Me perdonará la pistola, pero si Vuesa Merced lleva la coraza, bien tendré derecho…
Apretó el gatillo y lo dejó tendido con una bala en la boca. Los soldados, viendo caer al jefe, diéronse a la fuga, y Pozzo repuso la pistola diciendo:
—Mejor será que nos vayamos, antes de que pierdan la paciencia… ¡Arre, Pañufli!
En un gran polvorín atravesaron la explanada y, entre violentas salpicaduras, el río, mientras alguien desde lejos aún estaba descargando las armas a sus espaldas.
Llegaron entre aplausos a la ribera derecha. Toiras dijo:
—Très bien fait, mon cher ami —luego a Roberto—: La Grive, hoy todos han escapado y sólo Vuestra Merced hase quedado. De casta le viene al toro. Está desperdiciado en esa compañía de cobardes. Pasará a mi séquito.
Roberto dio las gracias y luego, apeándose de la silla, tendió la mano al padre, para darle las gracias también a él. Pozzo se la estrechó distraídamente diciendo:
—Lo siento por ese gentilhombre español, que era de verdad una buena persona. Vaya, la guerra es una gran mala bestia. Por otra parte, acuérdate siempre, hijo mío: buenos sí, pero si alguien te sale al encuentro para matarte es él el que no tiene razón. ¿O no?
Se recogieron en la ciudad, y Roberto oyó que su padre farfullaba aún, consigo mismo:
—Yo no lo he buscado…