EL SERRALLO DE LOS ESTUPORES
Librarse del asedio de Casal, donde los ratones al final, por lo menos, no había tenido que comérselos, para arribar al Daphne donde quizá los ratones habríanselo comido a él. Meditando temeroso sobre este hermoso contraste, Roberto por fin habíase dispuesto a explorar aquellos lugares de los que la noche antes había oído llegar aquellos inciertos ruidos.
Había decidido bajar desde el alcázar y, si todo hubiera sido como en el Amarilis, sabía que habría debido encontrar una docena de cañones a ambos lados, y los jergones de paja o las hamacas de los marineros. Había penetrado por la timonera en el rancho de Santa Bárbara, atravesado por la caña que oscilaba con lento chirrío, y habría podido salir enseguida por la puerta que daba a la entrepuentes. Mas casi para tomar confianza con aquellos parajes profundos antes de encararse con su incógnito enemigo, por una escotilla habíase descolgado aún más abajo, donde por lo normal habría debido haber otros bastimentos. Y, en cambio, allí había encontrado, organizados con gran economía de espacio, catres para una docena de hombres. Así pues, la mayor parte de la chusma dormía allá abajo, como si el resto se reservara a otras funciones. Los catres estaban en perfecto orden. Si epidemia había habido, entonces, a medida que alguien moría, los supervivientes habíanlos aderezado con sumo arte, para decir a los demás que nada había acontecido… Pero en fin, ¿quién había dicho que los marineros hubieran muerto, y todos? Y, una vez más, ese pensamiento no lo había tranquilizado: la peste, que mata al marinaje completo, es un hecho natural, según algunos teólogos a veces providencial; pero un acontecimiento que hacía huir a ese mismo marinaje, y dejando el navío en aquel orden suyo innatural, podía ser mucho más preocupante.
Quizá la explicación se encontraba en la segunda cubierta, era preciso darse ánimos. Roberto volvió a subir y abrió la puerta que daba al lugar temido.
Comprendió entonces la función de aquellos vastos ajedreces que horadaban la puente. Con ese recurso, la entrecubiertas había sido transformada en una especie de nave, iluminada a través de las rejillas por la luz del día, ya pleno, que caía oblicua, cruzándose con la que llegaba de las portas, coloreándose con el reflejo, ahora ambarino, de los cañones.
Primeramente, Roberto no divisó nada más que aceros de sol en los que se veían agitarse infinitos corpúsculos, y como los vio, no pudo sino recordar (y cuánto se difunde en jugar de eruditas memorias, para asombrar a su Señora, en vez de limitarse a decir) las palabras con las cuales el Canónigo de Digne lo invitaba a observar las cascadas de luz que se derramaban en la oscuridad de una catedral, animándose, en su proprio interior, de una multitud de mónadas, semillas, naturalezas indisolubles, gotas de incienso macho que estallaban espontáneamente, átomos primordiales empeñados en lides, batallas, escaramuzas con escuadrones, entre un sinnúmero de encuentros y separaciones. Prueba evidente de la composición misma de este nuestro universo, por otra cosa no compuesto que por cuerpos primeros hormigueantes en el vacío.
Inmediatamente después, casi como confirmación de que lo creado no es sino obra de aquesa danza de átomos, hízose la impresión de encontrarse en un jardín y dio en la cuenta de que, desde que había entrado allá abajo, había sido asaltado por un tropel de perfumes, mucho más fuertes que los que le habían llegado antes desde la ribera.
Un jardín, un vergel cubierto: eso era lo que los hombres desaparecidos del Daphne habían creado en aquel paraje, para conducir a la patria flores y plantas de las islas que estaban explorando, permitiendo que el sol, los vientos y las lluvias les concedieran sobrevivir. Que el bajel pudiera conservar posteriormente, durante meses de viaje, aquel botín silvestre, que la primera tempestad no lo envenenara de sal, Roberto no sabía decirlo, pero a buen seguro el que aquella naturaleza estuviera aún en vida confirmaba que, como para la comida, la reserva habíase hecho recientemente.
Flores, arbustos, arbolillos habíanse transportado con sus raíces y sus terrones, y alojados en banastos y cajas de improvisada hechura. Muchos de los receptáculos se habían podrido, la tierra se había derramado formando entre los unos y los otros una capa de limo húmedo en el que ya estaban hincándose los mugrones de algunas plantas, tal que parecía estar en un Edén que germinase de las tablas mismas del Daphne.
El sol no era tan fuerte que ofendiera los ojos de Roberto, pero sí lo suficiente para hacer descollar los colores del follaje y hacer que se abrieran las primeras flores. La mirada de Roberto se posaba sobre dos hojas que antes le habían parecido la cola de un camarón, del cual brotaban flores blancas, luego sobre otra hoja verde tierno en la que nacía una especie de media flor de una macolla de azufaifas ebúrneas. Una vaharada repugnante lo atraía hacia una oreja amarilla en la que parecía hubieran enjaretado una panocha, a su lado descendían festones de conchas de porcelana, cándidas con la punta rosada, y de otro racimo pendían unas trompetas o campanillas invertidas, con una ligera sospecha de musgo. Vio una flor color limón de la cual, en el curso de los días, iba a descubrir la volubilidad, porque habríase vuelto albaricoque a la tarde y rojo oscuro a la puesta del sol, y vio otras, azarcón en el centro, que se difuminaban en un albor lilial. Descubrió unos frutos ásperos que no habría osado tocar, si uno de ellos, caído al suelo y abiértose por fuerza de sazón, no hubiera revelado un interior de granada. Osó catar otros, y los juzgó más a través de la lengua con la que se habla que con la que se gusta, visto que define uno como una bolsa de miel, maná congelado en la fecundidad de su tallo, alhaja de esmeraldas repleta de diminutos rubíes. Que luego, leyendo a contraluz, osaría decir que había descubierto algo muy parecido a un higo.
Ninguna de aquellas flores o de aquellos frutos le resultaba conocido, cada uno parecía nacido de la fantasía de un pintor que hubiera querido violar las leyes de la naturaleza para inventar inverosimilitudes convincentes, laceradas delicias y sabrosas mentiras: como aquella corola cubierta por una pelusa blancuzca que se pululaba en un copete de plumas violeta, o no, una bellorita descolorida que expulsara un apéndice obsceno, o una máscara que encubriera un rostro canoso de barbas cabrunas. ¿Quién podía haber ideado ese arbusto con hojas por un lado verde oscuro con decoraciones silvestres rojiamarillas, y por el otro llameantes, rodeadas de otras hojas de un más tierno verde guisante, con substancia carnosa contorcida en guisa de cuenco, que podía contener aún el agua de la última lluvia?
Embargado por la sugestión del lugar, Roberto no se preguntaba de qué lluvia contenían las hojas los restos, visto que, desde hacía por lo menos tres días, seguramente no llovía. Los aromas que lo aturdían disponíanlo a juzgar natural cualquier sortilegio.
Le parecía natural que un fruto flojo y cadente oliera a queso fermentado, y que una suerte de granada violácea, con un agujero en el fondo, al sacudirla hiciera oír en su propio interior una que otra semilla danzante, como si no de flor se tratara, sino de juguete, y tampoco se extrañaba por una flor en forma de cúspide, con el fondo duro y redondeado. Roberto no había visto jamás una palmera llorona, como si fuere sauce, y la tenía ante sí, pateante de raíces múltiples sobre las que se injertaba un tronco que salía de una única mata, mientras sus frondas de planta nacida al llanto doblegábanse extenuadas por su misma lozanía; Roberto no había visto todavía otra zarza que generara hojas largas y pulposas, entumecidas por un vergajo central cual hierro, listas para ser usadas como platos y bandejas, mientras junto a ellas crecían otras hojas más, a guisa de cedientes cucharas.
Incierto de si vagaba en una floresta mecánica o en un paraíso terrenal escondido en lo íntimo de la tierra, Roberto erraba en aquel Edén que lo instigaba a fragrantes delirios.
Cuando más tarde se lo relate a la Señora, hablará de rústicos frenesís, caprichos de los jardines, ricos Proteos de frondas, cedros (¿cedros?) enloquecidos de ameno furor… O lo revivirá como un antro flotante rico de engañosos títeres donde, ceñidas por sogas horriblemente contorcidas, surgían fanáticas capuchinas, impíos serpollos de bárbara espesura… Escribirá sobre el opio de los sentidos, de una ronda de pútridos elementos que, precipitando en impuros extractos, habíanlo conducido a las antípodas de la cordura.
Al principio, había atribuido al canto que le llegaba de la isla, la impresión de que voces plumadas se manifestaran entre las flores y las plantas: mas de golpe se le erizaron los pelos por el paso de un murciélago que casi le rozó la cara, e inmediatamente después tuvo que apartarse para esquivar un halcón, que se había arrojado sobre su presa derribándola con un golpe de rostro.
Penetrado en la entrepuentes, oyendo todavía a lo lejos a los pájaros de la Isla, y convencido de percibirlos todavía a través de las lumbres de la sentina, Roberto oía ahora aquellos sonidos harto más próximos. No podían venir de la ribera: otros pájaros, por tanto, y no lejanos, estaban cantando allende las plantas, hacia la proa, en dirección de aquel pañol en el que la noche de antes había oído los ruidos.
Le pareció, avanzando, que el vergel terminaba a los pies de un tronco de alto tallo que perforaba la puente superior, luego entendió que había llegado más o menos al centro del navío, donde el árbol mayor se entrevenaba hasta la ínfima carena. En aquel punto, artificio y naturaleza estábanse confundiendo tanto que podemos justificar la confusión de nuestro héroe. También porque, precisamente en ese punto, su nariz empezó a advertir una mezcla de aromas, calumbres terrosas y hedor animal, como si lentamente estuviera pasando de un huerto a un redil.
Y fue al caminar allende el tronco del árbol mayor, hacia la proa, cuando vio la pajarera.
No supo definir de otra forma ese conjunto de jaulas de caña, atravesadas por sólidas ramas que éranles percha, habitadas por animales voladores, dedicados a adivinar esa aurora de la que recibían sólo una limosna de luz, y a responder con voces discordes al reclamo de sus semejantes que cantaban libres en la Isla. Apoyadas en el suelo o péndulas de las rejillas de la puente, las jaulas se disponían a lo largo de aquel otro crucero como estalactitas y estalagmitas, dando vida a otra espelunca de las maravillas, donde los animales revoloteando hacían oscilar las jaulas, y éstas se cruzaban con los rayos del sol, y ellos creaban un mariposeo de colores, una nevasca de arco iris.
Si hasta aquel día jamás había oído cantar de verdad a los pájaros, tampoco podía decir Roberto que los hubiera visto, por lo menos con tantas hechuras, a tal punto que se preguntó si estaban en estado de naturaleza o si no los habría pintado la mano de un artista y aderezado para alguna farsa, o para simular un ejército en revista, cada infante y cada caballero envuelto en su propio estandarte.
Cohibidísimo Adán, no tenía nombres para aquellas cosas, sino los de los pájaros de su hemisferio; he aquí una garza, se decía, una grulla, una codorniz… mas era como tratar de oca a un cisne.
Aquí, prelados con la amplia cola cardenalicia y el pico en forma de alquitara desplegaban alas de hierba, inflando una garganta purpurina y descubriendo un pecho azul salmodiaban casi humanos; allá, múltiples escuadras se exhibían en gran justa intentando asaltos a las deprimidas cúpulas que circunscribían su arena, entre relámpagos de tórtola y estocadas rojas y amarillas, como oriflamas que un alférez estuviera lanzando y recogiendo al vuelo. Enojados jinetes, con largas patas nerviosas en un espacio demasiado angosto, relinchaban airados era era era, a veces vacilando sobre un pie solo y mirándose recelosos en derredor, vibrando los copetes sobre la cabeza tendida… Solo, en una jaula construida a su medida, un gran capitán, con el manto azulino, el justillo bermejo como el ojo, y el penacho de lirios sobre la cimera, exhalaba un gemido de paloma. En una jaulilla junto a ésta, tres peones permanecían en el suelo, faltos de alas, brincantes ovillos de lana encenagada, el hociquito de ratón, bigotudo en la raíz de un largo pico recorvo dotado de aletas con las cuales los pequeños monstruos husmeaban, picoteando las lombrices que encontraban por el camino… En una jaula que se desanudaba como un intestino, una pequeña cigüeña con las patas de zanahoria, el pecho aguamarina, las alas negras y el pico morado, se movía titubeante, seguida por algunos pequeños en fila india y, al detenerse aquella senda suya, despechada graznaba, primero obstinándose en romper lo que creía una maraña de sarmientos, luego reculando e invirtiendo el camino, y sin saber sus criaturas si caminarle delante o detrás.
Roberto estaba dividido entre la excitación del descubrimiento, la piedad por aquellos prisioneros, el deseo de abrir las jaulas y ver su catedral invadida por aquellos heraldos de un ejército de los aires, para substraerlos al asedio al cual el Daphne, a su vez asediado por sus otros semejantes allá afuera, los obligaba. Pensó que estarían hambrientos, y vio que en las jaulas aparecían sólo migajas de comida, y que las vasijas y las escudillas que habían de contener el agua estaban vacías. Pero descubrió, junto a las jaulas, sacos de simientes y jirones de pescado seco, preparados por quien quería conducir aquel botín a Europa, pues una nave no va por los mares del opuesto sur sin traer a las cortes o a las academias testimonios de esos mundos.
Siguiendo adelante encontró también un recinto hecho con tablas, con una docena de animales que adscribió a la especie gallinácea, aunque en su casa no había visto semejante plumaje. También ellos parecían hambrientos, aunque las gallinas habían puesto (y celebraban el acontecimiento como sus socias de todo el mundo) seis huevos.
Roberto cogió inmediatamente uno, lo agujereó con la punta del cuchillo y lo bebió como acostumbraba de niño. Luego se metió los demás en la camisa, y para compensar a las madres, y a los fecundísimos padres que lo fijaban ceñudos meneando las barbas, distribuyó agua y comida; y así hizo jaula por jaula, preguntándose qué providencia habíale allegado al Daphne precisamente mientras los animales estaban extremados. Hacía, en efecto, ya dos noches que Roberto estaba en el navío y alguien había cuidado de las jaulas a lo sumo el día anterior a su llegada. Sentíase como un invitado que llega, sí, con retraso a una fiesta, pero justamente apenas hanse ido los últimos huéspedes y las mesas aún no se han recogido.
Por lo demás, se dijo, que aquí antes había alguien y agora ya no lo hay, está claro. Que estuviere uno, o diez días antes de mi llegada, no cambia para nada mi hado, a lo sumo lo hace más burlón: naufragando un día antes, habría podido unirme a los marineros del Daphne, donde quiera que hayan ido. O acaso no, habría podido morir con ellos, si murieron. Lanzó un suspiro (por lo menos no era un asunto de ratones) y concluyó que tenía a disposición también unos pollos. Pensó otra vez en su propósito de rendirles la libertad a los bípedos de más noble linaje, y convino en que, si el exilio suyo había de durar mucho, también aquestos habrían podido resultar de buen yantar. Eran bellos y abigarrados también los hidalgos ante Casal, pensó, y con todo, les disparábamos, y si el asedio hubiera durado, nos los habríamos incluso comido. Quien ha sido soldado en la guerra de los treinta años (digo yo, pero quien la estaba viviendo entonces no la llamaba así, y quizá no había ni entendido que se trataba de una larga y única guerra en la cual, de vez en cuando, alguien firmaba una paz) ha aprendido a ser duro de corazón.