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DE LAS COSAS DE LA GUERRA EN EL MONFERRATO

Roberto deja entender bastante poco de sus dieciséis años de vida antes de aquel verano de 1630. Cita episodios del pasado sólo cuando le parecen exhibir alguna conexión con su presente en el Daphne, y el cronista de su crónica porfiada debe espiar entre los pliegues del discurso. Si siguiéramos sus resabios, parecería como un autor que, para diferir el descubrimiento del homicida, le concede al lector sólo escasos indicios. Y así robo alusiones, como un delator.

Los Pozzo de San Patricio eran una familia de la pequeña nobleza que poseía la extensa propiedad de la Griva en los confines del territorio alejandrino (en aquellos tiempos, parte del ducado de Milán y, por tanto, dominio español), pero que por geografía política o disposición de ánimo se consideraba vasalla del marqués del Monferrato. El padre —que hablaba en francés con la esposa, en dialecto con los campesinos, y en italiano con los extranjeros— con Roberto se expresaba de diferentes guisas según le enseñara una estocada, o lo llevara a cabalgar por los campos, soltando reniegos por los pájaros que le echaban a perder la cosecha. Por lo demás, el muchacho pasaba su tiempo sin amigos, fantaseando entre sí tierras lejanas cuando vagaba aburrido por las viñas, cetrería cuando cazaba vencejos, y combates con dragones cuando jugaba con los perros; y tesoros escondidos mientras exploraba los aposentos de su castillejo o castilluelo que fuere. Le encendían estos vagamundeos de la mente los libros y los poemas de caballerías que encontraba llenos de polvo en la torre meridional.

Así pues, no cultivado no era, y tenía incluso un preceptor, aunque fuera temporario. Un carmelita —que se decía había viajado a Oriente donde, murmuraba santiguándose la madre, insinuaban que se había hecho moro— llegaba una vez al año a la hacienda con un siervo y cuatro machillos cargados de libros y otros cartapacios, y se le brindaba hospitalidad durante tres meses. Qué enseñara al alumno no lo sé, pero cuando llegó a París, Roberto hacía figura, y de todas maneras aprendía rápidamente lo que oía.

De este carmelita se sabe una cosa sola, y no es una casualidad que Roberto la mencione. Un día, el viejo Pozzo habíase cortado, limpiando una espada, y ya fuere porque el arma estaba herrumbrosa, ya fuere que se había dañado una parte sensible de la mano o de los dedos, la herida le procuraba fuertes dolores. Entonces el carmelita había cogido el acero, lo había rociado con unos polvos que tenía en una cajilla, e inmediatamente Pozzo juró que experimentaba alivio. El caso es que al día siguiente ya la llaga estaba cicatrizándose.

El carmelita habíase complacido del estupor de todos, y dijo que el secreto de aquella substancia habíale sido revelado por un moro, y se trataba de un medicamento mucho más poderoso que aquel que los espagíricos cristianos llamaban unguentum armarium. Cuando le preguntaron cómo era que los polvos no se colocaban sobre la herida sino sobre la hoja que la había producido, respondió que así actúa la naturaleza, entre cuyas fuerzas más fuertes está la simpatía universal, que gobierna las acciones a distancia, y añadió, que si la cosa podía resultar difícil de creer, no había sino que pensar en la imán, la cual es una piedra que atrae hacia sí la limadura de metal, o en las grandes montañas de hierro, que cubren el norte de nuestro planeta, las cuales atraen la aguja de marear. Y así el ungüento armario, firmemente adhiriendo a la espada, atraía aquellas virtudes del hierro que la espada había dejado en la herida y que impedían su curación.

Cualquier criatura que en su propia infancia haya sido testigo de tanto, no puede sino quedar marcada para toda la vida, y veremos pronto cómo el destino de Roberto fue decidido por su atracción hacia el poder atractivo de polvos y ungüentos.

Por otra parte, no es éste el episodio que marcó mayormente la infancia de Roberto. Hay otro, y si habláramos con propiedad, no lo llamaríamos episodio, sino una especie de estribillo del cual el muchacho había conservado recelosa memoria. Así pues, parece ser que el padre, que a buen seguro estaba encariñado con aquel hijo, aunque lo tratara con la aspereza taciturna propia de los hombres de aquellas tierras, a veces, y precisamente en sus primeros cinco años de vida, lo levantaba del suelo y le gritaba con orgullo: «¡Tú eres mi primogénito!» Nada extraño, en verdad, excepto un venial pecado de redundancia, visto que Roberto era hijo único. Si no fuera que, creciendo, Roberto había empezado a recordar (o se había convencido de recordar) que, ante aquellas manifestaciones de contento paterno, el semblante de la madre daba en una expresión entremezclada de turbación y leticia, como si el padre hiciera bien en decir aquella frase, pero al oírla repetir se le despertara un ansia ya sosegada. La imaginación de Roberto había traveseado durante mucho tiempo en torno al tono de aquella exclamación, concluyendo que el padre no la pronunciaba como si fuera un aserto obvio, sino una inédita investidura, enfatizando aquel «tú» como si quisiera decir «tú, y no otro, tú eres mi hijo primogénito».

¿No otro o no esotro? En las cartas de Roberto aparece siempre alguna referencia a cierto Otro que lo obsesiona y la idea parece haberle nacido precisamente entonces, cuando él se había convencido (¿y qué podía cavilar un niño perdido entre torreones llenos de murciélagos y viñas, lagartijas y caballos, cohibido al tratar con los rústicos que le eran impares coetáneos, y que si no escuchaba algunas consejas de la abuela escuchaba las del carmelita?) de que por algún lugar de esos mundos iba otro no reconocido hermano, el cual debía de ser de índole aviesa, si el padre lo había repudiado. Roberto era primero demasiado pequeño, y después demasiado recatado, para preguntarse si este hermano le era tal por parte de padre o por parte de madre (y en ambos casos sobre uno de los padres habríase extendido la sombra de un yerro antiguo e imperdonable): era un hermano, era sin duda culpable de algún modo (quizá sobrenatural) de la repulsa que había sufrido, y por esto sin duda lo odiaba, a él, a Roberto, al predilecto.

La sombra de este hermano enemigo (que, con todo, habría querido conocer para amarlo y hacerse amar) había turbado sus noches de niño; más tarde, adolescente, hojeaba en la biblioteca viejos volúmenes para encontrar escondido en ellos, qué sé yo, un retrato, un auto del párroco, una confesión reveladora. Vagaba por las buhardillas abriendo viejos baúles llenos de ropa de los bisabuelos, oxidadas medallas o un puñal moruno, y se demoraba en interrogar con los dedos perplejas camisolas bordadas que sin duda habían arropado a un infante, pero quién sabe si años o siglos antes.

Poco a poco, a este hermano perdido habíale dado también un nombre, Ferrante, y había dado en atribuirle pequeños crímenes de los que se le acusaba sin razón, como el robo de una golosina o la indebida liberación de un perro de su cadena. Ferrante, favorecido por su cancelación, actuaba a sus espaldas, y él se cubría detrás de Ferrante. Es más, poco a poco, la costumbre de acusar al hermano inexistente de lo que él, Roberto, no podía haber hecho, habíase transformado en la costumbre de cargarle también lo que Roberto de verdad había hecho, y de lo que se arrepentía.

No es que Roberto les dijera a los demás una mentira: es que, llevándose en silencio, y con un nudo en la garganta, el castigo por las propias sinrazones, conseguía convencerse de la propia inocencia y sentirse víctima de un atropellamiento.

Una vez, por ejemplo, Roberto, para probar un hacha nueva que el herrero acababa de entregar, en parte también por despecho de no sé qué injusticia que consideraba haber padecido, abatió un arbolillo frutal que el padre había plantado no hacía mucho con grandes esperanzas para las estaciones por venir. Cuando dio en la cuenta de la gravedad de su tontería, Roberto configuró consecuencias tremendas, como mínimo una venta al Turco, quien le haría remar de por vida en sus galeras, e iba disponiéndose a intentar la fuga y a concluir su vida como forajido en las colinas. En busca de una justificación, se convenció, en poco tiempo, de que el que había cortado el árbol, con toda seguridad, había sido Ferrante.

Pero el padre, descubierto el delito, había congregado a todos los muchachos de la hacienda y habíales dicho que, para evitar su ira indistinta, el culpable habría hecho mejor en confesar. Roberto se sintió piadosamente generoso: si hubiera culpado a Ferrante, el pobrecillo habría padecido una nueva repulsa; en el fondo, el infeliz hacía el mal para colmar su abandono de huérfano, ofendido por el espectáculo de sus padres que colmaban a otro de caricias… Dio un paso al frente y, temblando de miedo y de braveza, dijo que no quería que nadie fuera culpado en su lugar. La afirmación, puesto que no lo era, había sido tomada por una confesión. El padre, torciéndose los bigotes y mirando a la madre, había dicho con hurañas carrasperas que claramente el crimen era gravísimo, y la punición inevitable, pero no podía no apreciar que el joven «señor de la Griva» hiciere honor a las tradiciones de la familia, y que siempre débese portar ansí un hidalgo, aun teniendo sólo ocho años. Luego, sentenció que Roberto no participaría a la visita de mediados de agosto a los primos de San Salvador, que era en verdad castigo penoso (en San Salvador hallábase Quirino, un viñador que sabía izar a Roberto sobre una higuera de altura vertiginosa), pero sin duda menos que las galeras del Soldán.

A nosotros la historia nos parece simple: el padre está orgulloso de tener un vastago que no miente, mira a la madre con mal celada satisfacción, y castiga sin rigor, así, para salvar las apariencias. Pero Roberto a este acontecimiento debió de echarle ribetes durante mucho tiempo, llegando a la conclusión de que el padre y la madre, a buen seguro, habían intuido que el culpable era Ferrante, habían apreciado el fraterno heroísmo del hijo predilecto y habíanse sentido aliviados de no tener que poner al desnudo el secreto de la familia.

Quizá sea yo el que les echa ribetes a escasos indicios, pero es que esta presencia del hermano ausente tendrá un peso en esta historia. De ese juego pueril hallaremos rastros en el proceder de Roberto adulto, o por lo menos de Roberto en el momento en el que lo encontramos en el Daphne, en una situación que, para ser sinceros, habría abrumado a cualquiera.

En cualquier caso, son digresiones de poco fruto; todavía tenemos que establecer cómo llegó Roberto al asedio del Casal. Y aquí conviene dar rienda suelta a la fantasía e imaginar cómo pudo haber sucedido.

A la Griva las noticias no llegaban con mucha tempestividad, empero desde hacía por lo menos dos años se sabía que la sucesión al ducado de Mantua estaba provocándole muchos problemas al Monferrato, y un medio asedio lo había habido ya. Brevemente —y es una historia que otros ya han contado, aunque de manera más fragmentaria que la mía— en diciembre de 1627 moría el duque Vicente II de Mantua y, en torno al lecho de muerte de este disoluto que no había sabido hacer hijos, se representaba un sainete con cuatro pretendientes, con sus agentes y con sus protectores. Se lleva la palma el marqués de Saint-Charmont que consigue convencer a Vicente de que la herencia le corresponde a un primo de rama francesa, Carlos de Gonzaga, duque de Nevers. El viejo Vicente, entre un estertor y otro, hace o deja que el de Nevers sé case a toda prisa con su sobrina María Gonzaga, y expira dejándole el ducado.

Ahora bien, el Nevers era francés, y el ducado que heredaba comprendía también el marquesado del Monferrato con su capital, Casal, la fortaleza más importante de Italia del Norte. Situado como estaba entre el Milanesado español, y las tierras de los Saboya, el Monferrato permitía el control del curso superior del Po, de los tránsitos entre los Alpes y el sur, del camino entre Milán y Génova, y se entraba como una almohadilla entre Francia y España, ninguna de las dos potencias pudiendo fiarse de esa otra almohadilla que era el ducado de Saboya, donde Carlos Manuel I estaba haciendo un juego que sería magnánimo definir doble. Si el Monferrato iba al de Nevers era como si fuera a Richelieu y era, por tanto, obvio que España prefiriera que fuera a cualquier otro, digamos al duque de Guastalla. Aparte del hecho de que tenía algún título a la sucesión también el duque de Saboya. Mas como un testamento existía, y designaba al de Nevers, a los demás pretendientes les quedaba sólo esperar que el Sagrado y Romano Emperador Germánico, de quien el duque de Mantua era formalmente feudatario, no ratificara la sucesión.

Los españoles, sin embargo, estaban impacientes y, a la espera de que el Emperador tomara una decisión, Casal ya había sido cercado una primera vez por Gonzalo de Córdoba y ahora, por segunda vez, por un imponente ejército de españoles e imperiales bajo el mando del Espínola. La guarnición francesa disponíase a resistir, a la espera de una armada francesa de refuerzo, todavía ocupada en el norte, que Dios sabe si habría llegado a tiempo.

Los acontecimientos estaban más o menos en este punto, cuando el viejo Pozzo, a mediados de abril, reunió ante el castillo a los más mozos entre sus criados y familiares y a los más despabilados de sus campesinos, distribuyó todas las armas que había en la hacienda, llamó a Roberto, y les hizo a todos este discurso, que debía de haberse preparado durante la noche:

—Gentes, aguzad el oído. Esta nuestra tierra de la Griva siempre ha pagado tributo al Marqués del Monferrato que desde ha poco es como si fuere el Duque de Mantua, el cual hase convertido en el Señor de Nevers, y a quien viniere a decirme que el Nevers no es ni mantuano ni monferrín le atizo una patada en salvasealaparte, porque sois unos tarlocos que veis el cielo por un embudo, y para estas cosas tenéis menos entendederas que las gallinas, y por tanto, es mejor que guardéis la boca y dejéis hacer a vuestro amo que al menos él está al cabo de lo que es el honor. Pero como vosotros el honor os lo pasáis por ese sitio, habéis de saber que si los imperiales entran en Casal, esa es gente que no se anda con melindres, vuestras viñas os las meten a barato y de vuestras mujeres mejor no hablar. Conque partimos para defender Casal. Yo no obligo a nadie. Si hay algún haragán trashoguero que quiere salirse por peteneras, que lo diga enseguida y lo cuelgo de aquella encina.

Ninguno de los presentes podía haber visto todavía los aguafuertes de Callot con racimos de gente como ellos colgando de otras encinas, pero algo debía de haber en el aire: todos levantaron, quienes los mosquetes, quienes las picas, quienes unos bastones con el hocino atado en la punta y gritaron viva Casal, abajo los imperiales. Como un solo hombre.

—Hijo mío —dijo el Pozzo a Roberto mientras cabalgaban por las colinas, con su pequeño ejército que seguía a pie—, ese Nevers no vale uno de mis cojones, y a Vicente cuando le pasó el ducado, además del pito, no le tiraba ni siquiera el cerebro, que ni siquiera antes le tiraba. Pero se lo pasó a él y no a ese badulaque del Guastalla, y los Pozzo son vasallos de los señores legítimos del Monferrato desde los tiempos de Maricastaña. Por tanto, se va a Casal y si es menester, nos hacemos matar porque, cuerpo de Dios, no puedes estar con uno mientras las cosas van como miel sobre hojuelas y luego dejarle tirado cuando está con la mierda en el gollete. Pero si no nos matan es mejor; así pues, ojo.

El viaje de aquellos voluntarios, desde los confines del Alejandrino a Casal, fue sin duda uno entre los más largos que la historia recuerde. El viejo Pozzo había hecho un razonamiento en sí ejemplar:

—Yo conozco a los españoles —había dicho—, y a fe mía que es gente a la que le gusta tomársela con calma. Entonces, se dirigirán a Casal atravesando la llanura que está en el sur, que por ella pasan mejor los carruajes, cañones y demás pertrechos. Así, si nosotros, justo antes de Mirabello, nos dirigimos hacia occidente y tomamos el camino de las colinas, echamos en remojo un día o dos, pero llegamos sin encontrar un qué cosa es cosa, y antes de que lleguen ellos.

Desafortunadamente, el Espínola tenía ideas más tortuosas sobre cómo debía prepararse un asedio y, mientras al sureste de Casal empezaba a hacer ocupar Valencia del Po y Ucimián, desde hacía algunas semanas había enviado al oeste de la ciudad al duque de Lerma, a Ottavio Sforza y al conde de Gemburg, con unos siete mil infantes, a intentar tomar inmediatamente los castillos de Rosiñán, Pontestura y San Jorge, para bloquear toda posible ayuda que llegara de la armada francesa, mientras como una tenaza, desde el norte, atravesaba el Po, hacia el sur, el gobernador de Alejandría, don Gerónimo Agustín, con otros cinco mil hombres. Y todos habíanse dispuesto a lo largo del recorrido que Pozzo creía fecundamente desierto. Ni, cuando nuestro hidalgo lo supo por algunos campesinos, pudo cambiar rumbo, porque en el este había ya más imperiales que en el oeste.

Pozzo dijo simplemente:

—A nosotros no nos da ni frío ni calentura. Servidor conoce estas partes mejor que ellos, y pasamos por en medio como garduñas.

Lo que implicaba, recodos o curvas, hacer muchísimos. Tanto que se encontraron incluso con los franceses de Pontestura, que en el ínterin habíanse rendido, y con tal de que no volvieran a entrar en Casal, habíales sido concedido que bajaran hacia el Final, donde habrían podido llegarse a Francia por vía marina. Los de la Griva se los encontraron por los parajes de Otteglia, corrieron el riesgo de dispararse unos a otros, cada uno creyendo que los otros eran enemigos, y Pozzo vino a saber por su comandante que, entre los conciertos de capitulación, habíase establecido también que el trigo de Pontestura habían de vendérselo a los españoles, y éstos habrían dado el dinero a los casaleses.

—Los españoles son unos señores, hijo mío —dijo Pozzo—, y es gente contra la que da gusto combatir. Por suerte, ya no estamos en los tiempos de Carlomagno contra los Moros, que las guerras eran todo un mata tú que te mato yo. ¡Éstas son guerras entre cristianos, vive Dios! Agora ésos están ocupados en Rosiñán, nosotros les pasamos por detrás, nos enfilamos entre Rosiñán y Pontestura, y estamos en Casal en tres días.

Dichas estas palabras a finales de abril, Pozzo llegó con los suyos a la vista de Casal el 24 de mayo. Hicieron, por lo menos en los recuerdos de Roberto, un gran caminar, siempre abandonando caminos y trochas de arriero y cortando por los campos; total, decía el Pozzo, cuando hay una guerra todo va enhoramala, y si a las cosechas no les damos cabo nosotros, son ellos los que no dejan verde. Para sobrevivir diéronse un alegrón entre viñas, frutales y corrales: total, decía el Pozzo, aquella era tierra monferrina y tenía que alimentar a sus defensores. A un campesino de Mombello que protestaba hizo que le dieran treinta azotes, diciéndole que si no hay un poco de disciplina las guerras las ganan los demás.

A Roberto la guerra empezaba a parecerle una experiencia hermosísima; venía a saber por los viandantes edificantes historias, como la del caballero francés malherido y capturado en San Jorge, que se había quejado de que habíale robado un soldado un retrato que tenía en mucha estima; y el duque de Lerma, habiendo oído la noticia, mandó que se lo volviesen y después de muy bien curado le dio un caballo y le envió a Casal. Y por otra parte, aun con desviaciones en espiral, que se perdía todo sentido de la orientación, el viejo Pozzo había conseguido hacer que la guerra guerreada su banda todavía no la hubiera visto.

Fue, así pues, con gran alivio, pero con la impaciencia de quien quiere tomar parte en una fiesta esperada durante mucho tiempo, cuando un buen día, desde lo alto de una colina, vieron a sus pies, y ante sus ojos, la ciudad, bloqueada al septentrión, que les quedaba a la izquierda, por la gran cinta del Po, que justo delante del castillo recortaba dos grandes islotes en medio del río, y hacia poniente, el lugar formaba casi una punta, con la masa en forma de estrella de la ciudadela. Gozosa de torres y campanarios por dentro, por fuera parecía verdaderamente inexpugnable, toda hirsuta como era de torreones en diente de sierra, que parecía uno de aquellos dragones que se ven en los libros.

Era de verdad un gran espectáculo. Todo en derredor de la ciudad, soldados con ropas abigarradas arrastraban máquinas obsidionales, entre grupos de tiendas hermoseadas por estandartes y caballeros con sombreros harto emplumados. De vez en cuando, llegaba de entre el verde de los bosques o el amarillo de los campos un deslumbramiento no prevenido que hería el ojo y se trataba de gentiles-hombres con corazas de plata que hacían donaires con el sol, y tampoco se entendía hacia qué parte iban, y a lo mejor cabrioleaban por dar escena.

Bello para todos, el espectáculo le pareció menos ameno al Pozzo que dijo:

—Gentes, esta vez estamos chulados de verdad.

Y a Roberto que le preguntaba cómo podía ser, dándole un pescozón en la nuca:

—No me seas babeo, aquellos son los imperiales, no irás a creerte que los casaleses son tantos de esos, y paseándose fuera de las murallas. Los casaleses y los franceses están dentro amontonando bálagos de paja, y cáganse de miedo porque no son ni siquiera dos mil, mientras aquellos de allá abajo son cien mil, poco más o menos; mira también en aquellas colinas allá adelante.

Exageraba, el ejército de Espínola contaba sólo con dieciocho mil infantes y seis mil caballos, pero bastaban y sobraban.

—¿Qué hacemos, padre mío? —preguntó Roberto.

—Hacemos —dijo el padre—, que andamos con la barba sobre el hombro: ¿dónde están los luteranos? y por ahí no se pasa, que no sé qué no se hiciera entre ellos: in primis, no se entiende una hostia de lo que dicen, in secundis, primero te matan y luego te preguntan quién eres. Mirad bien por dónde parecen españoles: ya habéis oído que esa es gente con la que se puede tratar. Y que sean españoles de buena crianza. En estas cosas lo que es el todo es la educación.

Hallaron un paso a lo largo de un campamento con las divisas de sus majestades cristianísimas, donde centelleaban más corazas que en otros lugares, y bajaron encomendándose a Dios. En la confusión, pudieron proceder durante un largo trecho en medio del enemigo, pues en aquellos tiempos el uniforme lo tenían sólo algunos cuerpos elegidos como los mosqueteros, y para el resto no entendías nunca quién era de los tuyos. Pero a un cierto punto, y justo cuando no quedaba sino cruzar una tierra de nadie, se toparon con un puesto avanzado y fueron detenidos por un oficial que preguntó urbanamente quiénes eran y a dónde iban, mientras a sus espaldas una escuadra de soldados estaba en el quién vive.

—Señor —dijo el Pozzo—, háganos la gracia de darnos camino, pues que es cosa que tenemos que ir a colocarnos en el lugar adecuado para disparar contra Vuestra Merced.

El oficial se quitó el sombrero, hizo una reverencia y un saludo como para barrer el polvo dos metros por delante de sí, y dijo en su lengua:

—Señor, no es menor gloria vencer al enemigo con la cortesía en la paz, que con las armas en la guerra. —Y luego, en un buen italiano—: Pase, Señor, si un cuarto de los nuestros tiene la mitad de su intrepidez, venceremos. Que el cielo me conceda el placer de volver a encontrarle en el campo, y el honor de matarle.

—Fisti orb d’an fisti secc —murmuró entre dientes el Pozzo, que en la lengua de sus tierras sigue siendo hoy en día una expresión optativa con la cual se hacen votos, más o menos, de que el interlocutor sea primeramente privado de la vista y que inmediatamente después sea aquejado por una perlesía. Pero en voz alta, apelando a todos sus recursos lingüísticos y a su sabiduría retórica, dijo en un buen romance:

—¡Yo también!

Saludó con el sombrero, dio una ligera espolada, aunque no tanto como la teatralidad del momento exigía, pues debía dar tiempo a los suyos de seguirle a pie, y dirigióse hacia las murallas.

—Dirás lo que quieras, pero son gentileshombres —dijo dirigiéndose al hijo, y bien hizo en volver la cabeza: evitó una arcabuzada que le habían disparado desde los baluartes—. Ne tirez pas, conichons, on est des amis, Nevers, Nevers —gritó levantando las manos, y luego a Roberto—: Lo ves, es gente sin gratitud. No hablo por hablar, pero son mejores los españoles.

Entraron en la ciudad. Alguien debía de haber señalado inmediatamente aquella llegada al comandante de la guarnición, el señor de Toiras, antiguo hermano de armas del Pozzo mayor. Grandes abrazos, y un primer paseo sobre los bastiones.

—Querido amigo —decía Toiras—, a los registros de París les resulta que yo tengo en la mano cinco regimientos de infantería de diez compañías cada uno, por un total de diez mil infantes. Pues el señor de la Grange tiene sólo quinientos hombres, Monchat doscientos y cincuenta, y, todos juntos, puedo contar con mil y setecientos hombres a pie. Además tengo seis compañías de caballeros, cuatrocientos hombres en total, aunque bien equipados. El Cardenal sabe que tengo menos hombres de los debidos, pero sostiene que tengo tres mil y ochocientos. Yo le escribo dándole pruebas de lo contrario y Su Eminencia simula no entender. He tenido que reclutar un regimiento de italianos a la buena de Dios, corsos y monferrines, y con el permiso de Vuestra Merced, son malos soldados, tanto que he tenido que mandar a los oficiales que levantaran un tercio aparte con sus lacayos. Los hombres de la Grive se asociarán al regimiento italiano, a las órdenes del capitán Bassiani, que es un buen soldado. Mandaremos también al joven Roberto, que vaya al fuego comprendiendo bien las órdenes. En cuanto a Vuestra Merced, querido amigo, se unirá a un grupo de esforzados gentileshombres que hanse llegado con nosotros de su voluntad, al igual que Vuestra Merced, y que están en mi séquito. Vuestra Merced conoce el país y podrá darme buenos consejos.

Juan del Caylar de Saint-Bonnet, señor de Toiras, era alto, moreno con los ojos azules, en la plena madurez de sus cuarenta y cinco años, colérico pero generoso y propenso a la reconciliación, brusco de modos pero, al fin y al cabo, afable también con los soldados. Habíase distinguido como defensor de la isla de Ré en la guerra contra los ingleses, pero a Richelieu y a la Corte no les resultaba simpático, según parece. Los amigos murmuraban acerca de un diálogo suyo con el canciller de Marillac, que habíale dicho desdeñosamente que habríanse podido encontrar dos mil gentileshombres en Francia capaces de llevar igualmente bien el asunto de la isla de Ré, y él había replicado que habría sido posible encontrar cuatro mil capaces de tener los sellos mejor que Marillac. Sus oficiales atribuíanle también otro buen lema (que según otros era, sin embargo, de un capitán escocés): en un consejo de guerra en la Rochela, el padre José, que era en definitiva la famosa eminencia gris, y se picaba de estrategia, había puesto el dedo sobre un mapa diciendo «cruzaremos por aquí» y Toiras había objetado con frialdad: «Reverendo Padre, desgraciadamente su dedo no es una puente».

—He aquí la situación, cher ami —seguía diciendo Toiras, recorriendo las murallas e indicando el paisaje—. El teatro es espléndido y los actores son lo mejor de dos imperios y de muchas señorías: tenemos de cara incluso un regimiento florentino, y mandado por un Médicis. Nosotros podemos confiar en Casal, entendida como ciudad: el castillo, desde el que controlamos la parte del río, es una hermosa bastilla, defendido por un buen foso, y sobre las murallas hemos dispuesto un terraplén que permitirá a los defensores trabajar bien. La ciudadela tiene sesenta cañones y baluartes a regla de arte. Son débiles en algún punto, pero los he reforzado con medias lunas y baterías. Todo esto es óptimo para resistir un asalto frontal; claro que Espínola no es un novicio: observe Vuestra Merced esos movimientos de allá, están aprestando unas minas, y cuando lleguen aquí abajo será como si hubiéramos abierto las puertas. Para detener los trabajos será menester descender a campo abierto, pero ahí somos más débiles. Y en cuanto el enemigo haya adelantado aquellos cañones, empezará a batir la ciudad y entonces entra en juego el humor de los burgueses de Casal, en los que fío poquísimo. Por otra parte, los entiendo: a ellos interésales más la salvación de su ciudad que al señor de Nevers y todavía no se han convencido de que es un bien morir por los lises de Francia. Se tratará de hacerles entender que con el de Saboya, o con los españoles, perderían sus libertades y Casal ya no sería una capital sino una fortaleza cualquiera como Susa, que el de Saboya está dispuesto a vender por un puñado de maravedís. Por lo demás, se improvisa; si no, no sería una comedia italiana. Ayer salí con cuatrocientos hombres hacia Fregene, donde estaban concentrándose unos imperiales, y retiráronse. Mientras estaba ocupado allá abajo, unos napolitanos instaláronse sobre aquella colina, justo por el lado opuesto. Ordené que la artillería la batiera durante unas cuantas horas y creo haber hecho una buena carnicería, pero no se han ido. ¿De quién ha sido la jornada? Juro sobre Nuestro Señor que no lo sé y no lo sabe ni siquiera Espínola. En cambio, sé qué haremos mañana. ¿Ve Vuestra Merced aquellas casucas en la llanura? Si las controláramos tendríamos bajo tiro muchos puestos enemigos. Una espía me ha dicho que están desiertas, y esta es una buena razón para temer que haya alguien escondido. Mi joven señor Roberto, no ponga esa cara desdeñada y aprenda, primer teorema, que un buen comandante gana una batalla usando bien a las espías y, segundo teorema, que una espía, pues que es un traidor, no tarda nada en traicionar a quien le paga para que traicione a los suyos. En cualquier caso, mañana la infantería irá a ocupar aquellas casas. Antes que tener a las tropas a que se pudran dentro de las murallas, mejor exponerlas al fuego, que es un buen ejercicio. No patalee, señor Roberto, todavía no será su jornada: pasado mañana el tercio de Bassiani tendrá que cruzar el Po. ¿Ve Vuestra Merced aquellos muros allá abajo? Son parte de un fuerte que habíamos empezado a construir antes de que aquéllos llegaran.

Mis oficiales no están de acuerdo, pero creo que está bien retomárnoslo antes de que lo ocupen los imperiales. Se trata de mantenerlos bajo tiro en la llanura, de suerte que se les estorbe y se retrase la construcción de las minas. En resumidas cuentas, habrá gloria para todos. De momento, vayamos a cenar. El asedio está empezando y todavía no escasean las provisiones. Que ya más tarde nos comeremos los ratones.