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DAPHNE

Y con todo eso, me envanezco de mi humillación, y pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta.

De tal suerte, con impenitente conceptuosidad, Roberto de la Grive, presumiblemente entre julio y agosto de 1643.

¿Cuántos días llevaba vagando sobre las ondas, atado a una tabla, boca abajo de día para que el sol no le cegara, el cuello innaturalmente tendido para evitar beber, requemado por la espuma, ciertamente febricitante? Las cartas no lo dicen y dejan pensar en una eternidad, pero debe de haberse tratado de dos jornadas a lo más, si no, no habría sobrevivido bajo el azote de Febo (como figurativamente lamenta), él, tan enfermizo como se describe, animal noctívago por natural defecto.

No se hallaba en condiciones de llevar la cuenta del tiempo, mas me figuro que el mar habíase sosegado inmediatamente después de la borrasca que lo había arrojado del Amarilis y esa suerte de balsa que el marinero le había delineado a la medida habíale conducido, empujada por los alisios en un piélago sereno, durante una estación en la que al sur del ecuador hay un invierno de mucha templanza, a obra de algunas millas, hasta que las corrientes le habían allegado a la bahía.

Era de noche, se había adormecido, y no había dado en la cuenta de que se estaba acercando al navío hasta que, con un sobresalto, la tabla había chocado contra la proa del Daphne.

Y como —a la luz del plenilunio— había dado en la cuenta de que estaba flotando bajo un bauprés, al hilo de un castillo de proa del que colgaba una escala de cordel, no lejos del cable del ancla (¡la escala de Jacob, la habría llamado el padre Caspar!), habíanle vuelto en un instante todos los espíritus. Debe de haber sido la fuerza de la desesperación: calculó si tenía más aliento para gritar (pero la garganta era un fuegoseco), o para desceñirse de las cuerdas que le habían rayado surcos lívidos, e intentar la ascensión. Creo que en esos instantes un moribundo se convierte en un Hércules que estrangula las serpientes en la cuna. Roberto se muestra confuso a la hora de registrar el acontecimiento, pero se ha de aceptar la idea, si al final estaba en el castillo de proa, que de alguna manera a aquella escala se había aferrado. Quizá subió poco a poco, exhausto a cada trecho, tiróse allende la batayola, arrastróse sobre las jarcias, encontró abierta la puerta del castillo… Y el instinto debe de haberle hecho tocar ese barril, a cuyo borde se izó para encontrar una taza atada a una cadenilla. Y bebió todo lo que pudo, derrumbándose luego harto, quizá en sentido pleno del término, pues esa agua debía de retener tantos insectos anegados que le era alimento y bebida juntos.

Debería de haber dormido veinte y cuatro horas; es un cálculo apropiado si es que se despertó de noche, pero como renacido. Con que, era de nuevo noche, y no todavía.

Él pensó que todavía era de noche, si no, a cabo de un día, alguien habría debido encontrarlo. La luz de la luna, penetrando desde la cubierta, iluminaba aquel lugar, que se daba a conocer como la cocinilla de a bordo, con su caldera péndula sobre el fogón.

El paraje tenía dos puertas, una hacia el bauprés, la otra a la puente. Y a la segunda habíase asomado, divisando como si fuera de día las amarras bien acomodadas, el cabestrante, los palos con las velas recogidas, pocos cañones en las portas y el contorno del alcázar. Había hecho ruido, pero no respondía alma viva. Se había asomado a las amuradas y a la derecha había divisado, a eso de una milla, el perfil de la Isla, con las palmas de la ribera agitadas por la brisa.

La tierra formaba como un seno orlado de arena que blanqueaba en la pálida oscuridad pero, como le acontece a todo náufrago, Roberto no podía decir si era isla o continente.

Había dado traspiés hasta la otra borda y había entrevisto —pero esta vez a lo lejos, casi al filo del horizonte— los picos de otro perfil, también él delimitado por dos promontorios. El resto, mar, como para hacer la impresión de que el navío hubiera dado fondo en una rada a la que habíase llegado pasando por un amplio canal que separaba las dos tierras. Roberto había decidido que, si no se trataba de dos islas, sin duda tratábase de una isla que miraba a una tierra más vasta. No creo que intentara otras hipótesis, visto que nunca había sabido de bahías tan amplias que hicieran la impresión en quien se encontrara en medio de estar ante dos tierras gemelas. Así, por ignorancia de continentes desmedidos, había dado en el blanco.

Un hermoso caso para un náufrago: con los pies en lugar sólido y tierra firme al alcance del brazo. Pero Roberto no sabía nadar, ahí a poco habría descubierto que a bordo no había ningún esquife, y la corriente, entre tanto, había alejado la tabla con la que había llegado. Por lo cual, al alivio por la muerte evitada se acompañaba ahora la desazón por aquella triple soledad: del mar, de la Isla vecina y del navío. Ah de la nave, debe de haber intentado gritar, en todas las lenguas que conocía, descubriéndose débilísimo. Silencio. Como si a bordo estuvieran todos muertos. Y jamás se había expresado —él, tan generoso de símiles— tan a la letra. O casi. Y es de este casi de lo que quisiera decir, y no sé por dónde empezar.

Con todo, he empezado ya. Un hombre vaga, agotado, por el mar océano, y las aguas indulgentes lo arrojan a un navío que parece desierto. Desierto como si el marinaje lo acabara de abandonar, porque Roberto vuelve con esfuerzo a la cocina y encuentra una lámpara y un eslabón, como si lo hubiera posado el cocinero antes de acostarse. Junto al fogón hay dos catres superpuestos, vacíos. Roberto enciende la lámpara, mira en derredor, y encuentra una gran cantidad de comida: pescado seco, y bizcocho, apenas azulado por la humedad, que basta rasparlo con el cuchillo. Saladísimo, el pescado, pero hay agua a toda voluntad.

Debe de haber recobrado pronto las fuerzas, o las tenía consigo cuando escribía, porque se explaya, literatísimo, sobre las delicias de su festín, jamás tuvo el Olimpo par en sus convites, suave ambrosía a mí desde el hondo ponto, monstruo cuya muerte ahora me es vida… Pero éstas son las cosas que Roberto escribe a la Señora de su corazón:

Sol de mi sombra, luz de mi noche:

¿Por qué no me humilló el cielo en aquesa tempestad que tan fieramente había excitado? ¿Por qué sustraer al mar voraz este cuerpo mío, si luego en esta avara soledad aún más desafortunada, hórridamente naufragar debía mi alma?

Si el cielo piadoso no me envía por ventura socorro, vos no leeréis nunca la carta que agora os escribo, y abrasado cual hacha por la luz de estos mares habréme de volver yo oscuro a vuestros ojos, Selene que, habiendo aymé demasiado gozado de la luz de su Sol, en tanto cumple su viaje allende el arco,extremo de nuestro planeta, despojada del auxilio de los rayos del astro suyo soberano, primeramente mengua a imagen de la hoz que le corta la vida, luego, lánguida linterna, vase disolviendo en ese espacioso cerúleo escudo donde la ingeniosa naturaleza forma heroicas empresas y misteriosos emblemas de sus secretos. Privado de vuestra mirada soy ciego pues no me veis, mudo pues no me habláis, desmemoriado pues de mí no os acordáis.

Y sólo vivo, ardiente oscuridad y tenebrosa llama, vago fantasma que mi mente, configurando siempre igual en esta adversa pugna de contrarios, prestar querría a la vuestra. Salva la vida en esta ¡ígnea roca, en este fluctuante baluarte, prisionero del mar que del mar me defiende, castigado por la clemencia del cielo, escondido en este hondo sarcófago abierto a todos los soles, en este aéreo subterráneo, en esta cárcel inexpugnable que me ofrece la fuga por doquier, desespero yo de veros un día.

Señora, yo os escribo con la ofrenda, indigno homenaje, de la rosa ajada de mi desconsuelo, y con todo eso, me envanezco de mi humillación y, pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta.

¿Acaso es posible? A juzgar por la fecha de esta primera carta, Roberto se pone a escribir inmediatamente después de su llegada, en cuanto encuentra papel y lápiz en el camarote del capitán, antes de explorar el resto del navío. Así y todo, habrá debido de emplear algún tiempo y reponerse de fuerzas, pues estaba en estado de animal herido. O quizá sea pequeña astucia amorosa, ante todo intenta dar en la cuenta de dónde ha ido a parar, luego escribe, y finge que era antes. ¿A qué pro, visto que sabe, supone, teme, que estas cartas no llegarán jamás y las escribe sólo para su aflicción (afligido consuelo, diría él; pero intentemos no tomarle gusto)? Ya es difícil reconstruir gestos y sentimientos de un personaje que sin duda arde de amor verdadero, aunque no se sabe nunca si expresa lo que siente o lo que las reglas del discurso amoroso le prescriben. Y, por otra parte, ¿qué sabemos nosotros de la diferencia entre pasión sentida y pasión expresada, y cuál precede a la otra? En ese momento, estaba escribiendo para sí mismo, no era literatura, estaba de verdad allí, escribiendo como un adolescente que persigue un sueño imposible, surcando la página de llanto no por la ausencia de la amada, ya pura imagen incluso cuando estaba presente, sino por ternura de sí, enamorado del amor…

Habría material para sacar una novela pero, una vez más, ¿por dónde empezar?.

Yo digo que esta primera carta la escribió después, y antes miró en derredor; y lo que vio lo dirá en las cartas siguientes. Pero también aquí, ¿cómo traducir el diario de alguien que quiere hacer visible mediante metáforas perspicaces lo que ve mal, mientras va de noche con los ojos enfermos?

Roberto dirá que de los ojos padecía desde los tiempos de aquella bala que le había rozado la sien en el asedio de Casal. Y puede que así sea, pero en otras partes sugiere que se le habían debilitado a causa de la peste. Roberto era, sin duda, de complexión grácil, por lo que intuyo, también hipocondríaco, aunque con juicio; mitad de su fotofobia debía de deberse a bilis negra, y mitad a alguna forma de irritación, acaso agudizada por los preparados del señor D’Igby.

Parece seguro que el viaje en el Amarilis lo había realizado estando siempre bajo la cubierta, visto que el del fotófobo era, si no su natural, por lo menos el papel que tenía que desempeñar para poder controlar los tráfagos en la bodega. Algunos meses, todos en la oscuridad o con la luz del pábilo; y luego el tiempo en el despojo de naufragio, cegado por el sol ecuatorial o tropical que fuere. Cuando arriba al Daphne, por lo tanto, enfermo o no, odia la luz, pasa la primera noche en la cocina, se reanima e intenta una primera inspección la segunda noche, y luego las cosas van casi de su cuenta. El día le da miedo, no sólo los ojos no lo soportan, tampoco las quemaduras que debía de tener en la espalda, y se amadriga. La bella luna que describe aquellas noches le reanima, de día el cielo es como por doquier, de noche descubre nuevas constelaciones (heroicas empresas y misteriosos emblemas precisamente), es como encontrarse en un teatro: se convence de que aquélla será su vida durante largo tiempo y quizá hasta la muerte, recrea a su Señora sobre el papel para no perderla, y sabe que no ha perdido mucho más de lo que ya no tuviere.

En ese punto, se refugia en sus velas nocturnas como en un útero materno, y con mayor razón decide rehuir el sol. Quizá había leído de aquellos Resurgentes de Hungría, de Livonia o de Valaquia, que huronean inquietos entre el ocaso y el alba, para esconderse luego en sus sepulturas al canto del gallo: el papel podía seducirle…

Roberto debería de haber empezado su censo la segunda noche. Ya había gritado bastante como para estar seguro de que no había nadie a bordo. Pero, y le causaba temor, habría podido encontrar cadáveres, alguna señal que justificara aquella ausencia. Habíase movido con circunspección, y por las cartas es difícil decir en qué dirección: nombra de manera imprecisa el navío, sus partes y los objetos de a bordo. Algunos le son familiares y se los ha oído mencionar a los marineros, otros desconocidos, y los describe por lo que se le representan. Ahora que también los objetos conocidos, y signo de que en el Amarilis la chusma debía de estar compuesta por bellacos de los siete mares, debía de habérselos oído indicar en francés al uno, al otro en holandés, a otro más en inglés. Así, dice a veces staffe —como debía de haberle enseñado el doctor Byrd— para referirse a la ballestilla; es trabajoso entender cómo estaba una vez, propiamente, en el alcázar, y otra en el gagliardo de atrás, que es galicismo para decir la misma cosa; usa baterías en lugar de portas y se lo concedo de buen grado porque me recuerda ciertos libros de marinería para niños; habla de parrocchetto, que para los italianos es el velacho de trinquete, pero como para los franceses perruche es la vela de sobre-mesana, en el árbol de mesana, no se sabe a qué se refiere cuando dice que estaba debajo de la parrucchetta, sin contar con que en español el perroquete es un mastelero de juanete. A veces llama al árbol de mesana artimone, sin duda a la francesa, pues para un marino español es una vela de galera, pero entonces ¿qué querrá decir cuando escribe misena o mizzana que para los franceses es el trinquete (pero, pobres de nosotros, no para los ingleses, para los cuales el mizzenmast es la mesana, como Dios manda)? Y cuando habla de gronda probablemente está refiriéndose a un imbornal. Tanto que he tomado una decisión: intentaré descifrar sus intenciones y luego traduciré usando los términos que me resultan más familiares, pues me ha parecido pasar estas y otras menudencias, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.

Dicho esto, establezcamos que aquella segunda noche, después de haber encontrado una reserva de comida en la cocina, Roberto procedió de alguna manera, bajo la luna, a la travesía de la cubierta.

Recordando la proa y la anchura del buque, vagamente vislumbrados la noche de antes, a juzgar por la cubierta ligera y por la forma del gallardo, perdón, el alcázar, y por la popa estrecha y redonda, y comparando con el Amarilis, Roberto concluyó que también el Daphne era un fluyt, o pingue holandés, o urca, o flüte, o fluste, o flyboat, o fliebote, como variamente se llamaban aquellos galeones de comercio y de medio arqueaje, por lo normal armados con una decena de cañones, a descargo de conciencia en caso de ataque de piratas y que, con aquellas dimensiones, podían gobernarse con una docena de marineros, y embarcar muchos pasajeros más, si se renunciaba a las comodidades (ya escasas), arrumando jergones hasta tropezar con ellos. Y ea, causa de miasmas de todo tipo por si no había bubones a suficiencia. Un pingue, por tanto, pero mayor que el Amarilis, con la puente reducida, casi, a una escotilla única, como si el capitán ansiara embarcar agua a cada embate de mar demasiado vivaz.

En cualquier caso, que el Daphne fuera un pingue era una ventaja, Roberto podía moverse con cierto conocimiento de la disposición de los lugares. Por ejemplo, habría debido estar, en el centro de la cubierta, el esquife, capaz de contener el marinaje al completo: y el que no estuviera dejaba creer que el marinaje estaba en otro lugar. Pero esto no tranquilizaba a Roberto: un marinaje no deja jamás el navío sin custodia y a la merced de la mar, aun anclado con las velas recogidas en una bahía tranquila.

Aquella noche había apuntado inmediatamente más allá de la plaza de armas, había abierto la puerta del alcázar con recato, como si tuviera que pedirle permiso a alguien… Junto a la rueda del timón, la aguja de marear le dijo que el canal entre las dos tierras se extendía de sur a norte. Luego, había dado en la que hoy llamaríamos la cámara de oficiales, una sala en forma de L, y otra puerta lo había admitido en la cámara del capitán, con su amplio ventanal sobre el timón y los accesos laterales a la galería. En el Amarilis la estancia de mando no formaba un todo con aquella donde dormía el capitán, mientras que aquí parecía que se hubiera intentado ahorrar espacio para hacer lugar a algo más. Y, en efecto, mientras a la izquierda de la cámara se abrían dos camarotes para sendos oficiales, a la derecha se había obtenido otro paraje, casi más amplio que el del capitán, con un catre modesto en el fondo, pero dispuesto como un lugar de trabajo.

La mesa estaba llena de mapas, que le parecieron a Roberto más de los que un navío usa para la navegación. Parecía aquél el gabinete de un estudioso: con las cartas de navegar estaban dispuestos de diferente manera anteojos de larga vista, un hermoso nocturlabio de cobre que emanaba reflejos leonados como si fuera en sí mismo un manantial de luz, una esfera armilar fijada al plano de la mesa, otros pliegos recubiertos de cálculos, y un pergamino con dibujos circulares en negro y en rojo, que reconoció, por haber visto algunas copias en el Amarilis (si bien de hechura más vil), como una reproducción de los eclipses lunares del Regiomontano.

Había vuelto a la cámara alta: saliendo a la galería se podía ver la Isla, se podía —escribía Roberto— fijar con linces ojos su silencio. En definitiva, la Isla estaba allí, como antes.

Debía de haber llegado al galeón casi desnudo: creo que, en primer lugar, sucio como estaba por la espuma marina, se lavó en la cocina, sin preguntarse si esa agua era la única a bordo, y luego encontró en un cofre un buen vestido del capitán, el que había de conservarse para el desembarco final. Quizá hasta se pavoneara en su uniforme de mando; y calzar botas debe de haber sido una manera de sentirse nuevamente en su elemento. Sólo en ese punto un hombre de bien, propiamente vestido —y no un náufrago menoscabado— puede tomar oficialmente posesión de un navío abandonado, y no advertir ya como violación, sino como derecho, el gesto que hizo Roberto: buscó en la mesa y descubrió, abierto y como dejado interrumpido, junto a la pluma de oca y al tintero, el cuaderno de bitácora. Por la primera hoja supo inmediatamente el nombre del navío, pero por lo demás era una secuencia incomprensible de anker, passer, sterre-kyker, roer, y poco útil le fue saber que el capitán era flamenco. Sin embargo, la última línea llevaba la fecha de algunas semanas antes, y a cabo de pocas palabras incomprensibles campeaba bien rayada una expresión en latín: pestis, quae dicitur bubonica.

He aquí una huella, un anuncio de explicación. A bordo del navío habíase declarado una epidemia. Esta noticia no inquietó a Roberto: su peste habíala pasado trece años antes, y todos saben que quien ha sufrido el morbo ha adquirido una suerte de gracia, como si esa sierpe no osare introducirse por segunda vez en el espinazo de quien habíala domado una primera.

Por otra parte, aquella alusión no explicaba mucho, y dejaba espacio a otras inquietudes. Así sea, eran todos muertos. Pero entonces habríanse debido encontrar, diseminados descompuestamente sobre la puente, los cadáveres de los últimos, admitiendo que éstos hubieran dado piadosa sepultura en el mar a los primeros.

Estaba la ausencia del esquife: los últimos, o todos, habíanse alejado del navío. ¿Qué es lo que convierte un bajel de apestados en un paraje de invencible amenaza? ¿Ratones, por ventura? Parecióle a Roberto interpretar en la escritura ostrogoda del capitán, una palabra como rottenest (¿ratas, ratones de albañar?): e inmediatamente se había dado la vuelta levantando el candil, dispuesto a divisar algo deslizándose a lo largo de las paredes y a oír el chillido que habíale helado la sangre en el Amarilis. Con un escalofrío recordó una noche en que un ser peludo habíale rozado el rostro mientras estaba durmiéndose, y su grito de terror había hecho acorrer al doctor Byrd.

Todos, luego, habíanse reído dél: incluso sin la peste, en un bajel hay tantas ratas como pájaros en un bosque, y con las ratas hase de tener costumbre si se quiere correr los mares.

Pero, por lo menos en el alcázar, de ratas ningún aviso. Quizá habíanse reunido en la sentina, con sus ojos rojeantes en la oscuridad, en espera de carne fresca. Roberto se dijo que, si las había, era menester saberlo al punto. Si eran ratones normales y un número normal, podíase convivir. ¿Y qué otra cosa podían ser, si no? Se lo preguntó, y no quiso darse una respuesta.

Roberto encontró una escopeta, un espadón y un cuchillejo. Había sido soldado: la escopeta era uno de aquellos caliver, como decían los ingleses, que podía apuntarse sin horquilla; se aseguró de que todo estuviera en orden, más para sentir confianza que por proyecto de desbaratar una turba de ratones con el plomo, y, de hecho, se había ceñido a la cintura el cuchillo, que con los ratones sirve para poco.

Había decidido explorar el casco de proa a popa. Vuelto a la cocina, por una escalerilla que bajaba arrimada a la carlinga del bauprés, había penetrado en el pañol (o despensa, creo), donde habían sido amasadas provisiones para una larga navegación. Y puesto que no podían haberse conservado por transcurso de todo el viaje, el marinaje acababa de hacer bastimento en una tierra hospitalaria.

Había cestas de pescado, ahumado desde no había mucho, y pirámides de cocos, y barriles de raíces de forma desconocida pero con aspecto de poderse comer sin perjuicio, y visiblemente capaces de soportar una larga conservación. Y luego frutos, como los que Roberto había visto aparecer a bordo del Amarilis después de las primeras arribadas en tierras tropicales, también ellos resistentes al paso de las estaciones, erizados de espinas y escamas, empero con un perfume agudo que prometía carnosidades bien defendidas, humores azucarados escondidos. Y de algún producto de las islas debían de haberse extraído aquellos costales de harina gris, con olor a tufo, y con ésta probablemente habíanse cocido también unos panes que, al probarlos, recordaban a aquellas excrecencias insípidas que los indios del Nuevo Mundo llamaban batatas.

En el fondo había también una decena de cubetas con su espita. Extrajo de la primera, y era agua aún no podrida, antes bien, recogida recientemente y tratada con azufre para conservarla más tiempo. No era mucha, pero calculando que también las frutas habríanle calmado la sed, habría podido permanecer mucho tiempo en el navío. Y con todo eso, estos descubrimientos, que debían dejarle entender que en la nave no habría muerto de inedia, le inquietaban aún más. Como por lo demás les acaece a los espíritus melancólicos, para los cuales cualquier aviso de fortuna es promesa de infaustas consecuencias.

Naufragar en una nave desierta es ya un caso innatural, pero si por lo menos la nave hubiere sido abandonada de los hombres y de Dios como despojo impracticable, sin objetos de naturaleza o de arte que la hicieran apetecible albergue, esto habría estado en el orden de las cosas, y de las crónicas de los navegantes; pero encontrarla así, aparejada como para un huésped deseado y esperado, como un ofrecimiento insinuante, empezaba a saber a azufre, mucho más que el agua. A Roberto le vinieron a las mientes varias consejas que le contaba la abuela, y otras con mejor prosa que se leían en los salones parisinos, donde princesas perdidas en el bosque entran en una roca y encuentran cámaras decoradas suntuosamente con lechos y baldaquines, y armarios llenos de vestidos lujosos, o incluso mesas aderezadas… Y ya se sabe, la última sala habría reservado la revelación sulfúrea de la mente maligna que había tendido el lazo.

Había tocado un coco en la base del cúmulo, había turbado el equilibrio del conjunto, y aquellas formas cerdosas se habían precipitado en alud, como ratas que hubieran esperado tácitas en el suelo (o como los murciélagos se cuelgan invertidos de las vigas de un techo), dispuestas ahora a subirle por el cuerpo y a oliscarle el rostro salado de sudor.

Era menester asegurarse de que no se trataba de sortilegio: Roberto había aprendido durante el viaje qué se hace con los frutos de ultramar. Usando el cuchillo como un hacha, abrió de un solo golpe un coco, y desmenuzó en mil pedazos la cáscara, y royó el maná que se ocultaba bajo la corteza. Era todo tan suavemente delicioso que la impresión de la insidia se acrecentó. Quizá, se dijo, estaba ya en manos de la ilusión, se saboreaba con cocos e hincaba el diente en roedores, absorbía ya su quididad, a cabo de poco sus manos habríanse vuelto finas, uñosas y corvas, su cuerpo habríase recubierto de un bozo agrio, su espalda habríase arqueado, y habría sido acogido en la siniestra apoteosis de los hirsutos habitantes de aquella barca del Aqueronte.

Empero, y para acabar con la primera noche, otro aviso de horror había de sorprender al explorador. Como si el derrumbamiento de los cocos hubiera despertado a criaturas durmientes, oyó venir, más allá del mamparo que separaba la despensa del resto de la entrecubiertas, si no un chillido, un piar, un cuchichear, un escarbar de patas. Luego la insidia existía, seres de la noche se daban cita en algún cubil.

Roberto se preguntó si, escopeta en ristre, debía encarar enseguida aquel Armagedón. El corazón le temblaba, se acusó de cobardía, se dijo que o aquella noche u otra, antes o después, habría tenido que hacer frente a Esotros. Perdió tiempo, volvió a subir a la cubierta, y por fortuna divisó el alba que acariciaba con sus manos de marfil el metal de los cañones, hasta entonces regalado por los reflejos lunares. Estaba surgiendo el día, se dijo con alivio, y era deber suyo huir su luz.

Como un Resurgente de Hungría atravesó corriendo la cubierta para volver al alcázar, entró en el camarote ya suyo, se atrincheró, cerró las salidas a la galería, colocó las armas al alcance de la mano, y se dispuso a dormir para no ver el Sol, verdugo que corta con el hacha de sus rayos el cuello de las sombras.

Agitado, soñó su naufragio, y lo soñó como hombre de ingenio, por lo que incluso en sueños, y sobre todo en ellos, ha de hacerse de suerte que las proposiciones hermoseen el concepto, que los reparos lo aviven, las conexiones misteriosas lo hagan preñado, profundo las ponderaciones, salido los encarecimientos, disimulado las alusiones, y las transmutaciones sutil.

Me imagino que en aquellos tiempos, y en aquellos mares, eran más los bajeles que naufragaban que los que volvían al puerto; pero a quien le acontecía por vez primera, la experiencia debía de ser fuente de pesadillas recurrentes, que la costumbre a bien concebir debía hacer pintorescas como un Juicio Universal.

Desde la tarde de antes, el aire se había como enfermado de catarro, y parecía que el ojo del cielo, grávido de lágrimas, no consiguiera ya seguir sosteniendo la vista de la extensión de las ondas, el pincel de la naturaleza descoloraba la línea del horizonte y esbozaba lejanías de provincias indistintas.

Roberto, cuyas vísceras ya vaticinaban el inminente terremoto, se tira en el catre, acunado por una nodriza de cíclopes, se adormece entre sueños intranquilos que sueña en el sueño del que nos habla, y cosmopea de estupores acoge en su regazo. Se despierta con la bacanal de los truenos y los gritos de los marineros, luego embates de agua le invaden el jergón, el doctor Byrd se asoma corriendo y le grita que suba a la puente, y que se mantenga bien agarrado a cualquier cosa que esté un poco más firme que él.

En la cubierta, confusión, lamentos y cuerpos, levantados como por la mano divina, arrojados al mar. Por un poco Roberto se ase a la vela de mesana (creo entender), hasta que ésta se lacera, vulnerada por saetas, la entena da en emular la curva carrera de las estrellas y Roberto es impelido a los pies del palo mayor. Aquí un marinero de buen corazón, que se había atado a él, no pudiendo hacerle sitio, le lanza un cabo y le grita que se ate a una puerta, desquiciada hasta allí desde el alcázar, y bueno fue para Roberto que la puerta, con él parásito, se deslizara luego contra el pasamanos porque, entre tanto, el árbol se parte por la mitad, y un mastelero se precipita a abrirle la cabeza al adjutor.

Por una brecha del costado del navío, Roberto ve, o sueña haber visto, abrirse una enorme boca y entre el bostezo horrendo, su lengua esgrime rayo, vibra espada, cola escamosa despierta el estruendo, que confunde la bóveda estrellada, lo que me parece un consentir demasiado al gusto de la cita preciosa. Mas en fin, el Amarilis se inclina de la parte del náufrago dispuesto al naufragio, y Roberto con su tabla se desliza en un abismo encima del cual divisa, descendiendo, el Océano que libre asciende a simular precipicios, en deliquio de crestas ve surgir Pirámides caídas, es acuóreo cometa que huye en la órbita de ese torbellino de húmedos cielos. Mientras cada ola relampaguea con lúcida inconstancia, aquí se curva un vapor, aquí un vórtice hace borborigmos y abre un hontanar. Haces de meteoritos enloquecidos hacen el contracanto al aire sedicioso y roto en truenos, el cielo es un alternarse de luces remotísimas y aguaceros de tinieblas, y Roberto dice haber visto Alpes espumosos dentro de lúbricos sulcos con mieses si no espumas, y a Ceres florecida entre zafiros reflejados, y más tarde, un precipitar de relucientes ópalos, cual si la telúrica hija Proserpina hubiera tomado el mando exiliando a la frugífera madre.

Y en el horror nocturno que brama airado, mientras sufre la ira del ponto procelosa, Roberto, de repente, cesa de admirar el espectáculo, del cual se convierte en insensible actor, se desmaya y nada sabe ya de sí. Sólo después, supondrá, soñando, que la tabla, por piadoso decreto, o por instinto de cosa natante, se adecúe a esa jiga y como hubiere bajado, naturalmente torne a subir, sosegándose en una lenta zarabanda —en la cólera de los elementos también se subvierten las reglas de toda urbana secuencia de danzas— y siempre con más amplias perífrasis lo aleje del ombligo de la justa, donde, en cambio, se hunde, peonza astuta en las manos de los hijos de Eolo, el desventurado Amarilis, bauprés al cielo. Y con él toda ánima viva en su bodega, y el judío destinado a encontrar en la Jerusalén Celestial la Jerusalén terrena que ya no habría alcanzado jamás, y el caballero maltes separado para siempre de la ínsula Escondida, y el doctor Byrd con sus secuaces y —al fin sustraído por la naturaleza benigna a los consuelos del arte médica— aquel pobre perro infinitamente ulcerado, del cual por lo demás no he tenido modo de hablar porque Roberto escribirá sobre él sólo más tarde.

En fin, presumo que el sueño y la tempestad habían hecho el reposo de Roberto lo bastante susceptible como para limitarlo a un tiempo brevísimo, al que había de seguir una vigilia belicosa. En efecto, él, al aceptar la idea de que afuera era de día, reconfortado por el hecho de que poca luz penetrara por los ventanales opacos del alcázar, y confiando en poder descender a la entrepuentes por alguna escalerilla interna, se dio ánimos, volvió a ceñirse las armas, y marchó con temerario temor a descubrir el origen de aquellos sonidos nocturnos.

O mejor, no va enseguida. Pido la venia, pero es Roberto quien al contárselo a la Señora se contradice: signo de que no cuenta cabalmente lo que le ha pasado, sino que intenta construir la carta como una narración, mejor aún, como un borrador de lo que podría llegar a ser carta y narración, y escribe sin decidir qué elegirá luego, diseña por así decir las piezas de su ajedrez sin establecer en seguida cuáles mover y cómo disponerlas.

En una carta dice haber salido para aventurarse bajo cubierta. Pero en otra escribe que, recién despertado por la claridad matinal, fue sorprendido por un lejano concierto. Eran sonidos que procedían ciertamente de la Isla. Al principio, Roberto tuvo, la imagen de una turba de indígenas apiñándose en largas canoas para abordar la nave, y apretó la escopeta, luego el concierto le pareció menos batallador.

Rayaba el alba, el sol no hería todavía los cristales: fue a la galería, advirtió el olor del mar, entreabrió el postigo de la ventana, y con los ojos entrecerrados intentó fijar la ribera.

En el Amarilis, donde de día no salía a la puente, Roberto había oído a los pasajeros contar de auroras encendidas como si el sol estuviera impaciente por traspasar el mundo con sus saetas, mientras ahora veía, sin lagrimear, colores tenues: un cielo espumoso de nubes oscuras apenas hiladas de madreperla, mientras un matiz, un recuerdo de rosa, estaba ascendiendo detrás, de la Isla, que parecía coloreada de turquí en un papel grueso.

Pero aquella paleta casi nórdica le bastaba para entender que ese perfil, que le había parecido homogéneo de noche, era la resultante de los contornos de una colina boscosa que se detenía con rápido declivio en una franja del litoral recubierta por árboles de alto fuste, hasta las palmas, que hacían de corona a la playa blanca.

Lentamente, la arena se hacía más luminosa, y a lo largo de los bordes se divisaban, a los lados, unas grandes arañas embalsamadas mientras movían sus extremidades esqueléticas en el agua. Roberto quiso verlas de lejos como «vegetales ambulantes», pero en aquel momento el reflejo ya demasiado vivo de la arena hizo que se retrajera.

Descubrió que, allí donde los ojos le traicionaban, el oído no podía, y al oído se encomendó, entornando casi del todo el postigo y dando oreja a los rumores que venían de tierra.

Aunque acostumbrado a las albas de su colina, comprendió que, por primera vez en su vida, oía cantar de verdad a los pájaros, y en cualquier caso, jamás tantos y tan variados había oído.

Millares saludaban el levantarse del sol: le pareció reconocer, entre gritos de papagayos, al ruiseñor, al mirlo, a la calandria, a un número infinito de golondrinas, e incluso la voz aguda de la cigarra y del grillo, preguntándose si de verdad podía oír animales de aquella especie, y no algún hermano de las antípodas… La Isla estaba lejos, y con todo hízose la impresión de que aquellos sonidos arrastraban una fragancia de flores de azahar y de albahaca, como si el aire por toda la bahía estuviera impregnado de perfume; y por otra parte, el señor D’Igby le había contado cómo, en el curso de uno de sus viajes, había reconocido la cercanía de la tierra por un revuelo de átomos olorosos transportados por los vientos…

Mientras oliscando tendía el oído a aquella multitud invisible, como si desde las almenas de un castillo o desde las troneras de un baluarte mirase un ejército que vociferando se disponía en arco entre el degradar de la colina, la llanura frontera, y el río que protegía las murallas, hízose la impresión de haber visto ya lo que oyendo imaginaba, y ante la inmensidad que le ponía cerco, se sintió cercado, y casi le vino el instinto de apuntar la escopeta. Estaba en Casal, y ante él se extendía el ejército español, con su ruido de carruajes, el chocar de las armas, las voces tenoriles de los castellanos, la vocinglería de los napolitanos, el áspero gruñido de los lansquenetes y, en el fondo, algún sonido de clarín que llegaba acolchado, y el sonido ligero de algún tiro de arcabuz, cloc, paf, pum, como los morteretes de una fiesta patronal.

Casi como si su vida se hubiera desarrollado entre dos asedios, el uno imagen del otro, con la única diferencia de que ahora, al cerrarse ese círculo de dos lustros abundantes, ya también el río era demasiado ancho y circular (lo cual hacía imposible cualquier salida), Roberto revivió los días de Casal.