El autor de la crónica que acabamos de leer se preguntaba cómo extraer una novela de los materiales con los que se había topado, y llegaba a la conclusión de que no se puede escribir si no es haciendo palimpsesto de un manuscrito encontrado.
El traductor de esta crónica se preguntaba (y se sigue preguntando) cómo hacer una traducción de tal palimpsesto.
Y es que son fundamento de esta novela no sólo el ensamblaje de materiales e inspiraciones diferenciadas, sino también una voluntad lingüística y estilística muy caracterizada.
El siglo xvii se recrea en toda su complejidad literaria, científica, filosófica, técnica; son sus fuentes: Marino, Gassendi, novelistas italianos del Seicento, poetas y novelistas franceses, John Donne, Gryphius, Cyrano de Bergerac, Galileo, Kircher, Schott, Gracián, etcétera, etcétera.
La lengua de La isla del día anteriores también una invitación al barroco. Imitación y cita se combinan en el juego de las diferentes voces que intervienen en la novela, juego éste que tiene una regla precisa: evitar las palabras que no estén atestiguadas en fuentes secentistas.
Ello impone giros, modismos, desarrollos poéticos inspirados en un material limitado y circunscrito: el italiano del siglo XVII.
Por todo lo que se ha dicho se puede comprender la desazón del traductor.
El traductor literario está acostumbrado a sortear el límite constitutivo de la traducción: la pérdida de la lengua original, y de lo que ésta conlleva, sonoridad, ritmo, estilo, y en definitiva cultura. Y está acostumbrado a ensayar ese difícil intento de perder lo menos posible dentro de la mayor fidelidad hacia el texto original. Claro que está acostumbrado a hacerlo en su lengua, no en la lengua del siglo XVII. Y no en el castellano del Siglo de Oro, con todo lo que eso implica.
Esta nota no quiere ser una lamentatio, ni tampoco una disquisición teórica sobre la traducción. Quiere ser una declaración de la poética de esta traducción, o sea, de los criterios que he seguido al hacerla.
Creo en la posibilidad, y en el deber, de hacer traducciones fieles y «literales», esto es, que respeten la precisión en las equivalencias léxicas, que reproduzcan el ritmo, que adecúen el estilo, que obtengan el mismo efecto, y que no manifiesten su carácter de traducción. Así la intención pura; el resultado es el fruto de muchos compromisos.
Por ejemplo, el límite histórico que impone la atestiguación de palabras obliga a usar, muy a menudo, expresiones que cambian por completo el tono, o la transparencia del texto original. Así en el capítulo 22, al intentar definir el asombroso color de la Paloma Naranjada, Roberto sugiere una serie de comparaciones con elementos vegetales de color rojo (o de la gama del rojo), que son cercanos a su experiencia cotidiana: «como una fresa, una clavellina, una frambuesa, una guinda…». Pues bien, aquí mi texto traiciona el original. Donde dice «clavellina», el original dice «geranio». En el siglo xvii no existía tal palabra, existía el objeto y se llamaba «pico de cigüeña». Imaginemos el efecto que hubiera producido la siguiente enumeración: «como una fresa, un pico de cigüeña, una frambuesa, una guinda…». Creo que lo primero en lo que habría pensado el lector habría sido en el pico de una cigüeña; y aun sabiendo que un pico de cigüeña es una planta geraniácea (llamada también relojes), la naturaleza de la expresión rompía el ritmo de cosas vegetales y cotidianas. Por eso elegí «clavellina», una planta modesta, que suele ser roja (como el geranio), y que nos permite una comprensión inmediata del texto.
En este caso la precisión está subordinada al efecto. Lo que implica que cuando, en cambio, el texto sea hermético para un lector italiano, entonces también mi texto lo será. Y no creo que haya que poner ejemplos: bastantes ha tenido ya el lector.
La presencia en el texto de terminología técnica (en el ámbito náutico o de la esgrima, entre otros) planteaba también problemas: en el texto original muchos términos figuran más por su valor estético que por sus virtudes designativas. Así que a veces he optado por elegir términos alejados del original (intentando respetar la verosimilitud), por ser, a mi juicio, más bellos.
Por lo que respecta a la morfología, la sintaxis y el estilo en general se impone una observación de naturaleza contrastiva: el castellano ha evolucionado mucho más desde el siglo xvii que el italiano. En otras palabras: la distancia lingüística que nos separa a los hispanohablantes de nuestros clásicos es mayor que la que separa a un italiano de los suyos.
Por eso la imitación de la lengua barroca es un poco sui generis; se basa más en la percepción que podemos tener de la lengua de ese período que en una escritura en «barroco»; son peculiares los géneros gramaticales diferentes (la puente, la espía), la proclisis del pronombre (habíase), algunos nexos (puesto que, con valor concesivo), los tratamientos, etc.
Esta imitación intenta reflejar las diferentes prácticas imitativas del texto original. Para distinguirlas he hecho una división práctica entre fuentes de documentación y fuentes de inspiración, aunque la línea que las separa es muy sutil. Son fuentes de documentación las que manipulan y adaptan un texto, fuentes de inspiración las que usan ese texto como punto de partida para desarrollos poéticos.
Mi primera operación ha sido identificar estas fuentes y buscar traducciones al castellano realizadas en el Siglo de Oro, y como mucho en el siglo xviii con resultados bastante pobres; en su defecto he buscado imitaciones, y por último escritos sobre el mismo argumento.
Una muestra del primer tipo de operación es el capítulo 9, que copia y adapta la traducción que el padre Sequeyros hizo del Cannocchiale Aristotélico de Tesauro en 1741.
Una muestra del segundo tipo es la presencia de material poético italianizante: Herrera, el Villamediana de La Europa, el Soto de Rojas de los Desengaños en Rimas, etc.
Conflictiva ha sido la documentación temática. Es cierto que la literatura europea del siglo xvii es un juego de imitaciones continuas, de filones temáticos que cada literatura explota y agota a su manera. Es esta idiosincrasia en el tratamiento de los materiales la que determina los caracteres de las literaturas nacionales de esta época.
La lengua de L’isola del giorno prima hinca sus raíces fuerte y justamente en el barroco italiano. La inspiración poética deriva de los materiales lingüísticos sobre los que trabaja el autor. En términos cercanos a nosotros: un hispanohablante puede demorarse en la mención del alféizar, por considerar esta palabra rica de sonoridades y sugerencias, cosa que en otra lengua puede no suceder.
La imitación de fuentes literarias españolas y su presencia en esta traducción, pues, era sumamente conflictiva, ya que habría cambiado completamente el carácter y la densidad del texto, precisamente por esa diferencia entre el barroco italiano y nuestro gran barroco.
Y habría ido contra una de las finalidades primarias de la traducción: desvelarnos objetos e ideas que nuestra lengua nos ocultaba, abrirnos precisamente al conocimiento de otra cultura.
No obstante, el lector habrá reconocido citas de autores hispanísimos. Salvo Gracián y una cita procedente de La Celestina, todo lo demás es harina de mi costal.
He querido mantener, pues, un equilibrio entre lo que el texto le enseña al lector y aquello en lo que éste se puede reconocer, intentando reproducir para los lectores del español la selección de lector ideal que todo texto lleva consigo.
A este mismo criterio obedece la traducción de los títulos de los capítulos. Si la obra estaba traducida se le imponía el título que había recibido; donde no lo había sido y era significativo, se han elegido obras que tuvieran transcendencia para la cultura española del siglo xvii. Así el capítulo 14 llevaba el título de un manual de esgrima de Agrippa, Trattato di Scienza d’Arma, y se ha substituido por el Discurso de Armas y Letras de Jerónimo Carranza, al ser éste el maestro reconocido de la destreza española.
Otro punto que quiero aclarar, por ser problema discutido en el ámbito teórico y práctico, es el de la traducción de los nombres propios. Una vez más, he traducido los nombres porque en el siglo xvii los traducían, aunque no sistemáticamente. Para los topónimos, allá donde he podido documentar traducciones las he reproducido (Ucimián, Valencia del Po, por Occimiano, Valenza del Po’); otras veces los documentos eran tan contrastantes, que he elegido la opción más acorde a las características actuales de la lengua.
Última declaración de traiciones: con la aprobación de Umberto Eco, he añadido algunas citas que en el texto no estaban. El lector habrá reconocido deudas cervantinas, gongorinas o de San Juan de la Cruz. Ello se ha hecho porque el texto presentaba problemas de traducción cuyo tratamiento normal suele consistir en un recorte drástico del mismo. Personalmente prefiero tener que añadir a tener que quitar.
Para concluir, tengo una deuda contemporánea: la traducción de la poesía del compás, A Valediction: forbidding mourning, de John Donne, es de José Martín Triana (Visor, Madrid, 1972).
Mucho más habría que seguir exponiendo, pero creo que lo dicho puede servir ya al lector para penetrar en el espíritu de esta traducción, cuyo fin último no puede ser sino una invitación a la lectura del original.
Helena Lozano Miralles