Era tarde cuando la familia se reunió en el salón. La policía al fin había concluido y los había dejado tranquilos. Formaban un frente sólido y unido bajo el retrato de Bianca.
Colleen estaba sentada, con un perro a los pies y las esmeraldas en el regazo. No había derramado ninguna lágrima cuando Suzanna le había explicado cómo y dónde las habían encontrado, pero la consolaba disponer de ese pequeño y preciado recuerdo de su madre.
No se habló de muerte.
Holt mantuvo a Suzanna cerca. La tormenta había pasado y había salido la luna. El salón estaba bañado de luz. El único sonido era la voz baja y clara de Suzanna mientras leía el diario de Bianca.
Pasó la última página y pronunció los pensamientos de Bianca mientras se preparaba para ocultar las esmeraldas.
«Al sacarlas y sostenerlas en las manos para observar su brillo a la luz de la lámpara, no pensé en su valor monetario. Serían un legado para mis hijos, y para sus hijos, un símbolo de libertad y de esperanza. Y con Christian de amor. Al amanecer, decidí guardarlas, junto con este diario, en un lugar seguro hasta que vuelva a encontrarme con Christian».
Despacio, Suzanna cerró el diario.
—Creo que ahora se ha reunido con él. Creo que ya están juntos.
Sonrió cuando Holt le tomó la mano. Miró alrededor de la estancia, vio a sus hermanas, a los hombres que estas amaban, a su tía sonreír a través de las lágrimas, y a la hija de Bianca, contemplando el retrato que había sido pintado con un amor irreductible.
—Más que las esmeraldas, fue Bianca quien nos reunió. Me gustaría pensar que al encontrarlas, al sacarlas a la luz, hemos ayudado a que ellos se vuelvan a encontrar.
Fuera de la casa, la luna brillaba sobre los riscos, muy por encima de donde el mar libraba su constante batalla con las rocas. El viento susurraba entre las flores silvestres y daba calor a los amantes que allí paseaban.