Suzanna pensó que no había luz de velas ni de luna, pero sí que era un romance. No había creído que pudiera volver a encontrarlo o quererlo. Sonrió mientras regresaba a Las Torres.
Desde luego, una relación con Holt Bradford tenía muchas aristas, aunque también sus momentos más suaves. Había disfrutado descubriéndolos durante los últimos días. Y noches.
Seguía siendo un hombre exigente, a menudo brusco, pero jamás la hacía sentir menos que lo que ella quería ser. Cuando la amaba, lo hacía con una urgencia y ferocidad que no dejaban dudas sobre su deseo.
Al aparcar la camioneta detrás del coche de Holt, se repitió que no había buscado un romance. Pero se sentía terriblemente contenta de haberlo encontrado.
—Te he estado esperando —soltó Lilah en cuanto su hermana abrió la puerta.
—Eso veo —enarcó una ceja. Lilah seguía con su uniforme del parque. Conociendo su horario, estaba segura de que llevaba en casa casi una hora. Debería haberse puesto algo cómodo—. ¿Qué sucede?
—¿Puedes hacer algo con el galán hosco con el que te has enredado?
—Si te refieres a Holt, no mucho —se quitó la gorra para mesarse el pelo—. ¿Por qué?
—Ahora mismo está arriba desmontando mi habitación centímetro a centímetro. Ni siquiera pude cambiarme de ropa —miró en dirección a la escalera—. Le dije que ya habíamos mirado ahí, y que si hubiera estado durmiendo todos estos años en el mismo cuarto que las esmeraldas, lo sabría.
—Y no te hizo caso.
—No solo eso, sino que me echó de mi propia habitación. Y Max —siseó y se sentó en el escalón—. Max sonrió y dijo que era una idea estupenda.
—¿Quieres que nos unamos contra ellos?
En los ojos de Lilah centelleó un brillo perverso.
—Sí —se levantó y pasó un brazo por los hombros de Suzanna mientras subían—. Vas en serio con él, ¿verdad?
—Voy paso a paso.
—A veces, cuando amas a alguien, es mejor avanzar de golpe —bostezó y maldijo—. Me he perdido mi siesta. Me gustaría poder decir que me ha desagradado su actitud, pero no puedo. Hay algo demasiado sólido y firme bajo sus malos modales.
—Has vuelto a mirar su aura.
Lilah rio y se detuvo en lo alto de la escalera.
—Es un buen tipo, a pesar de las ganas que ahora tengo de azotarlo. Me gusta verte feliz otra vez, Suze.
—No he sido infeliz.
—No, simplemente no has sido feliz. Hay una diferencia.
—Supongo que sí. Hablando de ser feliz, ¿cómo van los planes para la boda?
—Ahora mismo la tía Coco y la pariente venida del infierno están en la cocina discutiendo sobre ello —la miró con ojos risueños—. Pasándoselo en grande. La tía abuela Colleen finge que solo quiere cerciorarse de que el acontecimiento estará a la altura de la reputación de los Calhoun, pero la verdad es que le encanta hacer la lista de invitados y cuestionar los menús de la tía Coco.
Suzanna se detuvo ante la puerta de Lilah. Holt se hallaba concentrado en su trabajo. Nunca había sido una habitación muy ordenada, pero daba la impresión de que alguien hubiera soltado todos los muebles al azar. En ese momento, Holt tenía la cabeza metida en la chimenea y Max iba a gatas por el suelo.
—¿Os divertís, chicos? —preguntó Lilah con sorna.
Max levantó la vista y sonrió. Llegó a la conclusión que estaba furiosa. Había aprendido a disfrutar de su temperamento.
—He encontrado la otra sandalia que buscabas. Estaba debajo del cojín de la silla.
—Una buena noticia —enarcó una ceja y notó que Holt estaba sentado en la chimenea, mirando a Suzanna y que esta también lo miraba—. Necesitas un descanso, Max.
—No, estoy bien.
—Es evidente que necesitas un descanso —se acercó para tomarle la mano y ayudarlo a levantarse—. Luego puedes volver a echarle una mano a Holt en la invasión de mi intimidad.
—Te dije que no iba a gustarle —comentó Suzanna cuando Lilah se llevó a Max de la habitación.
—Es una pena.
—¿Has encontrado algo? —con las manos en las caderas, inspeccionó los daños.
—No a menos que cuentes los dos pendientes de parejas distintas y una de esas cosas de encaje que encontramos detrás de la cómoda —ladeó la cabeza—. ¿Tienes tú algo de ropa interior con encaje?
—No —bajó la vista a la sudadera que llevaba—. Hasta hace unos días, no pensé que fuera a necesitarla.
—Llevas muy bien la ropa vaquera, cariño —se puso de pie y como ella no se movió, se acercó él—. Y… —bajó las manos por la espalda de Suzanna—, …me vuelve loco quitártela —la besó con ardor, del modo profundo y urgente que ella había empezado a esperar, luego le mordisqueó el labio y sonrió—. Pero cuando quieras pedirle prestado a Lilah una de esas cosas escuetas…
—Puede que te sorprenda —rio y lo abrazó con cariño—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un rato —movió la cabeza y volvió a dedicarse a buscar en la chimenea—. ¿No quieres que te recompense? —inquirió ella.
—Desde luego —Holt perdió interés en buscar si había algún ladrillo flojo.
—Iré a traerte una cerveza.
—Preferiría tener…
—Lo sé —rio al salir—. Pero tendrás que conformarte con una cerveza. Por el momento.
Pensó que era agradable poder bromear de esa manera. Sin sentirse avergonzada o nerviosa. No había necesidad de sentir otra cosa que no fuera satisfacción al saber que él se preocupaba por ella. Con el tiempo, quizá pudieran tener algo más profundo.
Llena de energía y esperanza, bajó el último escalón y entró en el vestíbulo. En el acto reinó el caos. Primero oyó a los perros, Fred y Sadie, ladrar como mil demonios, luego el ruido de pies en el porche y dos gritos.
—¡Mamá! —gritaron Jenny y Alex al irrumpir en la casa.
Sintió una felicidad instantánea al agacharse para alzarlos en brazos. Riendo, los llenó de besos mientras los perros daban vueltas alrededor de ellos.
—Oh, os he echado de menos. Os he echado tanto de menos a los dos. Dejad que os mire —cuando los mantuvo a la distancia de los brazos, a punto estuvo de perder la sonrisa. Ambos se hallaban al borde de las lágrimas—. ¿Pequeña?
—Queríamos volver a casa —la voz de Jenny tembló al enterrar la cara en el hombro de su madre—. Odiamos las vacaciones.
—Sssh —acarició el pelo de su hija mientras Alex se frotaba un puño debajo del ojo.
—Fuimos rebeldes y malos —musitó con voz trémula—. Y tampoco nos importa.
—La actitud que he llegado a esperar —dijo Bax al atravesar la puerta abierta.
Los brazos de Jenny se tensaron alrededor del cuello de Suzanna, pero Alex se volvió y adelantó su mentón Calhoun.
—No nos gustó la estúpida fiesta, y tampoco nos gustas tú.
—¡Alex! —apoyó una mano en su hombro—. Ya es suficiente. Discúlpate.
Le temblaron los labios, pero el brillo obstinado permaneció en los ojos del niño.
—Lamentamos que no nos gustes.
—Llévate a tu hermana arriba —espetó Bax—. Quiero hablar con vuestra madre en privado.
—Ve a la cocina con Jenny —acarició la mejilla de Alex—. Allí está la tía Coco.
Bax lanzó un puntapié indiferente en dirección a Fred.
—Y llévate contigo a estos malditos chuchos.
—¿Chéri? —dijo la esbelta morena que se había detenido en el umbral.
—Yvette —sin quitar los brazos de los hombros de los niños, Suzanna se puso de pie—. Lo siento, no te he visto.
La mujer francesa movió las manos con gesto distraído.
—Te pido disculpas, ya que veo que es muy confuso. Me preguntaba… Bax, ¿las maletas de los niños?
—Dile al conductor que las traiga —soltó—. ¿No ves que estoy ocupado?
Suzanna le ofreció a la mujer agotada una mirada de simpatía.
—Que las deje en el vestíbulo. Si queréis pasar al salón… id a ver a la tía Coco —le dijo a los niños—. Se sentirá muy feliz de teneros de vuelta.
Los pequeños se marcharon tomados de la mano, con los perros pisándoles los talones.
—Si pudieras sacar un momento de tu tiempo —comenzó Bax, mirando de arriba abajo sus ropas de trabajo—, de tu, sin duda, fascinante día.
—En el salón —repitió y se dio la vuelta. Sabía que era esencial mantener la calma. No dudaba de que le soltaría sobre la cabeza lo que fuera que lo hubiera impulsado a cambiar de planes y devolver a sus hijos a casa una semana antes. Eso podía sobrellevarlo. Pero era distinto el hecho de que los niños hubieran estado angustiados—. Yvette… —le indicó un sillón—, ¿puedo ofrecerte algo?
—Un brandy, si eres tan amable.
—Desde luego. ¿Bax?
—Un whisky doble.
Fue al armario de los licores y mientras servía agradeció que sus manos estuvieran firmes. Al entregarle la copa a Yvette, le pareció percibir una expresión de disculpa y bochorno.
—Bueno, Bax, ¿quieres contarme qué sucedió?
—Lo que sucedió comenzó hace años cuando tuviste la equivocada idea de que podías ser madre.
—Bax —empezó Yvette.
—Sal a la terraza. Prefiero hablar esto en privado.
«De modo que eso no ha cambiado», pensó Suzanna. Juntó las manos mientras Yvette cruzaba la estancia y atravesaba las puertas de cristal.
—Al menos este pequeño experimento habrá hecho que se olvide de la idea de tener un hijo.
—¿Experimento? —repitió ella—. ¿La visita de los niños fue un experimento?
Bebió un sorbo de whisky y la observó. Seguía siendo un hombre arrebatador con un rostro juvenil encantador y pelo rubio. Pero su carácter estropeaba su atractivo físico.
—Los motivos que me movieron a llevarme a los chicos son asunto mío. Su imperdonable comportamiento es tuyo. Carecen de idea de cómo conducirse en público y en privado. Poseen los modales, la disposición y el ínfimo control de unos paganos. Has hecho un pobre trabajo, Suzanna, a menos que tuvieras la intención de criar a dos mocosos inaguantables.
—No creas que puedes quedarte ahí y hablar de ellos de esa manera en mi casa —con los ojos brillantes, se acercó a él—. Me importa un bledo si encajan o no en tus patrones. Quiero saber por qué los has traído de vuelta de esta forma.
—Entonces escucha —sugirió y la empujó a un sillón—. Tus preciosos niños no tienen ni idea de lo que se espera de un Dumont. En los restaurantes se mostraron estentóreos y rebeldes, quejumbrosos y quisquillosos en el coche. Cuando se los corregía, se ponían desafiantes u hoscos. En el hotel, entre varios de mis conocidos, su conducta fue una fuente de vergüenza.
Demasiado encendida para sentir miedo, Suzanna se levantó.
—En otras palabras, fueron niños. Lamento que tus planes se estropearan, Baxter, pero es difícil esperar que unos niños de cinco y seis años se presenten como personas socialmente correctas en todas las ocasiones. Resulta incluso más difícil cuando se ven metidos en una situación que no han provocado ellos. No te conocen.
Él hizo remolinear el whisky y bebió otro trago.
—Son perfectamente conscientes de que soy su padre, pero tú te has encargado de que no muestren respeto por esa relación.
—No, tú lo has hecho.
—¿Crees que no sé qué les cuentas? —con lentitud dejó la copa—. Dulce e inofensiva Suzanna —ella retrocedió de forma automática, complaciéndolo.
—No les cuento nada sobre ti —soltó, furiosa consigo misma por dar marcha atrás.
—¿Oh, no? Entonces, ¿no les mencionaste el hecho de que tienen un hermano bastardo en Oklahoma?
—El hermano de Megan O’Riley se casó con mi hermana. No hubo manera de mantener la situación en secreto, aunque hubiera querido.
—Y no pudiste esperar a incorporar mi nombre —la empujó otra vez y la hizo trastabillar hacia atrás.
—El chico es su hermanastro. Aceptan eso, y son demasiado jóvenes para entender el acto despreciable que cometiste.
—Mis asuntos son míos. No lo olvides —la tomó por los hombros y la empujó contra una pared—. No tengo intención de dejar que te salgas con la tuya en tus lamentables ardides de venganza.
—Quítame las manos de encima —se retorció, pero él no le permitió zafarse.
—Cuando haya terminado. Deja que te lo advierta, Suzanna. No voy a permitir que difundas mis asuntos privados. Como se corra incluso un simple rumor, sabré dónde empezó, y tú sabrás quién pagará por ello.
—Ya no puedes hacerme daño —se mantuvo rígida, con los ojos firmes.
—No estés tan segura. Ocúpate de que tus hijos se guarden este asunto de los hermanastros para ellos mismos. Si vuelve a mencionarse… —apretó las manos y la alzó hasta ponerla de puntillas—, una sola vez, lo lamentarás mucho.
—Recoge tus amenazas y vete de mi casa.
—¿Tuya? —cerró una mano en torno a la garganta de ella—. Recuerda que solo es tuya porque a mí no me interesaba este ruinoso anacronismo. Provócame, y te llevaré a los tribunales en un abrir y cerrar de ojos. Y esta vez me quedaré con todo. A esos niños les sentará bien un buen internado suizo, que es exactamente donde terminarán como no cuides por dónde vas.
Vio que los ojos de ella cambiaban, aunque no apareció el miedo que había esperado. Era furia. Suzanna alzó una mano, pero antes de que pudiera golpearlo, Bax fue arrojado al suelo. Vio a Holt levantarlo otra vez por el cuello para lanzarlo contra una mesa Luis XV.
Nunca había visto muerte en los ojos de un hombre, pero lo reconoció en los de Holt cuando empotró el puño en la cara de Baxter.
—Holt, no… —dio un paso al frente, pero sintió que la contenían por el brazo con sorprendente fuerza.
—Déjalo en paz —dijo Colleen con expresión sombría.
Quería matarlo, y quizá lo hubiera hecho, si el hombre se hubiera defendido. Pero Bax simplemente se quedó flojo bajo sus manos, con la nariz y la boca chorreando sangre.
—Escúchame, canalla —lo plantó contra la pared—. Vuelve a tocarla alguna vez, y eres hombre muerto.
Aturdido y dolorido, Bax buscó un pañuelo.
—Puedo hacer que te arresten por agresión —se llevó el pañuelo a la nariz y miró alrededor para ver a su mujer de pie junto a las puertas de la terraza—. Tengo una testigo. Me has atacado y amenazado mi vida —era su primera humillación y lo detestaba. Desvió la vista hacía Suzanna—. Lamentarás esto.
—No, no lo lamentará —intervino Colleen antes que Holt pudiera ceder a la satisfacción de aplastar esa boca burlona—. Pero tú sí, cerdo miserable, cobarde y tembloroso —se dirigió hacia él apoyada en el bastón—. Si alguna vez vuelves a tocar a alguien de mi familia, lo lamentarás lo que te quede de inservible vida. Sin importar lo que creas que puedes hacernos, yo te lo puedo devolver con más ferocidad. Si dudas de mí, me llamo Colleen Theresa Calhoun, y puedo comprarte y venderte cuando se me antoje —lo estudió, un hombre patético con un traje arrugado y sangrando sobre un pañuelo de seda—. Me pregunto qué tendrá que decir el gobernador de tu estado, que da la casualidad de que es mi ahijado, si le menciono esta escena —asintió con satisfacción al ver que la entendía—. Y ahora saca tu miserable presencia de mi casa. Joven… —inclinó la cabeza hacia Holt—, …sé tan amable de enseñarle la salida a nuestro invitado.
—Será un placer —Holt lo arrastró hasta el vestíbulo.
Lo último que vio Suzanna antes de salir corriendo fue las manos gesticulantes de Yvette.
—¿Adónde ha ido? —quiso saber Holt cuando encontró a Colleen a solas en el salón.
—A lamer sus heridas, supongo. Sírveme un brandy. Maldita sea, sobrevivirá un minuto —musitó al verlo titubear. Se sentó en un sillón y esperó hasta que el corazón se le serenó—. Sabía que había tenido un matrimonio difícil, pero desconocía cuánto. Desde que se divorció, hice que investigaran a ese Dumont —aceptó el brandy y dio un buen trago—. Es una lamentable sombra de un hombre. Pero seguía sin ser consciente de que abusaba de ella. Debí imaginarlo la primera vez que vi la expresión en los ojos de Suzanna. Mi madre tenía la misma —cerró los ojos y se recostó—. Bueno, si no quiere ver como se evaporan sus ambiciones políticas, la dejará en paz —despacio abrió los ojos y observó a Holt con mirada acerada—. Te comportaste bien… admiro a un hombre que usa sus puños. Lo único que lamento es no haber empleado mi bastón sobre él.
—Creo que hizo algo mucho mejor. Yo simplemente le rompí la nariz, usted lo asustó hasta…
—Desde luego que sí —sonrió y bebió otro trago—. Y además me siento bien —notó que Holt miraba en dirección a las puertas abiertas de la terraza, con las manos aún cerradas—. Mi madre solía ir a los riscos —se bebió el resto del brandy—. Es posible que la encuentres allí. Dile que sus hijos están comiendo dulces y estropeando su cena.
Había ido a los riscos. Se prometió que solo necesitaría unos momentos a solas. Se sentó sobre una roca, se tapó la cara con las manos y lloró toda la amargura y vergüenza que la embargaban.
La encontró de esa manera, sola y sollozando, con el sonido de su dolor transportado por el viento mientras el mar rompía abajo. Holt no sabía por dónde empezar. Su madre siempre había sido una mujer fuerte, y las lágrimas que hubiera podido derramar habían sido derramadas en privado.
Peor, todavía podía ver a Suzanna presionada contra la pared, con la mano de Dumont al cuello. Había parecido tan frágil y valiente.
Se acercó y apoyó una mano insegura en su pelo.
—Suzanna.
Ella se levantó como movida por un resorte y se secó las lágrimas.
—He de volver. Los niños…
—Están en la cocina atiborrándose de galletas. Siéntate.
—No, yo…
—Por favor —se sentó—. No he venido aquí en mucho tiempo. Mi abuelo solía traerme. Le gustaba sentarse aquí mismo a contemplar el mar. Una vez me contó una historia sobre una princesa en el castillo que había en lo alto. Debía estar hablando de Bianca, pero más adelante, cuando recordé la historia, siempre pensé en ti.
—Holt, lo siento tanto.
—Si te disculpas, solo vas a conseguir enfurecerme.
Ella se tragó las lágrimas.
—No puedo soportar que lo vieras, que nadie lo viera.
—Lo que vi fue cómo te enfrentabas a un matón —le giró la cara para que lo mirara—. Nunca más volverá a hacerte daño.
—Era su reputación. Los niños debieron hablar de Kevin.
—¿Me lo vas a contar?
Lo hizo con la máxima claridad que pudo.
—Cuando Sloan me lo dijo —concluyó—, supe que era importante que los niños entendieran que tenían un hermano. Lo que Bax no comprende es que nunca pensé en él, nunca me importó. Eran los niños los únicos que importaban, los tres niños. La familia.
—No, él no podría entender eso. Ni a ti —se llevó su mano a los labios para besarla con delicadeza. La expresión asombrada que mostró Suzanna hizo que mirara hacia el mar con el ceño fruncido—. Yo tampoco he sido el rey de la sensibilidad.
—Tú has sido maravilloso.
—En ese caso, no habrías puesto expresión de que te acaba de golpear con una roca cuando te besé la mano.
—Lo que pasa es que no es tu estilo.
—No —se encogió de hombros y sacó un cigarrillo—. Supongo que no —pero cambió de idea y en su lugar le rodeó los hombros con un brazo—. Bonita vista.
—Es maravillosa. Siempre vengo aquí, a este mismo sitio. A veces…
—Continúa.
—Te reirás de mí, pero a veces es como si pudiera ver a Bianca. La siento y sé que está aquí, esperando —apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos—. Igual que ahora. Es tan cálido y real. En la torre, en su torre, es agridulce, más de añoranza. Pero aquí hay expectación. Esperanza. Sé que piensas que estoy loca.
—No —cuando ella fue a moverse, la acercó más—. No podría. No cuando yo también lo siento.
Desde la torre oeste, el hombre que se llamaba a sí mismo Marshall los observó con los prismáticos. No le preocupaba que pudieran molestarlo. La familia ya no subía más allá de la primera planta en el ala oeste, y los obreros se habían ido hacía treinta minutos. Había esperado aprovechar el tiempo que Sloan O’Riley estuviera de luna de miel para moverse con más libertad por la casa. Los Calhoun estaban tan acostumbrados a ver hombres con herramientas que rara vez le prestaban atención.
Además, le interesaba mucho Holt Bradford, lo fascinaba que se viera atraído hacia esa generación de mujeres Calhoun. Lo satisfacía poder continuar su trabajo bajo las propias narices de un ex policía. Esa ironía alimentaba su vanidad.
Lo seguiría vigilando mientras el otro completaba la búsqueda. Y allí estaría él para apoderarse de lo que era suyo en cuanto encontraran el tesoro. Eliminaría a quienquiera que se interpusiera.
Suzanna pasó toda la velada con sus hijos, tranquilizándolos y tratando de convertir una experiencia desdichada en una tonta aventura fallida. Cuando los arropó en la cama, Jenny ya no necesitaba pegarse a ella y Alex estaba feliz.
—Tuvimos que ir en el coche horas y más horas —saltaba en la cama de su hermana mientras Suzanna alisaba las sábanas de Jenny—. Y todo el tiempo tenían música estúpida en la radio.
—Y nosotros teníamos que guardar silencio para escucharla y apreciarla —intervino la pequeña.
Suzanna se contuvo y apretó la nariz de su hija.
—Bueno, pudisteis apreciar que era horrible, ¿no?
Eso provocó una risita en Jenny, que alzó los brazos para recibir otro beso.
—Yvette dijo que podíamos jugar a un juego de palabras, pero él dijo que le daba dolor de cabeza, así que ella se fue a dormir.
—Es lo mismo que deberíais hacer ahora.
—Me gustó el hotel —continuó Alex con la esperanza de postergar lo inevitable—. Cuando nadie miraba, saltábamos en las camas.
—¿Quieres decir como haces en tu habitación? —él sonrió.
—Tenían pastillas pequeñas de jabón en el baño, y por las noches te ponían chocolate en la almohada.
—Ya puedes olvidar esa idea, carita de rana —Suzanna ladeó la cabeza.
Después de que Jenny estuviera arropada, con la luz de la lámpara de noche encendida y el ejército de muñecos de peluche en torno a ella, Suzanna se llevó a Alex a su propia habitación. Ya no dejaba que lo alzara en brazos y lo arropara muy a menudo, pero esa noche parecía necesitarlo tanto como ella misma.
Luchó con él hasta dejarlo sin aliento, luego él salió de un salto de la cama.
—Alex…
—Lo olvidaba.
—Esta noche ya has superado el límite. A la cama o te haré asar a fuego lento.
Sacó algo de los vaqueros que llevaba puestos al llegar a casa.
—Lo guardé para ti.
Suzanna aceptó el chocolate aplastado y envuelto en papel dorado. Estaba más que un poco derretido, era imposible de comer y para ella era más precioso que diamantes.
—Oh, Alex.
—Jenny también tenía uno, pero lo perdió.
—No pasa nada —le dio un abrazo fuerte—. Gracias. Te quiero, gusanito.
—Yo también te quiero —no lo avergonzó decirlo, como le sucedía a veces, y la abrazó más tiempo del habitual. En cuanto su madre lo arropó, no se quejó cuando ella le acarició el pelo—. Buenas noches —se despidió, listo para dormirse.
—Buenas noches —lo dejó solo y lloró sobre el chocolate aplastado. En su habitación, abrió el estuche que en una ocasión había contenido sus diamantes y guardó dentro el regalo de su hijo.
Se desvistió y se puso un camisón blanco. La esperaba papeleo en el escritorio que tenía en un rincón, pero sabía que tanto su mente como sus nervios se encontraban demasiado agitados. Para relajarse, abrió las puertas de la terraza y, con el cepillo en la mano, salió al exterior para sentir la noche.
Un búho ululaba, los grillos cantaban y también se oía el oleaje sereno del mar. Esa noche la luz de la luna era clara como el cristal. Con una sonrisa, alzó la cara y despacio se cepilló el pelo.
Holt jamás había visto nada más hermoso que Suzanna peinándose a la luz de la luna. Sabía que era un Romeo pobre y temía quedar como un tonto tratando de serlo, pero debía ofrecerle algo, mostrarle de algún modo lo que significaba tenerla en su vida.
Salió del jardín y se puso a subir los escalones de piedra. Se movió en silencio, y ella soñaba despierta. No supo que estaba a su lado hasta que pronunció su nombre.
—Suzanna.
Abrió los ojos y lo vio de pie a menos de un metro, con el pelo revuelto por la brisa, los ojos oscuros a la titilante luz.
—Pensaba en ti. ¿Qué haces aquí?
—Fui a casa, pero… Volví —quería que siguiera cepillándose el pelo, pero estaba seguro de que la petición sonaría ridícula—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien, de verdad.
—¿Los chicos?
—También. Duermen. Antes ni siquiera te di las gracias. Puede que sea una mezquindad, pero ahora que me he tranquilizado, puedo reconocer que me gustó ver que a Bax le sangraba la nariz.
—Cuando tú quieras —afirmó Holt.
—No creo que vuelva a ser necesario, pero te lo agradezco —alargó el brazo para tocarle la mano y se pinchó un dedo con una espina—. Ay.
—Vaya comienzo —murmuró, alargando la rosa hacia ella—. Te he traído esto.
—¿Sí? —absurdamente conmovida, acercó los pétalos a la mejilla.
—La robé de tu jardín —metió las manos en los bolsillos y deseó tener un cigarrillo—. Supongo que no cuenta.
—Desde luego que sí —pensó que esa noche ya tenía dos regalos, de los dos hombres a los que amaba—. Gracias.
Él se encogió de hombros y se preguntó qué hacer a continuación.
—Estás guapa.
Suzanna sonrió y bajó la vista al sencillo camisón blanco.
—Bueno, no tiene encajes.
—Te vi cepillarte el pelo —por voluntad propia la mano salió del bolsillo para tocarla—. Me quedé ahí de pie, en el borde del jardín, y te observé. Casi no podía respirar. Eres tan hermosa, Suzanna.
Fue el turno de ella de no poder respirar. Jamás la había mirado de esa manera. La voz de Holt nunca había sonado más baja. Había reverencia en ella, igual que en la mano que le acariciaba el pelo.
—No vuelvas a mirarme de ese modo —tensó los dedos en el pelo de Suzanna y tuvo que obligarse a relajarlos—. Sé que he sido duro contigo.
—No, no lo has sido.
—Maldita sea, sí —luchó contra la creciente impaciencia mientras la contemplaba—. Te he zarandeado y roto la blusa.
Ella esbozó una sonrisa.
—Cuando volví a coserle los botones, recordé aquella noche y lo que hacía que sintiera al ser necesitada de esa forma —más que un poco desconcertada, movió la cabeza—. No soy frágil, Holt.
¿Es que no veía lo equivocada que estaba? ¿No sabía qué aspecto tenía en ese momento, con el pelo resplandeciente a la luz de la luna y el fino camisón blanco agitado por la brisa?
—Quiero estar contigo esta noche —bajó la mano para tocarle una mejilla—. Deja que te ame esta noche.
No podría haberle negado nada. Cuando la alzó para llevarla dentro, Suzanna pegó los labios sobre el cuello de Holt. Pero él no buscó sus labios. La depositó con cuidado, le quitó el cepillo y fue a dejarlo sobre la cómoda. Luego bajó las luces.
Cuando al fin sus labios se juntaron, lo hicieron en un beso suave como un susurro. Las manos de él no se precipitaron para excitarla, sino que se movieron con exquisita paciencia para seducirla.
Holt sintió la confusión que la dominaba, la oyó en el inseguro murmullo de su nombre, pero solo le rozó los labios y los siguió con la lengua. Las manos fuertes se movieron con la gracia de las de un artista sobre la tensa pendiente de los hombros de ella.
—Confía en mí —con la boca inició un lento recorrido de su cara—. Déjate ir y confía en mí, Suzanna. Hay más que un camino —le besó la mandíbula, el cuello, regresó a los labios temblorosos y susurró—: Debería habértelo demostrado antes.
—No puedo… —luego su beso la hundió aún más en una espesa bruma aterciopelada. No fue capaz de erguirse. No quiso hacerlo. Sin duda ese túnel interminable lleno de ecos era el paraíso.
La tocó casi sin tocarla y la dejó débil. Lo oyó susurrarle promesas increíbles, palabras suaves y adorables.
La acarició a través del tenue algodón, deleitándose en el movimiento líquido del cuerpo de Suzanna bajo sus manos. Podía observar la cara de ella a la luz de la lámpara y saber que estaba entregada a lo que le ofrecía.
La desnudó despacio, bajando el camisón centímetro a centímetro. Fascinado con cada temblor que le producía, se demoró. Luego la llevó con gentileza más allá de la primera cresta.
Cada movimiento, cada suspiro, eran insoportablemente dulces. Exquisitamente tiernos. Cada contacto, cada murmullo. La había aprisionado en un mundo de seda. Nunca había sido ella más consciente de su cuerpo que en ese momento, bajo la minuciosa y paciente exploración de Holt.
Al final sintió la piel de él contra la suya, el cuerpo cálido y duro que había llegado a anhelar. Abrió los ojos y miró. Alzó unas extremidades pesadas y tocó.
Holt no había imaginado que una necesidad pudiera ser tan poderosa y al mismo tiempo tan serena. Ella lo envolvió. Él se deslizó a su interior. Para ambos fue como llegar al hogar.
No habría podido prever que sería mi último día con ella. En caso contrario, ¿habría observado con más atención, abrazado con más fuerza? El amor no habría podido ser mayor, pero ¿habría podido atesorarlo de forma más completa?
No hay respuesta.
Encontramos el cachorrito, atemorizado y casi muerto de hambre en las rocas de nuestros riscos. Bianca quedó encantada con él. Supongo que era una tontería, pero creo que ambos consideramos que era algo que podíamos compartir, ya que lo habíamos hallado juntos.
Lo bautizamos con el nombre de Fred, y he de reconocer que cuando llegó el momento de que ella regresara a Las Torres me entristeció ver que se lo llevaba. Era lógico, ya que con sus hijos el cachorro huérfano tendría una familia. Me fui a casa solo, para pensar en ella, para tratar de trabajar.
Cuando vino a mi lado, me sorprendió que corriera semejante riesgo. Solo una vez con anterioridad había estado en la cabaña, y no habíamos querido arriesgarnos a repetirlo. Estaba nerviosa y tensa.
Bajo la capa llevaba al cachorro. Como se la veía pálida como un fantasma, le pedí que se sentara y le ofrecí un brandy.
Me contó los acontecimientos que habían tenido lugar desde que nos separamos.
Los niños se habían enamorado del perro. Hubo risas y corazones contentos hasta que Fergus regresó. Se negó a tener al animal, un chucho sin raza, en su hogar. Quizá habría podido perdonarlo por eso, y haberlo considerado únicamente un idiota rígido. Bianca me contó que había ordenado que mataran al perro, sin perder un ápice de su firmeza ni siquiera ante las lágrimas y súplicas de sus hijos.
Había mostrado su máxima dureza con la joven Colleen. Temiendo una represalia más dura y quizá física, Bianca había mandado a los niños y al perro arriba junto a la niñera.
La discusión que tuvo lugar a continuación fue amarga. No me contó todo, pero sus temblores y los destellos de miedo en sus ojos fueron elocuentes. Furioso, él la había amenazado. Fue en ese momento cuando a la luz de mi lámpara vi las marcas que habían dejado los dedos de él en su cuello.
En ese instante me habría ido para matarlo. Pero el terror de ella me frenó. Nunca antes ni después he sentido una furia como esa. Amar como amaba, saber que la había lastimado y asustado… Hay ocasiones en que deseo con todas mis fuerzas haber ido, haberlo matado. Quizá así las cosas hubieran sido distintas. Pero jamás lo sabré.
No la dejé, sino que me quedé mientras lloraba y me informaba de que él se había marchado a Boston, y que cuando regresara pensaba contratar a un ama de llaves de su elección. La había acusado de ser una mala madre, y le había dicho que le quitaría el control y el cuidado de los niños.
Si la hubiera amenazado con arrancarle el corazón, no habría podido causarle más daño. Ella no pensaba tolerar que sus hijos fueran criados por una criada pagada, supervisados por un padre frío y ambicioso. Por quién más temía era por su hija, y sabía que si no se hacía algo, algún día Colleen sería entregada en matrimonio… tal como habían hecho con su madre.
Fue ese gran temor lo que forzó su decisión de abandonarlo.
Conocía los riesgos, el escándalo, la posición que dejaría. Nada podría disuadirla. Se llevaría a sus hijos a un sitio donde supiera que estarían a salvo. Su deseo era que la acompañara, pero no suplicó ni recurrió a mi amor.
No le hizo falta.
Yo realizaría los preparativos para el día siguiente y ella tendría listos a los niños. Luego me pidió que la hiciera mía.
La había deseado tanto tiempo. Sin embargo, me había prometido que no la tomaría. Aquella noche rompí una promesa e hice otra. La amaría eternamente.
Aún recuerdo qué aspecto tenía, con el cabello suelto, los ojos oscuros. Antes de tocarla sabía lo que iba a sentir. Antes de depositarla en mi cama, sabía cómo estaría. Ahora solo es un sueño, el recuerdo más dulce de mi vida. El sonido del agua y de los grillos, el olor de las flores silvestres.
En aquella hora atemporal, tuve todo lo que podría desear un hombre. Ella representaba la belleza, el amor y la promesa. Seductora e inocente, tímida y lujuriosa. Incluso ahora puedo probar su boca, oler su piel. Y anhelarla.
Luego se marchó. Lo que había pensado que era un comienzo fue un final.
Tomé todo el dinero que tenía, vendí pinturas y lienzos y compré cuatro billetes para el tren de la noche. Ella no vino. Se avecinaba una tormenta. Me dije que era el tiempo lo que me había enfriado tanto la sangre. Pero que Dios me ayude, creo que lo sabía. Sentía un dolor agudo y aterrador, un miedo irracional. Me consumía.
Por primera y última vez, fui a Las Torres. La lluvia comenzó a azotarme cuando llamé a la puerta. La mujer que respondió se hallaba histérica. La habría hecho a un lado, habría corrido por la casa llamando a Bianca, pero en ese momento llegó la policía.
Se había tirado desde la torre, se había tirado por la ventana hacia las rocas. Esto no está claro ahora, como no lo estuvo entonces. Recuerdo que corrí, llamándola a gritos por encima del aullido del viento. Las luces de la casa eran cegadoras y hendían la oscuridad. Ya había hombres moviéndose por todas partes con linternas. Me planté en el borde y la observé allá abajo. Mi amor. Me había sido arrebatada. No por su propia mano. Jamás podría aceptar eso. Pero se había ido. Estaba perdida.
Yo mismo me habría tirado por aquel risco. Pero ella me detuvo. Juro que fue su voz la que me detuvo. Me senté en el suelo, empapado por la lluvia que no cesaba.
No podía reunirme con ella entonces. De algún modo iba a tener que vivir mi vida sin ella. Así lo he hecho y quizá ha salido algún bien del tiempo que he pasado aquí. El chico, mi nieto. Cómo lo habría querido Bianca. Hay ocasiones en que me lo llevo a los riscos y estoy seguro que ella nos acompaña.
Todavía hay Calhoun en Las Torres. Bianca habría querido eso. Los hijos de sus hijos, y los hijos de estos. Tal vez algún día otra mujer joven y sola paseará por esos riscos. Espero que su destino sea más amable.
En el fondo de mi corazón sé que todavía no ha finalizado. Ella me espera. Cuando al fin llegue mi hora, volveré a hablar con Bianca. La amaré como una vez prometí. Eternamente.