Holt llevaba en casa menos de tres minutos cuando supo que alguien había entrado. Podía haber entregado la placa, pero seguía teniendo ojos de policía. No había nada evidentemente fuera de lugar… pero un cenicero se hallaba más cerca del borde de la mesa, una silla ocupaba un ángulo levemente diferente respecto de la chimenea, la esquina de una alfombra se veía levantada.
Alerta, pasó del salón al dormitorio. Allí también encontró señales. Notó el ínfimo cambio en las almohadas, los libros movidos de los anaqueles, mientras cruzaba la habitación para sacar el arma del cajón. Después de comprobar el cargador, la empuñó para continuar la inspección.
Treinta minutos más tarde, guardó la pistola. Tenía el rostro inexpresivo, los ojos duros. Habían movido los lienzos de su abuelo, no mucho, pero lo suficiente para revelarle que alguien los había tocado, los había estudiado. Y esa era una violación que no podía tolerar.
Quienquiera que lo hubiera hecho, era un profesional. Y estaba seguro de quién había sido. Eso significaba que Livingston se hallaba cerca, sin duda bajo otra guisa. Lo bastante cerca como para haber descubierto la relación de Bradford con los Calhoun. Y las esmeraldas.
Mientras acariciaba la cabeza de Sadie, que gemía a sus pies, decidió que ya era algo personal.
Salió por la puerta de la cocina para sentarse en el porche a contemplar el agua con su perro y una cerveza en la mano. Dejaría que su temperamento se serenara y que su mente vagara, analizando todas las piezas del rompecabezas, colocándolas una y otra vez hasta que comenzara a formarse un cuadro.
La clave era Bianca. Debía recurrir a la mente, las emociones y las motivaciones de ella. Encendió un cigarrillo y apoyó los tobillos cruzados en la barandilla del porche mientras la luz empezaba a suavizarse y a convertirse en crepúsculo.
Una mujer hermosa, con un matrimonio infeliz. Si le servían como referencia las mujeres Calhoun que él conocía, Bianca también habría tenido una voluntad fuerte y habría sido apasionada y leal. «Y vulnerable», añadió. Eso se notaba con fuerza en los ojos del retrato, igual que sucedía en los ojos de Suzanna.
También había pertenecido a los peldaños más altos de la escala social, había sido una de las privilegiadas. Una joven irlandesa de buena familia que había celebrado un matrimonio extremadamente bueno.
Una vez más se parecía a Suzanna.
Dio una calada al cigarrillo y con aire distraído acarició las orejas de Sadie cuando ella acomodó la cabeza sobre su regazo. Su mirada se vio atraída hacia el pequeño arbusto amarillo, la porción de sol que Suzanna le había regalado. Según la entrevista con la antigua doncella, a Bianca también le habían gustado las flores.
Había tenido hijos y en todos los conceptos había sido una madre buena y entregada, mientras que Fergus había sido un padre estricto y desinteresado. Entonces había aparecido Christian Bradford.
Si Bianca realmente lo había tomado como amante, también había asumido un enorme riesgo social. Como la esposa de César, de una mujer en su posición se esperaba que fuera intachable. Bastaría la leve insinuación de una aventura, en particular con un hombre por debajo de ella en rango social, y su reputación habría quedado hecha añicos.
Sin embargo, se había involucrado.
Se preguntó si todo había terminado siendo demasiado para ella. Si había sido devorada por la culpa y el pánico, si habría escondido las esmeraldas como una especie de última exhibición de desafío, para quedar sumida en la desesperación al pensar en la vergüenza y el escándalo del divorcio. Incapaz de enfrentarse a su vida, había elegido la muerte.
No le gustaba. Movió la cabeza y soltó una bocanada de humo. No le gustaba el ritmo de las cosas. Quizá estuviera perdiendo objetividad, pero no podía ver a Suzanna rindiéndose y tirándose por los riscos. Y había demasiadas similitudes entre Bianca y su bisnieta.
Quizá debiera tratar de meterse en la cabeza de Suzanna. Si la comprendiera, tal vez pudiera llegar a comprender a su desafortunada antepasada. «Quizá», reconoció al beber otro trago de cerveza, «pueda entenderme a mí mismo». Los sentimientos que ella le inspiraba parecían sufrir cambios radicales a diario, hasta que ya no sabía con exactitud qué sentía.
Desde luego, estaba el deseo. Pero no era tan simple. Y siempre había contado con que fuera simple.
¿Qué le importaba a Suzanna Calhoun? «Sus hijos», pensó de inmediato. Nadie se acercaba a eso, aunque el resto de su familia los seguía de cerca. Su negocio. Se dejaría la piel para hacer que funcionara. Pero Holt sospechaba que su afán de éxito giraba en torno a sus hijos y su familia.
Inquieto, se levantó y se puso a caminar por el porche. Sabía que también eso era algo que quería. La sencilla quietud de la soledad. Pero allí de pie con la vista clavada en la noche, pensó en Suzanna. No solo en lo que había sentido al tenerla en sus brazos, en cómo le hacía hervir la sangre, sino en cómo sería tenerla en ese momento a su lado, mientras esperaban que saliera la luna.
Necesitaba meterse en su cabeza, conseguir que confiara en él para que le contara qué sentía, cómo pensaba. Si lograba establecer ese vínculo con ella, estaría un paso más cerca de lograrlo con Bianca.
Pero temía haberse involucrado demasiado. Sus propios pensamientos y sentimientos obnubilaban su juicio. Quería ser amante de ella más de lo que jamás había querido nada. Hundirse en ella, ver cómo se le oscurecían los ojos por la pasión hasta que esa expresión triste y herida quedara completamente desterrada. Hacer que se entregara a él como jamás se había entregado a nadie… ni siquiera al hombre con el que se había casado.
Apretó las manos sobre la barandilla y se inclinó hacia la creciente oscuridad. Solo, envuelto bajo el manto de la noche, reconoció que seguía el mismo patrón que su abuelo.
Estaba enamorándose de una Calhoun.
Era tarde cuando entró en la casa. Más tarde aún cuando logró dormir.
Suzanna no había dormido nada. Toda la noche había permanecido despierta tratando de no pensar en las dos maletas pequeñas que había preparado. Cuando al fin consiguió no pensar en eso, lo había hecho en Holt. Los pensamientos sobre él la habían agitado aún más.
Se había levantado al amanecer para añadir unas pocas cosas y cerciorarse de que había incluido algunos de los juguetes favoritos de sus hijos con el fin de que no añoraran demasiado.
Durante el desayuno se había mostrado alegre, y agradecido a la presencia de su familia para darle apoyo y ánimos. Los dos pequeños habían estado enfurruñados y mohínos, pero al mediodía ya había conseguido sacarlos de ese estado de ánimo.
A la una, tenía los nervios a flor de piel y los niños volvían a estar caprichosos. A las dos temió que Bax hubiera olvidado todo, y se vio sumida entre la furia y la esperanza.
A las tres había llegado el coche, un Lincoln negro y brillante. Quince horribles minutos más tarde, sus hijos se habían ido.
No podía quedarse en casa. Coco se había mostrado muy amable y comprensiva y Suzanna había temido que las dos se disolvieran en un charco de lágrimas. Tanto por el bien de su tía como por el suyo propio, decidió ir a trabajar.
Juró que se mantendría ocupada. Tanto que cuando los niños regresaran, apenas habría notado su ausencia.
Pasó por la tienda, pero la simpatía y la curiosidad de Carolanne estuvieron a punto de volverla loca.
—No pretendo incordiarte —se disculpó Carolanne cuando las respuestas de Suzanna fueron secas—. Solo me preocupo por ti.
—Estoy bien —elegía plantas casi con un cuidado obsesivo—. Y lamento estar crispada contigo, pero hoy no es uno de mis mejores días.
—Y yo soy demasiado curiosa —siempre de buen humor, Carolanne se encogió de hombros—. Me gustan las de tono salmón —comentó mientras Suzanna elegía entre un grupo de flores de Nueva Guinea—. Escucha, si quieres desahogarte un poco, llámame. Podemos tener una salida de chicas.
—Te lo agradezco.
—Cuando quieras —insistió Carolanne—. Es un conjunto precioso de plantas —añadió cuando Suzanna se puso a cargar la selección en la camioneta—. ¿Tienes otro trabajo?
—Es para pagar una deuda —se subió al vehículo, saludó con la mano y se fue.
De camino a la casa de Holt, ocupó la mente distribuyendo una y otra vez el cuadro de flores. Ya había elegido el punto, próximo al porche delantero, para que él pudiera disfrutarlo siempre que entrara o saliera de la cabaña. Le gustara o no.
El trabajo le ocuparía el resto del día, luego se relajaría dando un paseo por los riscos. El día siguiente estaría en la tienda, luego dedicaría las últimas horas de la tarde a los jardines de Las Torres.
Uno a uno, los días irían pasando.
Después de aparcar no se molestó en anunciarse, sino que se puso a trabajar de inmediato. El resultado no fue el que había esperado. Mientras cavaba y trabajaba la tierra, no obtuvo ninguna relajación. Su mente no se vació de preocupaciones ni se llenó con el placer de plantar. En su lugar, un dolor de cabeza comenzó a pincharla detrás de los ojos. Lo soslayó, llevó un compuesto de tierra en la carretilla y lo vertió sobre el cuadro de plantas. Mientras lo alisaba con el rastrillo salió Holt.
Llevaba casi diez minutos observándola detrás de la ventana, odiando el hecho de que los hombros fuertes estuvieran encorvados y los ojos apagados por la tristeza.
—Pensé que ibas a tomarte el día libre.
—Cambié de idea —sin levantar la vista, llevó la carretilla de vuelta a la camioneta y la cargó con plantas.
—¿Qué diablos es eso?
—Tu paga. Este es nuestro trato.
Ceñudo, bajó un par de escalones.
—Dije que tal vez podrías plantar un par de arbustos.
—Estoy plantando flores —apisonó la tierra—. Cualquiera con un mínimo de imaginación puede ver que este sitio pide flores a gritos.
«De modo que quiere pelear», notó, apoyándose en los talones. «Bueno, puedo complacerla».
—Habría sido mejor que me consultaras antes de convertir el patio en una zanja.
—¿Por qué? Habrías puesto una expresión desdeñosa y hecho algún comentario machista.
—Es mi jardín, encanto —bajó otro peldaño.
—Y yo estoy plantando flores en él. Encanto —alzó la cabeza.
«Si, está lo bastante furiosa, como para soltar clavos por la boca», pensó Holt. «Y también se siente desdichada».
—Si no quieres molestarte en regarlas o cuidarlas —continuó Suzanna—, yo lo haré. ¿Por qué no vuelves dentro y dejas que yo me ocupe de todo?
Sin aguardar una respuesta, regresó al trabajo. Holt se sentó mientras ella añadía lavándulas y consueldas, dalias y violas. Fumó con despreocupación, notando que las manos de ella mostraban la seguridad y gracilidad de siempre.
—Plantar flores no parece ayudarte a mejorar tu estado de ánimo.
—Mi estado de ánimo está bien. De hecho es perfecto —arrancó una rama y maldijo—. ¿Por qué no iba a serlo solo por haber tenido que ver a Jenny subirse a ese maldito coche con lágrimas en los ojos? ¿Solo por haber tenido que apartarme y sonreírle a Alex cuando me miró con boca temblorosa y expresión que me suplicaba que no lo dejara ir? —cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, se las apartó—. ¿Y por haber tenido que soportar que Bax me acusara de ser una madre sobreprotectora y castradora que estaba convirtiendo a sus hijos, sus hijos, en seres débiles?
Metió la pala en la tierra.
—No son tímidos ni débiles —continuó con vehemencia—. Solo son niños. ¿Por qué no iban a tener miedo de ir con él, cuando apenas lo conocen? Y con su mujer, que estaba allí con su traje italiano y zapatos de tacón alto con aspecto angustiado y desvalido. No sabrá que hacer si Jenny sufre una pesadilla o a Alex le duele el estómago. Y yo los dejé ir. Me quedé quieta y dejé que se subieran a ese maldito coche con dos desconocidos. Así que me siento bien. Fantásticamente bien.
Se levantó para llevar la carretilla a la camioneta. Cuando regresó para extender la turba, él se había ido. Se obligó a realizar la tarea con cuidado, recordándose que al menos allí tenía el control.
Holt volvió con una manguera conectada al otro lado de la casa y dos cervezas en la mano.
—Yo las regaré. Bebe una cerveza.
Se secó la frente con la mano y frunció el ceño.
—No bebo cerveza.
—Es lo único que tengo —le puso una lata en la mano, luego apretó el gatillo del rociador—. Creo que ya sé cómo llevar a cabo esta parte —comentó con tono seco—. ¿Por qué no te sientas?
Suzanna fue a los escalones y se sentó. Debido a que estaba sedienta, bebió un trago largo, luego apoyó el mentón en la mano y lo observó. Había aprendido a no ahogar las plantas ni a machacarlas con un chorro fuerte. Suspiró y volvió a beber un trago.
«Ni una palabra de simpatía», pensó. «Ni una palmada de aliento ni la afirmación de comprender cómo me siento». Le había dado exactamente lo que necesitaba, una pared silenciosa, contra la que arrojar su desdicha y furia. «¿Sabrá que me ha ayudado?». No estaba segura, pero sí sabía que había ido a verlo no solo para plantar flores, no solo para escapar de su casa, sino porque lo amaba.
Desde que el sentimiento se había abierto y florecido en su interior, no se había dado tiempo para reflexionar sobre ello. Tampoco se había dado la oportunidad de preguntarse qué significaría para cualquiera de los dos.
No era algo que ella quisiera. Jamás quería volver a amar, no quería arriesgarse a verse sometida al dolor y a la humillación provocados por un hombre. Pero había sucedido.
No lo había buscado. Únicamente había anhelado paz mental, seguridad para sus hijos, una simple satisfacción para sí misma. Sin embargo, lo había encontrado.
No sabía cuál podría ser la reacción de él si se lo decía. «¿Satisfará su ego? ¿Lo sorprenderá, espantará o divertirá?». Mientras pasaba un brazo alrededor del perro que había ido a reunirse con ella, se dijo que no importaba. Por el momento, quizá para siempre, el amor era suyo. Ya no esperaba que las emociones se compartieran.
Holt cortó el agua. El cuadro colorido añadía encanto a la sencilla cabaña de madera. Incluso le agradaba reconocer algunos de los capullos por su nombre. No iba a preguntarle a ella por aquellos que desconocía. Ya los buscaría.
—Se ve muy bien.
—Casi todas son plantas perennes —indicó Suzanna con el mismo tono de voz casual—. Pensé que te gustaría verlas renacer un año tras otro.
Era posible, pero también sabía que recordaría con claridad lo dolida e infeliz que había parecido ella al plantarlas. No quiso detenerse demasiado en lo mucho que lo molestaba imaginar a Alex y a Jenny subiendo con lágrimas en los ojos a un coche que se los llevaba lejos.
—Huelen muy bien.
—Es por las lavándulas —respiró hondo antes de levantarse—. Iré a cerrar el grifo de la manguera —casi había girado por la esquina cuando él pronunció su nombre.
—Suzanna. Estarán bien.
Sin confiar en su voz, ella asintió y continuó. Se hallaba agachada, con la cara del perro cerca, cuando Holt llegó a su lado.
—¿Sabes?, si pusieras algunos lirios y algunas siemprevivas en ese cuadro, solventarías casi todos los problemas de erosión.
Colocó una mano bajo el codo de ella para ayudarla a erguirse.
—¿Trabajar es lo único que aleja tu mente de los problemas?
—Casi siempre.
—Tengo una idea mejor.
—De verdad que no… —el corazón le dio un vuelco.
—Vayamos a dar un paseo.
—¿Un paseo? —parpadeó.
—En el barco. Disponemos de un par de horas antes de que anochezca.
—Un paseo en barco —repitió, ajena a que lo había divertido con su prolongado suspiro de alivio—. Eso me gustaría.
—Bien —la tomó de la mano y la llevó hasta el embarcadero—. Suelta las amarras.
Cuando el perro saltó al lado de él, Suzanna comprendió que se trataba de una vieja costumbre. Para un hombre que quería dar la impresión de no tener sentimientos, resultaba revelador que se llevara a un perro de compañía cuando se adentraba en el mar.
El motor cobró vida. Holt aguardó hasta que Suzanna subió a bordo antes de poner rumbo hacia la bahía.
El viento le abofeteó la cara. Riendo, se sujetó la gorra con una mano para evitar perderla en el aire. Después de encasquetársela, se reunió con él ante el timón.
—Hace meses que no navego —gritó por encima del ruido del motor.
—¿Qué sentido tiene vivir en una isla si no sales nunca al agua?
—Me gusta contemplarla.
Sadie le ladró a las gaviotas y luego se acomodó sobre los cojines del barco con la cabeza en el costado, para que el viento pudiera agitarle las orejas.
—Tienes que llevarla otra vez a casa —comentó ella—. Fred no ha vuelto a ser el mismo desde que la conoció.
—Algunas mujeres le hacen lo mismo a un hombre —la brisa salada le llevaba el olor de Suzanna, envolviéndolo en torno a sus sentidos. La tenía cerca. La expresión de sus ojos seguía siendo distante y atribulada, y supo que no pensaba en él.
Avanzó con destreza entre el tráfico de la bahía. A estribor, el barco de tres mástiles de la isla entraba en el puerto con su multitud de turistas.
La bahía dio paso al mar y el agua se tornó menos serena. Los riscos se alzaban en el aire. Las Torres, arrogantes y desafiantes, se erguían en su loma, mirando hacia el pueblo y el mar. Su sombría piedra gris reflejaba la tonalidad de las nubes de lluvia que había al oeste. Como un espejismo, el jardín de Suzanna representaba unas vetas de colores.
—A veces cuando iba a capturar langostas con mi padre, alzaba la vista para contemplarlo —«y pensar en ti»—. El castillo Calhoun —murmuró Holt—. Así lo llamaba él.
Suzanna sonrió y se protegió los ojos mientras estudiaba la imponente casa en los riscos.
—Para mí es mi casa. Siempre ha sido eso. Cuando la miro, pienso en la tía Coco preparando alguna receta nueva de cocina y en Lilah durmiendo en el salón. En los niños que juegan en el jardín o corren por las escaleras. En Amanda sentada a su escritorio, mientras se abre paso de manera meticulosa por las montañas de facturas que son necesarias para mantener firme un hogar. En C. C. al sumergirse bajo el capó de una vieja furgoneta para ver si consigue obrar un milagro y sacar un año más de vida al motor. A veces veo a mis padres riendo a la mesa de la cocina, tan jóvenes… tan vivos, llenos de planes —giró para mantener la casa a la vista—. Tantas cosas han cambiado y cambiarán. Pero la casa está ahí. Eso me consuela. Lo tienes que entender, o no habrías elegido vivir en la cabaña de Christian, con todos sus recuerdos.
Él lo entendía muy bien y eso lo incomodaba.
—Quizá solo me gusta tener una casa junto al agua.
Suzanna contempló cómo desaparecía la torre de Bianca antes de volverse para mirarlo.
—Los sentimientos no te debilitan, Holt.
—Jamás pude estar cerca de mi padre —afirmó, mirando ceñudo el agua—. Todo lo encarábamos desde direcciones distintas. A mi abuelo jamás tuve que explicarle o justificarle nada de lo que sentía o quería. Él simplemente lo aceptaba. Imagino que supuse que había un motivo para que me legara la casa cuando murió, aun cuando yo apenas era un niño.
Que compartiera eso con ella la conmovió.
—Así que volviste a vivir en su cabaña. Siempre regresamos a lo que amamos.
Quiso preguntarle más, cómo había sido su vida durante los años de su ausencia, por qué le había dado la espalda al trabajo de policía para dedicarse a reparar motores, si había estado enamorado y si le habían roto el corazón. Pero él le dio más potencia al motor e hizo que la embarcación surcara las aguas.
Holt no había salido al mar para tener pensamientos profundos, para preocuparse o cuestionarse las cosas. Había salido para darle a Suzanna, y a sí mismo, una hora de relajación, un descanso de la realidad. El viento y la velocidad surtían ese milagro especial en él. Cuando la oyó reír, cuando la vio alzar la cara hacía el sol, supo que había elegido bien.
—Ven, toma el timón.
Era un desafío. Pudo oírlo en su voz, en sus ojos cuando le sonrió. Suzanna no vaciló.
Las manos de ella eran firmes y competentes ante el timón. La expresión melancólica de sus ojos quedó reemplazada por un intenso júbilo que le aceleró la sangre. Tenía la cara encendida por la excitación, húmeda por las gotas de oleaje. En ese momento no parecía una princesa, sino una reina que conocía su propio poder y estaba dispuesta a emplearlo.
La dejó correr en la dirección que quiso, sabiendo que terminaría donde Holt la había querido casi toda la vida. No esperaría otro día. Ni siquiera una hora más.
Suzanna jadeaba y reía cuando le devolvió el mando del timón.
—Había olvidado cómo era. Hace cinco años que no llevo una embarcación.
—Lo has hecho muy bien —mantuvo alta la velocidad al virar en un amplio círculo.
—Dios, hace frío —sin dejar de reír, se frotó los brazos.
Él la miró y sintió un golpe en las entrañas. Suzanna resplandecía… sus ojos eran tan azules como el cielo, pero más vitales, los finos pantalones y la blusa de algodón estaban pegados a su cuerpo esbelto, el cabello le caía por debajo de la gorra.
Cuando sintió las palmas de las manos húmedas sobre el volante, apartó la vista y comprendió que se había enamorado.
—Hay una chaqueta en el camarote.
—No, es maravilloso —cerró los ojos y dejó que las sensaciones la sacudieran. El viento salvaje, el rugido del motor y la estela del agua. Podrían haber estado completamente solos, sin nada más que la excitación y la velocidad, libres para avanzar en aquella fabulosa soledad.
No quería regresar. Aspiró profundamente el aire penetrante y pensó en lo liberador que sería correr y correr sin seguir ninguna dirección, yendo hacia donde la llevara la corriente.
Pero el aire ya empezaba a calentarse. Habían dejado de estar solos. Oyó la prolongada bocina de un barco turístico mientras Holt reducía la velocidad y se deslizaba hacia el puerto.
«Es demasiado hermoso», pensó. «Volver a casa. Conocer tu lugar, convencida de la bienvenida». Suspiró por la familiaridad de todo. El agua azul de Frenchman Bay oscureciéndose con el día, los edificios atestados de gente, el sonido de las boyas. Resultaba más tranquilizador después de una carrera hacia ninguna parte.
Navegaron en silencio por la bahía y fueron despacio hasta el malecón de Holt. Pero Suzanna estaba relajada cuando saltó al embarcadero para asegurar los cabos, cuando acarició al perro apoyado contra sus piernas, suplicando atención.
Holt saltó con agilidad y se plantó con las piernas abiertas.
—Se avecina una tormenta.
Suzanna alzó la vista y vio que las nubes se acercaban despacio pero inexorables hacia tierra.
—Es verdad. No nos vendría mal un poco de lluvia —«es una tontería», pensó, «sentirme incómoda y ponerme a hablar del tiempo»—. Gracias por el paseo. Lo he disfrutado.
—Bien —el embarcadero osciló cuando avanzó.
Suzanna retrocedió dos pasos y se sintió mejor cuando sus pies tocaron tierra firme.
—Si tienes la oportunidad, este fin de semana tal vez puedas llevar a Sadie para que visite a Fred. Se sentirá solo sin los chicos.
—De acuerdo.
Ella había atravesado medio jardín y Holt seguía a medio metro de distancia. De no haberlo considerado algo paranoico, habría dicho que la hostigaba.
—El arbusto va bien —lo tocó con los dedos al pasar a su lado—. Pero es necesario que alimentes este jardín. Podría recomendarte un programa sencillo y barato.
—Hazlo —sonrió un poco, aunque sin quitarle los ojos de encima.
—Bueno, yo… se hace tarde. La tía Coco…
—Sabe que ya eres mayorcita —la tomó por el brazo—. Esta noche no irás a ninguna parte, Suzanna.
Quizá si hubiera sido más inteligente o experimentada, habría evaluado su estado de ánimo antes de que la hubiera tocado. Ya no había manera de confundirlo, no cuando los dedos la marcaban con tensa posesión, no cuando las necesidades de Holt, y su intención de satisfacerlas, estaban tan claras en sus profundos ojos grises.
Deseó poder haber estado tan segura de su propio estado de ánimo y de sus necesidades.
—Holt, te dije que necesitaba tiempo.
—El tiempo se ha acabado —repuso con sencillez.
—No pretendo llevarlo como algo casual.
El calor ardió en los ojos de él. Desde kilómetros en la distancia les llegó el violento rugido del trueno.
—No hay nada casual en ello. Los dos lo sabemos.
Ella lo sabía, y ese conocimiento resultaba aterrador.
—Creo…
—Piensas demasiado —él maldijo y la alzó en vilo.
En cuanto pasó la sorpresa, Suzanna se debatió. Por ese entonces, él la había llevado hasta el porche trasero.
—Holt, no quiero verme presionada —la mosquitera se cerró a su espalda. ¿Es que él no sabía que tenía miedo? Temía que la encontrara aburrida y la abandonara, destrozada—. No pienso permitir que se me precipite.
—Si te dejara salirte con la tuya, necesitaríamos quince años más —con el pie empujó la puerta del dormitorio y la soltó sobre la cama. No era lo que había planeado, pero se hallaba demasiado tenso por el miedo y el anhelo como para pensar en palabras suaves.
Al instante ella se incorporó y se plantó junto a la cama, esbelta y recta como un arco. La decreciente luz entraba por la ventana a su espalda.
—Si piensas que puedes traerme aquí como si fuera un fardo para tirarme sobre la cama…
—Es exactamente lo que he hecho —no dejó de mirarla mientras se quitaba la camisa—. Estoy cansado de esperar, Suzanna, y estoy cansado de desearte. Vamos a hacerlo a mi manera.
Ella ya sabía lo que era eso. Se le hundió el corazón. Solo que entonces quien le había ordenado que se metiera en la cama había sido Bax, desnudándose antes de ponerse encima de ella para exigir sus derechos maritales, con rapidez, dureza y sin afecto. Y después, lo único que le ofreció fue su desdén y disgusto.
—Tu manera no es nada nueva —soltó con voz tensa—. Y no me interesa. No estoy obligada a irme a la cama contigo, Holt. A dejar que exijas, tomes y me digas que no soy lo bastante buena para satisfacerte. No pienso dejar que nadie más vuelva a utilizarme.
Él la aferró por los brazos antes de que pudiera irse de la habitación, la pegó a él mientras Suzanna se debatía y maldecía y le tapó la boca con sus labios encendidos. La fuerza del beso la mareó. Habría trastabillado si los brazos de él no la hubieran sostenido con fuerza.
Por encima del miedo y de la cólera, surgieron sus necesidades. Quería gritarle por provocárselas, por dejarla descarnada, desnuda e indefensa. Pero únicamente pudo aferrarse a él.
Con respiración ya jadeante y entrecortada, Holt la mantuvo a la distancia de los brazos. Los ojos de ella contenían tantos secretos como la medianoche. Se prometió que los iba a descubrir. Uno a uno los averiguaría todos. Y empezaría esa noche.
—Aquí nadie va a ser utilizado, y únicamente pienso tomar lo que me des —flexionó los dedos tensos sobre los brazos de ella—. Mírame, Suzanna. Mírame y dime que no me deseas, y te dejaré ir.
Ella entreabrió los labios. Lo amaba y ya no era una muchacha que podía guardar ese amor para sí misma. Si no era tan fuerte como creía y capaz de mantener separados el corazón y el cuerpo, entonces no tenía más alternativa que unirlos. Si el corazón se le rompía, sobreviviría.
¿Acaso no les había prometido a ambos que no habría lamentaciones?
Con gentileza alzó una mano hacia la de Holt, aunque no esperaba gentileza a cambio. Era una elección que asumía con libertad.
—No puedo decirte que no te deseo. No hace falta seguir esperando.