Holt se dijo que no jugaba a ser un buen samaritano. Después de tener unos datos más claros de la situación, hacía lo que consideraba mejor. Alguien tenía que vigilarla hasta que atraparan a Livingston. El mejor modo de no perderla de vista era mantenerse cerca de ella.
Entró en el aparcamiento y se situó al lado de la camioneta. Vio que Suzanna se hallaba en el exterior con unos clientes, así que se puso a dar una vuelta.
Ya había pasado por delante de Jardines de la Isla, pero nunca se había detenido. No había tenido motivo para ello. Había muchas plantas sobre mesas de madera o en macetas llamativas. Aunque no sabría distinguirlas, sí podía reconocer su atractivo. O quizá se debía al hecho de que el aire olía a Suzanna.
Llegó a la conclusión de que era evidente que ella sabía lo que hacía allí. Reinaba un gran orden, potenciado por una informalidad que invitaba a los curiosos a echar un vistazo, al tiempo que los tentaba a comprar.
Miraba una bandeja de dragoncillos cuando oyó el crujido de hojas en el arbusto de atrás. Se puso tenso por acto reflejo, y los dedos buscaron el arma que ya no llevaba. Suspiró y se maldijo. Tenía que superar esa reacción. Ya no era policía y no era probable que alguien le saltara por la espalda para clavarle un cuchillo de dieciséis centímetros.
Giró un poco la cabeza y vio al joven en cuclillas detrás de un expositor de peonías. Alex sonrió y se puso de pie.
—¡Te tengo! —bailó alegre alrededor de las flores—. Era un pigmeo y te alcancé con un dardo envenenado.
—Soy afortunado de ser inmune al veneno de los pigmeos. Si hubiera sido veneno de los ubangi, estaría muerto. ¿Y tu hermana?
—En el invernadero. Mamá nos dio semillas y esas cosas, pero me aburría. Puedo venir aquí —se apresuró a explicar, sabiendo la rapidez con la que los adultos podían complicar una situación—. Siempre y cuando no me acerque a la calle o tire algo.
—¿Has matado a muchos clientes hoy? —no quería estropearle la diversión.
—Todo va muy lento. Según mamá, porque es lunes. Por eso podemos venir a trabajar con ella y Carolanne tener el día libre.
—¿Te gusta venir aquí?
Holt no supo cómo había pasado, pero el chico y él caminaban por entre las flores y tenía la mano de Alex en la suya.
—Claro, está bien. Plantamos cosas y las regamos. A veces llevamos las compras de los clientes hasta los coches y recibimos monedas de cuarto.
—Parece un buen trato.
—Y mamá cierra al mediodía. Paseamos hasta la pizzería y jugamos en las videoconsolas. Venimos todos los lunes. Excepto… —calló y pateó la grava.
—¿Excepto qué?
—Que la semana próxima estaremos de vacaciones y mamá no vendrá.
Holt observó la cabeza inclinada del niño y se preguntó qué diablos hacer.
—Ah… supongo que está muy ocupada aquí.
—Podría trabajar Carolanne u otra persona y ella venir. Pero no lo hará.
—¿No crees que os acompañaría si pudiera?
—Supongo —volvió a dar una patada a la grava y cuando Holt no lo reprendió, lo hizo una tercera vez—. Tenemos que ir a un sitio llamado Martha’s Vineyard, con mi padre y su nueva esposa. Mamá dice que será divertido, que iremos a la playa y tomaremos helados.
—Suena estupendo.
—Yo no quiero ir. No sé por qué tengo que ir. Yo quiero ir a Disney World con mamá.
Cuando al pequeño se le quebró la voz, Holt suspiró y se puso en cuclillas.
—Cuesta hacer cosas que no se desea hacer. Supongo que tendrás que cuidar de Jenny mientras estéis fuera.
—Supongo —Alex se encogió de hombros y aspiró el aire—. Ella tiene miedo de ir. Pero solo tiene cinco años.
—Contigo estará bien. Te diré lo que haremos; durante vuestra ausencia, yo cuidaré de vuestra madre.
—Vale —sintiéndose mejor, Alex se limpió la nariz con el dorso de la mano—. ¿Puedo ver dónde te dispararon en la pierna?
—Claro —Holt señaló una cicatriz de unos diez centímetros en la pierna izquierda, justo encima de la rodilla.
—Vaya —como a Holt no parecía importarle, pasó un dedo por encima—. Supongo que al haber sido policía, cuidarás bien de mamá.
—Desde luego que lo haré.
Suzanna no estuvo segura de lo que sintió al ver a Holt. Pero supo que algo cálido se agitó en su interior cuando Holt le acarició el pelo a Alex.
—Vaya, ¿y qué es esto?
Los dos varones intercambiaron una mirada rápida y privada antes de que Holt se incorporara.
—Una charla de hombres —dijo, y apretó la mano de Alex.
—Sí —el pequeño sacó pecho—. Una charla de hombres.
—Comprendo. Bueno, odio interrumpirla, pero si quieres pizza, será mejor que vayas a lavarte las manos.
—¿Puede venir él? —preguntó Alex.
—Su nombre es señor Bradford —indicó Suzanna.
—Su nombre es Holt —Holt le guiñó un ojo al pequeño y recibió una sonrisa a cambio.
—¿Puede?
—Ya veremos.
—Eso lo dice mucho —confió Alex, y luego salió corriendo en busca de su hermana.
—Supongo que es verdad —Suzanna suspiró y se volvió hacia Holt—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Llevaba el pelo suelto, con una gorra azul que le daba aspecto de tener dieciséis años. De pronto Holt se sintió tonto e incómodo como un adolescente al solicitar su primera cita.
—¿Sigues necesitando ayuda a tiempo parcial?
—Sí —comenzó a cortar begonias—. Todos los chicos del instituto tienen trabajo para el verano.
—Yo puedo darte unas cuatro horas al día.
—¿Qué?
—Quizá cinco —continuó mientras ella lo miraba—. He de realizar un par de trabajos de reparación, pero puedo estipular mi propio horario.
—¿Quieres trabajar para mí?
—Siempre y cuando solo tenga que cargar y plantar cosas. No pienso vender flores.
—No puedes hablar en serio.
—Claro que sí. No las venderé.
—No, me refiero a eso de trabajar para mí. Ya has puesto tu propio negocio, y yo no puedo permitirme el lujo de pagar más que el salario mínimo.
—No quiero tu dinero.
—Ahora sí que no sé que pensar —se apartó el pelo de los ojos.
—Mira, pensé que podríamos hacer un intercambio. Yo te ayudaré con el trabajo más pesado, y tú puedes arreglar un poco mi jardín.
—¿Quieres que arregle tu jardín? —sonrió.
—No quiero que te vuelvas loca ni nada parecido —las mujeres siempre complicaban las cosas—. Un par de arbustos más, eso es todo. Y bien, ¿quieres que cerremos un trato o no?
La sonrisa de ella se transformó en una carcajada.
—Uno de los vecinos de los Anderson admiró nuestro trabajo en equipo. Empiezo mañana con ellos —extendió la mano—. Ven a las seis.
—¿De la mañana? —preguntó con una mueca.
—Exacto. Y ahora, ¿qué te parece si comes con nosotros?
—Perfecto —le estrechó la mano—. Invitas tú.
«Santo Dios, la mujer trabaja como un elefante. No, como dos elefantes», corrigió Holt mientras el sudor le caía por la espalda. Se veía con un pico o una pala en la mano tan a menudo, que daba la impresión de hallarse en una cuadrilla de trabajos forzados.
En los tres días que llevaba con ella, había abandonado la idea de tratar de que no hiciera ninguno de los trabajos pesados. Suzanna no le prestaba atención y hacía lo que se le antojaba. Cuando regresaba a casa a media tarde, con cada músculo vibrándole, se preguntaba cómo diablos era capaz ella de mantener ese ritmo.
Él no podía darle más de cuatro o cinco horas entre sus propias tareas. Pero sabía que Suzanna hacía de ocho a diez todos los días. No costaba ver que se enfrascaba en el trabajo para no pensar en el hecho de que los chicos se marcharían al día siguiente.
Bajó el pico y encontró roca. La vibración le recorrió los brazos. Al oír un torrente de maldiciones, Suzanna alzó la vista desde donde estaba.
—¿Por qué no descansas un poco? Yo puedo acabar eso.
—¿Has traído la dinamita?
Ella sonrió un instante.
—No, de verdad. Ve a sacar un refresco de la nevera. Ya casi estamos listos para plantar.
—Perfecto —odiaba reconocer que todo eso empezaba a poder con él. Tenía ampollas encima de ampollas y sentía los músculos como si hubiera pasado diez asaltos con el campeón… y perdido. Se secó la cara y el cuello y se dirigió a la nevera pequeña que habían dejado a la sombra de un haya. Al sacar una tónica, oyó el pico golpear contra el suelo rocoso—. Eres una lunática, Suzanna. Este es el tipo de trabajo que le dan a los presidiarios. ¿Qué diablos crees que va a crecer en esa roca?
—Te sorprendería —se secó el sudor que le chorreaba a los ojos—. ¿Ves los lirios que hay en ese caballón? —gruñó al remover una piedra—. Los planté hace dos años.
Él observó la profusión de flores altas y coloridas con renuente admiración. Tenía que reconocer que mejoraban el terreno rocoso y agreste, aunque no sabía si valía la pena.
—Los Snyder me dieron mi primer trabajo de verdad —alzó una roca y la arrojó a la carretilla. Estiró la espalda—. Fue un trabajo nacido de la simpatía, ya que eran amigos de la familia y vieron que la pobre Suzanna necesitaba una oportunidad. Los sorprendí al demostrarles que sabía lo que hacía, y desde entonces vuelvo a trabajar aquí de vez en cuando.
—Estupendo. ¿Quieres dejar esa maldita cosa durante un minuto?
—Casi he terminado.
—No terminarás hasta que te derrumbes. ¿Quién va a ver unas pocas flores aquí arriba?
—Los Snyder las verán, sus invitados las verán —movió la cabeza para despejarse del calor—. El fotógrafo de Jardines de Nueva Inglaterra las verá —se llevó una mano a la cabeza y la pasó por encima de los ojos—. En septiembre plantaremos algunos bulbos. Lirios enanos, flores silvestres. Algunos nardos y… —trastabilló bajo una oleada ardiente de mareo.
Holt se lanzó desde la sombra al sol cuando vio que el pico se le escurría de las manos. Al sostenerla, dio la impresión de que se derretía en sus brazos.
Maldecirla lo ayudó a desterrar el miedo mientras la llevaba a la sombra del árbol. Al depositarla sobre la hierba fresca el cuerpo de ella era como cera caliente.
—Se acabó —metió la mano en la nevera y luego le pasó agua helada por la cara—. Has terminado, ¿me oyes? Si te vuelvo a ver con un pico en la mano, te mato.
—Estoy bien —dijo con voz débil, pero claramente irritada—. He recibido un poco más de sol —el agua en la cara le pareció celestial, aunque las manos de Holt fueran un poco ásperas. Le quitó el bote de tónica y bebió con cuidado.
—Demasiado sol, demasiado trabajo —se quejaba él—. Y por lo que veo, poca comida o descanso. Eres un desastre, Suzanna, y ya me he cansado.
—Muchas gracias —le apartó las manos y se apoyó contra el árbol. Reconocía que necesitaba un minuto, pero no un discurso—. Lo sé, pero tengo cosas en la cabeza.
—No me importa lo que tengas en la cabeza —«Dios, está blanca como un papel». Quiso abrazarla hasta que sus mejillas recuperaban el color, acariciarle el pelo hasta que estuviera otra vez fuerte y descansada. Pero manifestó la preocupación en forma de furia—. Te voy a llevar a casa y te vas a meter en la cama.
—Creo que olvidas quién trabaja para quién —más firme, dejó el refresco en el suelo.
—Cuando te desmayes, tomaré el mando.
—No me he desmayado —cortó crispada—. Me mareé. Y nadie tomará el mando sobre mí, ni ahora ni nunca. Deja de pasarme agua por la cara, vas a ahogarme.
—Eres terca y claramente estúpida.
—Perfecto. Si has terminado de gritarme, voy a tomarme el descanso para almorzar —sabía que tenía que comer. No le importaba ser terca, pero sí estúpida. «Lo que he sido», reconoció al sacar un sándwich de la nevera, «al saltarme el desayuno».
—Puede que aún no haya terminado de gritarte.
Suzanna se encogió de hombros mientras le quitaba el plástico al sándwich.
—Entonces puedes gritar mientras como. O puedes dejar de perder tiempo y almorzar.
Pensó en arrastarla hasta la camioneta. La idea le gustó, pero los beneficios solo serían a corto plazo. Como no la atara y la encerrara en un cuarto, no podría impedir que se matara a trabajar.
«Pero al menos está comiendo», reflexionó. Y sus mejillas habían recuperado el color. Quizá hubiera otro enfoque para salirse con la suya. Con gesto casual sacó un sándwich.
—He estado pensando en las esmeraldas.
—¿Oh? —el cambio de tema y de actitud la sorprendió.
—Leí la transcripción que hizo Max de la entrevista con la señora Tobías, la doncella. Y escuché la cinta.
—¿Qué piensas?
—Que tiene una buena memoria y que Bianca la impresionó. Desde su punto de vista, la conclusión es que Bianca era infeliz en su matrimonio, estaba entregada a sus hijos y enamorada de mi abuelo. Fergus y ella ya se hallaban en terreno pantanoso cuando se pelearon por el perro. Supondremos que esa fue la gota que colmó el vaso. Ella decidió dejarlo, pero no se marchó aquella noche. ¿Por qué?
—Aunque al fin hubiera tomado la decisión —respondió Suzanna despacio—, tendría que haber arreglado muchas cosas. Ella tendría que haber pensado en sus hijos —eso lo entendía muy bien—. Adónde podría llevarlos, cómo tener la certeza de poder mantenerlos. Aunque el matrimonio fuera un desastre, tendría que planificar con cuidado cómo decirles que los iba a alejar de su padre.
—De modo que cuando Fergus se marchó a Boston después de la pelea, ella se puso a planificarlo. Hemos de suponer que fue a ver a mi abuelo, porque él terminó quedándose con el perro.
—Lo amaba —murmuró Suzanna—. Sería la primera persona a la que habría recurrido. Y él la amaba, de manera que habría querido irse con ella y los niños.
—Si aceptamos eso, hemos de dar el siguiente paso en esa dirección. Ella regresó a Las Torres a hacer las maletas, a reunir a los niños. Pero en vez de reunirse con mi abuelo y cabalgar juntos hacia el crepúsculo, se tira por la ventana de la torre. ¿Por qué?
—Se hallaba conmocionada —con los ojos entornados, Suzanna clavó la vista en los rayos de sol—. Estaba a punto de dar un paso que pondría fin a su matrimonio y separaría a los niños de su padre. Rompería sus votos. Es tan difícil, tan aterrador. Es como morir. Quizá pensó que era un fracaso como mujer, y cuando su marido volvió a casa y tuvo que enfrentarse a él y a sí misma, no fue capaz.
—¿Fue así para ti? —le acarició el pelo.
—Hablamos de Bianca —puso rígidos los hombros—. Y no veo qué tiene que ver con las esmeraldas el motivo por el que se suicidó.
—Primero descubrimos por qué las escondió —apartó la mano del pelo de ella—, luego nos ocupamos del dónde.
Despacio, ella volvió a relajarse.
—Fergus se las regaló cuando nació su primer hijo varón. No su primera hija. Una chica no alcanzaba el rango que él quería —bebió otro sorbo de tónica para eliminar parte de su propia amargura—. Supongo que a ella eso le habrá dolido. Recibir una recompensa, como si fuera una yegua purasangre, por darle un heredero. Pero, eran suyas porque el niño era suyo —cerró los párpados—. Bax me regaló diamantes cuando nació Alex. No me sentí culpable de venderlos para montar mi negocio. Porque eran míos. Quizá ella sintiera lo mismo. Las esmeraldas le habrían proporcionado una nueva vida, tanto para ella como para los niños.
—¿Por qué las escondió?
—Para cerciorarse de que él no las encontrara si le impedía irse. Así Bianca sabría que tenía algo suyo.
—¿Escondiste tú los diamantes, Suzanna?
—Los puse en la bolsa de los pañales de Jenny. El último sitio en el que Baxter miraría —rio y arrancó unas briznas de hierba—. Suena tan melodramático.
Pero notó qué él no sonreía.
—A mí me parece muy inteligente. Bianca pasaba mucho tiempo en la torre, ¿cierto?
—Ya hemos mirado allí.
—Volveremos a hacerlo, y desmontaremos su dormitorio.
—A Lilah le encantará —volvió a cerrar los ojos. El sándwich y la sombra le empezaban a dar sueño—. Ahora es su dormitorio. Y también hemos mirado allí.
—Yo no.
—No —decidió que no le haría ningún daño estirarse mientras terminaban de analizar la situación. La hierba estaba fresca y blanda—. Si encontráramos su diario, sabríamos las respuestas. Mandy repasó todos los libros de la biblioteca, por si se hubiera mezclado igual que la carta robada.
—Echaremos otro vistazo —comenzó a acariciarle otra vez el pelo.
—A Mandy no se le habrá pasado nada por alto. Es muy organizada.
—Prefiero comprobar terreno viejo antes que depender de una sesión espiritista.
Ella emitió un sonido a medias entre una risa y un suspiro.
—La tía Coco te convencerá —comentó con fatiga—. Primero debemos plantar las rosas.
—De acuerdo —con delicadeza le masajeó los hombros.
Ella murmuró algo sobre las rocas y se quedó dormida.
Holt la dejó allí a la sombra y regresó al sol.
La hierba le hacía cosquillas en la mejilla cuando despertó. Se había puesto boca abajo y dormido como un tronco. Aturdida, abrió los ojos. Vio a Holt sentado con la espalda contra el tronco, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. La observaba mientras se llevaba un cigarrillo a los labios.
—Debí quedarme dormida.
—Se podría decir que sí.
—Lo siento —se apoyó en un codo—. Hablábamos de las esmeraldas.
—Ya hemos hablado demasiado por el momento —tiró el cigarrillo. Con un movimiento veloz enganchó las manos bajo los brazos de ella y la acercó.
Antes de que Suzanna estuviera plenamente despierta, se encontró en el regazo de Holt con la boca de él sobre los labios.
Desarmada y desorientada, apartó la cara. La sangre había pasado de estar lenta y fría a rápida y encendida. El cuerpo, relajado por el sueño, se le tensó como un arco. Respiró hondo. Lo único que podía ver era la cara de él, los ojos oscuros y peligrosos, la boca dura y hambrienta. Luego todo se tornó borroso cuando Holt volvió a besarla.
Le dejó tomar lo que parecía necesitar tomar con desesperación. Bajo la sombra del haya se pegó a él, respondiendo a cada exigencia. Cuando volvió a experimentar el mareo, se regocijó en él. No era una debilidad contra la que tuviera que luchar. Había querido experimentarla desde que tenía uso de memoria.
Con un juramento, él enterró la cara en el cuello de Suzanna, donde el pulso le latía con fuerza. Nada ni nadie lo habían hecho sentir jamás de esa manera. Frenético y tembloroso. Cada vez que su boca regresaba a besarla, era con un nuevo matiz de desesperación, cada uno más agudo que el anterior. Lo atravesaron docenas de sensaciones, todas punzantes y mortíferas. Quiso apartarla, alejarse antes de que lo fragmentaran. Quiso rodar con ella sobre la hierba suave y fresca y desterrar todos los anhelos y necesidades.
Pero ella lo rodeaba con los brazos y le revolvía el pelo mientras su cuerpo temblaba. Luego le acarició la cara con la mejilla, en un gesto que fue casi insoportablemente dulce.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Suzanna. Apoyó los labios en la piel de él y suspiró.
—Creo que los dos conocemos la respuesta.
Ella cerró los ojos. Era tan sencillo para él. Durante un momento escuchó el zumbido de las abejas en las flores.
—Necesito tiempo.
Holt apoyó las manos en los hombros de ella y la retiró hasta que quedaron cara a cara.
—Puede que no sea capaz de dártelo. Ya no somos niños y me he cansado de preguntarme cómo sería.
Ella soltó aire con gesto trémulo. Comprendió que la agitación no bullía únicamente en su interior. También la sentía en él.
—Si pides más de lo que puedo dar, los dos quedaremos decepcionados. Te deseo —contuvo un jadeo cuando los dedos de él apretaron con más fuerza—. Pero no puedo cometer otro error.
—¿Quieres promesas? —preguntó con los ojos entornados.
—No —respondió ella con celeridad—. No. Pero he de mantener las que me hice a mí misma. Si me entrego a ti, he de cerciorarme de que no es solo algo que deseo, sino algo con lo que podré vivir —alzó una mano para apoyarla en su mejilla—. Una cosa sí puedo prometerte, y es que si llegamos a ser amantes, no lo lamentaré.
—Cuando lo seamos —corrigió sin poder discutir con ella, no cuando lo miraba de esa forma.
—Cuando lo seamos —convino, poniéndose de pie. Se sentía más fuerte. «Cuando lo seamos», se repitió para sí misma. Ya había aceptado que era una simple cuestión de tiempo—. Pero, por ahora, hemos de tomar las cosas según vienen. Debemos terminar un trabajo.
—Está terminado —se levantó cuando ella se dio la vuelta.
Las plantas estaban en su sitio, el suelo allanado y cubierto de turba. Donde antes solo había rocas y suelo fino y sediento, en ese momento se veían unas flores jóvenes y hojas tiernas y verdes.
—¿Cómo? —preguntó, corriendo para inspeccionar el trabajo.
—Has dormido tres horas.
—Tres… —lo miró consternada—. Tendrías que haberme despertado.
—No lo hice. Y ahora he de irme, se me hace tarde.
—Pero no tendrías que…
—Está hecho —sintió impaciencia—. ¿Quieres arrancar las malditas cosas y plantarlas tú?
—No —lo estudió y comprendió que no solo se sentía enfadado, sino avergonzado. Había hecho algo dulce y considerado al dedicar tres horas a plantar algo de lo que hasta entonces se había burlado. Con las manos en los bolsillos, parecía decir que, como se lo agradeciera, gruñiría.
Fue en ese momento, mirándolo sobre la pendiente pedregosa, cuando se dio cuenta de lo que había negado para admitirlo en sus brazos, al insistir en que solo era pasión y necesidad. Lo amaba. No solo por los besos ardientes y las manos exigentes, sino por el hombre que había debajo. El hombre que pasaría una mano por el pelo de su hijo o respondería a las preguntas incesantes de su pequeña. El hombre que dejaría manchas de pintura en el suelo en memoria de su abuelo.
El mismo que plantaría flores por ella mientras dormía.
Holt se movió incómodo bajo su mirada.
—Escucha, si te vuelves a desmayar, te dejaré donde caigas. No tengo tiempo para hacer de niñera.
El rostro de ella esbozó una sonrisa lenta y hermosa, confundiéndolo. También lo amaba por eso… por la impaciencia que ocultaba la compasión. Por supuesto, iba a necesitar tiempo para pensar. Para adaptarse. Pero por el momento, ese momento, podía experimentar ese torrente de sentimientos y estar satisfecha.
—Has hecho un buen trabajo.
Él miró las flores, convencido de que preferiría que le arrancaran la lengua antes que reconocer que había disfrutado con el trabajo.
—Solo hay que meterlas en los agujeros y cubrir las raíces con tierra —lo descartó con un movimiento de hombros—. He guardado las herramientas en la camioneta. He de irme.
—He retrasado el trabajo para los Bryce hasta el lunes. Mañana… mañana he de estar en casa.
—De acuerdo. Nos veremos luego.
Mientras él se dirigía a su coche, Suzanna se arrodilló para acariciar los capullos frágiles y nuevos.
En la cabaña cerca del agua, el hombre que se llamaba a sí mismo Marshall completó una búsqueda minuciosa. Encontró algunas cosas de interés menor. Al ex policía le gustaba leer y no cocinaba. Guardaba sus medallas en una caja metida en el fondo de un cajón, y una 32 cargada y lista en la mesita de noche.
Después de inspeccionar un escritorio, Marshall descubrió que el nieto de Christian había hecho algunas inversiones astutas. Le resultó divertido ver que un ex poli de antivicio hubiera tenido el suficiente sentido común para crear una red de protección. También le resultó interesante que el entrenamiento hubiera impulsado a Holt a escribir un informe detallado de todo lo que sabía sobre las esmeraldas Calhoun.
Estuvo a punto de perder la compostura al leer acerca de la entrevista con la antigua criada, esa que había localizado Maxwell Quartermain. Este tendría que haber estado trabajando para él. O muerto. Marshall experimentó la tentación de destrozar el lugar, de derribar muebles, romper lámparas. De ceder a una orgía de destrucción.
Pero se obligó a mantener la calma. No quería revelar su presencia. Todavía no. Quizá no hubiera encontrado nada importante, pero sabía tanto como los Calhoun.
Con mucho cuidado, colocó los papeles de vuelta en su sitio y cerró los cajones. El perro empezaba a ladrar en el patio. Detestaba a los perros. Con una mueca, se frotó la cicatriz de la pierna donde el pequeño chucho de los Calhoun lo había mordido. Tendrían que pagar por eso. Todos iban a pagar.
«Y lo harán», pensó. Cuando tuviera las esmeraldas.
Abandonó la cabaña tal como la había encontrado.
No escribiré del invierno. No es un recuerdo que desee revivir. Pero no me fui de la isla. No pude hacerlo. En esos meses ella jamás estuvo fuera de mis pensamientos. En la primavera, se quedó conmigo. En mis sueños.
Y entonces llegó el verano.
Me es imposible escribir cómo me sentí cuando la vi correr hacia mí. Podría pintarlo, pero nunca conseguiría encontrar las palabras. Vagué por esos riscos, esperándola. Se había hecho tan fácil convencerme de que simplemente bastaría con verla, con volver a hablar con ella si bajara por la pendiente, a través de las flores silvestres y se sentara en las rocas a mi lado.
Y de pronto me llamaba por mi nombre y corría, con los ojos llenos de júbilo. Estaba en mis brazos, su boca en la mía. Y supe que había sufrido tanto como yo. Que amaba como yo amaba.
Los dos sabíamos que era una locura. Tal vez yo podría haber sido más fuerte, podría haberla convencido de que se fuera y me dejara. Pero algo había cambiado en ella durante el invierno. Ya no se sentía satisfecha solo con el vacío que me había enterado que representaba su matrimonio. Sus hijos, tan queridos, no podían forjar un vínculo entre ella y el marido que únicamente quería obediencia y deber cumplido. Sin embargo, no podía permitirle que se entregara a mí, que diera el paso que le produciría culpa, vergüenza o arrepentimiento.
De modo que nos vimos un día tras otro en los riscos, con toda inocencia. Para hablar y reír, para fingir que el verano era interminable. A veces traía a los niños y casi eramos una familia. Era una temeridad, pero de algún modo no creíamos que nada pudiera tocarnos mientras estuviéramos allí, entre el cielo y el mar, con las cumbres de la casa lejos a nuestra espalda.
Eramos felices con lo que teníamos. Ni antes ni después ha habido días más felices en mi vida. Un amor así carece de principio o fin. No está mal ni bien. En aquellos brillantes días del verano, ella no era la mujer de otro hombre. Era mía.
Una vida después, estoy aquí sentado en este cuerpo viejo y contemplo el agua. Su cara, su voz, surgen con tanta claridad…
Bianca sonrió.
—Solía soñar que estaba enamorada.
Le había quitado los alfileres del pelo para que mis manos pudieran soltárselo. Un placer ínfimo y precioso.
—¿Sigues soñándolo?
—Ya no me hace falta —se inclinó hacia mí para rozarme los labios con los suyos—. Nunca más tendré que soñar. Solo desear.
Le tomé la mano para besarla y observamos el vuelo majestuoso de un águila.
—Esta noche hay un baile. Desearía que estuvieras allí conmigo, para bailar —continuó.
Me puse de pie, la ayudé a incorporarse y comencé a bailar con ella entre las flores silvestres.
—Dime qué te pondrás, para que pueda verte.
Riendo, alzó su cara para mirarme.
—Me pondré seda de tono marfil con un corpiño bajo que mostrará mis hombros y una parte inferior con lentejuelas para capturar la luz. Y mis esmeraldas.
—Una mujer no debería parecer triste al hablar de esmeraldas.
—No —sonrió otra vez—. Estas son muy especiales. Las tengo desde que nació Ethan, y me las pongo para no olvidar.
—¿Qué?
—Que sin importar lo que pase, dejo algo detrás de mí. Los niños son mis verdaderas joyas —cuando una nube tapó el sol, apoyó la cabeza sobre mi hombro—. Abrázame más, Christian.
Ninguno de los dos habló del verano que con tanta celeridad llegaba a su fin, pero sé que ambos pensamos en aquel momento en que mis brazos la sostenían cerca y nuestros corazones latían juntos en el baile. Me invadió la furia de lo que pronto volvería a perder.
—Te daría esmeraldas, diamantes, zafiros —le aplasté los labios con mi boca—. Todo eso y más, Bianca, si pudiera.
—No —alzó las manos a mi cara y vi que las lágrimas centelleaban en sus ojos—. Solo ámame —pidió—. Solo ámame.