No conseguía relajarse en sus brazos. Se dijo que era una tontería, que el baile no era más que un gesto social casual. Pero su cuerpo estaba cerca, firme, la mano que tenía a la espalda era posesiva. Le recordaba con demasiada claridad el momento en que la había tenido en sus brazos para hacerla volar con un beso.
—Es una casa magnifica —dijo él, y se dio el placer de sentir el pelo de ella contra su mejilla—. Siempre me pregunté cómo sería por dentro.
—Algún día te daré un recorrido.
—Me sorprende que no hayas vuelto para insistir.
Los ojos de Suzanna mostraron irritación al echar la cabeza atrás para contestar.
—No tengo intención de insistir.
—Bien —pasó el pulgar por encima de los nudillos de ella y la sintió temblar—. Pero volverás.
—Solo porque se lo prometí a la tía Coco.
—No —incrementó la presión sobre la espalda de ella y la acercó unos centímetros más—. No solo por eso. Te preguntas cómo sería, igual que yo me lo he preguntado la mitad de mi vida.
—Este no es el lugar —los dedos de él por la espalda iban dejando una pequeña línea de pánico.
—Yo elijo mi propio terreno —bajó los labios hasta dejarlos a unos centímetros de los de ella. Observó como sus ojos se oscurecían y nublaban—. Te deseo, Suzanna.
—¿Se supone que he de sentirme halagada? —preguntó con voz ronca por el nudo que tenía en la garganta.
—No. Lo inteligente sería que te asustara. No haré que las cosas sean fáciles para ti.
—No siento ningún interés —comentó con más control.
—Podría besarte ahora y demostrar que te equivocas —sonrió.
—No toleraré una escena en la boda de mi hermana.
—Bien, entonces ven a mi casa mañana.
—No.
—De acuerdo —bajó la cabeza. Ella giró la suya, de modo que le rozó la sien con los labios, para luego mordisquearle el lóbulo de la oreja.
—Para. Mis hijos…
—No deberían sorprenderse de que un hombre bese a su madre —pero paró, porque se le habían aflojado las rodillas—. Mañana, Suzanna. Hay algo que necesito mostrarte. Algo de mi abuelo.
—Si se trata de algún tipo de juego, no quiero participar.
—No es ningún juego. Te deseo, y en esta ocasión voy a tenerte. Pero hay algo de mi abuelo que tienes derecho a ver. A menos que te dé miedo estar a solas conmigo.
—Allí estaré —repuso con el torso rígido.
A la mañana siguiente, Suzanna se hallaba en la terraza con Megan. Contemplaban a sus hijos correr por el jardín con Fred.
—Ojalá pudierais quedaros más tiempo.
Megan movió la cabeza con una expresión jovial en la cara.
—Me sorprende decir que a mí también me gustaría. Mañana he de volver al trabajo.
—Kevin y tú sois bienvenidos aquí en todo momento. Quiero que lo sepas.
—Lo sé —la miró. En la cara de Suzanna vio una tristeza que entendía, aunque rara vez se permitía sentirla—. Si tú y los chicos decidís visitar Oklahoma, tenéis un hogar con nosotros. No quiero que perdamos el contacto. Kevin necesita conocer a esta rama de su familia.
—No lo perderemos —se agachó para recoger un pétalo de rosa que había terminado allí en la terraza—. Ha sido una boda preciosa. Sloan y Mandy van a ser felices… y todos tendremos sobrinos en común.
—Dios, el mundo es un lugar extraño —tomó la mano de Suzanna—. Me gustaría pensar que podemos ser amigas, no solo por el bien de nuestros hijos o por Sloan y Amanda.
—Creo que ya lo somos —sonrió.
—¡Suzanna! —llamó Coco desde la puerta de la cocina—. Una llamada para ti —se mordía el labio cuando Suzanna llegó a su lado—. Es Baxter.
—Oh —sintió que el sencillo placer de la mañana se evaporaba—. Contestaré desde la otra habitación.
Se preparó para todo mientras marchaba por el vestíbulo. Se recordó que ya no podía herirla. Ni física ni emocionalmente. Entró en la biblioteca, respiró hondo y alzó el auricular.
—Hola, Bax.
—Supongo que te habrá parecido divertido tenerme esperando al teléfono.
Allí estaba el tono cortante y crítico que en el pasado le había provocado escalofríos. En ese momento simplemente suspiró.
—Lo siento. Estaba fuera.
—Supongo que excavando en el jardín. ¿Todavía finges que puedes ganarte la vida recortando rosales?
—Estoy convencida de que no has llamado para saber cómo marcha mi negocio.
—Tu negocio, según lo llamas tú, no es más que un leve bochorno. Que mi ex mujer venda flores en la esquina de la calle…
—Mancilla tu imagen, lo sé —se pasó la mano por el pelo—. No vamos a pasar otra vez por lo mismo, ¿verdad?
—Veo que te has vuelto una fierecilla —lo oyó murmurar algo a otra persona y luego reír—. No, no te llamo para recordarte que estás quedando como una tonta. Quiero a los niños.
—¿Qué? —se le heló la sangre.
El susurro trémulo de Suzanna lo satisfizo enormemente.
—Creo que en el acuerdo de custodia queda estipulado con suma claridad que tengo derecho a tenerlos dos semanas durante el verano. Los recogeré el viernes.
—Pero… si nunca has…
—No tartamudees, Suzanna. Es uno de tus rasgos más molestos. Si no lo has comprendido, te lo repetiré. Ejerzo mis derechos de padre. Recogeré a los niños el viernes, al mediodía.
—No los has visto en casi un año. No puedes venir a recogerlos y…
—Desde luego que sí. Si decides no respetar el acuerdo, simplemente volveré a llevarte ante los tribunales. No es legal ni inteligente que trates de mantener a los chicos lejos de mí.
—Nunca he tratado de hacer eso. Tú no te has molestado en verlos.
—No tengo intención de cambiar mi agenda para complacerte a ti. Yvette y yo nos vamos a pasar dos semanas a Martha’s Vineyard y he decidido llevarme a los niños. Es hora de que vean algo del mundo aparte del pequeño rincón en el que te escondes.
Le temblaban las manos. Agarró el auricular con más fuerza.
—Ni siquiera le enviaste una postal a Alex por su cumpleaños.
—Creo que en el acuerdo no se estipula nada sobre postales de cumpleaños —espetó—. Pero es muy específico sobre los derechos de visita. Si quieres consúltalo con tu abogado, Suzanna.
—¿Y si ellos no quieren ir?
—La elección no es suya… ni tuya. Yo no intentaría predisponerlos en mi contra.
—No me hace falta —murmuró.
—Que tengan todo listo. Ah, Suzanna, últimamente he estado leyendo mucho sobre tu familia. ¿No te parece raro que no se mencionara ningún collar de esmeraldas en nuestro acuerdo de divorcio?
—No sabía que existiera.
—Me pregunto si los tribunales se lo creerán.
Sintió que los ojos se le llenaban con lágrimas de frustración e ira.
—Por el amor de Dios, ¿es que no te llevaste suficiente?
—Nunca es suficiente, Suzanna, cuando tenemos en cuenta lo mucho que me decepcionaste. El viernes —repitió—. Al mediodía —colgó.
Temblaba. Aunque se sentó con cuidado en una silla, no podía parar. Era como si la hubieran devuelto cinco años al pasado, a aquella terrible impotencia. No podía detenerlo. Había leído el acuerdo de custodia palabra por palabra antes de firmarlo, y él tenía derecho. Técnicamente podía haber exigido más tiempo de aviso, pero eso únicamente postergaría lo inevitable. Si Bax había tomado una decisión, no conseguiría que la cambiara. Cuanto más se opusiera, cuanto más discutiera, más se complacería él en retorcer el cuchillo.
Y más lo pagaría con los niños.
Sus pequeños. Se tapó la cara con las manos. Solo sería por un tiempo corto… podría sobrevivir. Pero ¿cómo iban a sentirse ellos cuando los enviara con él, sin darles elección?
Debería hacer que pareciera una aventura. Con un tono de voz adecuado y las palabras precisas los convencería de que era algo que querían hacer. Se puso de pie con los labios apretados. Pero no todavía. Si hablaba con ellos en ese momento no sería capaz de convencerlos de nada salvo de su propia agitación.
—Este maldito sitio es como la Estación Central —el sonido familiar de un bastón a punto estuvo de hacer que Suzanna volviera a sentarse—. Gente yendo y viniendo, el teléfono sonando. Es como si nunca se hubiera casado alguien —Colleen, la tía abuela de Suzanna, con el magnífico pelo blanco recogido hacia atrás y diamantes brillando en sus orejas, se detuvo en el umbral—. Quiero comunicarte que esos pequeños monstruos tuyos han llenado la escalera de tierra.
—Lo siento.
Colleen solo bufó. Le gustaba quejarse de los niños porque se había encariñado mucho de ellos.
—Vándalos. El único día de la semana en que no se oyen martillos ni sierras y a cambio hay manadas de niños gritando por la casa. ¿Por qué demonios no están en el colegio?
—Porque estamos en julio, tía Colleen.
—No veo qué diferencia hay —acentuó el ceño al estudiar a Suzanna—. ¿Y a ti que te pasa, jovencita?
—Nada. Me encuentro un poco cansada.
—Cansada y un cuerno —reconocía la expresión de desesperación e impotencia. Ya la había visto antes en los ojos de su propia madre—. ¿Con quién hablabas por teléfono?
—Eso, tía Colleen —respondió con el mentón alzado—, no es asunto tuyo.
—Vaya, veo que te has vuelto a subir a tu caballo arrogante —lo cual le gustaba. Prefería que su sobrina nieta mordiera antes que aceptara un golpe. Además, incordiaría a Coco hasta enterarse de lo que estaba pasando.
—Tengo una cita —indicó Suzanna con la serenidad que pudo acopiar—. ¿Te importaría decirle a la tía Coco que he salido?
—Así que ahora soy la chica de los recados. Se lo diré, se lo diré —musitó, agitando el bastón—. Ya es hora de que me prepare un té.
—Gracias. No tardaré.
—Sal y despéjate la cabeza —dijo Colleen cuando Suzanna pasó a su lado—. No hay nada que un Calhoun no pueda manejar.
—Espero que tengas razón —suspiró y le dio un beso en la mejilla enjuta.
No se permitió pensar. Salió de la casa y subió a la camioneta, diciéndose que haría lo que fuera necesario… pero que primero necesitaba calmarse.
Necesitaba ser muy hábil en el manejo de sus emociones. Una mujer no podía sentarse en un tribunal con el futuro de sus hijos en juego y no aprender a controlarse.
Era posible sentir pánico, ira o tristeza y funcionar de forma normal. Cuando estuviera segura de que podía hacerlo, hablaría con sus hijos.
Debía mantener una cita. Sea lo que fuere lo que Holt tuviera que enseñarle, podría distraerla lo suficiente como para ayudarla a mantener controladas sus emociones hasta que se normalizaran.
Pensó que estaba tranquila cuando se detuvo ante la casa de él. Al salir de la camioneta, se pasó una mano por el pelo revuelto por el viento. Se guardó las llaves en los bolsillos y llamó a la puerta.
El perro ladró como poseído. Holt retuvo a Sadie por el collar al abrir.
—Has llegado. Pensé que tendría que ir a buscarte.
—Te dije que vendría —entró—. ¿Qué tienes que mostrarme?
Cuando tuvo la seguridad de que Sadie no haría más que olisquear y gemir en busca de atención, la soltó.
—Tu tía mostró mucho más interés en la cabaña.
—Voy con el tiempo justo —después de palmear al perro con gesto distraído, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones amplios—. Es muy bonita —miró alrededor—. Debes estar cómodo aquí.
—Me las arreglo —convino despacio, sin apartar los ojos penetrantes de su cara. No había ni rastro de color en sus mejillas. Tenía los ojos demasiado oscuros. Había querido que fuera consciente de él, quizá con cierta incomodidad, pero no que la dominara el miedo ante la idea de verlo otra vez—. Puedes relajarte, Suzanna —indicó con voz seca—. No voy a tirarme encima de ti.
—¿Podemos acabar con lo que nos ocupa? —repuso a punto de perder el control.
—Si, podemos, en cuanto dejes de estar ahí de pie como si te encontraras encadenada. Todavía no te hecho nada para que me mires de esa manera.
—No te miro de ninguna manera.
—Y un cuerno. Maldita sea, te tiemblan las manos —furioso, se las sujetó—. Para —exigió—. No voy a hacerte daño.
—No tiene nada que ver contigo —se soltó, odiando no ser capaz de evitar que le siguieran temblando—. ¿Por qué crees que cualquier cosa que sienta o la expresión que tenga dependen de ti? Tengo mi propia vida, mis sentimientos. No soy una mujer débil y aterrada que se viene abajo en cuanto un hombre alza la voz. ¿De verdad crees que te tengo miedo? ¿De verdad crees que podrías hacerme daño después…? —calló, consternada. Había estado gritando y las lágrimas furiosas todavía le quemaban los ojos. Tenía un nudo tan tenso en el estómago que apenas podía respirar. Holt la observaba con ojos analíticos—. He de irme —logró decir al tiempo que corría a la puerta. La mano de él la cerró—. Déjame ir —cuando se le quebró la voz, se mordió el labio. Giró y lo miró con ojos centelleantes—. He dicho que me dejes ir.
—Adelante —dijo con asombrosa calma—, pégame. Pero no vas a ir a ninguna parte mientras estés así de agitada.
—Si estoy agitada, es asunto mío. Te he dicho que esto no tiene nada que ver contigo.
—De acuerdo, así que no vas a pegarme. Probemos con otra válvula de escape —apoyó las manos a cada lado de la cara de ella y le cubrió la boca.
No era un beso para apaciguar o consolar. Transmitió la misma emoción descarnada y turbulenta que los sentimientos de Suzanna.
Los brazos de ella se hallaban atrapados entre los dos, con las manos todavía cerradas; la piel se le encendió. Al primer destello de respuesta, Holt se zambulló en el beso duro y desesperado hasta que estuvo seguro de que lo único que quedaba en la mente de Suzanna era él.
Luego se demoró un poco más para satisfacerse a sí mismo. Ella era un volcán a la espera de estallar, una tormenta lista para caer. Su pasión contenida la tenía más pegada que sus manos, y Holt pretendía estar presente cuando explotara.
En el momento de soltarla, Suzanna se apoyó en la puerta con los ojos cerrados y la respiración entrecortada. Al observarla, se dio cuenta de que nunca había visto a nadie luchar tanto para mantener el control.
—Siéntate —dijo. Ella movió la cabeza—. De acuerdo, quédate de pie —se encogió de hombros y se alejó para encender un cigarrillo—. De cualquier modo vas a contarme qué te ha puesto así.
—No quiero hablar contigo.
Holt se sentó en el reposabrazos de un sillón y exhaló una bocanada de humo.
—Mucha gente no ha querido hablar conmigo. Pero por lo general averiguo lo que quiero saber.
Ella abrió los ojos, que en ese momento estaban secos, algo que alivió considerablemente a Holt.
—¿Es un interrogatorio?
—Puede ser —volvió a encogerse de hombros y dio otra calada al cigarrillo. No la ayudaría nada que le ofreciera palabras suaves. Ni siquiera sabía si las tenía.
Suzanna pensó en abrir la puerta y marcharse. Pero él simplemente la detendría. Había aprendido a la fuerza que algunas batallas una mujer no las podía ganar.
—No vale la pena —repuso con voz cansada—. No debía haber venido mientras me encontraba agitada, pero consideré que estaba bajo control.
—¿Agitada por qué?
—No es importante.
—Entonces no ha de representar ningún problema que me lo digas.
—Bax llamó. Mi ex marido —para consolarse, se puso a caminar por la habitación.
Holt estudió la punta del cigarrillo y se recordó que los celos estaban fuera de lugar.
—Al parecer, todavía puede agitarte.
—Una llamada de teléfono. Una, y sigo bajo su dominio —Holt no había esperado captar esa amargura en su voz. Guardó silencio—. No hay nada que pueda hacer. Nada. Se va a llevar a los niños dos semanas. No puedo detenerlo.
—Por el amor de Dios, ¿a eso se debe toda esta histeria? —suspiró con gesto impaciente—. Así que los niños se van con papá un par de semanas —disgustado, apagó el cigarrillo. Y pensar que se había preocupado por ella—. Ahórrame ese rollo de esposa vengativa, encanto. Él tiene derechos.
—Oh, sí, tiene derechos —la voz le tembló con una emoción tan profunda que Holt volvió a prestar atención—. Porque lo dice en un trozo de papel. Y estuvo presente cuando fueron concebidos, de modo que eso lo convierte en su padre. Por supuesto, no significa que tenga que quererlos, o preocuparse por ellos o luchar para educarlos con bondad. No significa que tenga que recordar la Navidad o los cumpleaños. Es como Bax me dijo por teléfono. No hay nada en el acuerdo de custodia que lo obligue a enviar postales de felicitación. Pero sí me obliga a mí a entregarle a los niños cuando le entra el capricho —las lágrimas volvían a amenazar con hacer acto de presencia, pero las negó. Llorar delante de un hombre nunca aportaba otra cosa que no fuera humillación—. ¿Crees que esto es acerca de mí? Él ya no puede hacerme daño. Pero mis hijos no merecen ser utilizados para que pueda vengarse por ser mucho menos que lo que él quería.
Holt sintió algo ardiente y letal extenderse por sus entrañas.
—Hizo un buen trabajo contigo, ¿verdad?
—Esa no es la cuestión. La cuestión es Alex y Jenny. De algún modo debo convencerlos de que el padre que no se ha molestado en ponerse en contacto con ellos durante meses, que apenas era capaz de tolerarlos cuando vivían bajo el mismo techo, va a llevárselos a unas vacaciones maravillosas de dos semanas —cansada de pronto, se mesó el pelo—. No he venido aquí a hablar de esto.
—Sí has venido para hablar de esto —más calmado, encendió otro cigarrillo. Si no hacía algo con las manos, iba a volver a tocarla, y no estaba seguro de que ninguno de los dos pudiera controlarse—. No soy familia, así supones que puedes descargarte conmigo sin que pierda el sueño.
—Puede que tengas razón —sonrió un poco—. Lo siento.
—No pedí una disculpa. ¿Qué sienten por él los chicos?
—Es un desconocido.
—Entonces lo más probable es que no tengan ninguna expectativa. Me da la impresión de que pueden considerar todo como una aventura… y que dejas que sea él quien apriete tus botones. Si lo está usando para provocarte, ha dado en el blanco.
—Yo ya había llegado a esas conclusiones. Necesitaba soltar un exceso de frustración —intentó sonreír otra vez—. Por lo general me dedico a arrancar malas hierbas.
—Creo que besarme funcionó mejor.
—Al menos fue diferente.
Él apagó el cigarrillo y se puso de pie. Al demonio con lo que pudieran controlar.
—¿Esa es la mejor descripción que se te ocurre?
—Holt —comenzó cuando la rodeó con los brazos.
—¿Sí? —le mordisqueó la barbilla, luego la boca.
—No quiero ser abrazada —pero lo deseaba, y mucho.
—Es una pena —apretó los brazos y la acercó aún más.
—Me pediste que viniera para… —emitió un leve sonido de angustia cuando le mordisqueó el lóbulo de la oreja—. Para poder enseñarme algo de tu abuelo.
—Así es —la piel de ella olía al aire de los riscos… a mar, flores silvestres y al ardiente sol del verano—. También para poder volver a tocarte. Iremos una cosa por vez.
—No quiero un compromiso —pero incluso al decirlo acercaba la boca para encontrarse con la suya.
—Yo tampoco —cambió el ángulo y succionó el labio inferior de ella.
—Esto no es más que… oh… química —cerró los dedos en su pelo.
—Puedes apostarlo —introdujo las palmas ásperas bajo la blusa de ella para explorar.
—No puede llegar a ninguna parte.
—Ya ha llegado.
También en eso tenía razón. Durante un breve instante ella se permitió caer en el beso, en el calor. Necesitaba algo, a alguien. Si no podía conseguir cariño o compasión, se conformaría con el deseo. Pero cuanto más tomaba, más anhelaba su cuerpo algo que se hallaba fuera de su alcance. Algo que no podía permitirse el lujo de querer o necesitar otra vez.
—Esto va demasiado deprisa —musitó sin aire, apartándose—. Lo siento, comprendo que debes parecer que te envío señales confusas.
Él observó sus ojos, solo sus ojos, mientras el cuerpo le palpitaba.
—Creo que puedo separarlas.
—No quiero iniciar algo que no sea capaz de terminar —se humedeció los labios aún cálidos del contacto con los de Holt—. Y ahora mismo tengo demasiadas responsabilidades, demasiado de qué preocuparme como para pensar siquiera en…
—¿Una aventura? —concluyó él—. Vas a tener que pensar en ello —sin dejar de mirarla a los ojos, agarró un puñado de su pelo—. Adelante, tómate unos días. Puedo ser paciente mientras consiga lo que quiero. Y te quiero a ti.
—Por encontrarte atractivo físicamente, no quiere decir que me meteré en la cama contigo —respondió llena de nervios.
—No me importa si te metes, si saltas o si hay que arrastrarte. Más adelante podremos decidir el método a emplear —antes de que ella pudiera insultarlo, sonrió, la besó y retrocedió—. Una vez arreglado eso, te enseñaré el retrato.
—Si crees que está arreglado porque… ¿qué retrato?
—Échale un vistazo y luego me lo dices.
La condujo hasta el ático. Desgarrada entre la curiosidad y la furia, Suzanna lo siguió. Lo único de lo que estaba segura en ese momento era de que, desde que había vuelto a ver a Holt Bradford, sus emociones habían viajado en una montaña rusa. Lo único que deseaba de la vida era un viaje suave y tranquilo.
—Él trabajaba aquí arriba.
—¿Lo conociste bien? —preguntó con interés.
—No creo que nadie lo conociera bien —fue a abrir una claraboya—. Iba y venía según le apetecía. Volvía aquí por unos días, o unos meses. A veces yo me sentaba a verlo trabajar. Si se cansaba de mi compañía, me decía que me fuera a pasear al perro o al pueblo a comprarme un helado.
—Todavía hay pintura en el suelo —incapaz de resistirse, se agachó para tocarla. Alzó la vista, se encontró con los ojos de Holt y lo entendió.
Había querido a su abuelo. Esas manchas de pintura, más que la propia cabaña, eran recuerdos. Alargó la mano para tomar la suya, y se levantó cuando los dedos se unieron. Entonces vio el retrato.
El lienzo se hallaba apoyado contra la pared, en un marco antiguo y trabajado. La mujer le devolvió el escrutinio, con ojos llenos de secretos, tristeza y amor.
—Bianca —susurró, y dejó que las lágrimas cayeran con libertad—. Sabía que debía haberla pintado. Tenía que haberlo hecho.
—No estuve seguro hasta que ayer vi a Lilah.
—Nunca lo vendió —murmuró Suzanna—. Se lo guardó, porque era lo único que le quedaba de ella.
—Tal vez —no se sentía del todo cómodo con que también a él se le hubiera ocurrido lo mismo—. He de concluir que había algo entre ellos. No sé cómo puede acercarte eso a las esmeraldas.
—Pero tú nos ayudarás.
—Dije que lo haría.
—Gracias —se volvió para mirarlo. «Sí, nos ayudará», pensó. No rompería su palabra, sin importar lo mucho que lo irritara respetarla—. Lo primero que he de pedirte es si quieres llevar el retrato a Las Torres para que lo vea mi familia. Significará mucho para ellos.
Por insistencia de Suzanna, también se llevaron a Sadie. Ella fue en la parte de atrás de la camioneta, sonriendo al viento. Cuando llegaron a Las Torres, descubrieron a Lilah y a Max sentados en el jardín. Fred, al ver el vehículo, emprendió la carrera y se detuvo aturdido cuando con agilidad Sadie saltó desde atrás.
Con el cuerpo agitado, se acercó a ella. Los perros se dedicaron a olerse con minuciosidad. Con el rabo oscilando, Sadie marchó por el patio. Por encima del hombro le lanzó una mirada de invitación a Fred, quién de inmediato se puso a seguirla.
—Parece que el viejo Fred ha tenido un amor a primera vista —comentó Lilah mientras iba en compañía de Max hasta la camioneta—. Nos preguntábamos adónde habías ido —pasó una mano por el brazo de Suzanna, dejando que supiera sin palabras que estaba al corriente de la llamada de Bax.
—¿Los chicos andan por aquí?
—No, se fueron al pueblo con Megan y los padres de ella para ayudar a Kevin a elegir unos recuerdos antes de marcharse.
Suzanna asintió y tomó la mano de su hermana.
—Hay algo que tienes que ver —retrocedió y señaló. A través de la puerta abierta de la camioneta, Lilah vio el cuadro. Sus dedos se tensaron en los de su hermana.
—Oh, Suze.
—Lo sé.
—Max, ¿lo ves?
—Sí —con delicadeza le besó la coronilla y contempló el retrato de una mujer que era exacta a la que él amaba—. Era hermosa. Es un Bradford —miró a Holt y se encogió de hombros—. He estado estudiando la obra de tu abuelo las últimas dos semanas.
—Lo has tenido en todo momento —comenzó Lilah.
Holt dejó que la acusación le resbalara.
—No supe que era Bianca hasta que te vi ayer.
Ella estudió su rostro y cedió.
—No eres tan desagradable como te gusta que piense la gente. Tu aura es muy clara.
—Deja el aura de Holt en paz, Lilah —rio Suzanna—. Quiero que lo vea la tía Coco. Oh, cómo me gustaría que Sloan y Mandy no se hubieran ido de luna de miel.
—Solo estarán ausentes dos semanas —le recordó su hermana.
Dos semanas. Suzanna se esforzó en mantener la sonrisa en su sitio mientras Holt llevaba el retrato dentro.
En cuanto lo vio, Coco lloró. Pero eso no extrañó a nadie. Holt lo había apoyado en un sofá en el salón, y Coco estaba sentada en el sillón, mojando el pañuelo.
—Después de todo este tiempo. Que una parte de ella haya vuelto a esta casa.
—Una parte de ella siempre ha estado aquí —Lilah tocó el hombro de su tía.
—Oh, lo sé, pero poder mirarla —se secó los ojos—. Y mirarte a ti.
—Debió amarla mucho —con los ojos húmedos, C. C. apoyó la cabeza en el hombro de Trent—. Es tal como la imaginé, tal como sabía que sería aquella noche en que la sentí.
Holt mantuvo las manos en los bolsillos.
—Mirad, sentimientos y sesiones espiritistas aparte, lo que necesitáis son las esmeraldas. Si queréis mi ayuda, entonces necesito estar al corriente de todo.
—Una sesión —Coco se secó los ojos—. Deberíamos celebrar otra. Colgaremos el retrato en el comedor. Con eso como centro, tendremos éxito. He de comprobar las cartas astrológicas —se puso de pie y salió de la estancia.
—Sin restarle mérito a Coco —dijo Trent—, quizá sea mejor que ponga a Holt al corriente de un modo más convencional.
—Prepararé café —Suzanna le echó un último vistazo al retrato antes de ir a la cocina.
Mientras molía granos de café pensó que no había mucho que Trent pudiera decirle. Holt ya conocía la leyenda, la investigación que habían realizado, el peligro al que se habían visto expuestas sus hermanas. Era posible que gracias a su entrenamiento pudiera exprimir más que ellos dicha información. Pero no sabía si le importaría tanto como a su familia.
Sabía que la motivación emocional podía cambiar las vidas. Y que sin ella no se podía conseguir nada importante.
Él tenía pasión. Pero ¿esas pasiones irían más allá de la necesidad física? «No conmigo», se aseguró, midiendo el café. Había hablado en serio cuando le dijo que no quería relacionarse. No podía permitirse volver a estar enamorada.
Temía que él tuviera razón en lo referente a una aventura. Si no era lo bastante fuerte como para resistirlo, esperaba disponer de la fuerza necesaria para mantener separados su corazón y su cuerpo. No podía estar mal necesitar ser tocada y deseada. Quizá al entregarse a él de un modo físico, podría demostrarse que no era un fracaso como mujer.
Dios, quería volver a sentir como mujer, a experimentar ese torrente de placer y liberación. Tenía casi treinta años, y el único hombre con el que había mantenido intimidad había censurado su deseo. ¿Durante cuánto tiempo podría continuar preguntándose si había tenido razón?
Se sobresaltó al sentir unas manos en los hombros.
Despacio, consciente de la facilidad con la que había palidecido, Holt la hizo darse la vuelta para que lo mirara.
—¿Dónde estabas?
—Oh, hasta el cuello arrancando malas hierbas.
—Es una buena mentira si pusieras más vida en ella —pero no la presionó—. Me voy a hablar con el teniente Koogar. Dejaremos el café para otra vez.
—De acuerdo, te llevaré.
—Me voy con Max y con Trent.
—Ya veo, solo hombres —enarcó las cejas.
—A veces funciona mejor de esa manera —le pasó el pulgar por el ceño en un gesto tierno que los sorprendió a los dos. Conteniéndose, dejó caer la mano—. Te preocupas demasiado. Te llamaré.
—Gracias. No olvidaré lo que haces por nosotros.
—Olvídalo —la acercó y la besó hasta dejarle flojas todas las extremidades—. Preferiría que recordaras esto.
Se marchó y Suzanna se sentó débil en una silla. No le quedaría más elección que recordarlo.