4

Coco Calhoun McPike no creía en dejar las cosas al azar… en particular cuando su horóscopo del día aconsejaba que tomara una parte más activa en un asunto familiar y que visitara a un antiguo conocido. Consideraba que podía cumplir ambas cosas si le hacía una visita informal a Holt Bradford.

Lo recordaba como un joven de pelo oscuro y ojos encendidos que había repartido langostas y dado vueltas por el pueblo, a la espera de que hubiera problemas. También recordaba que una vez se había detenido a cambiarle la rueda del coche mientras ella trataba de descifrar qué extremo del gato había que poner debajo del guardabarros. Ofendido, había rechazado que le pagara antes de subirse a la moto y largarse sin que ella lo hubiera podido agradecer bien.

«Orgulloso, arrogante, rebelde», pensó mientras metía el coche en la entrada de la casa de Holt. Sin embargo, de un modo más bien arisco, caballeroso. Quizá si se mostraba inteligente, y Coco creía serlo, podría manipular todos esos rasgos para conseguir lo que quería.

«Así que esta era la cabaña de Christian Bradford», reflexionó. Ya la había visto con anterioridad, pero no desde que conocía la conexión existente entre las dos familias. Se detuvo un instante. Con los ojos cerrados intentó sentir algo. Sin duda debía haber algún resto de energía, algo que el tiempo y el viento no se hubiera llevado.

A Coco le gustaba considerarse una mística. Ya fuera una evaluación real o una constatación de que tenía una imaginación viva, estaba segura de que sentía un vestigio de pasión en el aire. Complacida consigo misma, se dirigió hacia la casa.

Se había vestido con sumo cuidado. Quería estar atractiva, por supuesto. Su vanidad no permitiría otra cosa. Pero también había querido parecer distinguida y con un leve aire maternal. Consideraba que el viejo y clásico traje de Chanel de color azul era perfecto.

Llamó y exhibió en la cara lo que creyó que era una sonrisa sabia y tranquilizadora. Los ladridos fuertes y el torrente de juramentos procedentes del interior hicieron que se llevara una mano al pecho.

Recién salido de la ducha, con el pelo chorreando y de mal humor, Holt abrió la puerta de golpe. Sadie saltó. Coco chilló. Unos buenos reflejos impulsaron a Holt a retener al cariñoso animal por el collar antes de que pudiera enviar a Coco más allá de la barandilla del porche.

—Santo cielo —Coco miró del perro al hombre, mientras hacía malabarismos con la bandeja de bollos de chocolate que sostenía—. Santo cielo. Que perro tan grande. Sin duda se parece a nuestro Fred, del que había esperado que dejara de crecer. Si hasta podría montar encima de él, ¿verdad? —le sonrió a Holt—. Lo siento tanto. ¿Lo he interrumpido?

Él siguió luchando con el perro, que había percibido el olor de los bollos y quería su parte. Ya.

—¿Perdone?

—Lo he interrumpido —repitió Coco—. Sé que es temprano, pero en días como este no puedo quedarme en la cama. Tanto sol y el canto de los pájaros. ¿Cree que le gustará uno? —sin esperar una respuesta, Coco sacó uno de los bollos—. Y ahora siéntate y compórtate —con lo que sin duda era una sonrisa, Sadie dejó de tirar, se sentó y miró a Coco con ojos de adoración—. Buen perro —Sadie aceptó el manjar con educación, luego trotó al interior de la casa para disfrutarlo—. Bien —complacida con la situación, le sonrió a Holt—. Probablemente no me recuerda. Cielos, han pasado años.

—Señora McPike —la recordaba, desde luego, aunque la última vez que la había visto, el pelo de ella había sido de un rubio oscuro. Habían pasado diez años, pero se la veía más joven. O bien había recibido un magnífico retoque estético o bien había descubierto la fuente de la eterna juventud.

—Sí. Me halaga que un hombre atractivo me recuerde. Aunque la última vez que nos vimos no era más que un muchacho. Bienvenido a casa —le ofreció la bandeja de bollos.

Y no le dejó más alternativa que aceptarla e invitarla a pasar.

—Gracias —entre plantas y bollos, las Calhoun empezaban a tener la costumbre de llevarle regalos—. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Para ser sincera, me moría por ver la casa. Pensar que aquí es donde vivía Christian Bradford, y trabajaba —suspiró—. Y soñaba con Bianca.

—Bueno, en todo caso vivió y trabajó aquí.

—Suzanna me ha contado que no está del todo convencido de que se amaran. Puedo comprender su renuencia a aceptarlo de inmediato, pero verá, forma parte de la historia de mi familia. Y de la suya. ¡Oh, qué cuadro glorioso! —cruzó la habitación hacia un brumoso paisaje marino que colgaba encima de la chimenea. Incluso a través de la niebla los colores eran intensos y vívidos, como si la vitalidad y la pasión estuvieran luchando por liberarse del menguante telón gris. Crestas blancas y turbulentas, el reborde negro e irregular de la roca, las sombras de las islas varadas en un mar frío y oscuro—. Es poderoso —murmuró—. Y solitario. Lo pintó él, ¿verdad?

—Sí.

—Si quisiera contemplar esta vista —suspiró con tono trémulo—, solo tendría que pasear por los riscos debajo de Las Torres. Suzanna lo hace, a veces con los niños, a veces sola. Demasiado a menudo sola —giró, desterrando el estado de ánimo sombrío—. Mi sobrina parece percibir que usted no se encuentra especialmente interesado en confirmar la relación de Bianca y Christian, y en ayudar a encontrar las esmeraldas. Me cuesta creerlo.

—No debería ser así, señora McPike —dejó la bandeja a un lado—. Pero lo que le dije a su sobrina fue que si alguna vez quedaba convencido de que hubiera alguna conexión relevante, haría lo que pudiera para ayudar. Lo cual, según mi parecer, es poco.

—Usted fue oficial de policía, ¿no?

—Sí —enganchó los dedos pulgares en los bolsillos, sin confiar mucho en el cambio de tema.

—He de reconocer que me sorprendió enterarme de que había elegido esa profesión, pero estoy segura de que se encontraba bien preparado para el trabajo.

—Solía estarlo —la cicatriz en la espalda pareció palpitarle.

—Y supongo que habrá solucionado casos.

—Algunos —curvó un poco los labios.

—De modo que ha buscado pistas y las ha seguido hasta dar con la respuesta adecuada —le sonrió—. Siempre admiro al policía en la televisión que soluciona el misterio y ata todos los cabos sueltos antes que termine el episodio.

—La vida no es así de ordenada.

—No, bajo ningún concepto, pero es indudable que nos vendría bien alguien de su experiencia —regresó a su lado; ya no sonreía—. Seré sincera. De haber sabido los problemas que le iba a causar a mi familia, habría dejado que la leyenda de las esmeraldas desapareciera conmigo. Cuando mi hermano y su mujer murieron, y dejaron a sus hijas a mi cuidado, también asumí la responsabilidad de transmitirles la historia de las esmeraldas Calhoun… cuando fuera el momento propicio. Al cumplir con lo que consideraba mi deber, he puesto a mi familia en peligro. Haré todo lo que esté a mi alcance, y emplearé la ayuda de quien sea preciso, para evitar que les hagan daño. Hasta que se encuentren esas esmeraldas, no puedo estar segura de que mi familia se encuentre a salvo.

—Necesita a la policía —comenzó.

—Hace lo que puede. No es suficiente —alargó el brazo y apoyó la mano en la de Holt—. Los agentes no están involucrados personalmente, y es imposible que lo entiendan. Usted sí puede.

—Sobreestima mi capacidad —la fe y la lógica obstinada de ella lo ponían incómodo.

—No lo creo —sostuvo la mano de él otro momento, luego la apretó con delicadeza antes de soltarla—. Pero no es mi intención presionarlo. Solo he venido para poder sumar mi energía a la de Suzanna. Le cuesta tanto insistir para lograr lo que quiere…

—No lo hace tan mal.

—Bueno, me alegra oír eso. Pero con su trabajo y la boda de Mandy, sumado a todo lo que ha estado pasando, sé que no ha tenido tiempo para hablar con usted estos días. Le diré que nuestras vidas se han vuelto del revés los últimos meses. Primero la boda de C. C., y las obras de la casa, ahora Amanda y Sloan… con Lilah a punto de fijar una fecha para casarse con Max —calló y esperó parecer melancólica—. Si pudiera encontrar un hombre agradable para Suzanna, tendría a todas las chicas asentadas.

A Holt no se le pasó por alto la mirada especulativa.

—Estoy seguro de que ella misma se ocupará de eso cuando se encuentre preparada.

—Si ni se permite un momento para hacerlo. Y después de lo que le hizo aquel hombre —se calló. Sabía que si empezaba a hablar de Baxter Dumont, le costaría parar. Y no era un tema adecuado de conversación—. Bueno, en cualquier caso, se mantiene demasiado ocupada con su negocio y sus hijos, así que a mí me gusta tener un ojo atento por ella. Usted no está casado, ¿verdad?

Divertido, Holt pensó que al menos nadie podría acusarla de ser sutil.

—Sí. Tengo mujer y seis hijos en Portland.

Coco parpadeó, luego rio.

—Ha sido una pregunta grosera —reconoció—. Y antes de que le haga otra, lo dejaré tranquilo —se dirigió hacia la puerta, complacida de que él tuviera suficientes modales para acompañarla y abrírsela—. A propósito, la boda de Amanda es el sábado, a las seis. Celebraremos la recepción en el salón de baile de Las Torres. Me gustaría que asistiera.

—No creo que sea apropiado —el giro inesperado lo desconcertó.

—Desde luego que sí —corrigió ella—. Nuestras familias se conocen desde hace mucho tiempo, Holt. Nos encantaría tenerlo allí —fue hacia el coche, pero se detuvo y se volvió—. Y Suzanna no tiene acompañante. Es una pena.

El ladrón se llamaba a sí mismo por muchos nombres. La primera vez que se presentó en Bar Harbor en busca de las esmeraldas, había empleado el nombre de Livingston, haciéndose pasar por un hombre de negocios británico. No había conseguido un éxito completo y había regresado bajo la guisa de Ellis Caufield, un rico excéntrico. Debido a la mala suerte y a la torpeza de su socio, había tenido que abandonar ese disfraz.

Su socio estaba muerto, lo que representaba un pequeño inconveniente. El ladrón en ese momento respondía al nombre de Robert Marshall y empezaba a desarrollar cierto cariño por su alter ego.

Marshall era delgado, estaba bronceado y tenía un ligero acento de Boston. Llevaba el pelo oscuro casi hasta los hombros y exhibía bigote. Gracias a lentes de contacto, sus ojos eran castaños. Tenía los dientes un poco torcidos. El aparato bucal le había costado bastante, pero también le había cambiado la forma de la mandíbula.

Se encontraba muy a gusto como Marshall, y le encantaba que lo hubieran contratado como obrero en la restauración de Las Torres. Había falsificado las referencias, lo que había incrementado sus gastos. Pero las esmeraldas valían la pena. Pretendía conseguirlas, sin importar el precio.

En los últimos meses había pasado de ser un trabajo a convertirse en una obsesión. No solo las quería. Las necesitaba. El riesgo de trabajar tan cerca de las Calhoun le añadía vida al juego. De hecho, había pasado a un metro de Amanda cuando se presentó en el ala oeste para hablar con Sloan O’Riley. Ninguno de los dos, que lo habían conocido como Livingston, le había prestado más atención.

Hacía bien su trabajo de manejar maquinaria y recoger escombros.

Y nunca se quejaba. Se mostraba amigable con sus compañeros e incluso de vez en cuando se iba a tomar una cerveza con ellos al final de la jornada.

Luego regresaba a su casa alquilada frente a la bahía y trazaba planes.

La seguridad de Las Torres no planteaba problema… no cuando sería tan fácil para él desconectarla desde el interior. Al trabajar para las Calhoun podía estar cerca y sin duda enterarse de cualquier progreso en la búsqueda del collar. Y con cuidado y destreza podría realizar alguna búsqueda personal.

Los papeles que les había robado aún no le habían aportado ninguna pista. A menos que la proporcionara la carta que había descubierto. Iba escrita para Bianca y firmada únicamente por «Christian». «Una carta de amor», pensó mientras apilaba maderas. Era algo que debía inspeccionar.

—Eh, Bob. ¿Tienes un minuto?

Marshall alzó la vista y le ofreció una sonrisa afable a su capataz.

—Claro.

—Necesitan trasladar algunas mesas al salón de baile para la boda de mañana. Rick y tú echadle una mano a las señoras.

—Hecho.

Se marchó, conteniendo una excitación trémula por disponer de libertad para ir por la casa. Recibió instrucciones de una acalorada Coco, luego alzó su extremo de una pesada mesa de caza que debían trasladar a la siguiente planta.

—¿Crees que vendrá? —le preguntaba C. C. a Suzanna al terminar de limpiar el cristal de las paredes con espejos.

—Lo dudo.

—No veo por qué no —C. C. se apartó el pelo negro al echarse hacia atrás en busca de alguna marca—. Y quizá si le insistimos todos, termine por ceder y unirse a nosotros.

—No es de esos —Suzanna miró alrededor y vio a los dos hombres con la mesa—. Oh, va contra esa pared. Gracias.

—De nada —logró responder Rick con los dientes apretados.

Marshall simplemente sonrió y no dijo nada.

—Quizá si ve la foto de Bianca y escucha la cinta de la entrevista que Max y Lilah tuvieron con la doncella que solía trabajar aquí entonces, lo acepte. Es el único familiar vivo de Christian.

—¡Eh! —Rick contuvo un juramento cuando a Marshall se le ladeó la mesa.

—No me parece que le importe mucho la familia —indicó Suzanna—. Una cosa que no ha cambiado en Holt Bradford es que se trata de un solitario.

Holt Bradford. Marshall fijó el nombre en su memoria antes de decir:

—¿Hay algo más que podamos hacer por ustedes, señoras?

—No, ahora no —respondió Suzanna por encima del hombro con gesto distraído—. Muchas gracias.

—No tiene que darlas —Marshall sonrió.

—Qué guapas son, ¿verdad? —musitó Rick al marcharse.

—Oh, sí —pero Marshall pensaba en las esmeraldas.

—Te diré una cosa, amigo, me gustaría… —Rick se interrumpió cuando otras dos mujeres con un niño pequeño llegaron hasta lo alto de las escaleras. Les dedicó a ambas una sonrisa de grandes dientes. Lilah le devolvió una perezosa y siguió andando—. Tío, tío —Rick se llevó una mano al corazón—. Este lugar está lleno de nenas.

—Disculpa las miradas —indicó Lilah con voz suave—. Casi todos son inofensivos.

La rubia esbelta esbozó una sonrisa débil. Dos obreros lascivos en ese momento eran la última de sus preocupaciones.

—De verdad que no quiero ser un incordio —comenzó con su delicado acento del sudoeste—. Sé lo que dijo Sloan, pero de verdad creo que sería mejor si Kevin y yo pasáramos la noche en un hotel.

—Con la temporada tan avanzada, no conseguiríais pasar la noche ni en una tienda de campaña. Y os queremos aquí. Todos nosotros. La familia de Sloan ahora es nuestra familia —Lilah le sonrió al pequeño de pelo oscuro que miraba boquiabierto todo lo que aparecía a la vista—. Es un lugar peculiar, ¿verdad? Tu tío se está encargando de que no se caiga sobre nuestras cabezas —entró en el salón de baile.

Suzanna se hallaba en una escalera, sacándole brillo a un cristal, mientras C. C., sentada en el suelo, se ocupaba de la superficie inferior.

Suzanna giró la cabeza. Los esperaba desde hacía semanas. Pero verlos allí, sabiendo quiénes eran, le tensó los nervios.

La mujer no solo era la hermana de Sloan, ni el pequeño solo su sobrino. Hacía poco Suzanna se había enterado de que Megan O’Riley había sido amante de su marido, y el pequeño, hijo de aquel. La mujer que la miraba en ese momento, con la mano del niño en la suya, apenas tenía diecisiete años cuando Baxter la sedujo con juramentos de amor eterno y promesas de matrimonio para llevársela a la cama. Pero en todo momento había planeado casarse con Suzanna.

«¿Cuál de nosotras ha sido la otra?», se preguntó Suzanna. Mientras bajaba se dijo que ya no importaba. No cuando podía ver con toda claridad los nervios en los ojos de Megan O’Riley, la tensión en su cuerpo y su valor en el ángulo del mentón.

Lilah realizó las presentaciones con tanta suavidad que alguien de fuera habría creído que reinaba una atmósfera placentera en el salón. Cuando Suzanna le ofreció la mano, Megan solo pudo pensar en que se había excedido en la forma de vestirse. Se sintió rígida y tonta con su traje sobrio de color bronce, mientras Suzanna parecía tan relajada y hermosa con sus vaqueros viejos.

Esa era la mujer a la que durante años había odiado por arrebatarle el hombre al que había amado y robarle el padre de su hijo. Incluso después de que Sloan le hubiera explicado la inocencia de Suzanna, incluso al saber que el odio había sido en balde, Megan no era capaz de relajarse.

—Me alegro tanto de conocerte —Suzanna tomó la mano rígida de Megan entre las suyas.

—Gracias —incómoda, Megan retiró la mano—. Tenemos ganas de asistir a la boda.

—Y todas nosotras —tras un momento de incertidumbre, Suzanna se permitió bajar la vista a Kevin, el hermanastro de sus hijos. El corazón se le derritió un poco. Era más alto que su hijo y un año mayor. Pero los dos habían heredado el atractivo moreno de su padre. Inconscientemente, alargó la mano para apartarle un mechón de pelo de la frente, igual que el de Alex. Megan rodeó los hombros del pequeño en un gesto instintivo de defensa. Suzanna bajó la mano—. Es un placer conocerte, Kevin. Alex y Jenny casi no pudieron dormir anoche al saber que vendrías hoy.

Kevin le ofreció una sonrisa fugaz, luego miró a su madre. Le había dicho que iba a conocer a sus hermanastros y no sabía muy bien si eso lo alegraba. Creía que a su madre le pasaba lo mismo.

—¿Por qué no bajamos a buscarlos? —C. C. apoyó una mano en el hombro de Suzanna.

Megan notó que Lilah ya la había flanqueado por el otro lado. No las culpó por apoyarse contra una extraña.

—Quizá sería mejor si…

Nunca llegó a terminar la frase. Alex y Jenny entraron corriendo en el salón, jadeantes y acalorados.

—¿Está aquí? —quiso saber Alex—. La tía Coco ha dicho que sí, y queremos ver… —se interrumpió al dejar de patinar sobre el suelo recién lustrado.

Los dos niños se observaron, interesados y cautos, como dos sabuesos. Alex no supo si le gustaba que su nuevo hermano fuera más grande que él, pero ya había decidido que estaría bien tener algo más que una hermana.

—Soy Alex, y esta es Jenny —dijo, ocupándose de las presentaciones—. Solo tiene cinco años.

—Cinco y medio —corrigió Jenny y se acercó a Kevin—. Y puedo vencerte si tengo que hacerlo.

—Jenny, no creo que eso sea necesario —Suzanna habló con suavidad, pero sus cejas enarcadas lo decían todo.

—Bueno, pero podría —musitó Jenny, sin dejar de evaluarlo—. Pero mamá dice que hemos de ser agradables porque somos familia.

—¿Conoces a algún indio? —inquirió Alex.

—Sí —Kevin ya no se aferraba a la mano de su madre—. A muchos.

—¿Quieres ver nuestro fuerte? —preguntó Alex.

—Sí —miró a su madre con expresión de súplica—. ¿Puedo?

—Bueno, yo…

—Lilah y yo nos los llevaremos —C. C. apretó por última vez el hombro de Suzanna.

—Estarán bien —le aseguró Suzanna a Megan cuando sus hermanas se llevaron a los niños—. Sloan diseñó el fuerte, así que es robusto —volvió a recoger el trapo para limpiarse las manos—. ¿Lo sabe Kevin?

—Si —Megan no dejó de darle vueltas al bolso—. No quería que conociera a tus hijos sin entenderlo —respiró hondo y se preparó para lanzarse al discurso que había preparado—. Señora Dumont…

—Suzanna. Esto es difícil para ti.

—No imagino que sea fácil o cómodo para ninguna de nosotras. No habría venido de no ser tan importante para Sloan —continuó—. Quiero a mi hermano y no haría nada para estropear su boda, pero tienes que comprender que se trata de una situación imposible.

—Veo que es doloroso para ti. Lo siento —alzó las manos, luego las dejó caer—. Ojalá hubiera sabido antes… sobre ti, sobre Kevin. Es improbable que hubiera podido cambiar algo en lo referente a Bax, pero ojalá lo hubiera sabido —bajó la vista al trapo que sostenía con manos tensas, después lo dejó—. Megan, comprendo que mientras tú dabas a luz a Kevin, sola, yo me encontraba en Europa, de luna de miel con el padre de Kevin. Tienes derecho a odiarme por eso.

Megan solo pudo mover la cabeza y mirarla fijamente.

—No eres nada de lo que había esperado. Se suponía que tenías que ser indiferente, distante y estar ofendida.

—Me sería imposible guardarle rencor a una joven de diecisiete años a la que se traicionó y abandonó para criar sola a su hijo. Yo no era mucho mayor cuando me casé con Bax. Sé lo encantador y convincente que puede ser. Y también cruel.

—Pensé que después viviríamos felices para siempre —Megan suspiró—. Bueno, no tardé en madurar y aprender —miró a Suzanna—. Te odié por tener todo lo que yo quería. Incluso cuando dejé de amarlo a él, odiarte me ayudó a seguir adelante. Y me aterraba conocerte.

—Otra cosa que tenemos en común.

—No me creo que esté aquí, hablándote de esta manera —para aliviar sus nervios, dio vueltas por el salón—. Lo he imaginado tantas veces en el pasado. Me enfrentaría a ti, exigiría mis derechos —rio en voz baja—. Incluso hoy tenía pensado un discurso. Era muy sofisticado, maduro… quizá un poco cruel. No quería creer que no habías sabido nada de Kevin, que tú también habías sido una víctima. Porque resultaba mucho más fácil considerarme la única a la que habían traicionado. Pero entonces aparecieron tus hijos —cerró los ojos—. ¿Cómo superas el dolor, Suzanna?

—Te lo haré saber cuando lo descubra.

Con una leve sonrisa, Megan miró por la ventana.

—A ellos no los ha afectado. Mira.

Suzanna se acercó. En el patio pudo ver a sus hijos y al hijo de Megan subir al fuerte de madera.

Holt se lo pensó mucho. Hasta el momento en que sacó el traje del armario había tenido la certeza de que no iba a asistir. ¿Qué diablos se suponía que iba a hacer en una boda? No le gustaban los actos sociales, ni las conversaciones intrascendentes ni comer esos canapés diminutos. Nunca se sabía de qué estaban hechos.

No le gustaba estrangularse con una corbata o tener que planchar una camisa.

Se preguntó por qué lo hacia.

Se aflojó el odiado nudo de la corbata y, ceñudo, se observó en el espejo que había encima de la mesa. Porque era un idiota y quería ver otra vez a Suzanna.

Había pasado más de una semana desde que plantaron el arbusto amarillo. Una semana desde que la había besado. Y una semana desde que había reconocido que ese beso, sin importar lo turbulento que había sido, no iba a ser suficiente.

Quería comprenderla y pensaba que el mejor modo para conseguirlo era observarla en medio de la familia que parecía querer tanto. No estaba muy seguro de si era la princesa indiferente y remota de su juventud, la mujer ardiente que había tenido en brazos o la mujer vulnerable cuyos ojos acosaban sus sueños.

Holt era un hombre al que le gustaba saber exactamente a qué se enfrentaba, ya fuera un sospechoso, un motor estropeado o una mujer. En cuanto analizara a Suzanna, se movería a su propio ritmo.

No quería admitir que lo había conmovido con su ardiente creencia de que existía una conexión entre sus antepasados. Más aún, odiaba reconocer que la visita de Coco McPike lo había hecho sentir culpable y responsable.

Se recordó que no iba a la boda para ayudar a nadie. No iba a establecer compromiso alguno. Iba para satisfacerse a sí mismo. En esa ocasión no iba a tener que detenerse en la puerta de la cocina.

No era un trayecto muy largo, pero se tomó su tiempo. El primer vistazo de Las Torres lo devolvió doce años al pasado. Era, como siempre había sido, un lugar llamativo, un laberinto de contrastes. Estaba construido con piedra sombría, pero flanqueado por torres románticas. Desde un ángulo parecía formidable, desde otro grácil. En ese momento había un andamio en el lado oeste, pero en vez de afear la construcción, parecía algo productivo.

El jardín en pendiente era de un verde esmeralda, protegido por árboles nudosos y dignos y moteado con flores fragantes y frágiles. Ya había muchos coches, y Holt se sintió tonto entregando las llaves de su viejo Chevy al aparcacoches uniformado.

La boda iba a celebrarse en la terraza. Como estaba a punto de comenzar, se mantuvo en la parte de atrás de la multitud. Sonó una música de órgano. Se oyeron unos pocos comentarios murmurados y suspiros cuando las damas de honor avanzaron por la larga alfombra blanca que cubría la hierba.

Casi no fue capaz de reconocer a C. C. como la deslumbrante diosa enfundada en el vestido rosa con su larga cola. «No cabe duda de que las chicas Calhoun siempre han sido atractivas», pensó, clavando la vista en la mujer que iba detrás de ella. El vestido que llevaba era del color de la espuma de mar, pero apenas lo notó. Era la cara… la cara del retrato que había en el ático de su abuelo. Holt soltó el aire contenido. Lilah Calhoun era una copia de su bisabuela. Y Holt ya no iba a ser capaz de negar la conexión.

Metió las manos en los bolsillos y deseó no haber asistido.

Entonces vio a Suzanna.

Esa era la princesa de su imaginación juvenil. El cabello de un oro pálido caía en suaves rizos hasta sus hombros bajo un velo de un azul tenue. El vestido del mismo color fluía a su alrededor animado por la brisa. En las manos llevaba flores; había más diseminadas por su pelo. Cuando pasó a su lado, con ojos tan suaves y soñadores como el vestido, él sintió un anhelo tan profundo, tan intenso, que apenas consiguió contenerse de pronunciar su nombre.

No recordó nada de la ceremonia breve y bonita excepto la expresión de la cara de Suzanna cuando la primera lágrima cayó por su mejilla.

Tal como había sucedido tantos años atrás, el salón de baile estaba lleno de luz, música y flores. En cuanto a la comida, Coco se había superado. Los invitados fueron agasajados con croquetas de langosta, almejas al vapor y mousse de salmón, todo acompañado con champán. Docenas de sillas se habían acomodado en las esquinas y a lo largo de las paredes con espejos; las puertas de la terraza se habían abierto para permitir que los invitados salieran al exterior.

Holt se mantuvo apartado, bebiendo champán frío y dedicándose a observar. Como su primera visita a Las Torres, decidió que era un espectáculo. Los espejos devolvían el reflejo de mujeres de pie, sentadas o bailando. La música y la fragancia a gardenias llenaban el aire.

La novia estaba arrebatadora, alta e imponente en encaje blanco, el rostro luminoso mientras bailaba con el hombre alto y de pelo broncíneo que en ese momento era su marido. «Hacen una buena pareja», pensó Holt. «Como se supone que sucede cuando estás enamorado». Vio a Coco bailar con un hombre alto y rubio que parecía haber nacido con el esmoquin.

Entonces volvió a contemplar a Suzanna. En ese momento se inclinaba para decirle algo a un niño de pelo oscuro. Se preguntó si sería su hijo. Era evidente que el pequeño se hallaba al borde de una especie de rebelión. Movía los pies y tiraba de la pajarita. Se ganó la simpatía de Holt. No podía haber nada peor para un niño que estar vestido con un mini esmoquin una noche de verano y alternar con adultos. Suzanna le susurró algo al oído, luego le tiró de la oreja. La expresión amotinada del pequeño quedó dominada por una sonrisa.

—Veo que sigues rumiando en las esquinas.

Se volvió y una vez más quedó asombrado por el parecido que tenía Lilah Calhoun con la mujer que había pintado su abuelo.

—Solo observo el espectáculo.

—Vale el precio de la entrada. Max… —Lilah apoyó una mano en el brazo del hombre alto y delgado que la acompañaba—. Te presento a Holt Bradford, de quién estuve locamente enamorada durante veinticuatro horas hace unos quince años.

—Nunca me lo contaste —Holt enarcó una ceja.

—Claro que no. Al terminar el día decidí que no quería estar enamorada de alguien hosco y peligroso. Te presento a Max Quartermain, el hombre al que voy a amar el resto de mi vida.

—Felicidades —Holt aceptó la mano extendida de Max. Apretón y ojos firmes y una sonrisa ligeramente abochornada—. Eres el profesor, ¿verdad?

—Lo era. Y tú eres el nieto de Christian Bradford.

—Así es —convino con voz más distante.

—No te preocupes, no vamos a hostigarte mientras seas un invitado —Lilah lo estudió—. Lo dejaremos para más tarde. Le diré a Max que te enseñe la cicatriz que ganó mientras realizábamos nuestro montaje publicitario.

—Lilah —la voz de Max sonó suave con una orden subyacente.

Esta se encogió de hombros y bebió champán.

—¿Te acuerdas de C. C.? —indicó cuando su hermana se reunió con ellos.

—Recuerdo a una chica desgarbada con grasa en la cara —se relajó lo suficiente como para sonreír—. Se te ve bien.

—Gracias. Mi marido, Trent. Holt Bradford.

Mientras los dos hombres realizaban un comentario cortés durante la presentación, Holt vio que se trataba del compañero de baile de Coco.

—Y los novios —anunció Lilah, brindando por la pareja antes de volver a beber.

—Hola Holt —aunque aún resplandecía, los ojos de Amanda irradiaban firmeza y cautela—. Me alegro de que hayas podido venir.

Mientras ella le presentaba a Sloan, Holt comprendió que lo habían rodeado. No lo presionaron. En ningún momento se mencionaron las esmeraldas. «Pero han unido filas», pensó; habían formado una sólida pared de determinación que tuvo que admirar, aun cuando le desagradaba.

—¿Qué es esto, una reunión familiar? —inquirió Suzanna al llegar a su lado—. Se supone que debéis mezclaros con los invitados, no juntaros en una esquina. Oh, Holt —la sonrisa vaciló un poco—. No sabía que estuvieras aquí.

—Tu tía me invitó.

—Si, lo sé pero… —calló y recompuso su sonrisa de anfitriona—. Me complace que pudieras venir.

«Y un cuerno», pensó él al levantar la copa.

—Ha sido… interesante hasta ahora.

Ante una señal muda, la familia se dispersó, dejándolos solos en el rincón junto a unas gardenias.

—Espero que no te hayan incomodado.

—Puedo manejarlo.

—Es posible, pero no quiero que te importunen en la boda de mi hermana.

—Pero no te molesta si es en otra parte.

Antes de que pudiera replicar, unas manos pequeñas e impacientes tiraban de su vestido.

—Mamá, ¿cuándo podemos comer la tarta?

—Cuando Amanda y Sloan estén preparados para cortarla —bajó un dedo por la nariz de Alex.

—Pero tenemos hambre.

—Entonces ve a la mesa del bufé y come lo que quieras.

El pequeño emitió una risita, pero no cejó en su empeño.

—La tarta…

—Es para más tarde. Alex, te presento al señor Bradford.

No demasiado interesado en conocer a otro adulto que le daría una palmadita en la cabeza y le diría lo grande que era, lo miró con un mohín. Cuando le ofreció un apretón de manos de hombre, se irguió un poco.

—¿Es usted el policía?

—Lo fui.

—¿Recibió alguna vez un disparo en la cabeza?

—No, lo siento —vio que perdía imagen—. Pero una vez me dieron en la pierna.

—¿Si? —Alex se animó—. ¿No paró de sangrar?

—Mucho —tuvo que sonreír.

—Vaya. ¿Le disparó a muchos hombres malos?

—A docenas.

—¡Vale! Espere un momento —salió corriendo.

—Lo siento —comenzó Suzanna—. Está pasando por una fase de asesinato y mutilación.

—Oh, no pasa nada —rio.

—Lo compensaste al decirle que le habías disparado a un montón de tipos malos —se preguntó si habría contado la verdad, aunque no lo manifestó en voz alta.

—Suzanna, ¿querrías…?

—Eh —Alex frenó seguido de otros dos niños—. Les dije que te habían pegado un tiro en la pierna.

—¿Dolió? —quiso saber Jenny.

—Un poco.

—No paró de sangrar —comentó Alex con entusiasmo—. Esta es Jenny, es mi hermana. Y este es mi hermano Kevin.

Suzanna quiso besarlo. Quiso levantarlo en brazos y llenarlo de besos por aceptar con tanta facilidad lo que los adultos habían complicado tanto. Le pasó la mano por el pelo.

Los tres bombardearon a Holt a preguntas hasta que Suzanna puso fin a la situación.

—Creo que por el momento ha habido demasiada sangre.

—Pero, mamá…

—Pero, Alex —imitó ella—. ¿Por qué no vais a beber un poco de ponche?

Como les pareció una buena idea, se marcharon.

—Vaya pandilla —murmuro Holt, y miró a Suzanna—. Creía que tenías dos hijos.

—Y así es.

—Me dio la impresión de ver a tres.

—Kevin es el hijo de mi ex marido —respondió con frialdad—. Y ahora, si me disculpas.

La frenó con una mano en el brazo. «Otro secreto», pensó, y decidió que ya buscaría esa respuesta. No en ese instante. En ese momento iba a hacer algo en lo que había pensado desde que la vio caminar por la alfombra de satén enfundada en su etéreo vestido azul.

—¿Querrías bailar?