3

Suzanna se sintió complacida de ver atestado el aparcamiento de la tienda. Algunas personas miraban las plantas anuales mientras una pareja joven deliberaba sobre las rosas. Una mujer con un embarazo enorme daba vueltas con algunas macetas mixtas. El pequeño que iba a su lado sostenía un geranio como si fuera una bandera.

Carolanne cerraba una venta y coqueteaba con el joven que sostenía una urna de cerámica con unas begonias rosas.

—A tu madre le van a encantar —comentó mientras agitaba sus pestañas largas—. No hay nada como las flores para un cumpleaños. O cualquier ocasión. Tenemos los claveles en oferta —sonrió y se apartó el pelo castaño de la cara—. Por si tienes novia.

—Bueno, no… —carraspeó—. En realidad, ahora no.

—Oh —la sonrisa subió varios grados de calidez—. Es una pena —le entregó el cambio—. Ven cuando quieras. Por lo general me encontrarás aquí.

—Claro. Gracias —miró por encima del hombro y a punto estuvo de chocar con Suzanna—. Oh, lo siento.

—No pasa nada. Espero que le gusten a tu madre —riendo entre dientes, se reunió con su coqueta empleada en la caja—. Eres asombrosa.

—¿No era un tesoro? Me encanta cuando se ruborizan. Bueno —le sonrió a Suzanna—. Has vuelto temprano.

—No tardé tanto como había pensado —no consideró necesario añadir que había recibido una ayuda inesperada y no deseada. Carolanne era una trabajadora estupenda, una hábil vendedora y una consumada cotilla—. ¿Cómo va todo por aquí?

—En marcha. Todo este sol debe estar inspirando a la gente a renovar el jardín. Oh, volvió la señora Russ. Le gustaron tanto los narcisos, que hizo que su marido le abriera otra ventana para poder comprar más. Como estaba predispuesta, le vendí dos hibiscos… y dos de esas macetas de terracota para plantarlos.

—Te quiero. La señora Russ te quiere y el señor Russ va a aprender a odiarte. —Carolanne rio y ella miró a través de los cristales—. Iré a ver si puedo ayudar a esas personas a decidir qué rosas quieren.

—Son el señor y la señora Halley. Acaban de casarse, los dos son camareros en Capitan Jack y acaban de comprarse una casita. Él estudia para ser ingeniero y en septiembre ella va a empezar a enseñar en la escuela primaria.

—Como he dicho, eres asombrosa —rio Suzanna, moviendo la cabeza.

—No, solo curiosa —Carolanne sonrió—. Además, la gente compra más si le hablas. Y sabes que a mí me encanta hablar.

—De lo contrario, tendría que cerrar la tienda.

—Trabajarías el doble, si eso fuera posible —agitó una mano sin dejar que Suzanna pudiera protestar—. Antes de que te vayas, he estado preguntando por ahí para ver si alguien necesitaba un trabajo a tiempo parcial. Aún no ha habido suerte.

Suzanna pensó que no tenía sentido quejarse.

—Tan adelantada la temporada, todo el mundo trabaja ya.

—Si Tommy el chiflado Parotti no hubiera abandonado la nave…

—Cariño, tuvo la oportunidad de hacer algo que siempre había querido. No podemos culparlo por eso.

—Tú no —musitó Carolanne—. Suzanna, no puedes seguir haciendo todo el trabajo de campo. Es demasiado duro.

—Nos vamos arreglando —repuso distraída, pensando en la ayuda que había tenido aquel día—. Escucha, Carolanne, después de ocuparnos de estos clientes, he de realizar otra entrega. ¿Podrás encargarte de todo hasta el cierre?

—Claro —suspiró—. Yo tengo un taburete y un ventilador, eres tú la que maneja el pico y la pala.

Una hora más tarde, se detenía ante la cabaña de Holt. «No es solo un impulso», se dijo. Y tampoco porque quisiera presionarlo. Y bajo ningún concepto porque deseara su compañía. Pero era una Calhoun, y los Calhoun siempre pagaban sus deudas.

Se dirigió hacía los escalones que daban al porche, y de nuevo pensó que era un lugar precioso. Le faltaban unos pequeños toques… una enredadera por la barandilla, unos lechos de aguileñas y consueldas, con un poco de dragoncillos y lavandas.

Podría ser como una cabaña de cuentos de hadas… pero el hombre que vivía en ella no creía en los cuentos de hadas.

Llamó a la puerta al tiempo que notaba que el coche estaba allí. Igual que antes, rodeó la casa, pero en esta ocasión Holt no estaba en el barco. Se encogió de hombros y decidió que haría aquello para lo que había ido.

Ya había elegido el lugar, entre el agua y la casa, donde el arbusto se vería y se disfrutaría desde lo que había decidido que era la ventana de la cocina. No era mucho, pero añadiría algo de color al vacío patio de atrás. Bajó lo que necesitaba y se puso a cavar en la tierra.

Dentro de su cobertizo de trabajo, Holt desmontó el motor del barco. Reconstruirlo requeriría concentración y tiempo. Justo lo que él necesitaba. No deseaba pensar en las Calhoun, en relaciones amorosas trágicas o en responsabilidades.

Ni siquiera alzó la vista cuando Sadie se levantó de su siesta sobre el fresco cemento para trotar al exterior. La perra y él tenían un pacto. Ella hacía lo que le apetecía y él la alimentaba.

Al oírla ladrar, siguió trabajando. Como perra guardiana, Sadie era un fiasco. Le ladraba a las ardillas, al viento en la hierba, y también en sueños. Un año antes había tenido lugar un intento de robo en su casa de Portland. Holt había impedido que el ladrón se llevara su equipo de música mientras Sadie dormía tranquila en la alfombra del salón.

Pero sí levantó la cabeza y dejó de trabajar cuando oyó la risa femenina y ronca. Le recorrió la piel, ligera y cálida. Al apartarse del banco de trabajo, ya sentía un nudo en el estómago. Al plantarse en la puerta y mirarla, el nudo se tensó.

«¿Por qué no quiere dejarme en paz?», se preguntó, metiendo las manos en los bolsillos. «¿Acaso no le he dicho que lo pensaría?». No tenía nada que hacer allí.

Ni siquiera se caían bien. Fuera lo que fuera lo que Suzanna le provocaba físicamente, era su propio problema, y hasta el momento había conseguido mantener las manos lejos de ella.

Pero allí estaba, de pie en su patio, hablándole a su perro. Y excavando un agujero.

—¿Qué diablos haces? —preguntó ceñudo al cruzar el umbral.

Ella levantó la cabeza. Holt vio sus ojos, grandes, azules y alarmados. La cara, acalorada por la temperatura y el esfuerzo, se puso muy pálida. Él ya había visto esa expresión… el miedo veloz e instintivo de una víctima acorralada. Desapareció con tanta celeridad que casi se convenció de que la había imaginado. El color regresó a las mejillas de ella cuando logró sonreír.

—Pensé que no estabas.

—Así que has decidido abrir un agujero en mi patio —preguntó sin dejar de fruncir el ceño.

—Supongo que se podría decir eso —irritada consigo misma por el sobresalto instintivo, volvió a profundizar el agujero con la pala—. Te he traído unas plantas.

En esa ocasión no pensaba quitarle la pala de las manos para excavar él mismo el agujero. Pero sí cruzó hasta situarse a su lado.

—¿Por qué?

—Para darte las gracias por haberme ayudado hoy. Me ahorraste más de una hora.

—Que empleas para excavar otro agujero.

—Mmm. La brisa sopla desde el agua —alzó la cara hacia ella—. Es agradable.

Como mirarla le provocaba sudor en las palmas de las manos, bajó la vista al arbusto lleno de flores amarillas.

—No sé cómo cuidar de una planta. Si la pones ahí, la vas a condenar a muerte.

—No tienes que hacer gran cosa —rio—. Esta es bastante robusta, incluso cuando está seca, y florecerá para ti en primavera. ¿Puedo usar tu manguera?

—¿Qué?

—¿Tu manguera?

—Sí —se mesó el pelo. No tenía ni idea de cómo se suponía que debía reaccionar. Desde luego, era la primera vez que alguien le regalaba flores… a menos que contara el ramo que le llevaron los compañeros de la comisaria cuando estuvo ingresado en el hospital—. Claro.

Relajada con su tarea, ella siguió hablando mientras iba a la pared exterior para abrir el grifo.

—Es un arbusto que no superará el metro de altura —palmeó la cabeza de Sadie, que daba vueltas en torno a la planta y la olisqueaba—. Si prefieres alguna otra cosa…

—A mí no me importa —no iba a dejarse conmover por una planta idiota o la gratitud fuera de lugar de ella—. No sabría reconocer un arbusto de otro.

—Bueno, este es un hypericum kalmianum.

—Eso me explica mucho —movió los labios en lo que podría haber sido una sonrisa.

—En términos coloquiales, una planta de sol —rio entre dientes mientras la colocaba en su sitio. Sin dejar de sonreir, ladeó la cabeza para mirarlo. De no considerarlo improbable, habría pensado que Holt estaba abochornado—. Pensé que te vendría bien un poco de color. ¿Por qué no me ayudas a plantarla? De esa manera significará más para ti.

—¿Estás segura de que no se trata de tu idea de un soborno? —había dicho que no se dejaría conmover y pensaba cumplirlo—. ¿Para que te ayude?

—Me pregunto qué hace que una persona sea tan cínica y poco amigable —suspiró y se apoyó sobre los talones—. Estoy segura de que tienes tus motivos, pero aquí están fuera de lugar. Hoy me hiciste un favor y yo te lo devuelvo. Así de sencillo. Si no quieres el arbusto, dímelo. Se lo daré a otra persona.

—¿Así es como mantienes a raya a tus hijos? —enarcó una ceja ante el tono empleado por ella.

—Cuando es necesario. Bueno, ¿qué va a ser?

Quizá era demasiado duro con ella. Había hecho un gesto y se lo rechazaba. Si ella podía mostrarse amigable, también él podía.

—El agujero ya está hecho —se arrodilló junto a Suzanna. El perro se tumbó al sol para observar—. Bien podemos poner algo dentro.

—Perfecto —supuso que esa era la idea que tenía Holt de dar las gracias.

—¿Cuántos años tienen tus hijos? —se dijo que le importaba bien poco. Solo lo preguntaba para entablar una conversación intrascendente.

—Cinco y seis. Alex es el mayor, luego viene Jenny —sus ojos se suavizaron al pensar en ellos—. Crecen tan deprisa que apenas logro seguirles el ritmo.

—¿Qué te hizo volver aquí después del divorcio?

Las manos de ella se tensaron en la tierra, luego volvieron a trabajar. Fue un gesto leve y rápidamente oculto, pero Holt tenía ojos muy penetrantes.

—Porque aquí está mi hogar.

Él comprendió que se trataba de un punto delicado y lo soslayó.

—He oído que vais a convertir Las Torres en un hotel.

—Solo el ala oeste. Es el negocio del marido de C. C.

—Cuesta imaginar a C. C. casada. La última vez que la vi debía tener doce años.

—Ya ha crecido, y es una mujer hermosa.

—Parece un rasgo de familia.

Ella alzó la vista sorprendida, para volver a bajarla.

—Creo que acabas de decir algo agradable.

—Constato un hecho. Las hermanas Calhoun siempre merecieron un segundo vistazo —para complacerse, alargó la mano y jugó con el extremo de la coleta de Suzanna—. Siempre que los chicos se reunían, las cuatro terminabais siendo tema de conversación.

—Estoy segura de que nos habríamos sentido halagadas —rio un poco y pensó en lo fácil que había sido la vida entonces.

—Solía mirarte —expuso Holt despacio—. Mucho.

—¿De verdad? —cauta, levantó la cabeza—. Nunca lo noté.

—Es normal —dejó caer la mano—. Las princesas no se fijan en los plebeyos.

—Eso es rídiculo —frunció el ceño, no solo por las palabras, sino por el tono seco de él.

—Resultaba sencillo pensar en ti de esa manera… la princesa en el castillo.

—Un castillo que llevaba años viniéndose abajo —afirmó—. Y si no recuerdo mal, estabas demasiado ocupado coqueteando con las chicas para haberte fijado en mí.

—Oh, entre coqueteos —tuvo que sonreír—, me fijé en ti.

Algo en los ojos de Holt activó una pequeña alarma. Hacía tiempo que no oía ese sonido en particular, pero lo reconocía y le prestaba atención. Volvió a bajar la vista para aplanar la tierra alrededor del arbusto.

—Fue hace mucho. Imagino que los dos hemos cambiado bastante.

—No puedo discutirte eso —empujó tierra.

—No, no empujes, aprieta… con firmeza y suavidad —se acercó y colocó las manos sobre las de él para enseñarle—. Solo hace falta empezar bien, luego… —calló cuando Holt giró las manos para aferrar las suyas.

Se hallaban cerca; las rodillas se rozaban y los torsos se buscaban. Él notó que las manos de Suzanna eran duras, con callos, un contraste directo y fascinante con los ojos suaves y la piel de porcelana. Había una fuerza en sus dedos que lo habría sorprendido si no hubiera visto por sí mismo lo duro que trabajaba. Por motivos que no consiguió entender, le resultó increíblemente erótico.

—Tienes unas manos fuertes, Suzanna.

—Manos de jardinera —comentó, tratando de mantener ligero el tono de voz—. Y las necesito para terminar de plantar el arbusto.

Apretó más cuando ella intentó soltarse.

—Ya nos ocuparemos de eso. ¿Sabes? Llevo quince años pensando en besarte —vio cómo la sonrisa de ella se desvanecía y una expresión de alarma se apoderaba de sus ojos. No le importó. Podría ser mejor para ambos si ella le tenía miedo—. Es mucho tiempo para pensar en algo —le soltó una mano, pero antes de que ella pudiera suspirar aliviada, le había tomado la nuca con dedos firmes y decididos—. Voy a quitármelo de la cabeza.

Ella no dispuso de tiempo para rechazarlo. Holt fue rápido. Antes de que pudiera negarse o protestar, sintió su boca en los labios, cubriéndoselos y conquistando. No tenía nada suave. La boca, las manos, el cuerpo cuando la pegó a él, todo era duro y exigente. Intentó interponer una mano entre los dos, pero fue como querer mover una roca.

Pero entonces el miedo se transformó en anhelo. Cerró la mano y se obligó a luchar contra sí misma, no contra Holt.

Estaba tensa como un cable. Él pudo sentir los nervios de ella crepitar y romperse al pegarla a su cuerpo. Sabía que estaba mal, que era injusto, incluso despreciable, pero necesitaba quitarse esa fiebre que no paraba de arder en él. Necesitaba convencerse de que no era más que otra mujer, que las fantasías que tenía sobre ella no eran otra cosa que los restos de los sueños tontos de un joven.

Entonces ella experimentó un escalofrío, seguido de un sonido suave de entrega. Y entreabrió los labios bajo los de Holt, en invitación irresistible y ávida. Maldiciendo, él le echó la cabeza atrás y se zambulló en sus profundidades, para poder tomar más de lo que Suzanna ofrecía sin esfuerzo.

La boca de ella era un banquete, y él estaba demasiado hambriento para contener la codicia. Olía su cabello, fresco como el agua de lluvia, su piel, encendida por el trabajo, y la rica y primitiva fragancia de la tierra levantada.

Suzanna no podía respirar, ni pensar. Todas las preocupaciones serias se desvanecieron. En su lugar surgieron unas sensaciones desbocadas. Los músculos tensos de Holt bajo sus dedos, el sabor caliente y desesperado de la boca de él, el trueno de sus propios latidos que corrían a una velocidad de vértigo. En ese momento lo rodeaba con sus extremidades, le clavaba los dedos y su boca era tan urgente e impaciente como la de él.

Hacía tanto tiempo que no la tocaban. Tanto tiempo que no probaba el deseo de un hombre en sus labios. Tanto desde que había deseado a un hombre… Pero en ese instante quería sentir las manos de él, ásperas y exigentes, que le cubrieran el cuerpo sobre la hierba suave y soleada. Ser salvaje y lujuriosa hasta mitigar ese anhelo que la carcomía.

Sintió que el poder de ese deseo la recorría y salía de sus labios en un gemido húmedo.

Los dedos de él se hallaban cerrados sobre la camiseta de Suzanna, casi la había roto antes de contenerse y maldecirse. Y soltarla. La respiración entrecortada de ella era al mismo tiempo una condena y una seducción. Los ojos de Suzanna habían adquirido una tonalidad cobalto y estaban muy abiertos por la conmoción.

«No me extraña», pensó lleno de desprecio hacia sí mismo. La había aplastado contra la tierra y a punto había estado de poseerla a plena luz.

—Espero que ahora te sientas mejor —ella bajó las pestañas antes de que él pudiera ver la vergüenza.

—No —tenía las manos tan inseguras que las cerró—. No es así.

Ella no lo miró, no fue capaz. Tampoco pudo permitirse el lujo de pensar en lo que había hecho. Para consolarse, comenzó a extender turba alrededor del arbusto recién plantado.

—Si se queda seco, tendrás que regarlo con regularidad hasta que se asiente.

Por segunda vez, le tomó las manos. En esa ocasión ella se sobresaltó.

—¿No vas a pegarme?

Ella se obligó a relajarse y levantó la vista. En sus ojos había algo oscuro y apasionado, pero su voz sonó muy serena.

—No tendría mucho sentido. Estoy segura de que eres de la opinión de que una mujer como yo estaría… necesitada.

—No pensaba en tus necesidades cuando te besé. Fue un acto puramente egoísta, Suzanna. Se me da bien ser egoísta.

—Seguro que lo eres —como la sujetaba con suavidad, logró soltarse. Se pasó las palmas por los vaqueros antes de levantarse. Lo único que tenía en la cabeza era largarse, pero se obligó a cargar la carretilla con calma. Hasta que él le aferró el brazo y la obligó a darse la vuelta.

—¿Qué diablos es esto? —en su voz bullía la tormenta y era tan áspera como sus manos. Quería que ella le gritara… lo necesitaba para aplacar la conciencia—. Prácticamente te poseí en la tierra, sin importarme un bledo que te gustara o no, ¿y ahora piensas cargar tu carretilla e irte?

Suzanna temía mucho que le hubiera gustado. Por eso era imperativo que mantuviera la calma y el control.

—Si quieres tener una pelea o una amante casual, Holt, has recurrido a la persona equivocada. Mis hijos me esperan en casa, y ya estoy cansada de ser agarrada.

«Sí, su voz está serena», pensó él, «incluso firme, pero el brazo le tiembla un poco». Comprendió que allí había algo, algunos secretos que guardaba tras esos ojos tristes y hermosos. La misma terquedad que lo había impulsado a atravesar su escudo dorado hacía que fuera esencial que los descubriera.

—¿Agarrada en general o solo por mí?

—Eres tú quien me está agarrando —empezaba a agotársele la paciencia—. No me gusta.

—Es una pena, porque tengo la impresión de que lo volveré a hacer antes de que hayamos acabado.

—Quizá no me he explicado. Hemos acabado —se soltó y sujetó las asas de la carretilla.

—Ahora empiezas a ponerte furiosa —sonrió despacio y paralizó la carretilla poniendo todo su peso sobre ella. No estaba seguro de si Suzanna comprendía que acababa de lanzar un desafío irresistible.

—Sí. ¿Te sientes mejor?

—Sí. Prefiero que trates de arrancarme los ojos antes que verte huir como un pájaro herido.

—No huyo —soltó con los dientes apretados—. Me voy a mi casa.

—Olvidas la pala —comentó, todavía sonriendo. Ella se la quitó y la arrojó a la carretilla. Holt esperó hasta que avanzó unos diez pasos—. Suzanna.

—¿Qué? —soltó por encima del hombro, sin detenerse.

—Lo lamento.

—Déjalo —se encogió de hombros y el malhumor se mitigó un poco.

—No —metió las manos en los bolsillos—. Lamento no haberte besado de esa manera hace quince años.

Con un juramento contenido, ella aceleró el paso. Cuando la perdió de vista, Holt observó la planta. Volvió a pensar que lo lamentaba, pero estaba decidido a recuperar el tiempo perdido.

Necesitaba un poco de tiempo para sí misma. No era algo de lo que pudiera disfrutar muy a menudo en una casa tan llena de gente como Las Torres. Pero en ese momento, con la luna alta y los niños en la cama, disponía de unos cuantos momentos.

Era una noche despejada, y el calor del día había sido reemplazado por una suave brisa impregnada con los olores del mar y de las rosas. Desde su terraza podía ver la sombra oscura de los riscos que siempre la atraían. El murmullo distante del agua era como una nana, tan dulce como la llamada de un ave nocturna desde el jardín.

Sin embargo, esa noche no la ayudaban a dormir. Sin importar lo cansado que tenía el cuerpo, su mente se hallaba demasiado agitada. Suspiró y se obligó a relajar las manos. Si tan solo Holt no la hubiera enfadado tanto. Despreciaba perder los nervios, y aquel día había estado peligrosamente cerca de hacerlo. Y sabía que la culpa solo era de ella.

Necesidades. No quería necesitar a nadie más que no fuera de su familia… esa familia que podía amar, con la que podía contar y de la que se preocupaba. Ya había aprendido una lección dolorosa sobre necesitar a un hombre, un solo hombre. No tenía intención de repetirla.

Se recordó que la había besado por un impulso. Para él no había sido más que una especie de desafío. En el acto no había existido afecto, ni suavidad ni romance. El hecho de que la hubiera agitado solo era una cuestión química. Llevaba más de dos años aislada de los hombres. Y el último año de su matrimonio… bueno, tampoco había existido afecto, suavidad o romance. Había aprendido a prescindir de esas cosas en lo referente a los hombres. Podría seguir haciéndolo.

Si al menos no hubiera respondido a su contacto de manera tan… descarada. A pesar de la brusquedad mostrada por Holt, ella se había aferrado al momento y respondido a los labios duros con un fervor que jamás había sido capaz de mostrarle a su propio marido.

Y con ello únicamente había conseguido humillarse a sí misma y divertir a Holt. Y a pesar de ello todavía podía sentirlo. Aunque quizá no tendría que ser tan dura consigo misma. A pesar de lo mucho que la avergonzaba el momento, había probado algo. Seguía viva. No era el caparazón frío que Bax había hecho a un lado con tanta indiferencia. Podía sentir y desear.

Cerró los ojos y se llevó una mano al estómago. Al parecer deseaba demasiado. Era como el hambre, y el beso, como un mendrugo de pan después de un largo ayuno, había revuelto todos los jugos. Podía sentirse satisfecha de ser capaz de sentir algo otra vez, aparte del remordimiento y la desilusión. Y al sentirlo podía controlarlo. El orgullo le impediría esquivar a Holt. Así como la salvaría de cualquier nueva humillación.

Se recordó que era una Calhoun. Las mujeres Calhoun caían peleando. Si tenía que volver a tratar con él con el fin de ampliar el rastro de las esmeraldas, podría hacerlo. Nunca, jamás, permitiría que un hombre la volviera a descartar y destruir.

—Suzanna, ahí estás.

—Tía Coco —se volvió para ver a su tía atravesar las puertas de la terraza.

—Lo siento, querida, pero me cansé de llamar. Como tenías la luz encendida, me asomé.

—Está bien —pasó un brazo por la cintura robusta de Coco. Era una mujer a la que había querido casi toda su vida. Una mujer que había sido madre y padre durante más de quince años—. Supongo que estaba perdida en la noche. Es tan hermosa.

Coco lo corroboró con un murmullo y no dijo nada de momento. De todas las chicas, la que más la preocupaba era Suzanna. La había visto irse de casa, una novia joven, radiante de esperanza. Había estado presente cuando cuatro años más tarde regresó, una mujer pálida y devastada con dos niños pequeños. En los años transcurridos desde entonces, se había sentido orgullosa de ver cómo volvía a levantarse, dedicándose a la tarea difícil de ser una madre sola y trabajar con ahínco para establecer su negocio.

Y había esperado, con dolor, que la expresión triste y perdida que nublaba los ojos de su sobrina se desvaneciera para siempre.

—¿No podías dormir? —le preguntó Suzanna.

—Todavía ni se me había pasado por la cabeza —Coco suspiró—. Esa mujer me está volviendo loca.

Suzanna logró no sonreír. Sabía que esa mujer era su tía abuela Colleen, la mayor de los hijos de Bianca y hermana del padre de Coco. La mujer ruda, exigente y caprichosa les había caído encima hacía una semana. Coco estaba convencida que el único objetivo que tenía era hacerla desgraciada.

—¿La oíste en la cena? —alta y majestuosa con su túnica, Coco se puso a ir de un lado a otro. Sus quejas sonaron en un susurro indignado. Colleen podía superar los ochenta años y su dormitorio estar situado a bastantes metros, pero tenía oídos de gato—. «La salsa está demasiado fuerte y los espárragos demasiado blandos». Que se atreva a decirme a mi cómo preparar un pollo al vino… me dieron ganas de romperle ese bastón en la cabeza…

—La cena estuvo magnífica, como siempre —apaciguó Suzanna—. Tenía que quejarse de algo, tía Coco, de lo contrario su día no habría sido completo. Y si no recuerdo mal, no dejó ni una gota en el plato.

—Es verdad —respiró hondo y soltó el aire despacio—. Sé que no debería dejar que esa mujer me crispe los nervios. La verdad es que siempre me asustó mucho. Y ella lo sabe. Si no fuera por el yoga y la meditación, estoy segura de que ya habría perdido la cordura. Mientras vivía en uno de esos cruceros, lo único que tenía que hacer era enviarle de vez en cuando una carta de cumplido. Pero vivir bajo el mismo techo… —no pudo evitarlo y experimentó un escalofrío.

—No tardará en cansarse de nosotros y partir de nuevo por el Nilo, el Amazonas o lo que sea.

—Anhelo que llegue ese día. Me temo que ha decidido quedarse hasta que encontremos las esmeraldas. Lo que me recuerda el motivo de mi presencia —se calmó lo suficiente como para volver a apoyarse contra la pared—. Usaba mi bola de cristal para meditar y había empezado a dejarme ir cuando unos pensamientos e imágenes de Bianca llenaron mi cabeza.

—No me sorprende —intervino Suzanna—. Está en la mente de todos.

—Pero esto fue muy fuerte, querida. Muy nítido. Había tanta melancolía. Me hizo llorar —sacó un pañuelo del bolsillo de la túnica—. Y de pronto me puse a pensar en ti, con igual precisión y nitidez. La conexión entre Bianca y tú era inconfundible. Comprendí que debía haber un motivo y al reflexionarlo creo que tiene que ver con Holt Bradford —los ojos le brillaban de entusiasmo—. Verás, al hablar con él has cerrado la distancia que separaba a Bianca y a Christian.

—No creo que puedas considerar mi conversación con Holt un puente.

—No, él es la clave, Suzanna. Dudo que pueda comprender la información que quizá tenga, pero sin él no podemos dar el siguiente paso. Estoy convencida.

Con gesto inquieto, Suzanna se apoyó en la pared.

—Sea lo que fuere lo que él entienda, no está interesado.

—Entonces deberás convencerlo de lo contrario —tomó la mano de su sobrina y la apretó—. Lo necesitamos. Hasta que encontremos las esmeraldas, ninguno de nosotros se sentirá completamente a salvo. La policía no ha sido capaz de encontrar a ese miserable ladrón, y desconocemos qué podrá intentar la próxima vez. Holt es nuestro único vínculo con el hombre al que Bianca amó.

—Lo sé.

—Entonces volverás a verlo. Hablarás con él.

Suzanna miró en dirección a los riscos, hacia las sombras.

—Sí, lo volveré a ver.

Sabía que volvería. Sin importar lo imprudente o equivocado que pudiera haber sido eso, la busqué cada tarde. Los días que ella no venía a los riscos, me encontraba alzando la vista a Las Torres, anhelándola de un modo que no tenía derecho a anhelar a la esposa de otro hombre. Los días que caminaba hacia mí, con su cabello como fuego fundido, con una sonrisa leve y tímida en los labios, me hacía conocer un júbilo inimaginable.

Al principio nuestras conversaciones eran corteses y distantes. El clima, rumores sin importancia del pueblo, arte y literatura. Con el paso del tiempo, comenzó a sentirse más a gusto conmigo. Me hablaba de sus hijos, a los que llegué a conocer a través de ella. La pequeña Colleen, enamorada de los vestidos bonitos y que deseaba tener un pony. El joven Ethan, que solo deseaba correr y encontrar aventuras. Y el pequeño Sean, quien estaba aprendiendo a gatear.

No hacía falta ser muy perceptivo para darse cuenta de que sus hijos eran su vida. Rara vez hablaba de las fiestas, los musicales a los que asistía, las reuniones sociales a las que yo sabía que asistía casi cada noche. Jamás hablaba del hombre con el que se había casado.

Reconozco que él despertaba mi curiosidad. Desde luego, era del conocimiento general que Fergus Calhoun era un hombre ambicioso y rico, que en el transcurso de su vida había convertido unos pocos dólares en un imperio. En el mundo de los negocios despertaba respeto y miedo. Pero eso no me importaba nada.

Quien me obsesionaba era el hombre privado. El hombre que tenía derecho a llamarla esposa. El hombre que se acostaba junto a ella por la noche, el que la tocaba. El hombre que conocía la textura de su piel, el sabor de su boca. El hombre que sabía la sensación que provocaba que ella se moviera bajo él en la oscuridad.

Ya estaba enamorado de ella. Quizá lo había estado desde el instante en que la vi caminar con el niño entre las rosas silvestres.

Habría sido mejor para mi cordura si hubiera elegido otro lugar en el que pintar. No pude. Sabiendo ya que no tendría más de ella, que no podría tener más que unas horas de conversación, regresé. Una y otra vez.

Ella aceptó dejar que la pintara. Comencé a ver, tal como un artista ha de ver, a la mujer que llevaba en el interior. Más allá de su belleza, de su serenidad y educación, había una mujer desesperadamente infeliz. Quise tomarla en brazos, exigir que me contara qué le había provocado esa expresión triste en los ojos. Pero solo la pinté. No tenía derecho a más.

Nunca he sido un hombre paciente o noble. Pero con ella descubrí que podía ser ambas cosas. Sin tocarme nunca, ella me cambió. Nada sería igual para mí después de aquel verano demasiado breve… aquel verano en que aparecía para sentarse en las rocas y contemplar el mar.

Incluso ahora, una vida más tarde, puedo ir a esos riscos y verla. Puedo oler el mar que nunca cambia y percibir su perfume. Solo he de recoger una rosa silvestre para recordar las luces encendidas de su cabello. Al cerrar los ojos, oigo el murmullo del agua sobre las rocas abajo y su voz vuelve tan clara y dulce como ayer.

Me recuerda la última tarde de aquel primer verano, cuando se irguió a mi lado, lo bastante cerca como para tocarla, tan distante como la luna.

—Nos marchamos por la mañana —dijo sin mirarme—. Los niños lamentan irse.

—¿Y usted?

Una leve sonrisa se asomó a sus labios, pero no en sus ojos.

—A veces me pregunto si he tenido una vida anterior. Si mi hogar fue una isla como esta. La primera vez que vine aquí, fue como si hubiera estado esperando para volver a verla. Echaré de menos el mar.

Cuando ella me miró, quizá fueron mis propias necesidades las que me hicieron pensar que también me echaría de menos. Luego apartó la vista y suspiró.

—Nueva York es tan diferente, tan lleno de ruido y prisas. De pie aquí me cuesta creer que existe un lugar así. ¿Se quedará a pasar el invierno en la isla?

Pensé en el frío y en los meses duros que me esperaban y maldije al destino por provocarme con lo que jamás podría tener.

—Mis planes cambian con mi estado de ánimo —respondí con ligereza, esforzándome por mantener la amargura fuera de mi voz.

—Le envidio su libertad —entonces regresó hasta el retrato casi acabado en el caballete—. Y su talento. Me ha plasmado de forma superior a lo que soy.

—Inferior —tuve que apretar con fuerza las manos para evitar tocarla—. Algunas cosas jamás se pueden capturar en un lienzo.

—¿Cómo lo llamará?

—Bianca. Su nombre es suficiente.

Debió percibir mis sentimientos, aunque traté desesperadamente de contenerlos dentro de mí. Algo se reflejó en sus ojos al mirarme, y mantuvo el contacto visual más de lo recomendable. Luego retrocedió con cautela, como una mujer que se hubiera acercado demasiado al borde de un risco.

—Un día será famoso, y la gente suplicará por tener su obra.

—No pinto por la fama —me era imposible quitarle los ojos de encima, sabiendo que podía ser la última vez que la veía.

—No, y por eso la conseguirá. Cuando llegue ese momento, recordaré este verano. Adiós, Christian.

Se alejó de mí, en lo que consideré que era la última vez que la veía, se alejó de las rocas y atravesó la hierba y las flores silvestres que se agitaban en busca del sol.