2

Los niños salieron de la casa a la carrera, seguidos de un enorme perro negro. El niño y la niña bajaron por los desgastados escalones de piedra con el equilibrio fácil y la gracilidad de la juventud. El perro tropezó con sus propias patas y dio un salto mortal. «Pobre Fred», pensó Suzanna al bajar de la camioneta. Daba la impresión de que nunca superaría su torpeza de cachorro.

—¡Mamá! —cada niño se aferró a una de las piernas de Suzanna.

Con seis años, Alex ya era alto para su edad, y con el pelo moreno como el de un gitano. Sus piernas bronceadas tenían heridas curadas a la altura de las rodillas y arañazos a la altura de los codos delgados. Suzanna sabía que no se debía a la torpeza, sino a su espíritu travieso. Jenny, un año menor y rubia como una princesa de cuento de hadas, exhibía las mismas marcas de honor. En cuanto se agachó para besarlos, Suzanna olvidó su irritación y fatiga.

—¿Qué habéis estado haciendo?

—Construimos un fuerte —informó Alex—. Va a ser impregnado.

—Inexpugnable —corrigió su madre, pellizcándole la nariz.

—Si, y Sloan dijo que el domingo podría ayudarnos en su construcción.

—¿Podrás tú? —preguntó Jenny.

—Después de trabajar —se inclinó para palmear a Fred, que intentaba abrirse paso entre los niños para obtener su parte de afecto—. Hola, muchacho. Creo que hoy he conocido a uno de tus parientes.

—¿Fred tiene parientes? —quiso saber Jenny.

—Eso parecía —avanzó con los niños para sentarse en los escalones. Era un lujo poder oler el mar y las flores, tener a un niño bajo cada brazo—. Creo que conocí a su prima Sadie.

—¿Dónde? ¿Puede venir a visitarlo? ¿Es bonita?

—En el pueblo —respondió a las preguntas a quemarropa de Alex—. No lo sé, y sí, es muy bonita. Grande, como va a ser Fred cuando termine de crecer. ¿Qué más habéis hecho hoy?

—Vinieron Loren y Lisa —informó Jenny—. Matamos a miles de invasores.

—Bueno, esta noche podremos dormir tranquilos.

—Y Max nos contó una historia sobre la invasión de Normalía.

—Creo que era Normandía —riendo entre dientes, besó la parte superior de la cabeza de Jenny.

—Lisa y Jenny también jugaron a las muñecas —Alex le lanzó a su hermana una mueca fraternal.

—Ella quería. En su cumpleaños le regalaron una Barbie nueva y un coche.

—Era un Ferrari —explicó Alex con aires de importancia, pero no quiso reconocer que Loren y él habían jugado con el coche cuando las chicas salieron de la habitación. Se acercó más para jugar con la coleta de su madre—. La semana próxima Loren y Lisa se van a Disney World.

Suzanna contuvo un suspiro. Sabía que sus hijos soñaban con ir a ese reino encantado que había en el centro geográfico de Florida.

—Un día iremos.

—¿Pronto? —instó Alex.

Quiso prometérselo, pero no pudo.

—Un día —repitió. El cansancio había retornado cuando se levantó para tomar a cada uno de la mano—. Corred y decidle a la tía Coco que estoy en casa. Necesito darme una ducha y cambiarme de ropa. ¿Vale?

—¿Podemos acompañarte al trabajo mañana?

Apretó la mano de Jenny.

—Carolanne mañana está de guardia en la tienda. Yo tengo que ir a una casa —sintió la decepción de su hija con tanta intensidad como la suya propia—. La semana próxima. Id ahora —instó al abrir la sólida puerta delantera—. Miraré vuestro fuerte después de la cena.

Satisfechos, corrieron vestíbulo abajo con el perro pisándoles los talones.

«No piden mucho», pensó Suzanna al subir por la escalera a la primera planta. Y quería darles mucho más. Sabía que eran felices y que se hallaban a salvo y seguros. Tenían una familia enorme que los adoraba. Con una de sus hermanas casada y las otras dos prometidas, sus hijos tenían hombres en su vida. Quizá los tíos no reemplazaran a un padre, pero era lo mejor que podía hacer ella.

Hacía meses no sabían nada de Baxter Dumont. Alex ni siquiera había recibido una postal en su cumpleaños. La pensión de mantenimiento de los niños volvía a retrasarse… como todos los meses. Bax era demasiado buen abogado como para descuidar por completo los pagos, pero se aseguraba de que llegaran semanas más tarde de su fecha. Sabía que lo hacía para ponerla a prueba a ella. Para ver si llegaría a suplicar. Agradecía a Dios no haber necesitado hacerlo hasta el momento.

Hacía un año y medio que les habían concedido el divorcio, pero él seguía manifestando sus sentimientos por ella ante los niños… lo único realmente valioso que habían hecho juntos.

Quizá esa era la causa por la que aún tenía que superar la persistente desilusión, la sensación de traición y pérdida. Ya no amaba a su ex marido. Ese amor había muerto antes de que naciera Jenny. Pero el dolor… movió la cabeza. Estaba trabajando en ello.

Entró en su habitación. Como la mayoría de los cuartos de Las Torres, el dormitorio de Suzanna era enorme. Su bisabuelo había construido la casa a comienzos de siglo. Había sido una pieza de exposición, un testamento a su vanidad, a su gusto por lo opulento y a su necesidad de rango. Tenía cinco plantas de sombrío granito con llamativas torres, parapetos y terrazas escalonadas. El interior tenía techos altos, madera noble y laberintos de pasillos. Parte castillo, parte mansión, primero había sido una casa de verano, luego una residencia permanente.

A lo largo de los años y de los reveses financieros, la casa había visto tiempos duros. El dormitorio de ella, como todas las habitaciones, mostraba grietas en la escayola. El suelo estaba marcado, el techo tenía filtraciones y las tuberías una mente propia. Los Calhoun adoraban su casa familiar. En ese momento que restauraban el ala oeste, esperaban que pronto comenzara a ser independiente y cubriera sus gastos.

Fue al armario en busca de una bata y pensó que había sido afortunada. Había podido llevar allí a sus hijos, un hogar verdadero, cuando el suyo propio se había desmoronado. No había tenido que entrevistar a desconocidos para que cuidaran de ellos mientras trabajaba. La hermana de su padre, que había criado a sus hermanas y a ella a la muerte de sus padres, en ese momento también se ocupaba de sus hijos. Aunque era consciente de que Alex y Jenny tenían demasiada energía, sabía que no había nadie mejor preparado para la tarea que la tía Coco.

Y un día encontrarían las esmeraldas de Bianca y todo volvería a lo que era normal en la casa Calhoun.

—Suze —Lilah llamó a la puerta y asomó la cabeza—. ¿Lo has visto?

—Sí.

—Estupendo —Lilah, cuyo pelo rojo caía en ondas hasta su cintura, entró. Se extendió en posición diagonal sobre la cama y apoyó la almohada contra el cabecero. No le costó nada adoptar su postura favorita: la horizontal—. Bueno, cuéntame.

—No ha cambiado gran cosa.

—Oh, oh.

—Se mostró brusco y grosero —se quitó la sudadera—. Creo que hasta pensó en dispararme por entrar sin permiso en su propiedad. Cuando traté de explicarle lo que pasaba, fue desdeñoso —recordó la expresión al tiempo que se bajaba la cremallera de los vaqueros—. Básicamente, fue desagradable, arrogante y grosero.

—Mmm. Parece un príncipe.

—Cree que nos lo inventamos todo para conseguir publicidad para Las Torres cuando abramos el año próximo.

—Vaya imbécil —eso agitó a Lilah lo suficiente como para sentarse—. Max estuvo a punto de morir. ¿Es que nos considera locas?

—Exacto —asintió y se puso la bata—. No sé por qué, pero parece tener algo en contra de todos los Calhoun en general.

—Sigue cabreado porque lo tiraste de su moto —Lilah sonrió con gesto somnoliento.

—Yo no lo… —juró y se rindió—. Olvídalo; la cuestión es que no creo que recibamos ayuda de él —después de quitarse la cinta del pelo, se lo mesó—. Aunque después del tropiezo con el perro, dijo que se lo pensaría.

—¿Qué perro?

—La prima de Fred —repuso por encima del hombro al dirigirse al cuarto de baño para abrir la ducha.

Lilah se plantó en el umbral en el momento en que Suzanna cerraba la cortina.

—¿Fred tiene una prima?

Por encima del repicar del agua, Suzanna le habló de Sadie y de sus antepasados.

—Eso es fabuloso. Un eslabón más en la cadena. He de informárselo a Max.

Con los ojos cerrados, Suzanna sacó la cabeza de debajo del agua.

—Dile que sigue solo. El nieto de Christian no está interesado.

No quería estarlo. Holt se hallaba sentado en el porche trasero, con el perro a los pies, observando cómo el agua adquiría una tonalidad índigo en el crepúsculo.

Había música, la sinfonía de los insectos en la hierba, el viento entre las hojas, la melodía del agua contra la madera. Del otro lado de la bahía, Bar Island comenzaba a difuminarse y a fundirse con la penumbra. Cerca, en la radio sonaba un solitario saxo alto que no desentonaba con su estado de ánimo.

Eso era lo que quería. Tranquilidad, soledad, ausencia de responsabilidades. «Me lo he ganado, ¿no?», pensó mientras bebía un trago de cerveza. Había entregado diez años de su vida a los problemas, las tragedias y las miserias de los demás.

Se sentía quemado, reseco y cansado como mil demonios.

Ni siquiera sabía si había sido un buen policía. Le habían entregado menciones y medallas que confirmaban que lo había sido. Pero también tenía una cicatriz de treinta centímetros en la espalda que le recordaba que había faltado poco para ser un poli muerto.

En ese momento solo quería disfrutar de su retiro, reparar unos pocos motores, recoger algunos percebes y quizá navegar un poco. Siempre se le habían dado bien las cosas manuales y sabía que podía ganarse la vida de forma decente reparando barcos. Dirigir su propio negocio, a su propio ritmo y estilo. Sin informes que redactar, sin pistas que seguir, sin callejones oscuros que investigar.

Sin colgados con cuchillos en la mano que saltaban de las sombras para rajarte y dejarte sangrando en el cemento.

Cerró los ojos y bebió otro trago de cerveza. Había tomado una decisión durante la larga y dolorosa estancia en el hospital. En su vida no habría más compromisos, ya no intentaría salvar el mundo. A partir de ese momento iba a empezar a cuidar de sí mismo. Solo de él.

Había recogido el dinero heredado y había vuelto a casa, para hacer lo menos posible con el resto de su vida. Sol y mar en verano, fuego y el aullido del viento en invierno. No era mucho pedir.

Había empezado a asentarse, a sentirse bien. Hasta que apareció ella.

Como si no hubiera sido suficientemente malo mirarla y sentir… Dios, lo mismo que había sentido con veinte años. Acelerado y hambriento.

La hermosa e inalcanzable Suzanna Calhoun, de los Calhoun de Bar Harbor. La princesa en la torre. Ella había vivido en su castillo en lo alto de los riscos. Y él en una cabaña a las afueras del pueblo. Su padre había sido pescador de mariscos, y Holt a menudo había llevado la captura entera a la puerta de servicio de los Calhoun… sin pasar nunca más allá de la cocina. Pero a veces había oído voces, risas o música. Y eso había despertado su curiosidad y anhelo.

Y en ese momento ella había ido a buscarlo. Pero Holt ya no era un adolescente embobado. Era un realista. Suzanna estaba fuera de su liga, como siempre lo había estado. Y aunque hubiera sido diferente, no le interesaba una mujer que tenía escrito en la cara que era puro hogar.

Y en lo referente a las esmeraldas, no había nada que pudiera hacer para ayudarla. Nada que quisiera hacer.

Desde luego, había oído hablar de las joyas. Esa historia en particular había llegado hasta la prensa nacional. Pero lo que le resultaba fascinante era la idea de que su abuelo hubiera estado involucrado, que hubiera sido amado por una Calhoun a la que también él hubiera amado.

Incluso con la coincidencia de los perros, no estaba del todo seguro de creerlo. Holt no había conocido a su abuela, pero su abuelo había sido una figura intrépida y misteriosa que había viajado por el extranjero y regresado con historias fabulosas. Había sido el hombre capaz de realizar magia con un lienzo y un pincel.

De niño recordaba subir las escaleras hasta el estudio para ver trabajar al hombre alto con el pelo blanco como la nieve. Sin embargo, había parecido más un combate que un trabajo. Un duelo elegante y apasionado entre su abuelo y el lienzo.

El joven y el anciano habían dado largos paseos por la playa y las rocas. Por los riscos. Con un suspiro, se reclinó. Muy a menudo habían llegado justo hasta debajo de Las Torres. En una ocasión se habían sentado sobre las rocas y su abuelo le había contado una historia sobre el castillo en lo alto de los riscos y la princesa que había vivido allí.

Se preguntó si habría estado hablando sobre Las Torres y Bianca.

Inquieto, se levantó para entrar. Sadie alzó la vista, y al cerrarse la puerta mosquitera volvió a acomodar la cabeza sobre las patas delanteras.

La cabaña se adaptaba a él mucho más que el hogar en el que había crecido. Este había sido un lugar sin alma, de linóleo gastado y paredes de frisos oscuros. Lo había vendido a la muerte de su madre, tres años atrás. Hacía poco había empleado los beneficios para realizar algunas reparaciones y modernización de la cabaña, aunque prefería mantenerla casi tal como había estado en época de su abuelo.

Era una casa cuadrada, con paredes de escayola y suelos de madera. Había limpiado la chimenea de piedra original, y estaba ansioso porque llegara la primera noche fría en que pudiera probarla.

El dormitorio era diminuto, casi una idea tardía que sobresalía de la estructura principal. Había reforzado la escalera que conducía al estudio de su abuelo, al igual que la barandilla que bordeaba la terraza abierta. Subió en ese momento para contemplar el amplio espacio iluminado solo por la luz del crepúsculo.

De vez en cuando pensaba en poner claraboyas en el techo abuhardillado, pero en ningún momento pensó en volver a pulir el suelo. La vieja y oscura madera estaba salpicada con pintura que había chorreado de la paleta o el pincel. Había vetas de carmesí y turquesa, gotas de verde esmeralda y amarillo canario. Su abuelo había preferido lo vívido, lo apasionado, incluso lo violento en su obra.

Contra la pared se apilaban óleos, el legado de un hombre que en sus últimos años había empezado a encontrar éxito financiero y de crítica. Sabía que le reportarían una buena suma. Pero así como nunca había pensado en eliminar la pintura del suelo, tampoco se le había pasado por la cabeza desprenderse de esa parte de su herencia.

Se puso en cuclillas para inspeccionar los cuadros. Los conocía todos, los había estudiado en innumerables veces, preguntándose como podía descender de un hombre con semejante visión y talento. Giró el retrato, sabiendo bien que ese era el motivo por el que había subido.

La mujer era tan hermosa como un sueño… con el rostro ovalado de facciones finas, la piel de alabastro. El pelo rojo dorado estaba recogido para exhibir un cuello grácil. Los labios plenos y suaves estaban curvados en una sonrisa leve. Pero fueron los ojos los que lo atrajeron, como siempre. Eran verdes como un mar brumoso. Lo hipnotizaba la emoción que la habilidad de su abuelo había capturado allí.

Semejante tristeza serena y dolor interior. Casi resultaba demasiado dolorosos de contemplar, pues demorarse mucho en la visión era sentirlos. Ese mismo día había visto la misma expresión en los ojos de Suzanna.

Se preguntó si la mujer del cuadro sería Bianca. Tenían parecido en la forma de la cara, en la curva de la boca. El color del pelo no se asemejaba en nada y las similitudes eran leves. Salvo en los ojos. Cuando los miraba, pensaba en Suzanna.

Se levantó, pero no giró el cuadro para que quedara hacia la pared. Permaneció allí de pie, contemplándolo largo rato, preguntándose si su abuelo había amado a la mujer que había pintado.

Suzanna pensó que iba a ser otro día caluroso. Aunque apenas eran las siete, el aire ya estaba pegajoso. Necesitaban lluvia, pero la humedad flotaba en el aire y con obstinación se negaba a caer.

En el interior de su tienda, comprobó los capullos refrigerados y le dejó una nota a Carolanne para que le diera salida a los claveles poniéndolos en oferta.

A las siete y media comprobaba las plantas de invernadero, agradecida de que el inventario fuera reduciéndose. A las ocho tenía cargada la camioneta e iba de camino a Seal Harbor. Allí la esperaba un día completo de trabajo en una casa de reciente construcción. Los compradores eran de Boston, y querían que su casa veraniega tuviera un patio establecido, completo con arbustos, árboles y flores.

Sabía que sería un trabajo caluroso y sudoroso. Pero también estaría tranquila. Los Anderson se encontraban en Boston esa semana, así que dispondría del patio para ella sola. Le encantaba trabajar con tierra y cosas vivas, cuidando de algo que ella misma había plantado.

«Igual que mis hijos», pensó con una sonrisa. Sus pequeños. Cada vez que los arropaba por la noche o los veía correr bajo el sol, sabía que nada de lo que le hubiera pasado con anterioridad, nada de lo que fuera a pasarle en el futuro, apagaría el resplandor de júbilo de saber que eran suyos.

El fracaso de su matrimonio había sacudido sus cimientos, y había ocasiones en que aun experimentaba dudas terribles sobre sí misma, como mujer. Pero no como madre. Sus hijos tenían lo mejor que ella podía darles. El vínculo sustentaba a ambas partes.

En los últimos dos años había empezado a creer que podría tener éxito en el negocio. Su habilidad con la jardinería había sido su salvación en los últimos meses de su fallido matrimonio. Desesperada, había vendido las joyas y pedido un préstamo para lanzarse a Jardines de la Isla.

Le había hecho bien poder utilizar su nombre de soltera. El primer año del negocio había sido duro, en especial porque no había dejado de invertir cada centavo en pagar facturas legales del juicio por la custodia de los niños.

Pensar que podría haberlos perdido todavía le helaba la sangre.

Bax no los había querido, pero había deseado dificultarle las cosas. Una vez que todo terminó, Suzanna había perdido siete kilos, innumerables horas de sueño y quedado endeudada hasta el cuello. Pero tenía a sus hijos. Había ganado la fea batalla y el precio no significaba nada.

Poco a poco iba saliendo. Había recuperado algunos kilos, algunas horas de sueño y de forma meticulosa y lenta pagaba sus deudas. En los dos años transcurridos desde que abrió el negocio, se había ganado una reputación de mujer fiable, razonable e imaginativa. Dos de los hoteles de temporada habían probado sus servicios y parecía que querían negociar contratos a largo plazo.

Eso significaría comprar otra camioneta y contratar personal a jornada completa. Y quizá, solo quizá, poder realizar aquel viaje a Disney World.

Subió por la entrada de vehículos de la bonita casa de Cape Cod. Se recordó que era hora de ponerse a trabajar.

El terreno abarcaba aproximadamente medio acre con una ligera pendiente. Había mantenido tres reuniones minuciosas con los dueños para determinar el plan a seguir. La señora Anderson quería muchos árboles con flores y arbustos, y el factor de intimidad a largo plazo que proporcionaban las plantas de hoja perennes. Deseaba disfrutar de un patio que requiriera pocos cuidados y estuviera lleno de color estival. No quería pasar los veranos cuidando de las plantas, en especial en la parte lateral, que tenía una inclinación más pronunciada.

Al mediodía, ya había marcada cada zona con estacas y cordeles. Había plantado las robustas azaleas. El sendero de piedra estaba flanqueado por dos rosales que ya habían empezado a endulzar el aire. Como la señora Anderson había manifestado su predilección por las lilas, colocó un trío de plantas compactas cerca de la ventana del dormitorio principal, donde la brisa de la próxima primavera introduciría los olores en el interior.

El patio empezaba a cobrar vida. La ayudó a soslayar los músculos doloridos de los brazos mientras regaba las plantas nuevas. Los pájaros cantaban y en alguna parte en la distancia cercana sonaba un cortacésped.

Algún día pasaría por allí y sabría que había sido parte de tanto color. Era importante, más de lo que podía reconocerle a nadie, que dejara una huella. Necesitaba recordarse que no era la mujer débil e inútil que con indiferencia habían hecho a un lado.

Sudorosa, recogió la botella de agua y la pala y se dirigió a la parte delantera de la casa. Había plantado el primer almendro en flor y cavaba el agujero para el segundo cuando un coche aparcó detrás de su camioneta. Se apoyó en la pala y observó bajar a Holt del vehículo.

Soltó el aire, molesta porque hubieran invadido su soledad, y volvió a ponerse a cavar.

—¿Has salido a dar un paseo? —preguntó cuando la sombra de él la cubrió.

—No, la chica en la tienda me dijo dónde encontrarte. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Jugar a la canasta —extrajo más tierra—. ¿Qué quieres?

—Deja esa pala antes de que te lastimes. No deberías estar excavando.

—Es mi trabajo… más o menos. Repito, ¿qué quieres?

La observó cavar otros diez segundos antes de arrebatarle la pala.

—Dame esa maldita cosa y siéntate.

La paciencia siempre había sido una de las características de Suzanna, aunque en ese momento le costó encontrarla. Se ajustó la visera de la gorra.

—Sigo un plan bien trazado, me faltan seis árboles, dos rosales y unos setenta metros cuadrados de terreno que plantar. Si tienes algo que decir, bien. Habla mientras trabajo.

Holt puso la pala fuera de su alcance.

—¿Qué profundidad quieres? —ella enarcó una ceja—. Me refiero al agujero.

Lo miró de arriba a abajo.

—Diría que poco más de un metro ochenta bastaría para enterrarte en él —la sorprendió con una sonrisa.

—Y pensar que solías ser tan dulce —comenzó a excavar—. Simplemente dime cuándo parar.

Por lo general ella devolvía amabilidad con amabilidad. Pero iba a hacer una excepción.

—Puedes parar ahora mismo, no necesito ayuda. Y no quiero la compañía.

—No sabía que fueras terca —alzó la vista mientras sacaba tierra—. Supongo que me costó ir más allá de esa bonita cara —notó que esa cara bonita estaba acalorada y tenía sombras de fatiga bajo los ojos. Lo irritó demasiado—. Creía que vendías flores.

—Las vendo. Y también las planto.

—Hasta yo sé que esa cosa es un árbol.

—También los planto —rindiéndose, sacó un pañuelo y comenzó a secarse el cuello—. El agujero ha de ser más ancho, no más profundo.

Se movió un poco para complacerla. Consideró que quizá debía reevaluarla.

—¿Cómo es que no hay nadie que haga el trabajo duro por ti?

—Porque yo puedo hacerlo.

«Sí, hay terquedad en el tono, y un leve deje desagradable». Le gustó más.

—A mí me da la impresión de que es un trabajo para dos personas.

—Lo es… pero la otra persona se fue ayer para ser una estrella de rock. Su grupo tenía una actuación en Brighton Beach. Mmm. Eso está bien —indicó, y se volvió para levantar por las raíces un árbol de un metro. Mientras Holt la observaba ceñudo, lo alzó y con cuidado lo introdujo en el agujero.

—Supongo que ahora hay que rellenarlo.

—Tú tienes la pala —señaló. Mientras él trabajaba, Suzanna acercó una bolsa de turba que comenzó a mezclar con la tierra.

Mientras ella metía los dedos en la tierra, Holt notó que sus uñas eran cortas y redondeadas. No llevaba ningún anillo de matrimonio. De hecho, no llevaba ninguna joya, aunque eran manos hechas para lucir cosas hermosas.

Suzanna trabajó con paciencia y la cabeza gacha, oculta bajo la gorra. Él pudo verle la nuca y se preguntó qué sentiría al apoyar los labios allí. En ese momento tendría la piel ardiente, además de húmeda. Entonces ella se incorporó y activó la manguera del jardín para limpiarse la tierra.

—¿Haces esto a diario?

—Intento estar uno o dos días en la tienda. Allí puedo tener a los chicos conmigo —apisonó la tierra. Cuando el árbol quedó seguro, con movimientos diestros extendió una capa gruesa de abono—. La primavera próxima esto se hallará cubierto de flores —se pasó el dorso de la mano por la frente. El pequeño body que llevaba exhibía una línea de sudor en las partes delantera y trasera que solo recalcaba su frágil complexión—. De verdad que sigo un plan, Holt. Me quedan por plantar unos álamos y unos pinos blancos en la parte de atrás, de modo que si tienes que hablar conmigo, deberás acompañarme.

—¿Has hecho esto hoy? —miró alrededor del patio.

—Sí. ¿Qué te parece?

—Creo que vas a sufrir una insolación.

Suzanna supuso que un cumplido sería demasiado pedir.

—Agradezco la evaluación médica —apoyó una mano en la pala, pero él no la soltó—. La necesito.

—Yo la llevaré.

—Bien —cargó las bolsas de turba y abono en una carretilla.

Él soltó un juramento, arrojó la pala encima de las bolsas y la hizo a un lado para levantar la carretilla y emprender la marcha.

—¿En que parte de atrás?

—Junto a las estacas que hay cerca de las vallas —lo siguió ceñuda.

Holt se puso a excavar sin consultarla, de modo que ella se dedicó a vaciar la carretilla y luego fue a la camioneta. Cuando él alzó la vista, la vio sacar otros dos árboles. Plantaron el primero juntos y en silencio.

Holt no había imaginado que colocar un árbol en la tierra pudiera ser un trabajo que relajara. Pero cuando se irguió bajo el sol deslumbrante, se sentía apaciguado.

—Pensaba en lo que dijiste ayer —comenzó cuando ponían el segundo árbol en su hueco.

—¿Y?

Quiso soltar una maldición. Había tanta paciencia en esa única palabra, como si en todo momento ella hubiera sabido que iba a sacar el tema.

—Y todavía creo que no hay nada que yo pueda, o quiera, hacer, pero quizá tengas razón acerca de la conexión.

—Sé que tengo razón —se limpió la turba de las manos en los vaqueros—. Si has venido hasta aquí para decirme eso, has desperdiciado un viaje —llevó la carretilla vacía hasta la camioneta. Estaba a punto de bajar los siguientes dos árboles cuando él subió al vehículo para situarse a su lado.

—Yo bajaré los malditos árboles —farfullando, llenó la carretilla y la llevó otra vez hasta la parte de atrás del patio—. El abuelo jamás lo mencionó. Quizá la conociera, quizá tuvieran una aventura, aunque no veo en qué puede ayudarte eso.

—La amaba —comentó Suzanna mientras recogía la pala para excavar—. Eso significa que él sabía cómo sentía y pensaba ella. Tal vez tuviera una idea de dónde habría escondido las esmeraldas.

—Está muerto.

—Lo sé —permaneció un momento en silencio mientras trabajaba—. Bianca llevaba un diario… al menos estamos casi seguros de que así era, y de que lo escondió con el collar. Quizá Christian también llevara uno.

—Jamás lo vi —irritado, aferró otra vez la pala.

Ella contuvo el impulso de replicarle. Sin importar lo mucho que pudiera irritarla, quizá Holt fuera un eslabón.

—Imagino que casi toda la gente guarda un diario privado en un lugar privado. O quizá haya guardado algunas cartas de ella. Encontramos una que Bianca le escribió y que jamás pudo enviarle.

—Persigues molinos de viento, Suzanna.

—Esto es importante para mi familia —introdujo con cuidado un pino blanco en el agujero—. No es por el valor monetario de las esmeraldas. Es por lo que significaban para ella.

Él la observó trabajar, las manos competentes y delicadas, los hombros asombrosamente fuertes. La suave curva del cuello.

—¿Cómo puedes saber lo que significaron para ella?

—No lograría explicártelo de ningún modo que pudieras entender o aceptar —respondió sin alzar la vista.

—Inténtalo.

—Al parecer todas tenemos una especie de vínculo con ella… en especial Lilah —no levantó los ojos cuando lo oyó cavar el siguiente agujero—. Nunca hemos visto las esmeraldas, ni siquiera en fotografía. Después de que Bianca muriera, Fergus, mi bisabuelo, destruyó todas las fotos de ella. Pero Lilah… una noche hizo un dibujo de las piedras. Fue después de que celebráramos una sesión espiritista —levantó la cabeza y captó su expresión de divertida incredulidad—. Sé cómo suena —manifestó con voz rígida y a la defensiva—. Pero mi tía cree en ese tipo de cosas. Y después de aquella noche, creo que con razón. Mi hermana menor, C. C., tuvo una… experiencia durante la sesión. Vio las esmeraldas. Fue en ese momento cuando Lilah trazó el boceto. Semanas más tarde, el novio de Lilah encontró una foto de las esmeraldas en un libro en la biblioteca. Eran exactamente como Lilah las había dibujado, iguales que como las había visto C. C.

Mientras colocaba en su sitio el siguiente árbol, él no dijo nada.

—No me interesa mucho el misticismo. Quizá una de tus hermanas haya visto la foto con anterioridad y lo olvidó.

—Si alguna de nosotras hubiera visto una foto, no lo habríamos olvidado. No obstante, la cuestión es que todas nosotras consideramos que es importante encontrar las esmeraldas.

—Puede que las vendieran hace ochenta años.

—No. No encontramos ningún registro de ello. Fergus era un maniático en el orden de sus finanzas —inconscientemente arqueó la espalda y giró los hombros para aliviar el dolor—. Créeme, hemos repasado cada fragmento de papel que hemos encontrado.

Holt lo dejó pasar y rumió la cuestión mientras plantaban el último de los árboles.

—¿Conoces eso de encontrar una aguja en un pajar? —preguntó mientras la ayudaba a extender abono—. Por lo general, la gente no encuentra la aguja.

—La encontrarían si siguieran buscando —curiosa, se apoyó en los talones y lo estudió—. ¿No crees en la esperanza?

Estaba lo bastante cerca como para tocarla, para quitarle la tierra de la mejilla o acariciarle la coleta. No hizo nada de eso.

—No, solo creo en lo que es.

—Entonces lo siento por ti —se incorporaron juntos y sus cuerpos casi se rozaron. Suzanna sintió algo por la piel, algo que corrió por su sangre, y automáticamente retrocedió—. Si no crees en lo que podría ser, no tiene ningún sentido plantar árboles, tener hijos o incluso ver cómo se pone el sol.

Él también lo había sentido. Y lo lamentó y temió tanto como ella.

—Si no mantienes un ojo sobre lo que es real, lo que está ahora, terminas pasando toda la vida en un sueño. Yo no creo en el collar, Suzanna, ni en fantasmas, tampoco en el amor eterno. Pero si alguna vez tengo la certeza de que mi abuelo estuvo relacionado con Bianca Calhoun, haré lo que pueda para ayudarte.

—No crees en la esperanza o el amor, y al parecer nada más —emitió una risa seca—. ¿Por qué aceptarías ayudarnos?

—Porque si él la amó, habría querido que lo hiciera —se inclinó para recoger la pala y entregársela—. Tengo cosas que hacer.