Por la mañana Suzanna se llevó a los niños a la tienda. No podía contarle la noticia al resto de la familia antes de haber comprobado los sentimientos de Alex y Jenny. Era un día brillante y caluroso. Al llegar, se dirigió al invernadero para comprobar unas plantas.
Los dejó discutir un rato sobre qué plantas serían las más grandes o las mejores.
—¿Os cae bien Holt? —preguntó de forma casual, con los nervios tensos.
—Es guay —Alex se sintió tentado a desviar el pulverizador sobre su hermana, pero la última vez que lo hizo se había metido en problemas.
—A veces juega con nosotros —intervino Jenny, que esperaba impaciente su turno—. Me gusta cuando me tira al aire.
—A mí también me gusta —Suzanna se relajó un poco.
—¿Te tira al aire? —quiso saber Jenny.
—No —rio y le revolvió el pelo.
—Podría. Tiene músculos grandes —de mala gana, le entregó el pulverizador a su hermana—. Me dejó tocárselos —hizo una mueca y tensó los suyos.
Para complacerlo, Suzanna tocó los diminutos bíceps.
—Vaya. Están duros.
—Es lo que dijo él.
—Me preguntaba… —se secó unas manos nerviosas sobre los vaqueros—. ¿Cómo os sentaría si viviera con nosotros, todo el tiempo?
—Sería estupendo —decidió Jenny—. Juega con nosotros incluso cuando no se lo pedimos.
—¿Alex? —se dirigió a su hijo.
—¿Vas a casarte, como C. C. y Amanda? —con el ceño fruncido, el pequeño movió los pies.
«Diablillo listo», pensó ella al agacharse.
—Pensaba en ello. ¿Qué te parece?
—¿Tendré que volver a ponerme ese horrible esmoquin?
—Probablemente —sonrió y le acarició la mejilla.
—¿Va a ser nuestro tío, como Trent, Sloan y Max? —preguntó Jenny.
Suzanna se incorporó para apagar el pulverizador antes de contestar a su hija.
—No. Sería vuestro padrastro.
Los hermanos intercambiaron una mirada.
—¿Y le seguiremos cayendo bien?
—Claro que sí, Jenny.
—¿Tendremos que ir a vivir a otra parte?
—No —suspiró y pasó los dedos por el pelo de Alex—. Él se vendría a vivir con nosotros en Las Torres, o quizá nosotros nos iríamos a vivir a su cabaña. Seríamos una familia.
Alex lo meditó.
—¿También sería padrastro de Kevin?
—No —tuvo que besarlo—. La madre de Kevin es Megan, y quizá algún día ella se enamore y se case. Entonces Kevin tendrá un padre.
—¿Te has enamorado de Holt? —inquirió Jenny.
—Sí —sintió que Alex se movía incómodo y sonrió—. Me gustaría casarme con él para que todos pudiéramos vivir juntos. Pero tanto Holt como yo queríamos saber qué pensabais vosotros.
—A mí me gusta —anunció Jenny—. Me deja montar sobre sus hombros.
Alex se encogió de hombros, un poco más cauto.
—Quizá esté bien.
Preocupada, Suzanna se levantó.
—Podemos hablar de ello un poco más. Vayamos a preparar la tienda.
Salieron del invernadero justo cuando Holt se metía en el aparcamiento de grava. Sabía que le había dicho a Suzanna que esperaría hasta el mediodía, pero no había sido capaz. Despertó sintiendo que preferiría entrar en otro callejón antes que enfrentarse a esos dos niños que con tanta facilidad podían rechazarlo. Metió las manos en los bolsillos y trató de aparentar indiferencia.
—Hola.
—Hola —Suzanna quiso abrazarlo, pero sus hijos retenían sus manos.
—Pensé en darme una vuelta por aquí y… ¿cómo va todo?
Jenny le ofreció una sonrisa tímida y se pegó más a su madre.
—Mamá dice que os vais a casar, que serás nuestro padrastro y vivirás con nosotros.
Holt tuvo que contener las ganas de mover los pies.
—Ese es el plan.
Alex apretó los dedos de Suzanna mientras miraba a Holt.
—¿Nos vas a gritar?
Después de mirar un instante a Suzanna, Holt se agachó hasta quedar a la altura del pequeño.
—Tal vez. Si lo necesitáis.
Alex confió en la veracidad de la respuesta más de lo que habría hecho una negativa rotunda.
—¿Pegas? —recordó los cachetes que había recibido durante las vacaciones. Lo habían insultado más que dolido, pero aún le molestaban.
Holt puso la mano bajo la barbilla del pequeño y la mantuvo con firmeza.
—No —respondió, y la expresión de los ojos hizo que Alex lo creyera—. Pero es posible que os cuelgue de los dedos pulgares o que os meta en aceite hirviendo. Si me enfurezco de verdad, os pondré sobre un hormiguero.
Alex tuvo ganas de sonreír, pero todavía no había terminado con el interrogatorío.
—¿Vas a hacer llorar a mamá como él?
—Alex —comenzó Suzanna, pero Holt la interrumpió.
—Quizá alguna vez, si soy estúpido. Pero no a propósito. La amo mucho, así que quiero hacerla feliz. A veces tal vez lo estropee.
Alex frunció el ceño y lo meditó.
—¿Vas a besarla y todo eso? Desde que Trent, Sloan y Max llegaron, siempre se ven besos.
—Sí —Holt se relajó y sonrió—. Voy a besarla y todo eso.
—Pero no te gustará —aventuró Alex con esperanza—. Lo harás solo porque a mamá le gusta.
—Lo siento, pero a mí también me gusta.
—Cielos —musitó el pequeño, derrotado.
—Hazlo ahora —Jenny bailó y rio entre dientes—. Hazlo ahora para que pueda verlo.
Deseoso de complacerla, se irguió y aproximó a Suzanna. Cuando separó los labios de los de ella, Alex estaba sonrojado y Jenny aplaudía.
—Odio decírtelo —le comentó Holt en serio—, pero un día también a ti te va a gustar.
—Mmm. Antes prefiero comer tierra.
Riendo, Holt lo levantó en brazos y se sintió aliviado y encantado cuando Alex le pasó un brazo alrededor del cuello.
—Dímelo en diez años.
—A mí me gusta —insistió Jenny, tirando de su pantalón—. A mí me gusta ahora. Bésame —él la alzó con su otro brazo y besó sus labios diminutos y a la espera. Ella sonrió con expresión jubilosa en sus enormes ojos azules—. A mamá la besaste de manera diferente.
—Eso se debe a que ella es la mamá y tú la pequeña.
A Jenny le gustaba como olía, cómo la sostenía su brazo. Cuando le acarició la mejilla, se sintió un poco decepcionada de que ese día la tuviera suave.
—¿Puedo llamarte papi? —preguntó, haciendo que Holt le diera un vuelco el corazón.
—Yo… eh… claro. Si tú quieres.
—Papi es para bebés —comentó Alex disgustado—. Pero puedes ser papá.
—De acuerdo —miró a Suzanna—. De acuerdo.
Holt deseó haber podido pasar el día con ellos, pero había cosas que hacer. En ese momento tenía una familia, algo que aún lo asombraba, y pretendía protegerla. Ya había llamado a sus contactos de Portland y aguardaba el chequeo de los cuatro nombres de la lista de Trent. Mientras esperaba, llamó al Departamento de Tráfico, a la oficina de crédito y Hacienda, haciendo un poco de trampa al dar su antiguo número de placa y rango.
Entre información e instinto, redujo a dos los cuatro nombres. Mientras esperaba que le devolvieran una llamada, leyó otra vez el diario de su abuelo.
Entendía los sentimientos que había bajo las palabras, la añoranza, la devoción. Entendía la ira que había sentido su abuelo al enterarse de que la mujer a la que amaba había sufrido abuso a manos del hombre con el que se había casado. Se preguntó si era coincidencia o destino que su relación con Suzanna tuviera tantas similitudes con la de sus antepasados. Al menos en esa ocasión la historia tendría un final feliz.
«Los diamantes de Suzanna», pensó, martilleando los dedos sobre las hojas. «Las esmeraldas de Bianca». Suzanna había escondido sus joyas, el único objeto material que creía que le correspondía por el matrimonio, como seguridad para sus hijos. Tenía que creer que Bianca había hecho lo mismo.
«Entonces, ¿dónde está el equivalente del paquete de pañales de Jenny?», se preguntó.
Cuando sonó el teléfono, contestó a la primera. Antes de colgar, ya no albergó dudas de que había descubierto a su hombre. Entró en el dormitorio y comprobó su arma. Se la ajustó a la pantorrilla.
Quince minutos más tarde, caminaba por entre el caos del ala oeste. Encontró a Sloan en lo que era una suite de dos niveles casi acabada. Con un cinturón para herramientas y vaqueros, supervisaba la construcción de una nueva escalera.
—No sabía que los arquitectos blandieran martillos —comentó Holt.
—Tengo un interés personal —Sloan sonrió.
—¿Quién es Marshall? —preguntó, mirando al grupo de obreros.
Alertado, Sloan se desabrochó el cinturón.
—Está en el siguiente nivel.
—Me gustaría mantener una charla con él.
—Te acompañaré —esperó hasta que quedaron fuera del alcance auditivo de los hombres—. ¿Crees que es él?
—Robert Marshall no solicitó un carnet de conducir de Maine hasta seis meses atrás. Jamás ha pagado impuestos con el nombre y el número de la seguridad social que está usando. No se suele comprobar con Tráfico o Hacienda cuando se contrata a alguien.
Sloan maldijo y flexionó los dedos. Aún podía ver a Amanda correr por la terraza perseguida por un hombre armado.
—Seré el primero en darle.
—Comprendo el sentimiento, pero tendrás que contenerlo.
Sloan le hizo una señal al capataz.
—¿Marshall? —preguntó con brevedad.
—¿Bob? —el capataz sacó un pañuelo para secarse el cuello—. Acaba de irse. Le dije que llevara a Rick a Urgencias. Se hizo un corte en el pulgar y necesitaba puntos.
—¿Hace cuánto que se fue?
—Unos veinte minutos, supongo. Les dije que se tomaran el resto del día libre, ya que pararemos a las cuatro —volvió a guardarse el pañuelo—. ¿Algún problema?
—No —Sloan contuvo su malhumor—. Hazme saber cómo se encuentra Rick.
—Claro —le gritó a uno de los carpinteros y se marchó.
—Necesito una dirección —dijo Holt.
—Trent se encarga de los papeles —se marcharon de allí—. ¿Vas a entregárselo al teniente Koogar?
—No —repuso simplemente.
—Bien.
Dieron con Trent en la oficina que había montado en la planta baja, tenía unas carpetas cerca y hablaba por teléfono. Los observó a los dos.
—Te volveré a llamar —dijo al teléfono antes de colgar—. ¿Quién es?
—Usa el nombre de Robert Marshall —Holt sacó un cigarrillo—. El capataz lo dejó irse temprano. Quiero una dirección.
Sin decir nada, Trent se dirigió a un archivador para sacar una carpeta.
—Max está arriba. Él también participa en esto.
—Entonces ve a buscarlo —Holt repasó la carpeta de Marshall—. Lo haremos juntos.
El apartamento que Marshall había apuntado se hallaba a las afueras del pueblo. Una mujer encorvada abrió la puerta al tercer golpe atronador de Holt.
—¿Qué? ¿Qué? —demandó—. No quiero ninguna enciclopedia ni aspiradora.
—Buscamos a Robert Marshall —explicó Holt.
—¿Quién? ¿Quién? —lo escudriñó a través de los cristales gruesos de sus gafas.
—Robert Marshall —repitió.
—No conozco a ningún Marshall —gruñó—. Hay un McNeilly en la puerta de al lado y un Mitchell abajo, pero ningún Marshall. Tampoco me interesa comprar ningún seguro.
—No vendemos nada —indicó Trent con su voz más paciente—. Buscamos a un hombre llamado Robert Marshall que vive en esta dirección.
—Les he dicho que no hay ningún Marshall. Yo vivo aquí desde hace quince años, desde que ese vago inútil con el que me casé falleció y me dejó solo con deudas. A usted lo conozco —dijo de pronto, señalando a Sloan con un dedo nudoso—. Vi su foto en el periódico —desvió la mano a una mesa que había junto a la puerta y asió un sujetalibros de hierro—. Robó un banco.
—No, señora. Me casé con Amanda Calhoun.
La mujer sostuvo el sujetalibros mientras reflexionaba.
—Una de las chicas Calhoun. Es cierto. La más joven… no, esa no, la siguiente —satisfecha, dejó el sujetalibros en la mesa—. Bueno, ¿qué quieren?
—A Robert Marshall —repitió Holt—. Dio este edificio y este apartamento como su dirección.
—Entonces es un mentiroso o un tonto, porque vivo aquí desde que el inútil de mi marido pilló neumonía y murió. Hoy aquí, y mañana no —chasqueó los dedos—. Poco he perdido.
Pensando que era un callejón sin salida, Holt miró a Sloan.
—Dale una descripción.
—Tiene unos treinta años, un metro ochenta de altura, delgado, pelo negro hasta los hombros, bigote tupido.
—No lo conozco.
—Déjame a mí —intervino Max y describió al hombre al que había conocido como Ellis Caufield.
—Parece mi sobrino. Vive en Rochester con su segunda mujer. Vende coches usados.
—Gracias —a Holt no le sorprendió que el ladrón hubiera dado una dirección falsa, pero estaba irritado. Al salir del edificio, sacó una moneda de un cuarto de dólar.
—Supongo que nos toca esperar hasta mañana —decía Max—. No sabe que lo buscamos, así que aparecerá por el trabajo.
—Ya estoy harto de esperar —se dirigió a una cabina telefónica. Después de meter la moneda, marcó un número—. Soy el detective Bradford, del departamento de policía de Portland, placa número 7375. Necesito una comprobación —dio el teléfono que aparecía en la carpeta de Marshall. Luego esperó con la paciencia de un policía mientras la operadora ponía en marcha su ordenador—. Gracias —colgó y se volvió hacia los tres hombres—. Bar Island —informó—. Iremos en mi barco.
Mientras sus hombres se preparaban para cruzar la bahía, las mujeres Calhoun se reunían en la torre de Bianca.
—Y bien —comenzó Amanda, con bloc de notas y lápiz—. ¿Qué es lo que sabemos?
—Trent ha estado comprobando las carpetas personales —aportó C. C.—. Afirmó que había algún problema con la retención de impuestos, pero es mentira.
—Interesante —murmuró Lilah—. Esta mañana Max me impidió ir al ala oeste. Mi intención era ver cómo marchaban las cosas, y me puso todo tipo de excusas blandas de por qué no debería distraer a los hombres mientras trabajaban.
—Y Sloan guardó un par de carpetas en un cajón, que cerró nada más entrar yo anoche en la habitación —Amanda martilleó el bloc con el lápiz—. Si de verdad están comprobando a los obreros, ¿qué es lo que querrían que no supiéramos?
—Creo que tengo una idea —comentó Suzanna. Llevaba dándole vueltas todo el día—. Anoche me enteré de que habían entrado en la cabaña de Holt para espiar —las tres la ametrallaron a preguntas—. Esperad —alzó una mano—, Holt estaba irritado conmigo, razón por la que salió el tema. Lo cual lo irritó aún más. Pero me contó, porque quería asustarme para que me retirara, que había sido Livingston.
—Lo que significa —concluyó Amanda—, que nuestro viejo amigo sabe que Holt está relacionado con el asunto. ¿Quién más lo sabe aparte de nosotros? —a su manera organizada, comenzó a apuntar nombres.
—Oh, olvida eso —indicó Lilah con un movimiento displicente de la mano—. Nadie lo sabe salvo la familia. Ninguno de nosotros lo ha mencionado fuera.
—Quizá lo averiguó de la misma manera que lo hizo Max —sugirió C. C.—. Por la biblioteca.
—Es posible —Amanda lo apuntó—. Pero tiene los papeles desde hace semanas. ¿Cuándo entró en la cabaña de Holt?
—Hace un par de semanas, pero no creo que haya realizado la conexión de esa manera. Creo que la obtuvo de nosotros.
Se produjo una discusión instantánea. Suzanna se puso de pie y alzó ambas manos para cortarla.
—Escuchad, ya hemos acordado que nadie ha hablado de ello fuera de la casa. Y hemos convenido que los hombres intentan evitar que nos enteremos de que están investigando a los obreros. Lo que significa…
—Lo que significa —interrumpió Amanda y cerró los ojos—, que el canalla trabaja para nosotros. Es como una mosca en la pared, que puede recabar pequeñas piezas de información, echar un vistazo por la casa. Estamos tan acostumbrados a ver obreros, que no le echaríamos un segundo vistazo.
—Creo que Holt ya ha llegado a esa conclusión —Suzanna volvió a levantar las manos—. La cuestión es, ¿qué hacemos al respecto?
—Mañana le alegraremos el día a los obreros y visitamos la obra —Lilah se irguió en el mirador—, no sé qué aspecto habrá adoptado esta vez, pero lo conoceré si me acerco lo suficiente —zanjado ese tema, volvió a recostarse—. Y ahora, Suzanna, ¿por qué no nos cuentas cuándo te pidió el chico malo de Bradford que te cases con él?
—¿Cómo lo sabías? —Suzanna sonrió.
—Para ser un ex poli, tiene buen gusto en las joyas —tomó la mano de su hermana para exhibirla ante las otras mujeres.
—Anoche —respondió mientras la abrazaban y besaban—. Esta mañana se lo dijimos a los chicos.
—La tía Coco se va a subir por las paredes —C. C. apretó el hombro de Suzanna—. Las cuatro casadas en cuestión de meses. Estará en el cielo de las celestinas.
—Lo único que necesitamos ahora es meter a ese enfermo detrás de unos barrotes y encontrar las esmeraldas —Amanda se secó una lágrima—. ¡Oh, no! ¿Os dais cuenta de lo que significa esto?
—Que tendrás que organizar otra boda —respondió Suzanna.
—No solo eso. Significa que vamos a tener que quedarnos con la tía Colleen hasta que se haya tirado el arroz.
Holt regresó a Las Torres de malhumor. Habían dado con la casa. Vacía. No tuvieron dudas de que Livingston vivía allí. Había entrado con sigilo para inspeccionar el lugar con meticulosidad. Habían encontrado los papeles Calhoun robados, las listas que había hecho el ladrón y una copia de los planos originales de Las Torres.
También habían localizado una copia mecanografiada de la agenda semanal de cada una de las mujeres, junto con comentarios manuscritos que no dejaban dudas sobre el hecho de que Livingston había seguido y observado a cada una de ellas. Había un inventario de las habitaciones que había inspeccionado y de los artículos que consideraba lo bastante valiosos como para robar.
Habían esperado una hora su regreso, luego, incómodos por haber dejado solas a las mujeres, le transmitieron la información a Koogar. Mientras la policía sometía a vigilancia la casa alquilada de Bar Island, Holt y sus compañeros regresaron a Las Torres.
Ya solo era cuestión de esperar. Era algo que había aprendido a hacer bien durante sus años en el departamento de policía. Pero en ese momento no se trataba de un trabajo, y cada momento lo crispaba más.
—Oh, mi querido muchacho —Coco voló hacia él nada más entrar en la casa.
La tomó por las robustas caderas mientras ella lo llenaba de besos.
—Eh —fue lo único que pudo decir mientras la mujer lloraba sobre su hombro. Notó que su pelo ya no era negro, sino de un rojo fuego—. ¿Qué le ha hecho al pelo?
—Oh, era hora de cambiar —se echó para atrás con el fin de limpiarse la nariz con el pañuelo que llevaba en la muñeca, para luego volver a caer en sus brazos.
Impotente, Holt le palmeó la espalda y miró a los hombres sonrientes que lo rodeaban en busca de ayuda.
—Le sienta bien —aseguró, preguntándose si lloraba por eso—. De verdad.
—¿Te gusta? —volvió a apartarse y se lo ahuecó—. Pensé que necesitaba un toque divertido, y el rojo es tan hermoso —enterró la cara en el pañuelo empapado—. Soy tan feliz —sollozó—. Tan feliz. Verás, lo había esperado. Y las hojas de té indicaban que funcionaría, aunque no pude evitar preocuparme. Ella lo ha pasado tan mal, y también sus dulces y pequeños hijos. Ahora todo va a salir bien. Pensé que podría ser Trent, pero C. C. y él formaban una pareja tan perfecta. Luego Sloan y Amanda. Después, casi antes de que pudiera parpadear, nuestros queridos Max y Lilah. ¿Es extraño que me sienta abrumada?
—Supongo que no.
—Y pensar que hace tantos años tú traías langostas a la entrada de servicio. Y aquella ocasión en que cambiaste para mí una rueda de mi coche y fuiste demasiado orgulloso para dejar que te diera las gracias. Y ahora, ahora, vas a casarte con mi pequeña.
—Felicidades —Trent sonrió y palmeó la espalda de Holt mientras Max sacaba un pañuelo seco para Coco.
—Bienvenido a la familia —Sloan le ofreció una mano—. Imagino que sabes en qué te estás metiendo.
—Empiezo a comprenderlo —repuso Holt mientras estudiaba a la llorosa Coco.
—Dejad de dar tantos maullidos —Colleen bajó por la escalera—. Podía oír vuestros gimoteos hasta en mi habitación. Por el amor del cielo, llevaos esa mata de pelo rojo a la cocina —indicó con el bastón—. Dadle té hasta que recupere la cordura. Fuera, todos vosotros —añadió—. Quiero hablar con este muchacho.
«Son como ratas abandonando un barco que se hunde», pensó Holt mientras lo dejaban solo. Colleen le indicó que lo siguiera y se dirigió hacía el salón.
—Así que piensas que te vas a casar con mi sobrina nieta.
—No. Voy a casarme con ella.
—Te diré una cosa, como no te comportes mejor que esa basura con la que se casó la primera vez, responderás ante mí —se sentó, complacida con el joven—. ¿Cuáles son tus planes?
—¿Mis qué?
—Planes —repitió con impaciencia—. Ni sueñes con que te vas a pegar a mi dinero cuando te pegues a ella.
Él entrecerró los ojos, lo que satisfizo aún más a Colleen.
—Puede tomar su dinero y…
—Muy bien —asintió con aprobación—. ¿Cómo piensas mantenerla?
—No necesita que la mantengan. Y no necesita que usted ni nadie más se meta en sus cosas. Lo ha hecho muy bien por su cuenta, mejor que bien. Salió del infierno y logró recomponer su vida, cuidar de sus hijos e iniciar un negocio. Lo único que va a cambiar es que va a dejar de matarse a trabajar, y los chicos tendrán a alguien que quiere ser su padre. Puede que yo no sea capaz de darle diamantes ni llevarla a fiestas sofisticadas, pero la haré feliz.
Colleen martilleó los dedos sobre la empuñadura del bastón.
—Lo harás. Si tu abuelo se pareció en algo a ti, no me extraña que mi madre lo amara. Entonces… —fue a levantarse, pero en ese momento vio el retrato sobre la repisa. Donde había estado la cara severa de su padre se veía la hermosa de su madre—. ¿Qué hace eso ahí?
Holt metió las manos en los bolsillos.
—Me pareció que ese era su sitio natural. Ahí es donde mi abuelo habría querido que estuviera.
—Gracias —se dejó caer otra vez en el sillón. Tenía la voz ahogada, pero su mirada permanecía intensa—. Y ahora vete. Quiero estar sola.
La dejó, sorprendido de ver que empezaba a encariñarse con ella. Aunque no deseaba participar en otra escena, fue a la cocina a preguntarle a Coco dónde podía encontrar a Suzanna.
Pero él mismo la encontró siguiendo la música que llegaba hasta el recibidor. Estaba sentada al piano y tocaba una melodía cautivadora que Holt no reconoció. Aunque la música era triste, Suzanna sonreía. Cuando ella alzó la vista, sus dedos se quedaron quietos, pero no perdió la sonrisa.
—No sabía que tocaras el piano.
—Todas recibimos clases. Yo fui la única que continuó estudiándolo —tomó la mano de Holt—. Esperaba que tuviéramos un momento a solas, para que pudiera decirte lo maravilloso que habías estado esta mañana con los niños.
Sin soltarle los dedos, estudió el anillo que le había regalado.
—Estaba nervioso —rio un poco—. No sabía cómo se lo iban a tomar. Cuando Jenny me preguntó si podía llamarme papi… es gracioso con qué rapidez te puedes enamorar. Creo que ahora comprendo lo que sentiría un padre y lo que haría para garantizar que sus hijos estuvieran a salvo. Me gustaría tener más. Sé que necesitarás meditarlo, y no quiero que pienses que Jenny y Alex van a importarme menos.
—No tengo que meditarlo —le besó la mejilla—. Siempre he querido tener una familia grande.
La abrazó y Suzanna apoyó la cabeza en su hombro.
—Suzanna, ¿sabes dónde estaba el cuarto de los niños cuando Bianca vivía aquí?
—En la segunda planta del ala este. Desde que tengo uso de memoria se utiliza como almacén —se irguió—. ¿Crees que escondió allí el collar?
—Creo que lo escondió en algún lugar donde Fergus no miraría. Y no lo imagino pasando mucho tiempo en el cuarto de los niños.
—No, pero lo lógico es que alguien lo hubiera encontrado ya. No sé por qué digo eso —corrigió—. La habitación está llena de cajas y muebles viejos.
—Muéstramela.
Era peor de lo que él había imaginado. Era un desastre, incluso pasando por alto las telarañas y el polvo. Cajas, alfombras enrolladas, mesas rotas, lámparas sin pantallas, eso y más cubría cada centímetro de espacio. Mudo, se volvió hacia Suzanna, quien le sonrió con timidez.
—Se acumulan muchas cosas en ochenta y tantos años —lo informó—. Casi todo lo valioso ya se ha sacado, y mucho se vendió cuando estábamos… bueno, cuando las cosas eran difíciles. Esta planta ha permanecido cerrada mucho tiempo, ya que no podíamos permitirnos el lujo de tener calefacción aquí.
—Será mejor que empecemos.
Trabajaron durante dos fatigosas y polvorientas horas. Encontraron un parasol roto, una asombrosa colección de objetos eróticos del siglo diecinueve, un baúl lleno de ropa mohosa de los años veinte y una caja llena de juguetes, una locomotora en miniatura y una muñeca de trapo triste y descolorida. Entre esas cosas había unos bonitos cuentos de hadas que Suzanna apartó.
—No creo que Fergus llevara una casa muy ordenada tras la muerte de Bianca. Si alguna de estas cosas pertenecieron a sus hijos, apuesto que la niñera las habría guardado. A él le habría importado poco.
—Sí —le quitó una telaraña del pelo—. ¿Por qué no te tomas un descanso?
—Estoy bien.
Era inútil recordarle que llevaba trabajando todo el día, de modo que empleó otra táctica.
—Me gustaría beber algo. ¿Crees que Coco tendrá algo frío en la nevera… y quizá un sándwich para acompañarlo?
—Claro. Iré a ver.
Sabía que su tía insistiría en preparar el refrigerio, por lo que Suzanna dispondría de ese rato para sentarse y no hacer nada.
—Que sean dos —añadió, dándole un beso.
—Bien —se levantó y se estiró—. Es triste pensar en esos tres niños, acostados aquí sabiendo que su madre nunca más volvería a arroparlos. Hablando de lo cual, será mejor que vaya a arropar a los míos antes de volver aquí.
—Tómate tu tiempo —ya había empezado a abrir otra caja.
Salió sintiéndose melancólica por los hijos de Bianca. El pequeño Sean, que apenas gatearía entonces; Ethan, que crecería para ser padre de su padre, y Colleen, que en ese momento se hallaba abajo sin duda cuestionando algo que había hecho Coco. No sabía como alguna vez había sido una pequeña dulce…
«Una pequeña», pensó, deteniéndose en el rellano de la primera planta. La hija mayor habría tenido cinco o seis años al morir su madre. Cambió de rumbo y llamó a la puerta de su tía abuela.
—Pasa, maldición. No pienso levantarme.
—Tía Colleen —entró, divertida al ver que la anciana se hallaba enfrascada leyendo una novela romántica—. Lamento molestarte.
—¿Por qué? Nadie más lo lamenta.
Suzanna se mordió la lengua.
—Quería saber si el verano… aquel último verano, ¿seguías en la habitación de los niños con tus hermanos?
—No era un bebé; podía tener mi habitación propia.
—¿Estaba cerca de la habitación de tus hermanos? —instó, tratando de contener el entusiasmo.
—En el otro extremo del ala este. Estaba la habitación de los niños, la de la niñera, el cuarto de baño de los niños, y los tres dormitorios que se reservaban para hijos de invitados. Yo tenía la habitación del rincón en lo alto de las escaleras —observó el libro ceñuda—. El verano siguiente me trasladé a uno de los cuartos de invitados. No quería dormir en la habitación que mi madre había decorado para mí, sabiendo que jamás volvería a entrar para verme.
—Lo siento. Cuando Bianca te contó que os ibais a ir, ¿lo hizo en tu habitación?
—Sí. Dejó que eligiera alguno de mis vestidos favoritos, luego fue ella quién los guardó en la maleta.
—Supongo que después… volveríais a sacarlos.
—Nunca más me puse esos vestidos. No quise hacerlo. Metí el baúl bajo mi cama.
—Comprendo —había esperanza—. Gracias.
—Estarán devorados por las polillas —gruñó Colleen cuando Suzanna se marchaba. Pensó en su vestido favorito de muselina blanca con faja de satén azul y con un suspiro salió a caminar por la terraza.
Suzanna subió las escaleras a la carrera. Los sándwiches tendrían que esperar. Empujó la puerta del viejo dormitorio de Colleen. También se había dedicado para almacenar cosas, pero al ser más pequeño que el cuarto general de los niños, se hallaba menos atestado.
No se molestó con las cajas. Buscaba un baúl de viaje, adecuado para una niña pequeña. «¿Qué mejor lugar que ese?», pensó mientras apartaba una caja con la etiqueta de «Cortinas de Invierno». A Fergus no le había importado su hija. Ni se habría molestado en hurgar en un baúl con vestidos, en particular cuando dicho baúl había sido guardado por una niña traumatizada.
Sabía que podía estar en cualquier parte. Pero el mejor sitio para empezar a buscarlo era su fuente original.
El corazón le palpitó con fuerza cuando dio con un baúl viejo con correas de cuero. Lo abrió y encontró rollos de tela envueltos en papel fino. Pero ningún vestido de niña. Ni esmeraldas.
Como la luz iba menguando, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de continuar llamaría a Holt y buscaría una linterna. En la penumbra, se dio un golpe intenso en la espinilla. Maldiciendo, bajó la vista y vio el baúl.
En el pasado había sido de un blanco resplandeciente, pero en ese instante se veía apagado por el polvo y el paso del tiempo. Unas cajas apiladas encima casi lo ocultaban. Se arrodilló a la luz tenue y lo limpió. Dobló los dedos temblorosos y lo abrió.
La invadió el aroma a lavanda, sellada en el interior quizá décadas. Alzó el primer vestido, una prenda de muselina blanca con volantes, con una descolorida faja azul a la cintura. Lo depositó con cuidado a un lado y sacó otro. Había leotardos y cintas, lazos bonitos y un camisón con encajes. Y allí en el fondo, junto a un osito de peluche, un estuche y una caja.
Se llevó una mano trémula a los labios y despacio la bajó para levantar el libro.
«Su diario», pensó mientras las lágrimas le nublaban los ojos. El diario de Bianca. Casi sin respirar, pasó la primera página.
Bar Harbor, Maine.
12 de junio de 1912.
Lo vi sobre los riscos que daban a Frenchman Bay.
Soltó el aire y apoyó el libro en el regazo. No era algo que debiera leer sola. Esperaría hasta que toda la familia estuviera reunida. Con el corazón martilleándole en el pecho, introdujo la mano para alzar el estuche. Con ojos húmedos lo abrió y descubrió las esmeraldas de Bianca.
Palpitaban como soles verdes, llenas de pasión y vida. Levantó el collar, sus tres hileras gloriosas y sintió el calor en las manos. Oculto durante ochenta años, con esperanza y desesperación, en ese momento era libre. La penumbra de la habitación no era rival para sus piedras.
Al arrodillarse con el collar colgando sobre los dedos, metió la mano en el estuche y sacó los pendientes a juego. Prácticamente los había olvidado. Eran hermosos, exquisitos, pero el collar dominaba.
Aturdida, contempló el poder que había en sus manos. Comprendió que no eran solo joyas. Distaban mucho de ser únicamente piedras hermosas. Representaban la pasión, la esperanza y los sueños de Bianca. Desde el momento en qué guardó el estuche hasta ese instante, cuando las había encontrado una de sus descendientes, habían aguardado hasta volver a ver la luz.
—Oh, Bianca.
—Qué visión maravillosa.
Alzó la cabeza con brusquedad al oír la voz. Se hallaba en el umbral, poco más que una sombra. Cuando entró en la habitación, vio el destello de la pistola que sostenía en la mano.
—La paciencia da sus frutos —dijo Livingston—. Os vi a ti y al poli entrar en la habitación del otro lado del pasillo. He perdido bastantes horas de sueño para investigar estos cuartos por la noche.
Lo miró fijamente mientras se acercaba. No se parecía al hombre que Suzanna recordaba. El color de pelo no era el adecuado, tampoco la forma de la cara. Se levantó muy despacio, sujetando el diario y los pendientes en una mano y el collar en la otra.
—No me reconoces. Pero yo te conozco. Os conozco a todos. Eres Suzanna, una de las mujeres Calhoun que tanto me deben.
—No sé de qué está hablando.
—Tres meses de mi tiempo, y unos cuantos problemas. Luego está la pérdida de Hawkins, desde luego. No era un gran socio, pero era mío. Igual que esas son mías —bajó la vista a las esmeraldas y se le hizo agua la boca. Lo deslumbraron. Eran más que lo que había soñado e imaginado. Eran todo lo que quería. Los dedos que empuñaban el arma le temblaron un poco al alargar la mano. Suzanna se apartó. El hombre enarcó una ceja—. ¿De verdad crees que me las vas a poder negar? Su destino es ser mías. Y cuando así sea, todo lo que son y representan será mío —se acercó más y, mientras ella buscaba la mejor vía de escape, la tomó por el pelo—. Algunas piedras tienen poder —le explicó con suavidad—. La tragedia entra en ellas y las fortalece. La muerte y el dolor las aviva. Hawkins no comprendió eso, pero se trataba de un hombre simple.
—El collar pertenece a los Calhoun —afirmó ella, dándose cuenta de que se enfrentaba a un loco—. Siempre ha sido así y siempre lo será.
Él la sacudió con fuerza. Suzanna habría gritado, pero en ese instante el otro le clavó el cañón del arma en el cuello.
—Me pertenecen a mí. Porque he sido lo bastante inteligente y paciente como para aguardar que cayera en mis manos. En cuanto leí sobre el collar lo supe. Y esta noche al fin es mío.
Suzanna no sabía qué habría hecho, si entregárselo o tratar de razonar. Pero en ese momento su pequeña apareció en la puerta.
—Mami —la voz le temblaba mientras se frotaba los ojos—. Hay truenos y llueve. Se supone que cuando hay truenos tienes que venir a mi lado.
Sucedió deprisa. Él se volvió con el arma. Con todas sus fuerzas, Suzanna lo empujó para bloquearle la mira.
—¡Corre! —le gritó a Jenny—. Ve a buscar a Holt —lo empujó y corrió detrás de su hija. Tuvo que tomar una decisión nada más llegar a la puerta. En cuanto vio que Jenny giraba a la derecha y, eso esperaba, a la seguridad, ella se lanzó en la dirección opuesta.
Se dijo que el otro la seguiría a ella, no a su hija. Porque aún tenía el collar. La siguiente decisión tuvo que tomarla al llegar a la escalera. Bajar para ir con su familia y someterla al mismo riesgo en que se encontraba ella o subir, y estar sola.
Se hallaba a mitad de camino de la subida cuando lo oyó perseguirla. Se sobresaltó cuando una bala impactó en la escayola a unos centímetros de su hombro.
Sin aire, continuó subiendo, y en ese instante oyó los truenos que habían asustado a Jenny. Su único pensamiento era poner tanta distancia como fuera posible entre ese loco y su hija. Sus pisadas resonaron en los escalones metálicos de la escalera que conducía a la torre de Bianca.
Al sentir los dedos de él en el tobillo, soltó un grito de terror y furia y dio una patada para liberarse, luego concluyó la ascensión para encontrar que la puerta estaba cerrada. Estuvo a punto de llorar al lanzar el peso de su cuerpo contra la gruesa madera. Cedió con dolorosa lentitud, luego le permitió caer en su interior. Pero antes de poder cerrarla, él hacía acto de presencia.
Suzanna se preparó para lo peor, convencida de que en segundos sentiría la bala. El otro jadeaba, sudaba y tenía los ojos vidriosos. Un tic le movía la comisura de los labios.
—Dámelos —le temblaba el arma al acercarse. El resplandor de un relámpago hizo que mirara con expresión salvaje en torno a la habitación en penumbra—. Dámelos ahora.
Ella comprendió que el ladrón tenía miedo. De ese cuarto.
—Ha estado antes aquí.
Así era, y había huido despavorido. Había algo en esa habitación, algo que lo odiaba. Reptaba como hielo por su piel.
—Dame el collar y los pendientes o te mataré y me apoderaré de ellos.
—Esta era su habitación —murmuró Suzanna, sin quitarle los ojos de encima—. La habitación de Bianca. Murió cuando su marido la tiró por esa ventana —incapaz de resistirlo, él miró hacia el cristal, luego apartó la vista—. Sigue viniendo aquí, para esperar y contemplar los riscos —oyó, tal como había sabido que pasaría, los pasos de Holt subiendo a toda carrera—. Ahora mismo está aquí. Tómelas —extendió las esmeraldas—. Pero no va a dejar que se marche con ellas.
El rostro del ladrón estaba blanco como los huesos y lo bañaba una capa de sudor cuando alargó la mano hacia las joyas. Tomó el collar, pero en vez del calor que había sentido Suzanna, solo experimentó frío. Y terror.
—Ahora son mías —tembló y trastabilló.
—Suzanna —musitó Holt desde la puerta—. Aléjate de él —sostenía su arma con ambas manos—. Aléjate —repitió—. Despacio.
Ella retrocedió un paso, luego dos, pero Livingston no le prestó atención. Se pasaba la mano que empuñaba el arma por los labios resecos.
—Se ha acabado —le dijo Holt—. Suelta el arma y aléjala de ti con el pie —pero Livingston seguía contemplando el collar con respiración entrecortada—. Suéltalo —Holt se acercó—. Sal de aquí, Suzanna.
—No, no pienso dejarte.
No tenía tiempo para maldecir. Aunque estaba preparado para matar, vio que al hombre no le preocupaba el arma que lo apuntaba ni la idea de huir. Solo observaba las esmeraldas y temblaba.
Holt alargó la mano para asir la muñeca del otro que sostenía el arma.
—Se ha acabado —repitió.
—Son mías —salvaje por la ira y el miedo, Livingston dio un salto.
Disparó una vez al techo antes de que Holt lo desarmara. Incluso entonces se debatió, pero la lucha fue breve. Al sonar el siguiente trueno, emitió un aullido en el momento en que los demás entraban en la habitación. Desorientado o aterrado, aturdido por el puñetazo que le había propinado Holt en el mentón o perdida ya la cordura, giró en redondo.
Se oyó el estrépito del cristal al romperse. Luego un sonido que Suzanna jamás olvidaría. El grito de un hombre asustado. Cuando Holt saltó tras él con la intención de salvarlo, Livingston atravesó la ventana rota y cayó sobre las rocas bañadas por la lluvia.
—Dios mío —Suzanna pegó la espalda a la pared, con las manos sobre la boca para evitar sus propios gritos. Había brazos a su alrededor y voces entremezcladas. Su familia entró en la habitación de la torre. Se agachó junto a sus hijos y les llenó la cara de besos—. No pasa nada —los tranquilizó—. Ya ha terminado todo. No hay nada que temer —alzó los ojos hacia Holt. La miraba con el espacio negro a su espalda, el resplandor de las esmeraldas a sus pies—. Todo está bien. Os llevaré abajo.
—Los llevaremos abajo —Holt enfundó la pistola.
Una hora más tarde, cuando los niños dormían otra vez tranquilos, la tomó del brazo y la sacó a la terraza. Todo el miedo y la furia que había sentido desde que Jenny había aparecido corriendo y gritando por el pasillo se manifestaron en ese momento.
—¿Qué diablos creías que hacías?
—Tenía que mantenerlo lejos de Jenny —pensó que estaba calmada, pero las manos empezaron a temblarle—. De pronto tuve una idea sobre las esmeraldas. Fue muy sencilla. Y las encontré. Y entonces apareció él… y Jenny. Tenía un arma y, Dios, Dios, pensé que iba a matar a mi pequeña.
—De acuerdo, de acuerdo —musitó Holt. Ella se aferró a él con la cara empañada por las lágrimas que no quiso contener—. Los niños están bien, Suzanna. Nadie va a hacerles daño. Ni a ti.
—No sabía qué otra cosa hacer. No intentaba ser valiente o estúpida.
—Fuiste ambas cosas. Te amo —le enmarcó la cara entre las manos y la besó—. ¿Te ha hecho daño?
—No —se secó los ojos—. Me persiguió hasta la torre y entonces… se quebró. Ya viste cómo se encontraba cuando entraste.
—Sí —a medio metro de ella, con una pistola en la mano. Holt cerró los dedos sobre los hombros de Suzanna—. No vuelvas a asustarme de esta manera.
—Trato hecho —frotó la mejilla de él contra la suya—. Se ha terminado, ¿verdad?
Le dio un beso en la coronilla.
—No ha hecho más que empezar.