Holt nunca se había sentido más ridículo en la vida. Iba a tomar parte de una sesión espiritista. Y si eso no era bastante malo, antes de que acabara la noche iba a pedirle a la mujer, que en ese momento se reía de él, que fuera su mujer.
—No es un pelotón de fusilamiento —riendo, Suzanna le palmeó la mejilla—. Relájate.
—Es una absoluta estupidez, eso es lo que es —desde un extremo de la mesa, Colleen observó ceñuda a todos—. La idea de hablar con espíritus… bobadas. Y tú… —apuntó a Coco con un dedo—. No es que alguna vez tuvieras algo de sentido común en esa cabeza de chorlito, pero habría pensado que hasta tú sabrías que no era lógico despertar a las chicas por semejante insensatez.
—No es una insensatez —como siempre, la mirada acerada la hizo temblar, pero se sentía bastante a salvo con la extensión de la mesa separándolas—. Ya lo verás una vez que empecemos.
—Lo que veo es una mesa de chalados —aunque su rostro se mantuvo severo, se le derritió el corazón al levantar la vista hacia el retrato de su madre, que habían colgado sobre la chimenea—. Te ofrezco diez mil por él.
—No está en venta.
—Si crees que vas a engatusarme, joven, te equivocas. Sé reconocer un timo.
Le sonrió. Habría dado hasta el último centavo a favor de que ella misma había organizado más de uno.
—No lo vendo.
—Además, vale mucho más —intervino Lilah, incapaz de seguir en silencio—. ¿No es verdad, profesor?
—Bueno, en realidad, sí —Max se aclaró la garganta—. La primera época de Christian Bradford está subiendo de valor. Hace dos años en Sotheby’s, uno de sus paisajes marinos alcanzó los treinta y cinco mil dólares.
—¿Y tú qué eres? —espetó Colleen—. ¿Su agente?
—No, señora —Max contuvo una sonrisa.
—Entonces, cállate. Quince mil, y ni un centavo más.
—No estoy interesado —Holt se pasó la lengua por los dientes.
—Tal vez si nos ocupáramos del asunto que nos ha reunido —Coco contuvo el aliento, a la espera de la cólera de su tía. Cuando Colleen solo farfulló algo apagado y frunció el ceño, se relajó—. Amanda, querida, enciende las velas. Ahora todos debemos tratar de vaciar nuestras mentes de preocupaciones, de dudas. Concentrémonos en Bianca —cuando las velas ardieron y la luz se apagó, echó un último vistazo alrededor de la mesa—. Juntad las manos.
Holt gruñó en voz baja, pero tomó la mano de Suzanna en la derecha y la de Lilah en la izquierda.
—Concentraos en el cuadro —susurró Coco, cerrando los ojos para llevarlo a su mente, ya que lo tenía en la pared a su espalda—. Está cerca de nosotros, muy cerca. Quiere ayudar.
Holt dejó que su mente vagara porque eso lo ayudaba a olvidar lo que hacía. Trató de imaginar cómo sería cuando Suzanna y él se hallaran a solas en la cabaña. Había comprado velas con olor a jazmín.
En la nevera se enfriaba champán. Incluso en ese momento el estuche le quemaba un agujero en el bolsillo.
«Esta noche daré el paso», pensó. Las palabras saldrían exactamente como las había planeado. Sonaría música. Ella abriría el estuche, miraría dentro…
Las manos de Suzanna estaban cubiertas de esmeraldas. Frunció el ceño y se sacudió mentalmente. Eso no estaba bien. No le había comprado esmeraldas, pero la imagen era muy nítida… Suzanna de rodillas sosteniendo unas esmeraldas. Tres hileras resplandecientes flanqueadas por unos diamantes helados en cuyo centro refulgía una piedra con forma de lágrima de un verde soñador.
El collar Calhoun. Sintió frío en el cuello y no le prestó atención. Había visto la foto que Max había encontrado en el viejo libro de la biblioteca. Sabía que aspecto tenían las esmeraldas. Era la atmósfera, el silencio vibrante y las velas que titilaban lo que hacía que pensara en ellas. Eso había hecho que las viera.
No creía en visiones. Pero cuando cerró los ojos para despejar su mente, esa visión parecía estar grabada allí. Suzanna de rodillas en el suelo con esmeraldas que colgaban de sus dedos.
Sintió una mano en el hombro y giró la cabeza. No había nadie, solo un juego de sombras y luz provocado por las velas. Pero la sensación persistió, con una urgencia que le erizó el vello de la nuca.
«Es una locura», se dijo. Y ya era hora de poner fin a tanta insensatez.
—Escuchad —comenzó. Y el retrato de Bianca se desplomó al suelo.
Coco soltó un chillido y se levantó de un salto de la silla.
—Santo cielo. Santo cielo —murmuró, dándose palmaditas sobre el acelerado corazón.
Amanda fue la primera en ponerse en movimiento.
—Oh, espero que no se haya dañado.
—No lo creo —Lilah soltó la mano de Holt—. ¿Y tú?
La mirada clara y firme lo puso incómodo. Sin prestarle atención, se volvió hacia Suzanna. Sentía su mano helada.
—¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado?
—Nada —pero tuvo un veloz escalofrío—. Creo que será mejor que compruebes el retrato.
Se incorporó para acercarse a los demás que se encontraban en cuclillas. Al agacharse, Suzanna miró en dirección a su tía abuela, en el otro extremo de la mesa. La piel blanca de Colleen había palidecido como el cristal. Tenía los ojos húmedos. Sin decir una palabra, Suzanna se levantó y le sirvió un brandy.
—No pasa nada —susurró, apoyando una mano en el hombro delgado.
—El marco se ha resquebrajado —Sloan pasó un dedo por la grieta antes de ponerse de pie—. Es curioso que cayera de esa manera. Esos clavos son robustos.
Holt iba a descartar el comentario, pero al inclinarse para ver por dónde se había separado el marco de la madera de sujeción, se quedó muy quieto.
—Hay algo entre el lienzo y la parte de atrás —alzó el retrato y lo depositó cara abajo sobre la mesa—. Necesito un cuchillo.
Sloan sacó su navaja de bolsillo y se la ofreció. Holt realizó un corte fino y largo justo debajo de la grieta del marco y extrajo varias hojas de papel.
—¿Qué es? —preguntó Coco con voz amortiguada por las manos que se había llevado a la boca.
—Es la caligrafía de mi abuelo —lo embargó la emoción—. Parece una especie de diario. Es de mil novecientos sesenta y cinco.
—Siéntate, querido —Coco apoyó una mano en su hombro—. Trent, ¿quieres servir el brandy? Yo prepararé té para C. C.
No necesitaba sentarse y esperaba que la copa le diera firmeza. Por el momento, solo podía contemplar fijamente los papeles y ver a su abuelo. Sentado en el porche de atrás de la cabaña con la vista clavada en el agua. De pie en el ático mientras pintaba. Paseando por los riscos, contándole historias a un joven.
Cuando Suzanna regresó para apoyar una mano en la suya, giró la palma y le tomó los dedos.
—Ha estado aquí todo este tiempo y yo no lo supe.
—No tenías que saberlo —musitó ella—. Hasta esta noche —cuando la miró, le apretó la mano—. Algunas cosas hemos de aceptarlas con fe. Algo sucedió esta noche. Algo te inquietó.
—Te lo contaré. Pero todavía no.
Compuesta, Coco llevó el té y luego se sentó.
—Holt, sea lo que fuere lo que escribió tu abuelo, te pertenece a ti. Nadie aquí te pedirá que lo compartas. Si después de leerlo sientes que prefieres guardártelo para ti, lo comprenderemos.
Él volvió a contemplar los papeles, luego alzó la primera hoja.
—Lo leeremos juntos —respiró hondo sin soltar la mano de Suzanna—. «En cuanto la vi, mi vida cambió».
Nadie habló mientras Holt leía las memorias de su abuelo. Pero alrededor de la mesa las manos volvieron a unirse. No había más sonido que el de la voz de él y el viento entre los árboles más allá de las ventanas. Cuando terminó, en la habitación imperó el silencio.
Lilah habló primero, con la voz espesa por las lágrimas.
—Nunca dejó de amarla. La amó siempre, a pesar de continuar con su vida.
—Lo que debió sentir al venir aquí aquella noche y descubrir que ya no estaba —Amanda apoyó la cabeza en el hombro de Sloan.
—Pero él tenía razón —Suzanna vio que una de sus lágrimas caía en el dorso de la mano de Holt—. Ella no se suicidó. No pudo haberlo hecho. No solo lo amaba demasiado, sino que habría tolerado cualquier cosa para proteger a sus hijos.
—No, no saltó —susurró Colleen. Alzó la copa con mano temblorosa, y luego volvió a bajarla—. Jamás he hablado de aquella noche… con nadie. Con los años a veces he pensado que lo que vi fue un sueño. Una pesadilla terrible, terrible —decidida, se aclaró la visión borrosa y fortaleció la voz—. Su Christian la entendía. No habría podido escribir sobre ella de esa manera sin conocer su corazón. Era hermosa, pero también era amable y generosa. Jamás me han querido como me quiso mi madre. Y nunca he odiado como odié a mi padre.
Irguió los hombros. La carga ya se había mitigado.
—Yo era demasiado joven para entender su infelicidad o desesperación. En aquellos días un hombre gobernaba en su casa y en su familia según le apetecía. Nadie osaba cuestionar a mi padre. Pero recuerdo el día en que mi madre trajo el cachorro a casa, el pequeño animal que mi padre no aceptó en su hogar. Ella nos dijo que nos fuéramos arriba, pero yo me escondí en lo alto de las escaleras y escuché. Nunca antes la había oído alzarle la voz a él. Fue valiente. Y él cruel. No entendí los nombres con los que la llamó. Entonces.
Hizo una pausa para beber otra vez, ya que tenía la garganta seca y el recuerdo era amargo.
—Me defendió contra él, sabiendo como incluso yo sabía que por ser mujer apenas me toleraba. Cuando se marchó de casa después de la discusión, me alegré. Aquella noche recé para que no volviera nunca. Al día siguiente mi madre me dijo que íbamos a hacer un viaje. Aún no se lo había contado a mis hermanos, pero yo era la mayor. Quería que comprendiera que ella iba a cuidar de nosotros, que nada malo iba a suceder.
»Entonces él volvió. Supe que mi madre estaba inquieta, incluso asustada. Me dijo que me quedara en mi habitación hasta que fuera a buscarme. Pero no apareció. Se hizo tarde, y había una tormenta. Quería a mi madre —juntó los labios—. No estaba en su habitación, así que subí a la torre, donde a menudo pasaba tiempo conmigo. Al subir con sigilo los oí. La puerta estaba abierta. Tenía lugar una discusión terrible. Él estaba loco de furia. Ella le dijo que ya no pensaba vivir a su lado, que no quería nada de él, salvo a sus hijos y su libertad.
Como Colleen temblaba, Coco se levantó y fue a tomarle la mano.
—La golpeó. Oí la bofetada y corrí a la puerta. Pero tenía miedo, demasiado, para entrar. Ella se había llevado una mano a la mejilla y sus ojos centelleaban. No de miedo, sino de furia. Siempre recordaré que al final no albergó ningún temor. Él la amenazó con el escándalo. Le gritó que si dejaba la casa nunca más volvería a ver a sus hijos. Que jamás iba a dejar que arruinara su reputación. Que nunca representaría un obstáculo en el camino de sus ambiciones.
Aunque le temblaban los labios, alzó el mentón.
—Ella no suplicó. No lloró. Lo golpeó con las palabras —se llevó una mano a la boca para controlar sus lágrimas—. Estuvo magnífica. Nunca le arrebatarían a sus hijos y al cuerno con el escándalo. ¿Es qué creía que le importaba lo que la gente pensara de ella? ¿Es que creía que temía su poder para que la sociedad la aislara? Se llevaría a sus hijos y reharían su vida allí donde pudieran ser queridos. Creo que fue eso lo que lo volvió loco. La idea de que eligiera a otro hombre por encima de él. De él, Fergus Calhoun. Que le tirara a la cara su dinero, posición y poder, en vez de inclinarse ante sus deseos. La agarró y la alzó en el aire, sacudiéndola y gritándole mientras la cara se le ponía morada de furia. Creo que entonces yo grité, y al oírme ella comenzó a luchar. Al golpearlo, él la tiró a un lado. Oí el ruido del cristal. Él corrió hacia ella, gritando, pero mamá ya había caído. No sé cuánto tiempo estuvo allí mientras el viento lo azotaba y la lluvia entraba en la torre. Pasó a mi lado sin verme. Me acerqué a la ventana rota y miré abajo hasta que vino la niñera y me sacó de allí.
Coco besó el cabello blanco, que acarició con suavidad.
—Ven conmigo, querida. Te llevaré arriba. Lilah te traerá una taza de té.
—Sí, en seguida lo preparo —Lilah se secó las mejillas—. ¿Max?
—Te acompañaré —le rodeó la cintura con el brazo mientras Coco conducía a la hija de Bianca fuera de la estancia.
—Pobrecita —murmuró Suzanna y apoyó la cabeza en el hombro de Holt mientras se alejaban de Las Torres—. Haber presenciado algo tan horrible, haber tenido que vivir con ello toda su vida. Pienso en Jenny…
—No lo hagas —apoyó una mano firme sobre la suya—. Tú escapaste. Bianca no —aguardó un momento—. Lo sabías, ¿verdad? Antes de que Colleen contara la historia.
—Sabía que no se había suicidado. No sé explicarte cómo, pero lo supe esta noche. Fue como si la tuviera justo detrás de mí.
Holt pensó en la sensación de tener una mano en el hombro.
—Quizá la tuvieras. Después de una noche como esta, me cuesta convencerme de que la caída del cuadro fue una coincidencia.
—Fue hermoso lo que tu abuelo escribió sobre ella —Suzanna cerró los ojos—. Si nunca encontramos las esmeraldas, tenemos eso… sabremos que ella tuvo eso. Cuesta creer que amar así sea posible —suspiró—. No quiero pensar en la tragedia o la tristeza, sino en el tiempo que dispusieron juntos. En ellos bailando entre las flores silvestres.
Holt pensó en que nunca había bailado con ella a la luz del sol. En que no le había leído poesía ni le había prometido amor eterno.
Al llegar a la cabaña, Holt se inclinó por delante de ella.
—¿Qué haces? —preguntó Suzanna sorprendida.
—Te abro la puerta —la empujó—. Si hubiera bajado para hacerlo, no habrías esperado.
—Gracias —divertida, bajó.
—De nada —después de introducir la llave en la puerta delantera, la mantuvo abierta para ella.
Con expresión seria, Suzanna inclinó la cabeza al pasar delante.
—Gracias —Holt dejó que la mosquitera se cerrara. Con las cejas enarcadas, ella estudió la habitación—. Has hecho algo diferente.
—La limpié —musitó.
—Oh. Se ve muy bien. ¿Sabes, Holt?, quería preguntarte si crees que Livingston sigue en la isla.
—¿Por qué? ¿Ha sucedido algo?
—No —repuso moviéndose por la habitación ante la respuesta demasiado brusca de él—. Me preguntaba dónde estaría, cual podría ser su siguiente movimiento —pasó un dedo por una de las velas que Holt había comprado—. ¿Tienes alguna idea?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Tú eres el experto en el tema.
—Y te dije que me dejaras a Livingston a mí.
—Y yo que no podía hacerlo. Quizá empiece a hacer indagaciones por mi cuenta.
—Inténtalo, y te esposaré y te encerraré en un armario.
—La contrapartida urbana de atar a una estaca —murmuró—. No tendría que intentarlo si me contaras lo que sabes. O lo que piensas.
—¿Qué es lo que ha sacado este tema?
—Como disponemos de un poco de tiempo —movió un hombro—, pensé que podríamos hablar de ello.
—¿Por qué no te sientas? —sacó el mechero.
—¿Qué haces?
—Encender las velas —sentía que los nervios se le tensaban—. ¿Qué parece que estoy haciendo?
Ella se sentó y juntó las manos.
—Como te veo tan nervioso, he de asumir que sí conoces algo.
—No tienes que asumir nada salvo que me estás irritando —se dirigió al equipo de música.
—¿Estás muy cerca? —preguntó cuando un saxo llenó la atmósfera.
—No estoy en ninguna parte —como era una mentira, decidió atemperarla con parte de la verdad—. Creo que anda por la zona porque hace unas semanas entró aquí a echar un vistazo.
—¿Qué? —se levantó de un salto—. ¿Hace un par de semanas y no me lo has contado?
—¿Qué ibas a hacer al respecto? —replicó—. ¿Sacar una lupa y ponerte un sombrero de caza?
—Tenía derecho a saberlo.
—Ya lo sabes. Siéntate, ¿quieres? Vuelvo en un minuto.
Cuando él salió, se puso a caminar por el salón. Holt sabía más que lo que revelaba, pero al menos le había sonsacado algo. Livingston andaba cerca, lo bastante cerca como para saber que quizá Holt conociera algo de interés. El hecho de que en ese momento Holt estuviera tenso como un muelle le indicaba que le preocupaba algo más.
Con una sonrisa, notó que las velas eran aromáticas. No imaginaba que hubiera comprado velas de jazmín adrede. Pensó que quizá ayudarla con las flores empezaba a ponerlo nervioso.
Cuando él volvió, la sonrisa de Suzanna adquirió una expresión desconcertada.
—¿Eso es champán?
—Sí —estaba profundamente disgustado. Había imaginado que ella se mostraría encantada. Pero no dejaba de cuestionarlo todo—. ¿Quieres un poco o no?
—Claro —la invitación seca era tan típica de él, que no se ofendió. Una vez llenó las copas, la entrechocó con gesto distraído contra la de Holt—. Si estás seguro de que fue Livingston quien entró aquí, creo que…
—Una palabra más —cortó con calma peligrosa—, una palabra más sobre Livingston y te echaré el resto de la botella sobre la cabeza.
Ella bebió convencida de que tendría que ir con cuidado si no quería desperdiciar una botella de champán y terminar con el pelo pegajoso.
—Solo trato de hacerme una idea completa del cuadro.
Él soltó algo próximo a un rugido de frustración y dio la vuelta. El champán se agitó en su copa al ir de un lado a otro.
—Ella quiere una idea completa del cuadro, y es ciega como un murciélago. He sacado dos meses de polvo de esta casa. He comprado velas y flores. He tenido que escuchar a un idiota enseñarme cosas sobre el champán. Ese es el cuadro, maldita sea.
Suzanna había querido sacarle información, no enfurecerlo.
—Holt…
—Siéntate y cállate. Tendría que haber imaginado que esto se estropearía. Dios sabe por qué he tratado de hacerlo de esta forma.
A ella se le encendió una lámpara y sonrió. Había estado demasiado centrada en su propio plan, sin notar que él había preparado el escenario.
—Holt, eres muy dulce por haberte tomado tantas molestias. Lamento haber dado la impresión de no apreciarlo. Si querías que viniera esta noche para que hiciéramos el amor…
—No quiero hacer el amor contigo —maldijo con ferocidad—. Claro que quiero hacer el amor contigo, pero no es eso. ¡Intento pedirte que te cases conmigo, así que siéntate!
Como las piernas de ella se habían derretido, se deslizó a la silla.
—Esto es perfecto —él se bebió el resto del champán y se puso a caminar otra vez—. Simplemente perfecto. Intento decirte que estoy loco por ti, que no creo que pueda vivir sin ti, y lo único que sabes hacer tú es interrogarme sobre mis acciones y un obsesivo ladrón de joyas.
—Lo siento —con cautela, se llevó la copa a los labios.
—Y deberías sentirlo —convino con amargura—. Estaba listo para quedar como un tonto por ti, y ni siquiera me lo permites. He estado enamorado de ti casi la mitad de mi vida. Incluso cuando me marché, no fui capaz de quitarte de mi mente. Has estropeado al resto de las mujeres. Cuando comenzaba a intimar con alguien… aparecías tú y pensaba que no se parecía a ti, y eso que nunca logré pasar más allá de tu puerta de servicio.
Enamorado. Esa palabra daba vueltas en la cabeza de Suzanna. Enamorado.
—Pensé que ni siquiera te caía bien.
—No podía soportarte —se pasó la mano libre por el pelo—. Cada vez que te miraba, te deseaba tanto que no podía respirar. Se me resecaba la boca y sentía un nudo en el estómago, y tú simplemente sonreías y seguías andando. Quería estrangularte. Chocas conmigo, me tiras de la moto y yo estoy en el suelo sangrando y… humillado. Tú estás inclinada sobre mí, hueles al paraíso y me recorres el cuerpo con las manos para ver si tengo algo roto. Un minuto más y te habría tirado sobre el asfalto conmigo —se pasó la mano por la cara—. Dios, solo tenías dieciséis años.
—Y me llenaste de improperios.
La cara de él era un cuadro de ira y disgusto.
—Por supuesto que te llené de improperios. Mejor eso que lo que quería hacerte —empezaba a calmarse, poco a poco—. Me convencí a mí mismo de que únicamente se trataba de una fantasía de adolescente. Hasta que entraste en mi patio. Te miré y volvió a resecárseme la boca y otra vez sentí un nudo en el estómago. Los dos ya habíamos dejado de ser adolescentes —dejó la copa al tiempo que notaba que ella asía la suya con las dos manos. Sus enormes ojos estaban clavados en él—. Suzanna, esto no se me da bien. Pensé que podría lograrlo. Ya sabes, preparar la atmósfera. Y después de que hubieras bebido suficiente champán, te convencería de que podría hacerte feliz.
—No necesito champán y luz de velas, Holt —quiso relajar las manos pero no pudo.
—Cariño, has nacido para eso —sonrió un poco—. Podría mentirte y decirte que recordaré dártelos todas las noches. Pero no es así.
Suzanna bajó la vista a la copa y se preguntó si estaba preparada para correr otra vez ese tipo de riesgo. Una cosa era amarlo, y que él la amara resultaba increíble. Pero el matrimonio…
—¿Por qué no me cuentas la verdad, entonces?
Se acercó para sentarse en el reposabrazos del sofá y mirarla.
—Te amo. Por nadie he sentido jamás lo que siento por ti. Pase lo que pase, nunca volveré a sentir esto por nadie. No hay forma de eliminar lo que nos ha pasado a ambos en los últimos años, pero quizá podamos mejorar las cosas para nosotros. Para los niños.
—Puede que nunca sea fácil. Bax siempre será su padre legal.
—Pero no será él quien los quiera —cuando los ojos de Suzanna se humedecieron, Holt movió la cabeza—. No los voy a usar para llegar hasta ti. Sé que podría, pero primero ha de ser entre tú y yo. Puede que me haya encariñado con ellos y que quiera… pienso que se me podría dar muy bien ser su padre, pero no deseo que te cases conmigo por ellos.
—Nunca quise volver a amar —suspiró—. Y bajo ningún concepto quería volver a casarme. Hasta que apareciste tú —dejó la copa a un lado y le tomó la mano—. No puedo afirmar haberte amado tanto tiempo, pero tú no podrías amarme como yo te amo a ti.
Él no se conformó con su mano y la abrazó. Cuando al fin logró separar la boca de sus labios, enterró la cara en su cabello.
—No me digas que necesitas pensártelo, Suzanna.
—No necesito pensarlo —no recordaba la última vez que su corazón y su mente hubieran estado tan serenos—. Me casaré contigo —antes de que las palabras hubieran terminado de salir de su boca, caía con Holt en el sofá. Reía mientras se quitaban la ropa, y seguía riendo cuando los movimientos febriles los hicieron caer al suelo—. Lo sabía —le mordisqueó el hombro—. Me has traído para hacer el amor.
—¿Es mi culpa si eres incapaz de mantener tus manos lejos de mí? —le besó el cuello.
Ella sonrió y ladeó la cabeza para darle fácil acceso.
—Holt, ¿de verdad pensaste en tirarme al suelo cuando te caíste de la moto?
—Cuando me atropellaste —corrigió—. Sí. Deja que te muestre lo que tenía en mente.
Más tarde se hallaban en el suelo como muñecos de trapo, una maraña de extremidades. Cuando pudo, Suzanna levantó la cabeza del pecho de Holt.
—Ha sido mucho mejor que no lo intentáramos hace doce años.
Con pereza, él abrió los ojos. Ella le sonreía y la luz de las velas brillaba en sus ojos.
—Mucho mejor. La espalda se me habría despellejado.
—Siempre me asustaste un poco —se movió para trazar la forma de la cara de Holt—. Parecías tan sombrío y peligroso. Desde luego, las chicas solían hablar de ti.
—¿Sí? ¿Qué decían?
—Te lo diré cuando tengas sesenta años —la pellizcó, pero ella solo rio y apoyó la mejilla en la suya—. Cuando tengas sesenta años, seremos un matrimonio viejo con nietos.
—Y seguirás sin poder tener las manos lejos de mí.
—Y te recordaré la noche en que me pediste que me casara contigo, cuando me regalaste flores y luz de velas, para luego enfurecerte y gritarme, consiguiendo que te amara aún más.
—Si solo hace falta eso, delirarás cuando tenga sesenta años.
—Ya me pasa ahora —bajó la cara para besarlo.
—Suzanna —la acercó más, comenzó a situarla debajo y entonces soltó un juramento—. Es por tu culpa —dijo al apartarla.
—¿Qué?
—Se suponía que ibas a estar sentada, aturdida por mi destreza romántica —luchó por desenmarañar los vaqueros y sacar el estuche del bolsillo—. Luego me iba a poner de rodillas.
Con los ojos muy abiertos, contempló el estuche y luego a él.
—No.
—Sí. Iba a sentirme como un idiota, pero iba a hacerlo. Solo tú eres la culpable de que estemos tumbados en el suelo, desnudos.
—Me has traído un anillo —susurró.
Impaciente con ella, Holt levantó la tapa.
—No quería regalarte diamantes —se encogió de hombros al recibir silencio. Suzanna seguía con la vista clavada en el estuche—. Supuse que ya los tenías. Pensé en esmeraldas, pero las tendrás. Y esto se parece más a tus ojos.
Con visión borrosa vio que había diamantes, diminutos y preciosos en forma de corazón alrededor de un zafiro profundo y brillante. No eran fríos como los diamantes que había vendido, sino que daban calor al intenso fuego azul que circundaban.
Holt observó caer la primera lágrima con bastante incomodidad.
—Si no te gusta, podemos cambiarlo. Puedes elegir lo que te apetezca.
—Es hermoso —apartó una lágrima con el dorso de la mano—. Lo siento. Odio llorar. Lo que pasa es que es tan hermoso y me lo regalas porque me amas. Y cuando me lo ponga… —lo miró con ojos anegados—, seré tuya.
Juntó la frente con la de Suzanna. Esas eran las palabras que había querido oír. Las que necesitaba. Sacó el anillo del estuche y se lo puso.
—Eres mía —le besó los dedos, luego los labios—. Soy tuyo —volvió a acercarla y recordó las palabras de su abuelo—. Eternamente.