No lo anhelaba, pero sabía que había que hacerlo. Suzanna arrastró hasta la camioneta una bolsa de mantillo de veinticinco kilos y la subió a la parte de atrás. Esa pequeña tarea física no representaba el problema. De hecho, le agradaba hacer que la entrega fuera su segunda parada de camino a casa.
Era la primera parada la que le habría gustado evitar. Pero para Suzanna Calhoun Dumont, el deber jamás se podía esquivar.
Le había prometido a su familia que hablaría con Holt Bradford, y era una mujer que mantenía sus promesas. «O eso intento», pensó mientras se pasaba el antebrazo por la frente sudorosa.
Maldición, estaba cansada. Había trabajado todo el día en Southwest Harbor, ajardinando una casa nueva, y al día siguiente tenía una agenda completa. Sin contar con que su hermana Amanda se casaba en poco más de una semana, ni con que Las Torres era un caos por los preparativos de la boda y la restauración del ala oeste. Ni siquiera tenía que ver con el hecho de que la esperaban dos hijos llenos de vitalidad que esa noche querrían, y merecerían, el tiempo y la atención de su madre. Ni con el papeleo que se amontonaba en su escritorio… ni con que uno de sus empleados se había ido aquella mañana.
«Bueno, quería mi negocio», se recordó. Y lo había conseguido. Giró la cabeza para observar su tienda, cerrada para la noche con el escaparate de flores de verano, con el invernadero justo detrás del local principal. Cada pensamiento, peonía y petunia eran de ella, «y del banco», pensó con una leve sonrisa. Había demostrado que no era la perdedora incompetente que una y otra vez su ex marido la había acusado ser.
Tenía dos hijos preciosos, una familia que la quería y un negocio de arquitectura de jardines que salía adelante. Ni siquiera creía que en ese momento pudiera sostenerse la afirmación de Bax de que era una mujer aburrida. No cuando se hallaba en una aventura que había comenzado ochenta años atrás.
Desde luego, no era algo corriente la búsqueda de un collar de esmeraldas de valor incalculable, o que le siguieran los pasos unos ladrones internacionales de joyas que no se detendrían ante nada por apoderarse del legado de su bisabuela Bianca.
«Aunque hasta el momento no he desempeñado más que un papel secundario», reflexionó mientras subía a la camioneta. Todo lo había iniciado su hermana C. C., al enamorarse de Trenton St. James III, de los Hoteles St. James. Él había tenido la idea de transformar parte del hogar familiar acosado por los acreedores en un retiro de lujo. Al hacerlo, la antigua leyenda de las esmeraldas Calhoun se había filtrado a una prensa ansiosa, provocando una reacción en cadena, cuyo curso había pasado de lo absurdo a lo peligroso.
Había sido Amanda la que había estado a punto de morir cuando el desesperado y obsesionado ladrón llamado William Livingston había robado unos papeles familiares con la esperanza de que lo conducirían hasta las esmeraldas perdidas. Y había sido la vida de su hermana Lilah la que se había visto amenazada durante el último intento.
En la semana transcurrida desde aquella noche, la policía no había encontrado rastro alguno de Livingston, o del último alias por el que se lo conocía, Ellis Caufield.
«Es extraño cuánto han afectado a toda la familia Las Torres y las esmeraldas perdidas», pensó al sumarse a la corriente de tráfico. Las Torres habían unido a C. C. y a Trent. Luego había llegado Sloan O’Riley para diseñar el refugio y enamorarse de Amanda. El tímido profesor de historia, Max Quartermain, había perdido el corazón por la independiente hermana de Suzanna, Lilah, y los dos habían estado a punto de morir. Y una vez más por las esmeraldas.
Había ocasiones en las que Suzanna deseaba que todos pudieran olvidar el collar que otrora había pertenecido a su bisabuela. Pero sabía, al igual que los demás, que el destino del collar que Bianca había escondido antes de morir era ser encontrado.
Por eso continuaban detrás de todas las pistas, explorando cada camino polvoriento. Y en ese momento era su turno. Durante la investigación llevada a cabo por Max, este había descubierto el nombre del artista al que Bianca había amado.
Era una historia que jamás dejaba de despertar la nostalgia de Suzanna, pero debido a su mala suerte la conexión con el artista conducía al nieto de este.
Holt Bradford. Suspiró mientras conducía por las calles atestadas del pueblo. No podía afirmar que lo conocía bien… no estaba segura de que nadie pudiera afirmarlo. Pero lo recordaba de adolescente. Hosco, malhumorado y distante. Desde luego, a las chicas les había encantado su actitud de «vete al infierno». Atracción que sin duda potenciaba su pelo oscuro y sus airados ojos grises.
Le pareció extraño ser capaz de recordar el color de sus ojos. Aunque la única vez que los había visto de cerca él prácticamente la había quemado viva con la mirada.
Se dijo que lo más probable era que hubiera olvidado el altercado. Eso esperaba. Los altercados la agitaban y la dejaban sudorosa, y ya se había hartado de ellos en su matrimonio. Holt no guardaría ningún rencor… habían pasado más de diez años. Después de todo, no se había lastimado mucho cuando voló de la moto. «Además, fue su culpa», pensó adelantando el mentón. Ella había tenido derecho de paso.
En cualquier caso, le había prometido a Lilah que hablaría con él. Había que seguir cualquier conexión con las esmeraldas perdidas de Bianca. Al ser el nieto de Christian Bradford, quizá hubiera oído alguna historia.
Desde su regreso a Bar Harbor unos meses atrás, había residido en la misma cabaña en la que había vivido su abuelo durante el romance mantenido con Bianca. Suzanna era lo bastante irlandesa como para creer en el destino. Había un Bradford en la cabaña y varios Calhoun en Las Torres. Sin duda entre ellos podrían encontrar las respuestas al misterio que había acosado a las dos familias durante generaciones.
La cabaña daba al agua, protegida por dos hermosos sauces. La sencilla estructura de madera le recordó a una casa de muñecas, y le dio pena que a nadie le hubiera importado lo suficiente como para plantar flores. La hierba estaba recién cortada, pero su ojo profesional notó que había trozos que necesitaban ser replantados y que a toda la extensión no le iría mal un fertilizante.
Se dirigía hacia la puerta cuando el ladrido de un perro y la voz de un hombre hicieron que se desviara al costado.
Un malecón desvencijado se extendía por encima del agua tranquila y oscura. Amarrado a él se veía un yate pequeño de un resplandeciente color blanco. Él se sentaba en la popa y con paciencia le sacaba brillo al latón. No llevaba camisa y su piel bronceada se veía tensa sobre los músculos brillantes por el sudor. El pelo negro estaba ondulado por debajo de donde habría tenido que ir el cuello de la camisa. Al parecer no le resultaba necesario cubrirse con algo más que unos vaqueros cortos y gastados. Notó sus manos, delgadas, de dedos largos, y se preguntó si las había heredado de su abuelo artista.
El agua rompía con calma contra la embarcación. Fijó en el rostro lo que consideró una sonrisa educada y caminó hacía el embarcadero.
—Perdona.
Cuando Holt levantó la cabeza, Suzanna frenó en seco. Experimentó la rápida pero vívida impresión de que si él hubiera tenido un arma, le estaría apuntando con ella. En un instante había pasado de estar relajado a una tensión de máxima alerta, con una clase de violencia nerviosa en la postura del cuerpo que le resecó la boca.
Mientras luchaba por frenar el corazón desbocado, notó que había cambiado. El chico hosco en ese momento era un hombre peligroso. No se le ocurrió otra palabra para describirlo. El rostro le había madurado y estaba bien definido. La sombra de una barba de dos días potenciaba su aspecto duro.
Pero fueron sus ojos los que volvieron a resecarle la garganta. Un hombre con ojos tan intensos y poderosos no necesitaba ningún arma.
La observó con ojos entrecerrados, sin levantarse ni hablar. Tuvo que brindarse un momento para adaptarse. De haber tenido un arma, sabía que ya habría desenfundado. Ese era uno de los motivos por los que se hallaba allí, y por lo que otra vez era un civil.
Podría haberse obligado a relajarse, sabía como hacerlo, pero recordaba la cara de ella. Un hombre no olvidaba esa cara. Dios sabía que él no lo había hecho. En una de sus fantasías juveniles la había imaginado como una princesa, perdida y hermosa con un atuendo de seda. Y él un caballero que habría matado a cien dragones para tenerla.
El recuerdo le hizo fruncir el ceño.
Pensó que prácticamente no había cambiado. La piel aún era de la palidez de las rosas y la leche irlandesas, la cara de una forma ovalada clásica. La boca había permanecido plena y románticamente suave, y los ojos de ese profundo, profundo y soñador azul, con pestañas tupidas y exuberantes. En ese momento lo observaban con una especie de alarma desconcertada mientras él se tomaba su tiempo para estudiarla.
Llevaba el pelo recogido en una coleta, pero Holt recordaba cómo le había caído suelto y rubio sobre los hombros.
Era alta, una característica de todas las mujeres Calhoun, pero demasiado delgada. Había oído que se había casado y divorciado, y que ambas habían sido experiencias difíciles. Tenía dos hijos, un niño y una niña. Costaba creer que esa mujer tan esbelta enfundada en unos vaqueros y una sudadera viejos hubiera dado a luz alguna vez.
Sin dejar de mirarla, siguió sacándole brillo al metal.
—¿Quieres algo?
Ella soltó el aire que no se había dado cuenta de que contenía.
—Lamento presentarme de esta manera. Soy Suzanna Dumont. Suzanna Calhoun.
—Sé quién eres.
—Oh, bueno… —carraspeó—. Comprendo que estás ocupado, pero me gustaría hablar contigo unos minutos. Si este es un buen momento…
—¿Sobre qué?
«Ya que se muestra tan educado», pensó irritada, «iré al grano».
—Sobre tu abuelo. Era Christian Bradford, ¿verdad? ¿El artista?
—Así es. ¿Y qué?
—Es más bien una historia larga. Puedo sentarme —al ver que él solo se encogía de hombros, se dirigió al malecón, que crujió y se balanceó bajo sus pies—. En realidad, comenzó allá por mil novecientos doce o trece, con mi bisabuela Bianca.
—Ya conozco el cuento de hadas —en ese momento podía olerla, flores y sudor, y sintió un nudo en el estómago—. Era una mujer infeliz con un marido rico y difícil. Lo compensó con un amante. En algún punto, al parecer escondió su collar de esmeraldas. Como un seguro por si tenía agallas de marcharse. Pero en vez de partir hacia el crepúsculo con su amante, se tiró por la ventana de la torre, y las esmeraldas jamás se encontraron.
—No fue precisamente…
—Ahora tu familia ha decidido comenzar una búsqueda del tesoro —continuó como si ella no hubiera hablado—. Sacasteis mucha prensa del asunto y más problemas de los que habríais querido. Tengo entendido que hace unas semanas tuvisteis diversión.
—Si llamas diversión a que retengan a mi hermana a punta de cuchillo, sí —el fuego había llegado hasta sus ojos. No siempre era buena defendiéndose a sí misma, pero cuando se trataba de su familia, no se arredraba ante nadie—. El hombre que trabajaba con Livingston, o como se llame ahora ese canalla, estuvo a punto de matar a Lilah y a su novio.
—Cuando se tienen unas esmeraldas de un valor incalculable unidas a una leyenda, las ratas hacen acto de presencia —conocía a Livingston. Holt había sido policía diez años, y aunque había pasado casi todo el tiempo en antivicio, había leído informes sobre el ladrón de joyas escurridizo y a menudo violento.
—La leyenda y las esmeraldas son asunto de mi familia.
—Entonces, ¿para qué vienes a verme? Entregué mi placa. Me he retirado.
—No he venido en busca de ayuda profesional. Es algo personal —respiró hondo, queriendo ser clara y concisa—. El novio de Lilah era profesor de historia en Cornell. Hace un par de meses, Livingston, bajo el nombre de Ellis Caufield, lo contrató para analizar los papeles familiares que nos había robado.
—No parece que Lilah haya desarrollado mucho gusto —siguió lustrando el metal.
—Max no sabía que los papeles eran robados —explicó Suzanna con los dientes apretados—. Cuando lo averiguó, Caufield estuvo a punto de matarlo. En cualquier caso, Max se presentó en Las Torres y prosiguió con la búsqueda para nosotras. Hemos documentado la existencia de las esmeraldas y entrevistado a una criada que trabajó en Las Torres el año en que Bianca murió.
—Habéis estado ocupadas —Holt cambió de postura y continuó trabajando.
—Sí. Corrobora la historia de que el collar se ocultó y que Bianca estaba enamorada y planeaba dejar a su marido. El hombre del que estaba enamorada era un artista —aguardó un momento—. Se llamaba Christian Bradford.
Algo titiló en los ojos de él, pero desapareció al instante. Con lentitud deliberada dejó el trapo. Sacó un cigarrillo del cajetín, lo encendió y luego soltó una bocanada de humo.
—¿De verdad esperas que me crea esa pequeña fantasía?
Suzanna había contado con la sorpresa, incluso el asombro. Pero había recibido aburrimiento.
—Es verdad. Solía reunirse con él en los riscos cerca de Las Torres.
—Los viste, ¿no? —le sonrió con una expresión próxima al desdén—. Sí, yo también he oído hablar de los fantasmas —dio otra calada y con gesto perezoso soltó el humo—. El espíritu melancólico de Bianca Calhoun, que vaga por su casa de verano. Los Calhoun estáis llenos de… historias.
Los ojos de ella se oscurecieron, pero la voz permaneció muy controlada.
—Bianca Calhoun y Christian Bradford estaban enamorados. El verano que ella murió, se vieron a menudo en estos riscos justo debajo de Las Torres.
Eso tocó algo en su interior, pero se encogió de hombros.
—¿Y qué?
—Que hay conexión. Mi familia no puede pasar por alto ninguna conexión, en especial una tan vital como esta. Es muy posible que le contara dónde había guardado las esmeraldas.
—No veo que tiene que ver con las esmeraldas un coqueteo, un coqueteo sin importancia, entre dos personas hace unos ochenta años.
—Si pudieras dejar a un lado ese prejuicio que pareces tener hacia mi familia, podríamos llegar a deducirlo.
—No me interesa ninguna de las dos cosas —abrió la tapa de una nevera pequeña—. ¿Quieres una cerveza?
—No.
—Bueno, pues me he quedado sin champán —sin dejar de mirarla, abrió la botella, tiró la chapa en un cubo de plástico y dio un buen trago—. ¿Sabes?, si lo piensas, verás que cuesta tragárselo. La señora de la mansión, de educación exquisita y rica, con el artista pobre. No encaja, nena. Será mejor que olvides el asunto y te concentres en plantar tus flores. ¿No es eso lo que haces en la actualidad?
Podía enfurecerla, pero no iba a disuadirla de su objetivo.
—Las vidas de mis hermanas se vieron amenazadas, han entrado a la fuerza en mi hogar. Hay idiotas que entran en mi jardín y arrancan mis rosales —se irguió, alta, esbelta y furiosa—. No tengo ninguna intención de olvidarme del asunto.
—Es asunto tuyo —tiró lejos el cigarrillo antes de saltar sin esfuerzo al malecón. Osciló bajo su peso—. Pero no esperes arrastrarme a él.
—Muy bien, entonces. Dejaré de desperdiciar mi tiempo y el tuyo.
Aguardó hasta que ella salió del embarcadero.
—Suzanna —le gustaba cómo sonaba. Suave, femenino y antiguo—. ¿Llegaste a aprender a conducir?
Con expresión tormentosa, ella retrocedió un paso.
—¿Eso es lo que te mueve? —quiso saber—. ¿Sigues enfadado porque te caíste de aquella estúpida moto y te golpeaste tu hinchado ego masculino?
—Eso no fue lo único que se golpeó… o arañó o laceró —recordaba el aspecto que había tenido ella. No podía superar los dieciséis años. Había bajado corriendo del coche, con el pelo al viento, la cara pálida, los ojos llenos de preocupación.
Y él había estado tendido en el costado del camino, con el orgullo de veinte años tan despellejado como la piel que el asfalto había abrasado.
—No lo creo —decía ella—. Sigues furioso, después de… ¿cuánto, doce años?, por algo que claramente fue tu culpa.
—¿Mi culpa? —inclinó la botella hacia ella—. Fuiste tú quien me dio.
—Nunca le di a nadie. Te caíste.
—Si no hubiera lanzado la moto al arcén, me habrías dado. No mirabas por dónde ibas.
—Tenía derecho de paso. Y tú ibas a demasiada velocidad.
—Tonterías —empezaba a pasárselo bien—. Ibas mirando esa bonita cara tuya en el espejo retrovisor.
—Bajo ningún concepto. En ningún momento aparté la vista del camino.
—Si hubieras tenido los ojos en donde conducías, no habrías chocado conmigo.
—Yo no… —calló y soltó un juramento—. No pienso quedarme aquí y discutir contigo por algo que sucedió hace doce años.
—Has venido a verme para involucrarme en algo que ocurrió hace ochenta años.
—Fue un error obvio —esas habrían sido sus últimas palabras, pero un perro muy grande y muy mojado atravesó el césped dando saltos. Con dos ladridos felices el animal saltó y plantó las dos patas sucias sobre su sudadera, haciéndola trastabillar.
—¡Sadie, abajo! —mientras emitía la orden seca sostuvo a Suzanna antes de que diera en el suelo. La perra se sentó moviendo el rabo—. ¿Te encuentras bien? —la tenía rodeada con los brazos, pegada a su pecho.
—Si, estoy bien —él tenía unos músculos rocosos. Era imposible no notarlo. Así como era imposible no notar su aliento a lo largo de la sien. Hacía mucho tiempo que un hombre no la tenía en brazos.
La hizo girar despacio. Por un momento, un momento demasiado largo, la tuvo cara a cara, atrapada en el círculo de sus brazos. Bajó la mirada a los labios de ella. Una gaviota graznó en lo alto y surcó el aire encima del agua. Sintió el corazón de ella palpitar contra el suyo. Una, dos, tres veces.
—Lo siento —dijo al soltarla—. Sadie aún se considera una cachorra. Te ha ensuciado la sudadera.
—Trabajo con tierra —necesitando tiempo para recuperarse, se agachó para rascar la cabeza del animal—. Hola, Sadie.
Holt, metió las manos en los bolsillos mientras Suzanna conocía a su perra. La botella seguía donde la había tirado, con el contenido vertiéndose sobre la hierba. Deseó que ella no estuviera tan hermosa, que la risa que soltaba mientras el perro le lamía la cara no calmara tanto sus nervios.
En ese momento en que la tuvo en brazos, había encajado tan bien como una vez había imaginado que sucedería. Cerró las manos en los bolsillos porque anhelaba tocarla. No, eso ni siquiera servía para explicar lo que sentía. Quería introducirla en la cabaña, tirarla sobre la cama y hacerle cosas increíbles.
—Quizá el hombre que tiene un perro tan agradable no es tan malo —miró por encima del hombro y la sonrisa cauta murió en sus labios. El modo en que la miraba, con ojos intensos y fieros, el rostro huesudo tenso, hizo que contuviera el aliento. Alrededor de él vibraba la violencia. Ya había probado la violencia de un hombre y el recuerdo de aquello le debilitaba las extremidades.
Despacio, Holt relajó los hombros, los brazos, las manos.
—Quizá no lo sea —comentó con jovialidad—. Pero en este punto es ella mi propietaria.
A Suzanna le resultó más cómodo mirar al perro que al amo.
—Tenemos un cachorro. Aunque no para de crecer y pronto será tan grande como Sadie. De hecho, se parece mucho a ella. ¿Ha tenido alguna camada hace unos meses?
—No.
—Mmm. Tiene el mismo pelaje, la misma forma de cara. Mi cuñado lo encontró medio muerto de hambre. Lo habían abandonado.
—Hasta yo trazo la línea en el abandono de cachorros desvalidos.
—No pretendía dar a entender… —calló porque una nueva idea había entrado en su cabeza. No era más descabellada que buscar esmeraldas perdidas—. ¿Tenía perro tu abuelo?
—Siempre lo tuvo, solía llevárselo con él allí a donde iba. Sadie es una de sus descendientes.
—¿Tuvo un perro llamado Fred? —con cuidado volvió a incorporarse.
Holt ya sabía con claridad que no le gustaba el rumbo que empezaba a tomar la conversación.
—El primer perro que tuvo se llamaba Fred. Fue antes de la Primera Guerra Mundial. Lo pintó en un cuadro. Y cuando Fred se dedicó a inseminar a parte del vecindario canino, mi abuelo se quedó con un par de cachorros.
Suzanna se frotó unas manos súbitamente húmedas en los vaqueros. Necesitó de todo su control para mantener la voz baja y firme.
—El día antes de que muriera Bianca, llevó un cachorro a casa, para sus hijos. Un pequeño animal negro al que bautizó Fred —vio que la expresión de los ojos de él cambiaba y que disponía de su atención—. Lo había encontrado en los riscos… los mismos a los que iba para reunirse con Christian —se humedeció los labios—. Mi bisabuelo no dejó que el perro se quedara. Discutieron por eso, una discusión bastante seria. Pudimos encontrar a una doncella que había trabajado para ellos y presenciado esa discusión. Nadie estaba seguro de lo que le había pasado a ese perro. Hasta ahora.
—Aunque fuera verdad —comentó Holt despacio—, no cambia la realidad. No hay nada que yo pueda hacer por ti.
—Puedes pensar en ello, tratar de recordar si él dijo algo alguna vez, si te dejó algo que pudiera ayudar.
—Ya tengo suficiente en qué pensar —se alejó unos pasos. No quería verse involucrado en nada que lo pusiera una y otra vez en contacto con ella.
Suzanna no lo cuestionó. Tenía la vista clavada en la cicatriz que iba desde el hombro hasta casi la cintura. Holt se volvió, se topó con la mirada horrorizada y se puso rígido.
—Lo siento, de haber sabido que vendrías, me habría puesto una camisa.
—¿Qué…? —tuvo que tragarse la emoción que le atenazaba la garganta—. ¿Qué te pasó?
—Fui policía una noche de más —no le quitó los ojos de encima—. No puedo ayudarte, Suzanna.
Ella contuvo la compasión que sin duda él odiaría.
—No quieres hacerlo.
—Lo que prefieras. Si quisiera excavar en los problemas de los demás, todavía seguiría en el cuerpo.
—Solo te pido que pienses un poco, que nos comuniques si recuerdas algo que pueda sernos de ayuda.
Empezaba a impacientarse. Holt consideraba que ya le había dado más de lo que le correspondía por un día.
—Era niño cuando él falleció. ¿De verdad crees que me lo habría contado si hubiera tenido una aventura con una mujer casada?
—Haces que suene sórdido.
—Algunas personas no consideran romántico el adulterio —se encogió de hombros. Fuera como fuere, para él no representaba nada.
—No me interesa tu punto de vista sobre la moralidad. Solo tus recuerdos. Y ya te he quitado suficiente tiempo.
Él no supo qué había dicho para provocarle esa expresión triste y dolida. Pero no podía dejar que se fuera y lo atormentara con ese recuerdo.
—Creo que estás dando palos de ciego, pero si me viniera algo a la cabeza, te lo comunicaré. Por los antepasados de Sadie.
—Te lo agradecería.
—Pero no esperes nada.
—Créeme, no lo haré —rio y se volvió para dirigirse hacia la camioneta. La sorprendió al atravesar el césped con ella.
—Tengo entendido que has puesto tu propio negocio.
—Así es —miró en torno—. Podrías usar mis servicios.
—No soy un enamorado de las rosas —manifestó con desdén.
—La cabaña, sí —impasible, sacó las llaves del bolsillo—. No haría falta mucho para darle un aire acogedor.
—No busco capullos en el mercado, encanto. Jugar con los rosales te lo dejo a ti.
Suzanna pensó en los músculos doloridos con los que llegaba todas las noches a casa y subió a la camioneta para cerrarla de un portazo.
—Si, a las mujeres nos encanta jugar en el jardín. A propósito, Holt, tu hierba necesita fertilizante. Estoy convencida de que tienes de sobra para diseminarlo por ahí.
Arrancó, puso marcha atrás y se largó.