Los sonidos fueron arrastrados por el viento sobre el largo prado verde, tan débiles que habrían podido confundirse con los graznidos de los cuervos del cercano bosque. La paz de la mañana primaveral no se veía perturbada por casi nada. Había que escuchar atentamente los sonidos para estar seguro de que se trataba de gritos.
La enorme mole del edificio administrativo de Featherwood Park se encontraba medio oculta por debajo de los antiguos álamos. Ante la entrada delantera, una ambulancia particular se apartaba lentamente de la porte cochère, haciendo saltar guijarros sobre el camino de gravilla. En alguna parte siseó una puerta neumática al cerrarse.
Una pequeña puerta blanca, sin distintivo alguno y situada en un lado del edificio, estaba destinada al personal profesional. Cuando Lloyd Fossey se acercó, adelantó la mano hacia la cerradura de combinación. Se había esforzado por mantener vivos en su cabeza los sonidos del Trío para cuerda y piano en mi menor de Dvorak, pero ahora frunció el entrecejo y abandonó finalmente sus intentos. Allí, a la sombra del edificio, los gritos eran mucho más fuertes.
El puesto de la enfermera estaba lleno de papeles desparramados y teléfonos que no dejaban de sonar.
—Buenos días, doctor Fossey —saludó la enfermera.
—Buenos días —replicó él, complacido al ver que ella se las arreglaba para dirigirle una brillante sonrisa en medio de tanta confusión—. Esto parece Grand Central.
—Han ingresado dos, temprano, uno tras otro —informó ella, al tiempo que con una mano le pasaba unos gráficos y con la otra seguía escribiendo en un formulario—. Ahora tenemos a éste. Supongo que ya sabe que está aquí.
—No he podido dejar de oírlo. —Fossey examinó un gráfico, buscó un bolígrafo en el bolsillo superior y vaciló—. ¿Me toca a mí nuestro ruidoso amigo?
—Lo atiende el doctor Garriot —contestó la enfermera, que le miró—. El primero que ingresó era para usted.
Una puerta se abrió en alguna parte y, de repente, allí estuvo de nuevo el grito, más fuerte ahora, acompañado por varías voces de tono urgente que sonaban como contrapunto. Luego, la puerta se cerró de nuevo y sólo quedaron los ruidos de la oficina.
—Me gustaría ver al ingresado —dijo Fossey.
Le devolvió los gráficos y tomó la carpeta metálica. Revisó rápidamente los datos vitales, y se fijó en el sexo y la edad, al tiempo que trataba de reconstruir mentalmente los compases del andante de Dvorak. Su mirada se detuvo al llegar a las palabras «Unidad de Involuntarios».
—¿Ha visto llegar al primero? —preguntó.
La enfermera negó con la cabeza.
—Debería hablar con Will. Él se hizo cargo del paciente, abajo, hace una hora.
Sólo había una ventana en la Unidad de Involuntarios de Featherwood Park. La ventana daba desde el puesto de guardia a la escalera que descendía al sótano de la sala 2. Al apretar el timbre, el doctor Fossey vio la pálida y poblada cabeza de Will Hartung, que apareció en el extremo más alejado del panel de plexiglás. Will desapareció de la vista y la puerta se abrió mecánicamente, con un sonido semejante a un disparo.
—¿Cómo está, doctor? —le saludó, antes de deslizarse detrás de la mesa y dejar a un lado un ejemplar de los sonetos de Shakespeare.
—Señor W. H., me siento feliz —contestó Fossey, y miró el libro.
—Muy divertido, doctor Fossey. Desaprovecha usted sus talentos en la profesión médica.
Will le tendió el registro y sorbió por la nariz. En el extremo más alejado del mostrador, el nuevo enfermero se dedicaba a rellenar fichas médicas.
—Hábleme del primer ingreso de hoy —dijo Fossey, que firmó el registro y se lo devolvió, mientras sostenía bajo el brazo la carpeta metálica.
—Es del tipo jubilado —dijo Will con un encogimiento de hombros—. No hay mucho que mencionar. —Se encogió nuevamente de hombros—. Nada en particular, dada su reciente dieta de Haldol.
Fossey frunció el entrecejo y abrió de nuevo la carpeta. Esta vez revisó el historial de ingreso.
—Dios mío, cien miligramos en un período de doce horas.
—Supongo que en el General de Albuquerque les encantan sus medicinas —comentó Will.
—Bien, prepararé las recetas después de la evaluación inicial —dijo Fossey—. Mientras tanto, nada de Haldol. No puedo hacer una evaluación con una berenjena.
—Está en la seis —dijo Will—. Le acompañaré abajo.
En la puerta interior, un letrero advertía CUIDADO: RIESGO DE FUGA, con grandes letras roja. El nuevo enfermero les dejó pasar, absorbiendo el aire por entre los dientes.
—Ya sabe lo que pienso acerca de colocar a los ingresados en Involuntarios antes de que se haya hecho un diagnóstico de ingreso —dijo Fossey mientras empezaban a descender por el desierto pasillo—. Eso puede afectar a toda la perspectiva del paciente sobre la instalación y retrasarnos incluso antes de haber empezado.
—No es ésa mi opinión, doctor, lo siento —replicó Will, se detuvo junto a una puerta negra rayada—. Los de Albuquerque fueron muy concretos sobre ese punto. —Abrió la puerta y corrió el pesado cerrojo—. ¿Quiere que entre? —preguntó.
—Le llamaré si veo que se inquieta demasiado —contestó.
El paciente se hallaba tumbado boca arriba sobre la gran camilla de transporte, con los brazos colgados a los lados y las piernas rectas. Desde la perspectiva del umbral, Fossey no pudo distinguir sus rasgos faciales, a excepción de una nariz prominente y una barbilla abultada y con barba de dos días. El doctor cerró la puerta sin hacer ruido y avanzó, extrañado, como siempre, por la forma en que el suelo acolchado amenazaba con tragarse sus zapatos. Mantuvo la vista fija en la figura tendida. Por debajo de las gruesas correas de lona que cruzaban la camilla en diagonal, el pecho se elevaba lenta y rítmicamente. En el extremo, otra correa sujetaba los tobillos.
Fossey se preparó para el encuentro, carraspeó ligeramente y esperó.
Avanzó un paso, luego otro, sin dejar de calcular mentalmente. Habían transcurrido catorce horas desde que lo habían soltado del Hospital General de Albuquerque. No podía ser que el Haldol lo mantuviera tan tranquilo. Carraspeó de nuevo.
—Buenos días, señor… —dijo, y bajó la mirada hacia la carpeta en busca del nombre.
—Soy el doctor Franklin Burt —dijo una voz tranquila desde la camilla—. Discúlpeme por no levantarme para estrecharle la mano, pero como puede ver…
Fossey, sorprendido, levantó la cabeza para mirar al paciente. Doctor Franklin Burt. Conocía ese nombre. Volvió a mirar la carpeta y pasó la primera página. Allí estaba: doctor Franklin Burt, biólogo molecular, médico y doctor en filosofía. Facultad de medicina de la Universidad Johns Hopkins. Científico senior en las instalaciones de experimentación de la GeneDyne en Remote Desert. Alguien había incluido signos de interrogación junto a la profesión.
—¿Doctor Burt? —preguntó Fossey con incredulidad, y volvió a mirarlo.
Sus ojos grises lo miraron con sorpresa.
—¿Le conozco?
La cara era la misma, un poco más vieja, claro, más bronceada de lo que recordaba, pero seguía notablemente libre de la acumulación de preocupaciones que solían repercutir sobre la frente y el rabillo de los ojos. Había un vendaje de gasa sobre una sien, y los ojos estaban inyectados en sangre.
Fossey se sintió conmocionado. Había asistido a una conferencia de ese hombre. En cierto modo, su propia carrera se había visto configurada por la admiración que sentía hacia aquel profesor carismático e ingenioso. ¿Cómo podía estar ahora allí, sujeto por correas y rodeado de paredes acolchadas?
—Soy el doctor Lloyd Fossey. Asistí a una de sus conferencias en la Facultad de medicina de Yale. Después hablamos un rato, sobre sus hormonas sintéticas… —Fossey deseó que Burt le recordara.
Transcurrió un momento. Burt suspiró y luego asintió con un ligero gesto de la cabeza.
—Sí. Discúlpeme. Ahora lo recuerdo. Me desafió en relación con el enlace químico entre la eritropoyetina sintética y la metastización.
Fossey se sintió aliviado.
—Me halaga que lo recuerde.
Burt pareció vacilar, como si reflexionara sobre algo.
—Me alegra ver que ejerce —dijo al fin, con los labios torcidos, como si experimentara cierta perversa diversión ante lo violento de la situación.
Fossey deseó volver a mirar la carpeta que sostenía en la mano. Quería comprobar la autorización médica y las consultas, encontrar alguna explicación. Pero sintió la mirada de Burt sobre él, y se dio cuenta de que el hombre seguía el curso de sus pensamientos.
Fossey bajó los ojos hacia la carpeta y revisó las columnas mecanografiadas del gráfico. Levantó la mirada tras haberse fijado en las palabras «psicosis fulminante», «extremadamente fantasioso», «rápida neuroleptización».
El doctor Burt le miraba apaciblemente. Embargado por un extraño azoramiento, Fossey extendió una mano y le buscó el pulso por debajo de las correas que le sujetaban las muñecas.
Burt parpadeó y se humedeció los labios resecos. Aspiró profundamente el aire de aquel sótano.
—Me hallaba conduciendo al norte de Albuquerque —dijo—. Ya sabe dónde trabajo ahora.
Fossey asintió. Cuando Burt pasó a la industria privada y dejó de publicar, en el sector corporativo se habló de «fuga de cerebros», como era habitual en esos casos.
—Hacemos experimentos para influir sobre las pautas de comportamiento caprichoso. Es una pequeña instalación, que nosotros mismos dirigimos y cuidamos. Había recogido equipo de laboratorio y algunos compuestos de las instalaciones de la GeneDyne en Albuquerque. Entre ellos se incluía un agente de experimentación que hemos desarrollado, un derivado sintético de la fenciclidina, suspendido en un medio gaseoso.
Fossey asintió de nuevo. PCP en estado gaseoso. Polvo de ángel que se podía respirar como el gas de la risa. Extraña forma de usar el dinero destinado a la investigación.
Burt observó los ojos de Fossey y sonrió de nuevo, o quizá hizo una mueca, Fossey no lo supo con certeza.
—Medíamos el índice de inspiración a través del tejido pulmonar en relación con la absorción capilar. En cualquier caso, conducía ya de regreso. Estaba cansado y no presté atención. Poco más allá de Las Lunas me salí de la carretera en un terreno pedregoso. Nada grave. Sólo que en el accidente se rompió el vaso de precipitación.
Fossey emitió un gruñido. Eso lo explicaba todo, claro. Sabía lo que hasta la variedad jardín del polvo de ángel era capaz de hacerle a una persona por lo demás normal. En dosis altas estimulaba el comportamiento lunático y agresivo. Era algo que había visto de primera mano. Eso también explicaba los ojos inyectados en sangre.
Se produjo un silencio. Fossey observó que las pupilas estaban normales, sin dilatación. Tenían buen color. Algún residuo de taquicardia, pero sabía que si él se encontrara atado a una camilla, en una habitación acolchada, su corazón también latiría más deprisa de lo normal. No había la menor señal de psicosis, manía ni nada similar.
—No recuerdo muchos detalles más —dijo Burt, y por su rostro cruzó una expresión de profundo agotamiento—. No llevaba encima ninguna documentación, claro. Sólo el carné de conducir. Amiko, mi esposa, está en Venecia con su hermana. No tengo otra familia. Me tuvieron fuertemente medicado. Imagino que mi comportamiento no fue muy racional.
Fossey no se sorprendió. Un hombre desconocido, magullado por un accidente, sumamente excitado y quizá violento, que sin duda no dejaba de repetir que era un importante biólogo molecular… ¿En qué sección de urgencias abrumada de trabajo le habrían creído? Les resultó más fácil disponer su traslado a una institución para psicóticos. Fossey apretó los labios y movió la cabeza. ¡Idiotas!
—Gracias a Dios le he encontrado a usted, Lloyd —dijo Burt—. Ha sido una verdadera pesadilla. No se lo puede imaginar. Y, a propósito, ¿dónde estoy?
—En Featherwood Park, doctor Burt.
—Me lo imaginaba. Estoy seguro de que usted podrá arreglar todo esto. Puede llamar ahora mismo a GeneDyne si quiere. No me he presentado y no me cabe duda de que estarán preocupados por mí.
—Lo haremos, doctor Burt, se lo prometo —asintió Fossey.
—Gracias, Lloyd —dijo Burt con una ligera mueca, que esta vez Fossey advirtió perfectamente.
—¿Le ocurre algo? —preguntó.
—Mis hombros —contestó Burt—. Pero no es nada importante. Sólo están un poco inflamados por encontrarse sujetos a esta camilla.
Fossey vaciló un instante. Los efectos del PCP se habían desvanecido, así como los del Haldol. Y, aún más importante, los ojos grises de Burt seguían mirándole apaciblemente. No había nada de aquellas sacudidas internas que se observaban en una cordura fingida.
—Le desataré las correas del pecho para que pueda sentarse.
Burt sonrió con alivio.
—Gracias. Como comprenderá, no quería pedírselo. Sé muy bien cómo funciona el protocolo.
—Siento no haberlo podido hacer inmediatamente, doctor Burt —dijo Fossey, inclinándose sobre la correa del pecho y tirando la cincha.
Aclararía aquel asunto con unas pocas llamadas telefónicas. Luego le diría un par de cosas al médico de urgencias del General de Albuquerque. La correa estaba apretada y por un momento pensó en llamar a Will para que le ayudara, pero decidió no hacerlo. Will siempre cumplía las reglas a rajatabla.
—Esto está mucho mejor —dijo Burt, que se sentó animadamente y se abrazó a sí mismo, desentumeciendo los músculos—. No puede imaginar cómo es permanecer horas inmovilizado. Tuve que hacerlo en otra ocasión, cuando estuve así durante diez horas después de una angioplastia, hace un par de años. Es un verdadero infierno.
Movió las piernas, dentro de sus sujeciones.
—Tendremos que hacerle algunas pruebas antes de darle de baja —dijo Fossey—. Le pediré al psiquiatra de ingresos que baje enseguida. A menos que antes desee descansar un poco.
—No, gracias —dijo Burt, y levantó una mano para frotarse la nuca—. Estoy bien. En alguna ocasión, cuando estemos todos de regreso en el Este, tendrá que venir a cenar a casa y conocer a Amiko.
Movió las manos y se frotó las mejillas.
De pie ante la camilla, mientras escribía una anotación en el gráfico, Fossey oyó una intensa y pequeña inspiración, como el raspado de una cerilla. Se volvió hacia Burt que en ese momento se quitó de un tirón la gasa que le cubría la sien.
—Seguramente se produjo un corte en la cabeza en el accidente —dijo Fossey y cerró la carpeta—. Le pondremos un vendaje nuevo.
—Pobre alfa —murmuró Burt, y miró intensamente el ensangrentado vendaje.
—¿Cómo ha dicho?
Fossey se adelantó para examinar la herida.
Franklin Burt se lanzó hacia arriba con un movimiento repentino y le golpeó con la cabeza la barbilla. Los dientes de Fossey mordieron violentamente la lengua y él se tambaleó hacia atrás, con la boca llena de sangre.
—¡Pobre alfa! —gritó Burt arrancándose las sujeciones de los tobillos—. ¡Pobre alfa!
Fossey cayó al suelo y retrocedió a gatas, al tiempo que gritaba desesperado llamando a Will. Éste entró precipitadamente cuando Burt se lanzaba de nuevo, cayendo él mismo y la camilla estrepitosamente al suelo. Se debatió salvajemente dando dentelladas y tratando de liberarse de las sujeciones que le impedían abandonar la camilla tumbada.
Todo sucedía con mucha rapidez, y Fossey empezaba a perder el sentido. Vio a Will y al enfermero forcejear con Burt y tratar de enderezar la camilla, mientras Burt se mordía sus propios puños, con la cabeza adelantada, como un perro que persiguiera a un conejo. Un repentino chorro de sangre salpicó las gafas del enfermero. Finalmente consiguieron sujetar los brazos de Burt sobre la camilla, apoyándose con fuerza sobre su cuerpo, que no dejaba de forcejear, intentando atar las gruesas correas mientras Will se metía torpemente la mano en el bolsillo para pulsar su avisador automático de alarma. Pero los gritos no disminuyeron, como Fossey sabía muy bien que sucedería.