Llegaron al campamento al amanecer. Era una vieja casa de adobe, con un tejado de hojalata, medio oculta entre unos árboles. Había un cobertizo, un molino de viento y un depósito de agua, junto a unos destartalados corrales. Una brisa fresca hacía girar el molino. En el corral, un caballo relinchó y un perro empezó a ladrar cuando se aproximaron. Al cabo de un momento, un hombre joven con largas polainas y un sombrero de vaquero apareció en la puerta y se quedó boquiabierto al ver a una mujer de pechos desnudos, cubierta de sangre, que conducía un magnífico caballo pinto con un hombre atado sobre la silla.

Scopes miró fijamente a Levine con una expresión de horror e incredulidad. Finalmente, se apartó de la mesa, se acercó a un estrecho panel situado en una pared y apretó un botón. El panel se abrió silenciosamente y dejó al descubierto un lavabo con un grifo.

—No te laves las manos —dijo Levine—. Harás que el virus se escurra por las cloacas.

Scopes vaciló.

—Tienes razón —contestó.

Humedeció una toalla de mano, se limpió las palmas y se extrajo unas astillas de cristal. Luego se secó las manos con cuidado. Se apartó del lavabo, regresó al sofá y se sentó. Sus movimientos parecían extraños, vacilantes, como si caminar se hubiera convertido en un acto desconocido para él.

Levine lo miró desde el otro extremo del sofá.

—Será mejor que me cuentes lo que sepas sobre el virus de la gripe X II —dijo.

Scopes se alisó el mechón de pelo con un gesto maquinal.

—Sabemos muy poco. Creo que sólo un hombre se ha visto expuesto a él. Hay un período de incubación de quizá veinticuatro a sesenta horas, seguido por una muerte casi instantánea causada por edema cerebral.

—¿Existe alguna cura?

—No.

—¿Vacuna?

—Tampoco.

—¿Es infeccioso?

—Como el resfriado común, quizá algo más.

Levine bajó la mirada hacia su mano herida. La sangre empezaba a coagularse alrededor de las astillas de cristal. No cabía duda de que ambos habían quedado infectados.

—¿Alguna esperanza? —preguntó al cabo.

—Ninguna —contestó Scopes.

Se produjo un largo silencio.

—Lo siento —susurró finalmente Scopes—. Lo siento mucho, Charles. Hubo un tiempo en el que no me habría creído capaz de hacer eso. Yo… —Hizo una pausa—. Supongo que me he acostumbrado a ganar.

Levine se levantó y se limpió la mano con la toalla.

—No hay tiempo para recriminaciones. La cuestión más acuciante consiste en saber cómo impedir que el virus que está en esta habitación destruya a la humanidad.

Scopes guardó silencio.

—¿Brent? —Scopes no contestó y Levine se inclinó sobre él—. ¿Brent? ¿Qué ocurre?

—No lo sé… Creo que tengo miedo de morir.

Levine lo miró.

—Yo también —dijo tras un silencio—. Pero el miedo es un lujo que no podemos permitirnos. Estamos desperdiciando minutos preciosos. Tenemos que encontrar una forma de… bueno, de esterilizar la zona. ¿Me comprendes?

Scopes asintió y apartó la mirada.

Levine lo sujetó por el hombro y lo sacudió con suavidad.

—Tienes que estar conmigo en esto, Brent, o no funcionará. Este edificio es tuyo. Tendrás que hacer lo necesario para asegurarnos de que ese virus deja de existir con nosotros.

Scopes siguió con la mirada apartada. Finalmente se volvió hacia Levine.

—Esta sala tiene un sellado presurizado, y cuenta con su propio sistema de aire —dijo con esfuerzo—. Las paredes han sido blindadas en previsión de ataques terroristas, contra el fuego, la explosión o el gas. Eso permitirá que nuestro trabajo sea más fácil.

Sonó un tono y el rostro de Spencer Fairley apareció en la pantalla gigante, ante ellos.

—Señor, Jenkins, del departamento de marketing, insiste en hablar con usted —dijo—. Por lo visto, el consorcio de hospitales ha cancelado abruptamente los planes para iniciar las transfusiones de PurBlood mañana por la mañana. Desea saber qué clase de presiones puede ejercer usted sobre sus administraciones.

Scopes miró a Levine con las cejas enarcadas.

Et tu, Bruto? Por lo visto, el amigo Carson ha logrado transmitir su mensaje. —Se volvió hacia la imagen de la pantalla—. No voy a ejercer ninguna presión. Dígale a Jenkins que debe interrumpirse el programa de comercialización de PurBlood, que queda pendiente de nuevas pruebas. Es posible que existan secuelas nocivas a largo plazo, que todavía no conocemos. —Luego tecleó una serie de órdenes—. Envío un fichero de datos de Monte Dragón a la GeneDyne de Manchester. Está incompleto, pero puede contener pruebas de contaminación en el proceso de fabricación de la PurBlood. Ruego que se estudie y se examine cuidadosamente. —Después suspiró, antes de añadir—: Spencer, quiero que efectúe un control de diagnóstico sobre el sistema de aislamiento de la sala octogonal. Asegúrese de que los sellos están todos puestos en perfecto funcionamiento.

Fairley asintió con un gesto y se apartó de la pantalla. Regresó al cabo de un rato.

—El sistema está plenamente operativo —informó—. Los reguladores atmosféricos y todos los instrumentos de control muestran lecturas normales.

—Bien —asintió Scopes—. Y ahora, escúcheme con atención. Quiero que dé instrucciones a Endicott para que interrumpa el sellado del perímetro que rodea el edificio de la sede central, y para que restaure todas las comunicaciones. Emitiré un mensaje a los empleados de la sede central. También deseo que envíe un mensaje al general Roger Harrington, en el Pentágono, anillo E, nivel Tres, sección Diecisiete, y que lo haga por un canal potente. Dígale que retiro la oferta y que no habrá más negociaciones.

—Muy bien —dijo Fairley. Hizo una pausa y miró atentamente su monitor—. ¿Se encuentra bien, señor?

—No —contestó Scopes—. Ha ocurrido algo terrible, y necesito de su absoluta cooperación.

Fairley asintió con un gesto.

—Se ha producido un accidente en el interior de la sala octogonal —explicó Scopes—. Se ha liberado un virus conocido como gripe X II. Tanto el doctor Levine como yo mismo hemos sido infectados. Este virus es absolutamente letal. No hay esperanza de recuperación.

El rostro de Fairley no traicionó sus emociones.

—No podemos permitir que este virus escape. En consecuencia, la sala octogonal tiene que ser esterilizada.

—Comprendo, señor —dijo Fairley con un gesto de asentimiento.

—Dudo que lo comprenda. El doctor Levine y yo somos portadores del virus. Mientras hablamos se está multiplicando en nuestros cuerpos. En consecuencia, debe usted encargarse de supervisar nuestras muertes.

—¡Señor! ¿Cómo puedo…?

—Cierre la boca y escuche. Si no sigue mis instrucciones morirán millones de personas, incluido usted mismo.

Fairley guardó silencio.

—Quiero que disponga dos helicópteros —dijo Scopes—. Enviará uno a la GeneDyne de Manchester, donde recogerá diez bidones de dos litros de VXV-12. —Se detuvo un momento y efectuó un cálculo rápido—. El volumen de esta sala es aproximadamente de novecientos mil litros, así que necesitaremos por lo menos dieciséis mil centímetros cúbicos de haxacloruro de mercurio metiloxilatado 1,2 cianofosfatol 6,6,6 trimetiloxilatado. El segundo helicóptero puede recogerlo en nuestra planta de Norfolk. Tiene que enviarse en contenedores de cristal sellado.

Fairley levantó la mirada del ordenador.

—¿Cianofosfatol?

—Es un veneno biológico extremadamente efectivo. Matará todo lo que esté vivo en esta sala. Aunque se almacena en forma líquida, tiene un grado bajo de vaporización y se evaporará rápidamente, llenando la sala con un gas esterilizante.

—¿Y no matará también…?

—Spencer, nosotros ya estaremos muertos. Para eso son los bidones de VXV.

Fairley se humedeció los labios.

—Señor Scopes —dijo tras tragar saliva—. No puede usted pedirme que…

Su voz se apagó. Levine observó la imagen de Fairley en la pantalla gigante. Habían aparecido gotas de sudor en su frente, y su cabello gris acerado, normalmente bien peinado, empezaba a parecer suelto.

—Spencer, nunca he necesitado de su lealtad más que ahora —prosiguió Scopes con serenidad—. Debe comprender que soy un hombre muerto. El mayor favor que puede hacerme ahora es no dejarme morir del virus de la gripe X II. Así que no hay tiempo que perder.

—Sí, señor —dijo Fairley, y apartó la mirada.

—Debe tenerlo todo aquí dentro de dos horas. Infórmeme en cuanto los dos helicópteros se hayan posado sobre la plataforma.

Scopes pulsó una tecla y la pantalla se apagó.

Por la sala se extendió un pesado silencio. Scopes se volvió hacia Levine.

—¿Crees en la vida después de la muerte? —preguntó.

Levine negó con la cabeza.

—En el judaísmo creemos que lo que importa es lo que hacemos en esta vida. Alcanzamos la inmortalidad al llevar una vida piadosa, al adorar a Dios. Los hijos que dejamos atrás son nuestra inmortalidad.

—Pero tú no tienes hijos, Charles.

—Siempre había confiado en tenerlos. He intentado hacer el bien de otros modos, aunque no siempre con éxito.

Scopes guardó silencio.

—Yo solía despreciar a la gente que necesitaba creer en la vida después de la muerte —dijo al cabo de un rato—. Pensaba que eso era una debilidad. Ahora que ha llegado el momento de la verdad, desearía haber dedicado más tiempo a convencerme a mí mismo. —Bajó la mirada—. Sería agradable tener ahora alguna esperanza.

Levine cerró los ojos. De pronto, los abrió de nuevo.

—El cifraespacio —se limitó a decir.

—¿Qué quieres decir?

—Has programado a otras personas de tu pasado y las has incluido en tu programa. ¿Por qué no hacer lo mismo contigo? De ese modo, tú, o una parte de ti mismo, podría seguir viviendo, e incluso transmitir tu ingenio y sabiduría a todos aquellos a quienes les interese conversar contigo.

Scopes emitió una carcajada.

—Temo no ser una persona tan atractiva, como sabes muy bien.

—Quizá, pero no cabe duda de que eres de lo más interesante.

—Gracias —asintió Scopes. Y tras un momento, añadió—: Es una idea intrigante.

—No tenemos nada que hacer en las próximas dos horas.

Scopes sonrió con amargura.

—Está bien, Charles. ¿Por qué no? Sin embargo, hay una condición. Debes ponerte también a ti mismo en el programa. No voy a regresar solo a la isla Monhegan.

Levine negó con un gesto de la cabeza.

—Yo no soy programador, sobre todo para algo tan complejo como esto.

—Eso no es problema. He escrito un logaritmo generador de personajes. Utiliza diversas subpautas. Hace intervenir al usuario en breves conversaciones y efectúa unas pruebas psicológicas. Luego crea un personaje y lo inserta en el mundo del ciberespacio. Lo preparé como una herramienta para que me ayudara a poblar la isla de modo más eficiente, pero ahora podría funcionar perfectamente para nosotros.

Miró interrogativamente a Levine.

—Y quizá entonces me digas por qué te imaginaste tu casa de verano derruida —dijo Levine.

—Quizá —contestó Scopes—. Pongámonos a trabajar.

Al final, Levine eligió parecerse a sí mismo, con un traje oscuro que no le ajustaba bien, la calva y unos dientes disparejos. Se dio lentamente la vuelta delante de la videocámara de la sala octogonal. Las imágenes grabadas serían escaneadas en varios cientos de imágenes de alta resolución que, juntas, formarían la figura de Levine que residiría en la isla virtual de Scopes. Durante la última hora y media, la subpauta A le había planteado innumerables preguntas, desde sus primeros recuerdos de la infancia hasta profesores memorables a los que había conocido, su filosofía personal de la vida, la religión y las convicciones éticas. La subpauta le había pedido que citara los libros que había leído y las revistas a las que había estado suscrito. Le planteó problemas matemáticos, le preguntó por los viajes que había realizado, por sus gustos y aversiones musicales, por los recuerdos de su esposa. La subpauta le entregó varias pruebas de Rorschach para que las hiciera e incluso le insultó y discutió con él, quizá para calibrar sus reacciones emocionales. Levine sabía que todos los datos resultantes serían usados para suministrar al cuerpo el conocimiento, las emociones y los recuerdos que poseería el personaje de su ciberespacio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Levine después de sentarse.

—Ahora sólo tenemos que esperar —contestó Scopes con una sonrisa forzada.

Él ya había pasado por un proceso similar de interrogatorio. Tecleó varias órdenes y se arrellanó en el sofá mientras el superordenador empezaba a generar los dos nuevos personajes para la recreación ciberespacial de isla Monhegan.

El silencio se adueñó de la sala. Levine se dio cuenta de que el interrogatorio había servido al menos para mantenerlo ocupado, impidiéndole cobrar conciencia de que aquéllos eran, en realidad, los últimos minutos de su vida. Ahora, una extraña mezcla de emociones empezó a asaltarle: recuerdos, temores, cosas que había dejado sin hacer. Se volvió hacia Scopes.

—Brent… —dijo.

Se oyó un tono bajo y Scopes se inclinó y pulsó un botón en el teléfono situado junto al sofá. La voz de Spencer Fairley sonó a través del altavoz del teléfono.

«Los helicópteros acaban de llegar», dijo.

Scopes se colocó el teclado sobre el regazo y empezó a teclear.

—Voy a enviar este programa de audio a la seguridad central, así como a los archivos, sólo para asegurarme de que más tarde no haya preguntas sin respuesta. Escuche atentamente, Spencer. Dentro de unos minutos daré la orden de que este edificio sea evacuado y sellado. Sólo deben permanecer en él usted, un equipo de seguridad y otro de bioemergencia. Una vez se haya llevado a cabo la evacuación, tiene usted que cerrar el sistema de circulación de aire de la sala octogonal. A continuación bombeará el contenido de diez bidones de VXV en el suministro de aire, y volverá a poner el sistema en marcha. No sé con seguridad cuánto tiempo se tardará en… —Se detuvo—. Quizá deberá esperar unos quince minutos. Luego envíe al equipo de emergencia a la escotilla de emergencia a presión, en el tejado de la sala octogonal. Que Endicott se ocupe de despresurizar la escotilla desde el control de seguridad y de dar instrucciones al equipo para situar los contenedores de cianofosfatol en el interior de la escotilla, para después cerrar y presurizar la escotilla exterior. Una vez el equipo se haya retirado, abran la escotilla interior mediante control remoto, desde el control de seguridad. Los contenedores de cristal caerán en el interior de la sala octogonal y se romperán, liberando así el cianofosfatol… ¿Me ha comprendido, Spencer?

Hubo una larga pausa antes de que oyeran la contestación.

«Sí, señor».

—Incluso después de que el cianofosfatol haya realizado su trabajo, aún quedarán virus vivos en esta sala, ocultos en los cadáveres, de modo que, como paso final, debe usted incinerarlos. El calor también desnaturalizará el cianofosfatol. El revestimiento antiincendios de la sala octogonal contendrá un fuego interior del mismo modo que puede contener uno exterior. Pero debe procurar no causar una explosión prematura o un incendio fuera de control que pueda diseminar el virus. Al principio debería utilizar un elemento incendiario de acción rápida y elevada temperatura, como el fósforo. Una vez los cuerpos se hayan quemado por completo, debe limpiarse el resto de la sala con un elemento incendiario de baja temperatura. Será suficiente con un derivado del napalm. Encontrará ambos en los suministros del laboratorio restringido.

Mientras escuchaba, Levine no dejó de observar la metódica imparcialidad con que Scopes describía el procedimiento a seguir: los cadáveres, los cuerpos… Serán nuestros cadáveres, pensó.

—A continuación, el equipo de bioemergencia debe llevar a cabo un proceso de descontaminación estándar con un agente caliente en el resto del edificio. Una vez eso haya terminado… —Scopes hizo una breve pausa—. Entonces, Spencer, supongo que ya todo dependerá del consejo de administración.

Se produjo un nuevo silencio.

—Y ahora, Spencer, póngame con mi albacea —pidió Scopes serenamente.

Un momento más tarde, una voz ronca y grave sonó a través del altavoz del teléfono, junto a la mesa.

«Aquí Alan Lipscomb».

—Alan, soy Brent. Escuche. Se va a producir un cambio en mi testamento. ¿Sigue ahí, Spencer?

—Sí, señor.

—Bien. Spencer será mi testigo. Deseo proveer un fondo de cincuenta millones para el Instituto de Neurocibernética Avanzada. Me encargaré de transmitirle los detalles a Spencer, que se los pasará a usted.

«Muy bien».

Scopes tecleó rápidamente y luego se volvió hacia Levine.

—Voy a enviarle a Spencer instrucciones para que transfiera todo el banco de datos del cifraespacio, junto con el compilador y mis notas sobre el lenguaje C3 al Instituto de Neurocibernética Avanzada. A cambio de esa dotación, pido que conserven mi recreación virtual de la isla Monhegan en funcionamiento perpetuo, y que permitan el acceso a ella a cualquier persona seria.

Levine asintió con un gesto.

—En exposición permanente. Adecuado para una obra de arte tan colosal.

—Pero no sólo en exposición, Charles. Quiero que se encarguen de aumentarla, de extender la tecnología, de mejorar la profundidad del lenguaje y las herramientas. Supongo que esto es algo que me he guardado para mí mismo durante demasiado tiempo. —Se pasó la mano por el cabello, con gesto ausente—. ¿Alguna otra petición, Charles? Mi albacea es muy bueno para lograr que se hagan las cosas.

—Sólo una —contestó Levine.

—Adelante.

—Creo que ya podrías imaginarlo.

Scopes le miró por un momento.

—Sí, desde luego —dijo. Se volvió hacia el teléfono—. Spencer, ¿sigue ahí?

«Sí, señor».

—Le ruego que rompa la renovación de esa patente para el moho X del maíz.

«¿La renovación, señor?».

—Limítese a hacerlo así, y permanezca en contacto.

Scopes se volvió hacia Levine con una ceja levantada.

—Gracias —dijo Levine.

Scopes hizo un gesto de asentimiento. Luego tendió la mano hacia el teléfono y pulsó una serie de botones.

—Atención a todo el personal de la sede central —dijo por el auricular.

Levine oyó cómo la voz arrancaba ecos y se dio cuenta de que el mensaje era emitido por todo el edificio.

—Al habla Brent Scopes —prosiguió—. Ha surgido una emergencia que exige que todo el personal evacúe el edificio. Se trata sólo de una medida temporal y les aseguro que nadie corre ningún peligro. —Hizo una breve pausa—. Antes de que abandonen el edificio, sin embargo, debo informales que se ha producido una alteración en la cadena de mando de GeneDyne. Se enterarán de los detalles dentro de poco. Pero debo decirles ahora que he disfrutado mucho trabajando con todos y cada uno de ustedes, y les deseo lo mejor para el futuro, tanto a ustedes como a GeneDyne. Recuerden que los objetivos de la ciencia son también los nuestros: el avance del conocimiento y la mejora de la humanidad. Nunca los pierdan de vista. Y ahora, por favor, diríjanse hacia la salida más cercana.

Con el dedo apoyado en el interruptor del teléfono, Scopes se volvió hacia Levine.

—¿Estás preparado? —preguntó.

Levine asintió con un gesto. Scopes levantó de nuevo el interruptor.

—Spencer, el lunes que viene por la mañana, presentará todas las cintas de lo ocurrido aquí al consejo de administración de GeneDyne. Y ahora, por favor, ya puede empezar a introducir el gas VXV… Sí, sí, lo sé, Spencer. Gracias por todo. Y le deseo la mejor suerte.

Lentamente, Scopes colgó el auricular. Después volvió a colocar las manos sobre el teclado.

—Allá vamos —dijo.

Se produjo un zumbido y las luces disminuyeron de intensidad. De repente, la enorme sala octogonal se transformó en el desván de la casa en ruinas de isla Monhegan. Al mirar alrededor, asombrado, Levine se dio cuenta de que no sólo una, sino las ocho paredes de la sala se habían convertido en una vasta pantalla.

—Ahora ya sabes por qué elegí el desván, en lo más alto —dijo Scopes, y dejó el teclado a un lado.

Levine, como en un trance, se sentó en el sofá y miró alrededor. Por el exterior del desván podía ver con claridad la terraza. El sol empezaba a despuntar sobre el océano, y el mar parecía absorber los colores del cielo. Las gaviotas planeaban alrededor de las barcas de pesca en el puerto, y graznaban excitadas mientras los pescadores transportaban barriles de cebo de pescado por el muelle y los cargaban en las barcas.

En una silla situada en el desván, una figura se movió, se levantó y se desperezó. Era de baja estatura y delgada, con extremidades desgarbadas y gafas gruesas. Un impenitente mechón se levantaba como una pluma negra entre la desordenada mata de pelo.

—Bien, Charles —dijo la figura—. Bienvenido a la isla Mohegan.

Levine vio a otra figura en el extremo opuesto del desván, un hombre calvo, con un traje oscuro que no le sentaba bien, y que hacía un gesto de asentimiento.

—Gracias —dijo con una voz que a él le sonó familiar.

—¿Quieres que demos un paseo por el pueblo? —preguntó la figura de Scopes.

—Ahora no —contestó la figura de Levine—. Preferiría sentarme aquí y ver cómo zarpan las barcas de pesca.

—Muy bien. ¿Quieres que juguemos al Juego mientras esperamos?

—¿Por qué no? —replicó la figura de Levine—. No tenemos nada que hacer en las próximas horas.

Levine se arrellanó en el sofá de la sala octogonal, y observó con una sonrisa a su personaje recientemente creado.

—Sí, disponemos de mucho tiempo —asintió Scopes desde la oscuridad—. De un tiempo infinito. Tanto para ellos y, sin embargo, tan poco para nosotros.

—Elijo «tiempo» como palabra clave —dijo la figura de Levine.

La figura de Scopes se sentó de nuevo en la mecedora, tomó impulso hacia atrás y dijo:

—«Habrá tiempo para preparar un rostro que se encuentre con los rostros con los que te encontrarás. Habrá tiempo para asesinar y para crear…».

El Levine real percibió un extraño olor en la sala octogonal; un olor acre y dulzón, como el de rosas muertas. Empezaron a escocerle los ojos y los cerró, mientras escuchaba a la figura de Scopes, que seguía diciendo:

—«Y tiempo para todas las obras y días de acción, que levantan y dejan caer una pregunta sobre tu plato. Tiempo para ti y tiempo para mí…».

Se produjo un silencio y lo último que Levine escuchó mientras aspiraba el gas letal fue su propia voz, que pronunció una cita como respuesta:

—«El tiempo es una tormenta en la que todos nos hallamos perdidos…».