Una sola palabra apareció en la enorme pantalla situada ante ellos: «Vanidad».

Scopes pensó por un momento. Luego se aclaró la garganta.

—«Ningún lugar permite una observación más notable de la vanidad de las esperanzas humanas que una biblioteca pública». Doctor Johnson.

—Muy bien —dijo Levine—. «Un hombre que no sea estúpido, puede librarse de toda estupidez, excepto de la vanidad». Rousseau.

—«Antes era vanidoso, pero ahora soy perfecto». W. C. Fields.

—Un momento —dijo Levine—. Esa no la había oído antes.

—¿Desconfías de mí?

—No —contestó Levine tras pensárselo un momento.

—Entonces continúa.

Levine hizo una pausa.

—«La vanidad juega a trucos espeluznantes con la memoria». Conrad.

—«La vanidad fue el regalo más detestable de la evolución». Darwin —replicó Scopes.

—«Un hombre vanidoso nunca puede ser completamente despiadado, ya que desea ganarse el aplauso». Goethe.

Se produjo un silencio.

—¿Te has quedado sin réplica? —preguntó Levine.

Scopes se limitó a sonreír.

—Sólo consideraba mi próxima elección. «El hombre en su vanidad no comprende, a las bestias mudas se asemeja». Salmo cuarenta y nueve.

—No sabía que fueras tan religioso. «No temas cuando el hombre se enriquece, cuando crece la vanidad de su casa, que a su muerte nada ha de llevarse, su vanidad no bajará con él». Del mismo salmo.

Se produjo otra larga pausa antes de que Scopes continuara:

—«Sólo sé que amamos en vano; sólo siento… ¡adiós! ¡Adiós!». Byron.

—Por lo que veo, echas mano de tus últimos recursos —dijo Levine, burlón.

—Te toca a ti.

Hubo otro largo silencio.

—«Un periodista es una especie de hombre con crédito, que se aprovecha de la vanidad, la ignorancia o la soledad de la gente para ganársela y traicionarla después sin remordimiento». Janet Malcolm.

—Demuestra la existencia de esa frase —repuso Scopes.

—¿Bromeas? —replicó Levine—. Seguramente no la conoces. Yo sólo la sé porque recientemente la incorporé en un discurso.

—No la conozco. Sin embargo, sé que Janet Malcolm es quizá más conocida como articulista del New Yorker. Y dudo que sus celosos correctores hayan permitido una expresión como «hombre con crédito».

—Una teoría muy arriesgada —dijo Levine—. Pero sí quieres basar tu desafío en ella, haz lo que gustes.

—¿Lo comprobamos con el ordenador?

Levine asintió.

Scopes introdujo una orden de búsqueda. Se produjo una pausa mientras se registraban las vastas bases de datos. Finalmente, una cita apareció en grandes letras bajo la palabra «vanidad».

—Lo que me imaginaba —dijo Scopes con aires de triunfo—. No es «hombre con crédito», sino «hombre de confianza». Gano la primera ronda.

Levine guardó silencio. Scopes dio instrucciones al ordenador para que eligiera otro tema al azar. La enorme pantalla se aclaró y en ella apareció otra palabra: «Muerte».

—Es un tema infinito —dijo Levine. Pensó un momento—. «No es que tema morir. Simplemente, no deseo estar allí cuando eso suceda». Woody Alien.

Scopes se echó a reír.

—Una de mis favoritas. «Aquellos que dan la bienvenida a la muerte sólo la han probado de orejas para arriba». Mizner.

Le tocó el turno a Levine.

—«Tenemos que reír antes de ser felices, por temor a morir sin haber podido reír». La Bruyére.

—«La mayoría de la gente quisiera morir antes que pensar; de hecho, la mayoría de ellos así lo hacen». Russell —dijo Scopes.

—«Los míseros son gente muy amable; amasan la riqueza para aquellos que desean su muerte». Rey Estanislao —dijo Levine.

—«Cuando un hombre muere, no sólo muere a causa de la enfermedad que ha padecido, sino a causa de toda su vida». Péguy.

—«Todo el mundo nace rey, y la mayoría de la gente muere en el exilio». Wilde.

—«La muerte es aquello después de lo cual no hay nada de interés». Rozinov —citó Scopes.

—¿Rozinov? ¿Quién demonios es Rozinov?

Scopes sonrió.

—¿Deseas comprobarlo?

—No.

—Entonces continuemos.

—«La muerte destruye al hombre, pero la idea de la muerte lo salva». Foster.

—Muy bonito, y muy cristiano.

—No es sólo una idea cristiana. En el judaísmo, la idea de la muerte está destinada a inspirar una vida justa.

—Si tú lo dices —repuso Scopes—. Pero yo no estoy especialmente interesado en eso, ¿recuerdas?

—¿Tratas de ganar tiempo porque te has quedado sin citas? —le apremió Levine.

—«Me he convertido en Muerte, la destructora de mundos». Bhagavad Gita.

—Muy apropiado para tus negocios, Brent. Eso fue también lo que dijo Oppenheimer cuando vio la primera explosión atómica.

—Pareces haberte quedado sin citas.

—En modo alguno —replicó Levine—. «Contemplad un caballo pálido, y el nombre que se sentó en él fue Muerte». Revelaciones.

—¿Su nombre se sentó en él? Eso no parece correcto.

—¿Quieres comprobarlo? —preguntó Levine.

Scopes guardó silencio un momento. Finalmente negó con la cabeza y continuó:

—«La filosofía muere justo ante el filósofo». Russell.

Levine hizo una pausa antes de preguntar:

—¿Bertrand Russell?

—¿Quién si no?

—Él nunca dijo una cosa así. Vuelves a inventarte las citas.

—¿De veras? —preguntó Scopes, y lo miró, impasible.

—Ése era el truco favorito que empleabas en la escuela, ¿recuerdas? Sólo que ahora puedo detectarlo más fácilmente. Eso es una característica tuya, y creo que aquí está muy clara, así que te desafío a que lo comprobemos.

Se produjo un breve silencio. Scopes sonrió.

—Muy bien, Charles. Una para ti y otra para mí. Y ahora, la ronda final.

La pantalla se aclaró de nuevo y apareció otra palabra: «Universo».

Scopes cerró los ojos un momento.

—«Que el universo sea comprensible es algo incomprensible». Einstein.

Levine hizo una pausa.

—No serás lo bastante estúpido como para inventarte citas, ¿verdad?

—Desafíame si quieres.

—Ésta la dejaré pasar. «O somos la forma más inteligente del universo, o no lo somos. Cualquiera de las dos posibilidades es asombrosa». Carl Sagan.

—¿Carl Sagan dijo algo tan inteligente? No lo creo.

—Entonces desafíame.

Scopes sonrió y sacudió la cabeza antes de proseguir:

—«Es inconcebible que todo el universo fuera simplemente creado para nosotros, que vivimos en este planeta de tercera categoría de un sistema solar de tercera categoría». Byron.

—«Dios no juega a los dados con el universo». Einstein.

Scopes frunció el entrecejo.

—¿Se puede utilizar la misma fuente dos veces sobre un mismo tema? Es la segunda vez que citamos a Einstein.

—¿Por qué no? —preguntó Levine con un encogimiento de hombros.

—Está bien. «Dios no sólo juega a los dados con el universo, sino que a veces los arroja allí donde no puedan ser vistos». Hawking.

—«Cuanto más comprensible parece el universo, más inútil parece también». Weinberg.

—Muy bueno —dijo Scopes—. Ése me ha gustado. —Hizo una pausa, antes de continuar—: «La verdadera comprensión del universo sólo la obtienen los adolescentes drogados y los cosmólogos seniles». Leary.

Se produjo un nuevo silencio.

—¿Timothy Leary? —preguntó Levine.

—Desde luego.

El silencio fue más prolongado.

—No creo que Leary dijera algo tan pueril —dijo Levine.

Scopes sonrió.

—Si dudas, puedes desafiarme.

Levine se lo pensó. Aquella había sido una de las estratagemas favoritas de Scopes, inventarse citas al principio y reservarse las verdaderas para el final. Levine había conocido a Leary en sus tiempos de Harvard, y algo le decía que la cita no era correcta. Pero otro truco de Scopes había sido el usar citas que no se correspondieran con el perfil general del personaje, para que Levine le desafiara a demostrarlo. Miró a Scopes, que le devolvió la mirada, impasible. Si lo desafiaba y resultaba que Leary había pronunciado aquella frase…

Los segundos transcurrieron con lentitud.

—Te desafío —dijo Levine finalmente.

Scopes se sobresaltó. Levine vio cómo el color desaparecía del rostro del presidente ejecutivo de GeneDyne. Ahora contemplaba, como Levine había contemplado hacía años, lo que significaba haber perdido en una escala tan vasta.

—Duele, ¿verdad? —preguntó Levine.

Scopes guardó silencio.

—No es por perder tanto —añadió Levine—, sino por la forma en que se pierde. Pensarás siempre en este momento. Te preguntarás cómo fuiste capaz de apostarlo todo, de jugártelo todo a una cosa tan trivial. No podrás olvidarlo nunca. Yo sé que todavía no puedo olvidarlo.

Scopes, sin embargo, seguía sin decir nada. Sintiendo una intensa sensación de alivio, Levine vio cómo Scopes apretaba la mano y se dio cuenta, una fracción de segundo antes de que ocurriera, de que el presidente ejecutivo de GeneDyne jamás se desprendería de su virus mortal. Veinte años atrás, cuando Levine había perdido en la última partida del Juego, él había cumplido su palabra: firmó el contrato de la patente del maíz y dejó que Scopes se enriqueciera, en lugar de ofrecerle al mundo aquel maravilloso secreto. Ahora, Scopes había perdido, y a una escala mucho mayor…

Levine tomó la ampolla una fracción de segundo antes de que las manos de Scopes se lanzaran hacia ella. Se produjo un breve forcejeo.

—¡Brent! —exclamó Levine—. Brent, me diste tu palabra…

Se produjo un repentino y apagado chasquido. Levine notó un aguijonazo y algo húmedo empezó a extenderse por la palma de su mano.

Bajó la mirada.

El medio de transporte viral, con su mortal suspensión de gripe X II, se extendía y formaba un charco sobre el contrato firmado, se deslizaba sobre la mesa y caía sobre la alfombra gris. Levine abrió la mano: había varios fragmentos de cristal incrustados en la palma, y unos hilillos de sangre le bajaban por la muñeca. La mano le dolió al flexionarla.

Levantó la mirada y vio cómo Scopes abría lentamente su propia mano. También la tenía ensangrentada.

Las miradas de ambos se encontraron.

Carson tironeaba del brazo de su ayudante y trataba de decirle algo.

—El oro de Mondragón… —balbuceó, con voz entrecortada.

—¿Qué pasa con él? —susurró ella.

—Utilízalo.

Un espasmo de dolor cruzó su rostro antes de caer de espaldas sobre la arena, donde quedó inmóvil.

Cuando los pasos de Nye se acercaron más, ella comprendió lo que había querido decirle Carson. Se metió la mano en el bolsillo y sacó las cuatro monedas encontradas en la cueva.

—¡Nye! —gritó—. ¡Aquí tengo algo que le interesará!

Arrojó las monedas por encima de la roca. Los pasos se detuvieron. Luego oyó un suspiro y una maldición apenas susurrada. Los pasos se reanudaron y entonces oyó una pesada respiración entre las rocas. Se contrajo, con la cabeza inclinada, a la espera. Algo que supo era el cañón del rifle de Nye se apoyó de repente contra su nuca.

—Contaré hasta tres para que me diga dónde las encontró —dijo Nye.

Ella esperó.

—Uno.

Ella siguió esperando.

—Dos.

Susana contuvo la respiración y apretó los ojos.

—Tres.

Pero no sucedió nada.

—Míreme —dijo finalmente Nye.

Ella, abrió los ojos y se volvió hacia él. Nye estaba de pie, con una bota apoyada sobre una roca. Su alta figura se silueteaba contra el sol poniente. El sombrero de safari y la larga chaqueta inglesa que siempre le habían parecido tan ridículos, le parecieron ahora aterradores, como si pertenecieran a un extraño espectro de la muerte en ese desierto remoto. Nye sostenía la moneda de oro en una mano. Sus ojos inyectados en sangre descendieron por un momento hacia sus pechos desnudos y luego se alzaron de nuevo, inexpresivos. El cañón del arma se desplazó hasta su sien. Transcurrieron unos segundos. Entonces, Nye se giró en redondo y se alejó sobre la arena. Ella esperó un rato y se sacudió espasmódicamente al oír otro disparo y un profundo y ronco suspiro. Ha matado a Roscoe, pensó. Ahora estará buscando más oro en las alforjas.

Al cabo de un rato, Nye regresó. Se agachó y la cogió por el cabello, sacudiéndola y obligándola a levantarse. Luego, con un empujón brutal, la arrojó de espaldas contra las rocas que se levantaban al fondo del desfiladero. Balanceó el rifle y se lo hundió en el estómago. Ella se dobló con un grito, pero él la levantó de nuevo por el pelo.

—Y ahora escúchame con mucha atención, puta india. Quiero saber de dónde has sacado esta moneda.

Ella cerró los ojos e hizo un gesto con la barbilla hacia la arena, a sus pies. Él bajó la mirada, vio la daga y se agachó para recogerla. Observó el mango.

—Diego de Mondragón —masculló.

Se acercó a ella. Susana nunca había visto unos ojos tan inyectados en sangre.

—Has encontrado el tesoro, zorra —siseó Nye.

Ella asintió con un gesto y él le puso el rifle delante de la cara.

—¿Dónde?

Ella le miró a los ojos.

—Si se lo digo, me matará. Si no se lo digo, me matará. En cualquier caso, estoy muerta.

—Maldita zorra… Te torturaré hasta la muerte.

—Pruébelo.

Nye la golpeó en la cara. Ella sintió la conmoción y un zumbido en sus oídos, al tiempo que un extraño calor inundaba su cabeza. Se tambaleó, sintiéndose mareada, pero él la empujó contra la roca.

—Eso no funcionará —dijo ella—. Míreme, Nye.

La golpeó de nuevo. Por un momento, todo lo que la rodeaba se volvió blanco, sin rasgos, y notó que la boca le sangraba. Recuperó la visión y levantó una mano para protegerse la cara; había perdido un diente.

—¿Dónde? —repitió él.

Susana cerró los ojos con fuerza, pero permaneció en silencio, mientras ponía su cuerpo en tensión, a la espera del próximo golpe.

Los pasos se alejaron y oyó a Nye hablar quedamente. ¿Con quién hablaba? Probablemente con Singer, o con alguno de los guardias de seguridad de Monte Dragón. Sintió que se rompía el débil hilo de esperanza que conservaba; habían creído que Nye estaba solo.

Los pasos regresaron y sólo entonces abrió los ojos. Nye apuntaba el rifle contra la cabeza de Carson.

—Dímelo o lo mato.

De Vaca respiró profundamente, y se preparó para ser firme. Sabía que ésa sería la peor parte.

—Adelante, mate a ese cabrón —dijo con la mayor serenidad posible—. No soporto a ese hijoputa. Y si lo mata, el oro será todo mío. Nunca se lo diré, excepto si…

Nye volvió el arma hacia ella.

—¿Excepto si qué?

—Si llegamos a un acuerdo —dijo.

El cañón del rifle la golpeó en la cabeza, haciéndola caer a un abismo de negrura. Con un lacerante dolor en un lado de la cabeza, mantuvo los ojos cerrados. Oyó de nuevo una voz. Nye hablaba con alguien. Intentó discernir una voz que le respondiera, pero no oyó nada. Finalmente abrió los ojos. El sol se había puesto y todo empezaba a quedar en penumbras, pero estuvo segura de que Nye no hablaba con nadie.

A pesar del dolor, sintió alivio. Por lo visto, la PurBlood efectuaba su terrible trabajo.

Nye se volvió hacia ella.

—¿Qué clase de trato? —preguntó.

De Vaca se preparó para recibir otro golpe.

—¿Qué clase de trato? —le oyó repetir.

—Mi vida —contestó ella.

Hubo un silencio.

—¿Tu vida? —dijo él—. Acepto.

—Mi vida no vale nada sin un caballo, ese rifle y agua.

El silencio fue más prolongado y luego recibió otro golpe terrible. Esta vez recuperó la conciencia con mayor lentitud. Sentía el cuerpo pesado. Le resultaba difícil respirar y sabía que debía tener rota la nariz. Intentó hablar pero no pudo hacerlo. Se sintió caer hacia atrás, hacia el dulce sopor de la inconsciencia.

Cuando se recuperó, estaba tumbada sobre la arena. Intentó incorporarse, pero una punzada ardiente le cruzó la cabeza y le bajó por la espalda. Nye estaba de pie a su lado, con la linterna en la mano. Parecía preocupado.

—Un golpe más como ése —balbuceó ella— y me habrá matado, bastardo. Entonces nunca sabrá dónde está el oro.

Respiró profundamente y cerró los ojos. Tras unos minutos de silencio, volvió a hablar.

—Está a más de cien kilómetros de donde usted cree que está.

—¿Dónde?

—Mi vida a cambio del oro.

—Muy bien. Lo prometo. No te mataré. Sólo dime dónde está el oro. —De repente se dio media vuelta, como si hubiera oído algo—. Sí, ya lo recuerdo —le dijo a alguien invisible antes de volverse de nuevo hacia ella.

—La única forma que tengo de vivir —susurró ella— es con el caballo, el rifle y agua. Sin eso, moriré y usted nunca…

Nye la miró fijamente. Apretaba con fiereza las monedas en una mano. Un sonido parecido a un gemido escapó de su garganta. Por la forma en que la miraba, ella sabía que el aspecto de su rostro debía de ser terrible.

—Traiga su caballo —dijo ella.

Nye hizo una mueca.

—Dímelo ahora, o…

—El caballo.

Los ojos se le cerraron. Cuando pudo abrirlos de nuevo, Nye había desaparecido. Se sentó sobre la arena y luchó contra el dolor de la cabeza. Tenía la nariz y la garganta llenas de sangre, y tosió varias veces.

Vio reaparecer a Nye por la abertura de las rocas. Tiraba de las riendas de su magnífico caballo, que avanzaba tras él como una sombra silenciosa a la luz de la luna.

—Ahora dime dónde está el tesoro.

—El caballo —replicó ella, e hizo esfuerzos por ponerse en pie y extendió la mano izquierda.

Nye vaciló un momento y luego le entregó las riendas. Ella se sujetó al pomo de la silla y trató de montar, pero estuvo a punto de caer a causa del mareo.

—Ayúdeme.

Nye ahuecó una mano debajo de su bota y la alzó.

—Ahora déme el arma.

—No —replicó Nye—. Me matarías, maldita zorra.

—Entonces démela descargada.

—Quieres engañarme. Te adelantarías con el caballo y huirías con mi tesoro.

—Míreme. Míreme a los ojos.

Él lo hizo, con los ojos inyectados en sangre. Sólo entonces, al mirar intensamente a aquellos ojos, comprendió ella cuánto deseaba Nye encontrar el tesoro de Mondragón. La PurBlood había convertido una sencilla excentricidad en una obsesión demencial. Todo, incluido el odio que sentía por Carson, era secundario a su necesidad de encontrar el tesoro. Susana comprendió, con una mezcla de temor y piedad, que aquel hombre había perdido el uso de la razón.

—Le prometo que no me llevaré su tesoro —le dijo casi con suavidad—. Puede quedárselo todo. Sólo quiero salir de aquí con vida. ¿Es que no lo comprende?

Nye descargó el arma y se la entregó.

—¿Dónde? —le preguntó ansioso—. Dime dónde.

Había dos cantimploras de agua atadas a la silla, medio llenas. Desató una y se la entregó a Nye. Luego hizo retroceder a Muerto. Con obsesión o sin ella, no quería que él tratara de quitarle el arma después de haberle dicho el lugar.

—¡Espera! No te marches. Dímelo, por favor…

—Escuche. Tiene que seguir nuestras huellas durante quince kilómetros, a lo largo de la pared de las montañas. En el sitio donde atamos los caballos encontrará una cueva oculta en la lava, en la base misma de la montaña. En el interior de la cueva hay una fuente. Al amanecer, la luz del sol forma una imagen contra la pared del fondo. Una imagen que tiene la forma de un águila posada sobre un pico de fuego. Lo mismo que se indica en su mapa. Pero la pared no llega hasta el suelo de la cueva. En su base hay un pasaje oculto. Sígalo. El cuerpo de Mondragón, su mula y su tesoro se encuentran en el fondo de esa caverna.

Nye asintió con un gesto de avidez.

—Sí, lo comprendo. —Se volvió hacia su imaginario compañero—. ¿Has oído eso? Durante todo el tiempo he buscado en la parte equivocada del desierto. Supuse que las montañas indicadas en el mapa eran los Cerritos Escondidos. ¿Cómo podía haber…? —Se volvió hacia De Vaca—. ¿Has dicho de regreso por este mismo camino, a quince kilómetros?

Ella asintió con un gesto.

—Vámonos —le dijo a su compañero imaginario al tiempo que se echaba la cantimplora a la espalda—. Lo repartiremos al cincuenta por ciento. Mamá habría insistido en que lo hiciéramos así.

Echó a caminar en dirección al desierto.

—Nye —le llamó ella. Él se volvió—. ¿Quién es su amigo?

—Un muchacho al que conocí una vez —contestó.

—¿Cómo se llama?

—Jonathan.

—Jonathan ¿qué?

—Jonathan Nye.

Y tras decir eso se alejó. Ella le observó. No dejaba de hablar excitadamente. Su sombra no tardó en desaparecer tras una roca de lava, perdiéndose en la noche.

Susana esperó unos minutos hasta estar segura de que se había marchado. Luego desmontó y se acercó a Carson. Seguía inconsciente. Le tomó el pulso: débil y rápido; sufría una conmoción. Le examinó con cuidado el antebrazo herido. Rezumaba sangre ligeramente. Aflojó el torniquete y comprobó con alivio que la arteria cortada se había cerrado. Ahora tenía que sacarlo de allí antes de que se iniciara la gangrena.

Carson abrió débilmente los ojos.

—¡Guy! —exclamó ella—. Despierta, por favor.

Lentamente, los ojos se volvieron hacia ella.

—¿Puedes ponerte de pie?

No supo si la había oído, pero lo cogió por debajo de los brazos y trató de alzarlo. Se esforzó, pero finalmente cayó sobre la arena. Se vertió un poco de agua en las manos y le humedeció con suavidad la cara.

—Levántate —le ordenó.

Carson se esforzó para ponerse de rodillas, cayó hacia atrás, apoyado sobre su codo bueno y se esforzó de nuevo. Se sujetó al estribo de Muerto y consiguió alzarse lentamente. Ella lo ayudó a subir al caballo, con cuidado de no tocarle el brazo herido. Carson se tambaleó, se sujetó el brazo y parpadeó varias veces. Luego empezó a doblarse hacia adelante. Susana lo sujetó y lo sostuvo sobre la silla. Tendría que atarlo para que no cayera.

Nye llevaba un lazo en un lado de la silla. Ella lo desenrolló, rodeó el pecho de Carson con la cuerda, lo inclinó sobre el pomo de la silla, y le rodeó varias veces el brazo izquierdo alrededor del pomo, y luego terminó de atarlo con seguridad. Mientras lo hacía, se dio cuenta, con indiferencia, de que no llevaba camisa. Pero no tenía nada con que cubrirse.

Empezó a dirigir a Muerto tirando de las riendas, y caminó en la dirección de la estrella del norte.