Nye estaba sentado en su posición elevada, sobre las rocas, y sentía el sol de últimas horas de la tarde sobre su sombrero y las oleadas de radiación que se elevaban de la lava y lo envolvían abrasadoramente. Levantó el rifle y utilizó la lente telescópica para escudriñar el horizonte hacia el sur. No se veían señales de Carson y la mujer. Levantó la vista. Tampoco había buitres que trazaran círculos.
—Probablemente están ocultos en alguna parte, descansando. —El muchacho arrojó una roca por el talud, que descendió rebotando con estrépito entre la lava—. La mujer ya debe de haber muerto.
Nye sonrió con una mueca. O habían encontrado una fuente, o ya debían de estar muertos. Lo más probable era lo segundo. Quizá tardara algún tiempo en aparecer la descomposición que atraería a los carroñeros. Al fin y al cabo, el desierto era grande, y las aves tendrían que percibir el olor desde mucha distancia. Bajo este calor, ¿cuánto tiempo tardaba un cadáver en desprender hedor: cuatro, cinco horas?
—¿Jugamos a afinar la puntería? —preguntó el muchacho, y le mostró un puñado de guijarros de lava—. Podemos utilizar esto.
Nye se volvió hacia él. El muchacho estaba sucio y una de las aletas de su nariz estaba cubierta de mucosidad seca.
—Ahora no —dijo.
Levantó la mira telescópica y volvió a escudriñar el horizonte.
Y entonces los vio: dos figuras a caballo a poco más de cuatro kilómetros.
Rápidamente, Levine maniobró el mando de su ordenador hacia un lado en el instante en que el arma disparaba. Un limpio agujero redondo perforó la ventana situada tras él. La figura de Scopes volvió a levantar el arma.
«¡Brent! —tecleó frenéticamente—. No lo hagas. Tienes que escucharme».
Scopes suspiró.
«Durante veinte años has sido como una espina clavada en mi costado. Hice todo lo que pude por ti. Al principio te ofrecí asociarte conmigo a partes iguales, con el cincuenta por ciento de las acciones de GeneDyne. Me he contenido, antes de contestar a tus malignos ataques, mientras tú engordabas y te hacías poderoso a costa de difundir mentiras sobre GeneDyne. Te aprovechaste de mi silencio para atacarme una y otra vez, para acusarme de avaricia y egoísmo».
«Te mantuviste en silencio sólo porque confiabas en que yo firmaría la renovación de la patente del maíz», tecleó Levine.
«Eso es un golpe bajo, Levine. Lo hice porque todavía siento cierta amistad hacia ti. Debo confesar que al principio no me tomé muy en serio tus difamaciones. Eres la única persona que he conocido que puede estar a mi nivel intelectual. Fíjate lo que hicimos juntos: le ofrecimos al mundo la semilla X del maíz. —Una risa amarga sonó a través del altavoz del ascensor—. Ésa es la parte de la historia que no te gusta contar a la prensa, ¿verdad? El gran Levine, el noble Levine, el Levine que nunca estaba dispuesto a descender al nivel de Brent Scopes, era el coinventor de la semilla X del maíz, una de las más grandes vacas lecheras del capitalismo. Es posible que yo encontrara las semillas de los indios anasazi, pero fueron tus brillantes conocimientos los que me permitieron aislar el gen y desarrollarlo hasta conseguir una cepa resistente a la enfermedad».
«No era mi idea ganar miles de millones con los pobres países del Tercer Mundo».
«Los beneficios que obtuve fueron minúsculos en comparación con el aumento de productividad que se consiguió con ello —replicó Scopes—. ¿Acaso has olvidado que, gracias a nuestra cepa resistente al moho, la producción mundial de grano aumentó en un quince por ciento y que el precio del maíz ha descendido? Charles, personas que de otro modo habrían muerto de hambre pudieron vivir gracias al descubrimiento, a nuestro descubrimiento».
«Fue nuestro descubrimiento, es verdad. Pero no era mi deseo convertirlo en una herramienta al servicio de la avaricia. Deseaba que fuera del dominio público».
Scopes se echó a reír.
«Ah, había olvidado ese ingenuo deseo tuyo. Y seguramente tú has olvidado las circunstancias que me permitieron aprovecharme de ello. Gané con toda justicia y equidad».
Levine no lo había olvidado. El recuerdo agobiaba su alma con sentimientos de culpabilidad. Cuando quedó claro que los dos tenían diferencias irreconciliables acerca de cómo manejar el gen X del maíz, acordaron competir por su posesión, participar los dos en el Juego que habían inventado en la universidad. Sólo que esta vez hicieron apuestas definitivas.
«Y yo perdí», asintió Levine.
«Sí. Pero el que ríe último ríe mejor, ¿verdad, Levine? Dentro de dos meses expira la patente y, puesto que te has negado a renovar tu mitad, esa patente expirará. De ese modo, el descubrimiento más lucrativo en la historia de GeneDyne quedará en manos de todo el mundo, para que lo emplee gratuitamente».
De repente, mezcladas con la voz de Scopes, Levine oyó otras voces, altas e insistentes, que arrancaban duros ecos más abajo, en el pozo del ascensor.
También se acercaban para atraparlo en el espacio real.
Se produjo entonces una sacudida que apretó a Levine contra la pared del ascensor. Por encima de él se puso en marcha un motor, con un zumbido, y la voz fría volvió a sonar una vez más:
«El mal funcionamiento ha sido corregido. Lamentamos el inconveniente».
El ascensor chirrió, se sacudió y empezó a subir.
Sobre la pantalla gigante, Levine vio que la figura de Scopes se apartaba de él y miraba por una de las ventanas del desván.
«No importa que te mate aquí o no —dijo—. Cuando el ascensor llegue al piso sesenta, tu forma corpórea habrá quedado extinguida. Tu existencia ciberespacial quedará suprimida».
La figura se volvió y lo miró, a la espera.
Levine miró el número que indicaba el piso en que se hallaba: 20.
«Siento que tengas que terminar de este modo, Charley —dijo Scopes—. Pero supongo que mi pena no es más que una especie de nostalgia. Quizá, una vez hayas desaparecido, pueda honrar de nuevo el recuerdo del amigo que tuve. Un amigo que cambió mucho».
Los números ascendían con rapidez. El chirrido del ascensor se hizo más bajo y la velocidad de ascenso disminuyó notablemente.
«Aún podría firmar la renovación de la patente del maíz», tecleó Levine.
«Sesenta», anunció la voz.
Levine arrancó la conexión del ordenador con la red. Bruscamente, la imagen del neblinoso desván parpadeó y desapareció, y el panel plano de la pared del ascensor quedó una vez más en negro. Levine apagó su ordenador personal. Si Mimo estaba todavía en el ciberespacio de GeneDyne, quedaría desconectado de inmediato. Pero su acción permitiría al menos que no lo rastrearan.
Se produjo un silencio cuando el ascensor se detuvo. Luego las puertas se abrieron, y Levine, sentado en el suelo, se encontró ante tres guardias que le miraban. Iban vestidos con el uniforme azul y negro de GeneDyne, y empuñaban pistolas. El más adelantado levantó el arma y apuntó hacia la cabeza de Levine.
—No seré yo el que lo limpie todo —dijo otro de los guardias.
Levine cerró los ojos.
Llenaron las cantimploras y bebieron de la fuente hasta la saciedad. Ahora, mientras cabalgaban a lo largo de la base de las montañas, Carson percibió que el frescor quedaba lentamente atrás, en el aire. Por encima, el sol de últimas horas de la tarde colgaba sobre las cumbres peladas.
Sólo faltaban otros veinticuatro kilómetros hasta Paso Lava, y luego quizá otros treinta más hasta Campamento Lava. Puesto que recorrerían la mayor parte del trayecto en la oscuridad, no temían volver a quedarse sin agua. Los caballos habían bebido lo suficiente. No había nada como haber pasado sed, para que un caballo bebiera todo lo que pudiese cuando disponía de agua.
Echó la espalda ligeramente hacia atrás y observó a su ayudante, que iba sentada muy erguida en la silla, con las largas piernas relajadas y los pies metidos en los estribos; el cabello le ondeaba ligeramente. Tenía un perfil nítido y fuerte, observó Carson, con una nariz exquisitamente puntiaguda y unos labios gruesos. Resultaba extraño que no se hubiera fijado antes en eso. Claro que un biotraje no es la prenda más favorecedora, pensó.
Ella se volvió a mirarle.
—¿Qué miras? —preguntó.
La luz dorada del atardecer se reflejó en sus ojos oscuros.
—A ti —contestó él.
—¿Y qué ves?
—Alguien a quien me… —Se detuvo.
—Regresemos a la civilización antes de que hagas alguna declaración de la que luego te arrepientas —dijo ella.
Carson esbozó una mueca.
—Iba a decir alguien a quien me gustaría llevarme a la cama. A una cama real, no a un lecho de arena.
—Aquel lecho de arena no estuvo tan mal.
Carson se acomodó en la silla con una sonrisa maliciosa.
—Creo que en este momento debes de tener bajo las uñas la mitad de la piel de mi espalda. —De pronto señaló el horizonte—. ¿Ves aquel corte en la distancia, donde las montañas y la lava parecen encontrarse? Eso es Paso Lava, el extremo norte del desierto de Jornada. Desde aquí, sólo tenemos que dirigirnos hacia la estrella del norte. Faltarán unos treinta kilómetros para llegar a Campamento Lava. Allí tendrán comida caliente y seguramente un teléfono. Y hasta es posible que una cama de verdad.
—¿De veras? —preguntó De Vaca—. Ah, mi pobre trasero la echa en falta.
Nye bajó el cañón del Holland & Holland, comprobó la mira y aseguró la munición. Todo estaba preparado. Se colocó la culata entre los pies y comprobó el extremo de la boca, por si hubiera alguna obstrucción. Lo había limpiado todo cien veces desde que Carson lo obturara aquel día, en el desierto. Pero nunca estaba de más asegurarse.
Las dos figuras se hallaban ahora a un kilómetro y medio. En menos de diez minutos se encontrarían a tiro. Efectuaría dos disparos, rápidos y limpios, a cuatrocientos metros. Luego dos más para asegurarse, y finalmente un par más para los caballos.
Había llegado el momento. Colocó el rifle en posición y luego se tumbó sobre la dura lava, apoyando la mejilla contra la culata. Empezó a respirar lenta y profundamente por la nariz, para que su corazón latiera más lentamente. Dispararía entre un latido y otro, para lograr mayor exactitud.
Levantó la cabeza levemente y miró alrededor. El muchacho se había marchado. Nye lo distinguió, como bailoteando sobre una roca de lava, en el otro lado del talud. Lejos de la acción.
Volvió a situarse en posición, alineó el arma y movió lentamente el cañón por el suelo del desierto, hasta que las dos figuras aparecieron en el punto de mira.
—¡No disparen! —exclamó una voz desde detrás de los guardias—. ¡Tengo al señor Scopes en el intercomunicador!
Intercambiaron palabras. El cañón del arma descendió y uno de los guardias tomó a Levine del brazo y lo levantó rudamente.
Fue conducido por un pasillo débilmente iluminado, más allá de un nutrido puesto de guardia y después de otro más pequeño. Cuando el grupo giró hacia un vestíbulo estrecho, flanqueado por hileras de puertas, Levine se dio cuenta de que aquel trayecto ya lo había hecho unas horas antes, cuando navegó por el ciberespacio de GeneDyne acompañado por Phido. Mientras caminaba, oyó zumbido de maquinaria y el leve susurro de ventiladores.
Se detuvieron delante de una gran puerta negra. Le ordenaron que se quitara los zapatos y se pusiera unas zapatillas de espuma. Un guardia habló por su radiotransmisor, y se oyó el sonido de unas cerraduras electrónicas, seguido por un siseo. La puerta se entreabrió. Cuando un guardia la abrió, una corriente de aire dio a Levine en la cara, antes de entrar.
La sala octogonal no se parecía en nada al desván del ciberespacio de Scopes. Era vasta, estaba en penumbras y parecía extrañamente estéril. Las paredes desnudas se elevaban majestuosas hasta el techo alto. La mirada de Levine descendió desde el techo hasta el famoso piano y la reluciente mesa de despacho taraceada, hasta posarse sobre Scopes. El presidente ejecutivo de GeneDyne, sentado en su sofá y con un teclado sobre el regazo, se volvió hacia Levine con una expresión sardónica. Su camiseta negra estaba manchada con lo que parecía salsa de pizza. Delante de él, una pantalla gigante contenía aún una imagen del parapeto situado fuera del desván de la casa derruida. En la distancia, el faro de Pemaquid Point parpadeaba sobre la oscuridad del océano.
Scopes pulsó una tecla y la pantalla se oscureció bruscamente.
—Regístrenlo por si lleva armas o algún tipo de instrumento electrónico —ordenó Scopes. Esperó a que los guardias se retiraran. Luego miró a Levine y formó un triángulo con los dedos índice y pulgar de ambas manos—. He comprobado los registros de mantenimiento. Por lo visto has pasado mucho tiempo en el ascensor. Dieciocho horas más o menos. ¿Quieres refrescarte un poco?
Levine negó con la cabeza.
—Siéntate entonces. —Scopes le señaló un sofá—. ¿Qué me dices de tu amigo? ¿Quieres que se una a nosotros? Me refiero al que ha estado haciendo el trabajo sucio para ti. Ha dejado su firma por toda la red y me gustaría reunirme con él y explicarle mi opinión sobre sus actividades.
Levine guardó silencio. Scopes lo miró, sonrió y se mesó el cabello.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez, ¿verdad, Charles? Debo admitir que me sorprende verte. Pero no tanto como tu oferta de firmar la renovación de la patente, después de tantos años de pertinaz negativa. Con qué rapidez perdemos nuestros principios al enfrentarnos con nuestra última prueba. «Es más fácil luchar por los propios principios que vivir de acuerdo con ellos». O que morir por ellos, ¿verdad?
Levine se sentó.
—«Haber dudado de los propios principios es la característica de un hombre sabio» —citó.
—Es decir, del «hombre civilizado», Charles. Pierdes efectividad en el Juego. ¿Recuerdas la última vez que jugamos?
Una expresión de dolor surcó el rostro de Levine.
—Si hubiera ganado yo, no estaríamos aquí ahora.
—Probablemente no. A menudo me pregunto hasta qué punto tus frenéticas campañas antigenéticas de los últimos años fueron expresión de tu aversión hacia ti mismo. Te gustaba el Juego tanto como a mí. En aquella última partida arriesgaste todo aquello en lo que creías, y perdiste. —Scopes se enderezó y colocó los dedos sobre el teclado—. Imprimiré los documentos para tu firma.
—Todavía no has oído mis condiciones —repuso Levine con serenidad.
Scopes lo miró.
—¿Condiciones? No me parece que estés en situación de poner ninguna. O firmas o mueres.
—¿Me asesinarías a sangre fría?
—Asesinarte a sangre fría —dijo Scopes lentamente—. Imagino que esa clase de lenguaje sensacionalista es lo único que te queda. Pero sí, me temo que lo haría, por no expresarlo de otro modo más elegante, como diría el señor Micawber. A menos que firmes la renovación de la patente.
Se produjo un silencio.
—Mi condición es una partida más —dijo finalmente Levine.
Scopes lo miró con incredulidad. Luego se echó a reír.
—Bien, bien, Charles. Una especie de… ¿partida de revancha? ¿Y qué apostaríamos?
—Si yo gano, destruyes el virus y me dejas con vida. Si pierdo, te firmaré el contrato de renovación de la patente y puedes matarme, de modo que si ganas obtienes otros dieciocho años de derechos exclusivos sobre el maíz X y puedes vender el virus al Pentágono. Pero si gano yo, perderás el maíz y el virus.
—Matarte sería más fácil.
—Pero también menos provechoso. Si me matas, la patente no se renovará. La renovación de esa patente puede suponer diez mil millones de dólares para GeneDyne.
Scopes pensó un momento y dejó el teclado a un lado.
—Permíteme contrarrestar esa última oferta. Si pierdes, en lugar de matarte te nombraré vicepresidente de GeneDyne y científico jefe. Ésa es mi oferta original, actualizada, con un salario y opciones sobre acciones acordes a tu puesto y tu importancia. Haremos borrón y cuenta nueva. Naturalmente, en tal caso cooperarás en todo y olvidarás esos absurdos ataques contra GeneDyne y el progreso tecnológico en general.
—¿Quieres decir un pacto con el diablo, en lugar de la muerte? ¿Por qué harías eso por mí? No estoy seguro de poder confiar en ti.
Scopes esbozó una mueca.
—¿Y qué te hace pensar que lo haría por ti? Matarte sería embarazoso e inconveniente. Además, no soy un asesino, y siempre existe la posibilidad de que algo así pese demasiado sobre mi conciencia. En realidad, Charles, no he disfrutado al destruir tu carrera. Eso no fue más que un movimiento defensivo. —Hizo un gesto displicente con la mano—. No obstante, tampoco es una opción el permitir que regreses al mundo para que me ataques a placer. Tengo interés en que te unas a la empresa, para que cooperes y firmes los formularios habituales de no revelación de secretos. Si lo desearas, podrías permanecer todo el día sentado en tu despacho, en este mismo edificio, sin hacer nada. Pero creo que encontrarás un camino más satisfactorio en la investigación y el desarrollo, en ayudarme a curar a la gente enferma. Tampoco tiene que ser necesariamente en el campo de la ingeniería genética. Puede ser en el farmacéutico, en la investigación biomédica, en aquello que tú prefieras. Dedicar tu vida a crear, en lugar de a destruir.
Levine se levantó, frente a la enorme pantalla apagada. El silencio se hizo tenso. Finalmente, se volvió hacia Scopes.
—Acepto —dijo—. Sin embargo, necesito una garantía de que destruirás el virus si pierdes. Quiero que lo saques de la caja fuerte y lo coloques sobre esta mesa, entre los dos. Si gano, me limitaré a llevarme el tubo de ensayo y dispondré adecuadamente de él. Si es que, de hecho, se trata de un solo tubo.
Scopes frunció el entrecejo.
—Precisamente tú, de entre todos, deberías saberlo. Gracias a tu amigo Carson. —Levine enarcó las cejas—. ¿De modo que no lo sabes? Por los informes que he recibido, parece que ese hijo de puta ha volado Monte Dragón. ¡Carson el Iscariote!
—No tenía ni la menor idea.
Scopes lo miró especulativamente.
—Y yo que pensé que eras tú el que estaba detrás de eso. Imaginé que se trataba de una venganza por la memoria de tu padre. —Sacudió la cabeza—. Bueno, ¿qué significan novecientos millones de dólares cuando hay en juego otros diez mil? Estoy de acuerdo con tus condiciones. Con una cláusula adicional por mi parte: si pierdes, no quiero que te vuelvas atrás acerca de la renovación de la patente. Deseo que firmes los documentos ahora, ante notario. Colocaremos el acuerdo sobre la mesa, entre los dos, junto con el tubo de ensayo. Si yo pierdo, tú te llevas los dos. Si gano, yo me los llevo.
Levine asintió con un gesto.
Scopes volvió a colocarse el teclado en el regazo y empezó a teclear rápidamente. Luego, tomó un teléfono y habló brevemente. Un momento más tarde se oyó una campanilla y una mujer entró, acompañada por un notario, y le entregó varias hojas de papel, dos plumas y el sello del notario.
—Aquí está el documento —dijo Scopes—. Fírmalo mientras yo saco el virus.
Se dirigió hacia una pared y pulsó un mando. Se produjo un chasquido y un panel se adelantó. Scopes introdujo la mano y tecleó varias instrucciones. A continuación se oyó un pitido y un clic. Scopes introdujo la mano y extrajo una pequeña caja de bioseguridad. La llevó hasta la mesa taraceada, la abrió y extrajo una ampolla sellada de cristal, de unos ocho centímetros de ancho y cinco de altura. La colocó cuidadosamente sobre el documento que Levine había firmado, y luego esperó a que el notario abandonara la sala octogonal.
—Jugaremos de acuerdo con nuestras viejas reglas —dijo después—. Las mejores dos partidas de tres. Dejaremos que el ordenador de GeneDyne elija un tema al azar. Si se produjera alguna discusión, ¿estás de acuerdo en que el ordenador la resuelva?
—Sí —contestó Levine.
Scopes lanzó una moneda al aire y la atrapó sobre el dorso de la mano.
—¿Qué eliges?
—Cara.
Scopes descubrió la moneda.
—Cruz. Yo empiezo el primer tema.
Susana dejó de entonar la vieja canción española que les había acompañado a lo largo de los últimos kilómetros, y suspiró profundamente. El sol poniente teñía el desierto de un color dorado. Se sentía feliz de estar viva, de hallarse simplemente sobre su caballo, en el camino de salida del desierto de Jornada, hacia una nueva vida. De momento no importaba demasiado qué clase de vida seria. Había muchas cosas, demasiadas, que había dado por sentadas y se juró a sí misma no volver a cometer aquel error.
Miró a Carson, que cabalgaba por delante, en dirección al alto y estrecho Paso Lava. Se preguntó, casi ociosamente, cómo encajaría él en aquella nueva vida. Pero apartó el pensamiento por demasiado complicado. Ya dispondría de tiempo suficiente para pensar en eso.
Carson se volvió y aminoró la marcha para que ella le alcanzara. Le dirigió una sonrisa cuando ella se aproximó y, de pronto, dejándose llevar por un impulso, se inclinó y le acarició una mejilla.
Ella sintió el sudor de su mano y cerró los ojos. Pero en ese mismo instante oyó una fuerte detonación que reverberó a través del desierto.
De repente, todo se precipitó. Vio a Carson caer sobre su montura, en el instante mismo en que su propio caballo se encabritaba. Se sujetó desesperadamente al pomo de la silla cuando algo silbante pasó junto a su oreja. Otra detonación resonó en el desierto.
Les estaban disparando.
Roscoe se dirigía hacia la pared de las montañas al galope. Ella espoleó a su caballo para que le siguiera, apretó los talones contra los flancos y se agachó para protegerse tras su cuello. Giró el cuello hacia arriba y trató de afianzar la visión a pesar de las sacudidas y los botes. Carson iba inclinado sobre la silla. La sangre manaba del flanco de Roscoe y salía despedida en pequeñas gotas que rociaban la arena. Sonó otro disparo, y después otro.
Los caballos se precipitaron hacia un callejón sin salida entre las paredes de lava y se detuvieron piafando. Sonaron varios disparos más en rápida sucesión y Roscoe se revolvió para escapar, con los ojos enloquecidos, lo que hizo que Carson cayera de la silla sobre la arena. Susana saltó de su caballo y quedó en el suelo, cerca de Carson, mientras los dos animales huían desbocados hacia el desierto. Sonó otro disparo, seguido por el horrible relincho de dolor de un caballo. El vientre de Roscoe había literalmente estallado, abriéndose, y el animal arrastraba los intestinos entre las patas. Roscoe todavía avanzó unas decenas de metros más hasta que se detuvo, tembloroso. Sonó otro disparo y el caballo de Susana cayó pataleando sobre la arena. Otro disparo, y un chorro rojo brotó de su cabeza. El animal sacudió dos veces las patas traseras, espasmódicamente, luego se quedó inmóvil.
Ella se arrastró hacia Carson, tumbado en la arena y doblado sobre sí mismo, con las rodillas contra el pecho. La sangre empapaba la arena que lo rodeaba. Lo hizo girar con suavidad y él lanzó un grito. Rápidamente, De Vaca buscó la herida. Tenía el brazo izquierdo empapado en sangre, y ella le desgarró un trozo de camisa. La bala le había arrancado un trozo del antebrazo, dejando al descubierto el cubito. Un instante después, la herida se vio oscurecida de nuevo por la sangre que manaba de la arteria radial cortada.
Carson se volvió, con el cuerpo tenso.
De Vaca buscó rápidamente algo que pudiera utilizar como torniquete. No se atrevió a acercarse a los caballos. Desesperada, se rasgó la camisa, la enrolló y la anudó por debajo del codo de Carson. Después la retorció hasta que el brazo dejó de sangrar.
—¿Puedes caminar? —le susurró.
Carson dijo algo con voz débil. Ella se inclinó para escuchar.
—¡Jesús! —le oyó gemir—. Oh, Jesús…
—No te derrumbes ahora —le ordenó con fiereza. Terminó de atar el torniquete y lo cogió por las axilas—. Tenemos que llegar detrás de esas rocas.
Con un esfuerzo supremo, Carson se levantó tembloroso y se tambaleó hacia el fondo del desfiladero, avanzó unos pocos pasos entre las rocas y se derrumbó detrás de un gran canto rodado. Susana se arrastró tras él, volvió a examinar la herida y el estómago se le revolvió. Al menos no se desangraría hasta morir. Se sentó y lo examinó rápidamente. Tenía los labios azulados. No parecía tener más heridas, pero con toda la sangre derramada resultaba difícil saberlo con certeza. Intentó no pensar en qué habría ocurrido si Nye lo hubiera alcanzado una segunda vez con su rifle.
Tenía que pensar rápidamente. Nye tuvo que haberse dado cuenta de que no podía alcanzarlos siguiendo sus huellas. Así que, de algún modo, imaginó que se dirigirían hacia Paso Lava y se adelantó para tenderles una emboscada. Había matado sus caballos, y no tardaría en bajar por ellos.
Extrajo la daga de Mondragón del cinto de Carson, pero la dejó caer sobre la arena con un gesto de frustración. ¿De qué demonios serviría contra un hombre armado con un rifle de repetición?
Miró por encima de la roca y vio a Nye, ahora en campo abierto, arrodillado y tomando puntería. Una bala silbó a pocos centímetros de su cara y rebotó contra las rocas de atrás. La piedra pulverizada le cayó en la nuca, en una dolorosa lluvia. El sonido del disparo reverberó un instante más tarde, arrancando ecos entre las formaciones rocosas.
Se agachó de nuevo por detrás de la roca y se movió a lo largo para mirar desde otro ángulo. Nye se había puesto en pie y caminaba hacia ellos. Tenía el rostro bajo la sombra del ala del sombrero, y no pudo distinguir su expresión. Ahora sólo estaba a unos cien metros de ellos. Se iba a limitar a acercarse para matarlos a los dos. Y ella no podría impedirlo.
Volvió a ocultarse tras la roca y esperó. Oyó pisadas de bota acercándose a ellos, se cubrió la cabeza con las manos, cerró los ojos y se preparó para morir.